Este es uno de mis viajes más preciados. Y uno de
los lugares más sorprendentes que probablemente visitaré
jamás. No hubo día que no experimentara sensaciones nuevas,
que no descubriera aspectos desconocidos, sensaciones por disfrutar. Pese
a que en la actualidad no esté muy recomendado viajar al Yemen
(las disputas tribales con el Gobierno convierten al turista en un preciado
útil de chantaje), todavía se conserva como uno de los lugares más
fascinantes del planeta, sin ningún tipo de parangón, anclado
en unas tradiciones ancestrales y unas genuinas formas de vida que para
la mentalidad occidental remiten a otras épocas.
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YEMEN
EL
LEGADO DEL LEGENDARIO REINO DE SABA

Sanaa
Nada más
pisar tierra, tras contemplar los rostros curtidos
por los años y las guerras, sus ostentosas yambias en la cintura
y sus vestidos propios de un mundo todavía inmerso en la tradición
y la costumbre, la primera impresión que asalta al que aquí llega es la
de haber retrocedido un par de siglos cuando menos y regresado a un pasado muy
lejano, a uno de esos míticos reinos pródigos en esplendores y riquezas de
cuya existencia los primeros aventuraros dieron cuenta a través de sus relatos. Y salvando los
numerosos Toyotas con los que
nos tropezaremos en cualquier lugar del país,
lo cierto es que en buena medida Yemen se conserva todavía como si en
efecto fuera un antiguo reino medieval
aparecido de repente en el tecnológico y abierto mundo del
siglo XXI.
A
pesar de las continuas guerras que han asolado el país a través su historia, la fantástica arquitectura
yemení sigue representando el
aspecto más característico de Sanaa, el que con más firmeza se
clava en la mirada de los viajeros occidentales. La
capital,
nunca lo suficientemente ensalzada como se merece, es un continua e incansable
muestra de edificios de ladrillo, piedra y adobe
magníficamente decorados, nunca iguales uno de otro, con vistosos
dibujos decorando ventanas, frisos, puertas y tejados, en donde los cuidados
detalles, apenas apreciables en sí mismos, convierten el conjunto
en una de las ciudades más bellas y fascinantes del planeta (probablemente
la más impresionante para el que esto escribe).
Las
calles son estrechas y laberínticas, y sus zocos siempre vivos nada tienen que envidiar
a los otros grandes bazares de oriente.
Decenas de alminares, con sus preceptivas cinco llamadas diarias a la oración,
van punteando rítmicamente las soleadas terrazas de las casas. La
ciudad transmite esplendor y sosiego al mismo tiempo. Merece la pena subir a lo
alto de uno cualquiera de sus edificios y contemplar su abigarrada pero aun así
estilizada silueta; es sin duda la mejor la manera de apreciar la hermosa
conjunción de casas, torres y mezquitas que hacen de esta ciudad un espacio
único en el planeta.
Gracias a las ayudas que la UNESCO le destina como Patrimonio Cultural
de la Humanidad, el cuidado de calles y fachadas es elevado, y muchas de
las calzadas ofrecen un suelo empedrado en perfecto estado. La ciudad amurallada
ofrece así un perfecto ejemplo de conservación, a pesar de los numerosos
cables eléctricos
que cuelgan de una pared a otra sin excesivo cuidado.
El
carácter de sus habitantes, afable y considerado para los visitantes, favorece el paseo tranquilo
y atento, y permite que vayamos aprehendiendo con toda la hondura que merece la
idiosincrasia genuina de la ciudad. No
obstante lo anterior, la interpretación rigurosa de la religión islámica que
se hace en este país condena a la mujer a un papel ceñido exclusivamente al ámbito
familiar. De ahí su nula presencia en comercios
y mercados. La vestimenta de negro riguroso que las cubre por completo, con la
única excepción de los ojos, es uno de los aspectos que más llama la atención
de cualquier occidental. Para el fotógrafo que no desee arriesgarse, sin embargo,
esa imagen impactante únicamente quedará impresa en
el recuerdo, ya que una de las más tajantes advertencias que se
le hacen al llegar a la ciudad es la conveniencia de abstenerse de fotografiarlas,
con riesgo de lo contrario de mantener la integridad de sí mismo
y del equipo. Después de haber pasado unos días aquí, por el contrario, la
sensación con la que uno se va es que dicha advertencia es quizá un
tanto exagerada.
Sanna bien merece unos días. Y no
para visitar sus museos, mezquitas o palacios, de cuya exhuberancia no puede
presumir, sino para disfrutar de la tremenda belleza de su casco urbano; para saborear
el aroma único de sus calles; para contemplar la increíble factura de
sus edificios; para maravillarse con la intensa cotidianeidad de sus gentes, su
vitalidad y sus modos de vida; en resumen, para regresar siquiera
en espíritu a una época y un mundo que muy bien pudieran
haber pertenecido al mítico Reino de Saba.
El Este
Abandonar Sanaa causa cierta
sensación de tristeza por la pérdida de lo irrecuperable, ante la
evidencia de que no existe en el planeta otro lugar semejante. Ahora sólo
quedan el
recuerdo y las milagrosas fotografías para recuperar alguna de las
innumerables impresiones vividas o para recordar ese indescriptible hormigueo
que se siente cuando se observa la vitalidad de sus calles
y la sorprendente construcción de sus edificios. Sin embargo, esa pérdida quedará
en cierta medida compensada por lo mucho y maravilloso que resta aún por descubrir.
Atravesamos el desierto Ramlat
as-Sab’atayn,
aparentemente infinito en extensión según nos vamos adentrando
en él. Los cientos de kilómetros recorridos sobre una arena firme e
inexpugnable parecen querer devolvernos a nuestro primigenio papel dentro del
entorno natural, remarcando la tantas veces olvidada fragilidad de la condición humana. Es una jornada dura pero
excitante. Hace un calor intenso y el polvo se introduce por la menor rendija.
Aunque montados en cómodos toyotas en lugar de los tradicionales
camellos, no es difícil hacerse una idea de las condiciones de vida
tan
duras que impone un espacio como éste.
Al finalizar el desierto, entramos en el valle de Hadhramawt,
el más extenso de la península arábiga. Aunque el paisaje
va transformando poco a poco, el calor continúa siendo abrumador.
Uno
de los puntos a priori más atractivos de la ruta es Shibam,
la ciudad de los rascacielos de adobe, y ciertamente la visita no defrauda lo más
mínimo. Edificios de hasta diez pisos de altura, calles estrechas
a modo de laberinto, docenas de cabras y ovejas deambulando sin control,
y niños, cientos de niños por todas partes (Yemen es uno
de los países con mayor índice de natalidad del mundo) reciben
al entusiasmado visitante sin concederle apenas tiempo para asimilarlo todo.
Como ya he dicho, sorprende sobre todo la altitud de los edificios y su durabilidad:
según nos cuentan, algunos tienen más de cuatrocientos
años. Utilizan en su construcción ladrillos de barro en un estilo único
en el mundo. Vista desde lo alto de una colina próxima, la belleza
de esta gran manzana es indescriptible. Sólo las fotografías podrán
transmitir algo de las sensaciones profundas que su sola visión inspira.
Junto a
Shibam se encuentran Tarim
y Seyun. En la primera, curiosamente, pueden verse cierto tipo de palacios y edificios de estilo asiático,
construidos por algunos emigrantes retornados al país y por tanto
bien provistos
de dinero. De camino hacia el sur, tomamos la vieja ruta que lleva a Al-Mukhalla
vía Wadi Doan. Sin que las altas temperaturas
nos abandonen en ningún momento, a lo largo de este valle apacible y
tranquilo atravesamos decenas
de pequeños asentamientos. Lentamente se empieza a apreciar la importante vegetación
a que da lugar las numerosas aguas subterráneas
y las escasas lluvias, mientras cruzamos por vías sólo accesibles
en vehículos todo-terreno o dormimos a la luz
de la luna en lo alto de una de las cimas que rodean el valle. Desgraciadamente,
a veces las fotografías no bastan para recoger todas las sensaciones
que uno va viviendo minuto a minuto en lugares tan fascinantes como Yemen.
Conforme nos aproximamos a Al Mukhalla,
ciudad portuaria situada a las puertas del Mar de Arabia, la humedad se
va haciendo más densa, más pegajosa. Tras la dura jornada ayer, se agradece la posibilidad de pasear tranquilamente por
las antiguas calles de este puerto pesquero y poder apreciar de paso el excelente
pescado que se da en esta parte del planeta.
Tras el preceptivo descanso, disfrutar de un paseo relajado por Al-Mukhalla
y limpiar nuestro maltrecho equipo fotográfico,
nos dirigimos a unas playas cercanas, en Bir-Ali,
para acabar de recuperarnos de las duras pero hermosas jornadas vividas
en el desierto de Ramlat as-Sab’atayn y los valles de Hadhramawt y Doan.
El oeste
Tras un matutino baño en la playa de Bir-Ali, continuamos camino en
dirección al área más montañosa del país, en el oeste, lo que,
por otra parte, nos permitirá dejar atrás las elevadas temperaturas que
hasta la fecha nos han perseguido un día tras otro.
Los conflictos tribales que padece Yemen impiden visitar la población
de Rada como se merece. Sin embargo, de camino
a Taiz, atravesamos dos de las poblaciones de mayor encanto en esta parte
del país: Ibb y Jibla.
La
arquitectura, sin dejar de ser sorprendente, se transforma poco a poco.
El adobe va dejando paso a la piedra, más estable y acorde con las condiciones
climáticas de esta zona, pero la extraordinaria belleza y el diseño
de las construcciones no desmerece lo más mínimo a lo visto
hasta ahora: la decoración de las ventanas, fachadas y puertas
ponen de manifiesto que el sencillo y sin embargo exquisito gusto yemení por la ornamentación no varía a lo largo del país.
Jibla, un pequeño pueblo construido en lo alto de una colina de basalto,
es un ejemplo perfecto del tipo de construcción característica de las tierras
altas.
Taiz,
de la que dicen que es la ciudad más occidentalizada del Yemen ya
que fue capital de la antigua república del sur, de inspiración
socialista, da algunas muestras
que quizá confirman esa apariencia más moderna: se ven bastantes
mujeres con el rostro descubierto, e incluso en la parte más nueva
de la ciudad hay algunos edificios de construcción occidental
y algún modesto centro comercial. No obstante, en su mayor parte
conserva ese cariz inigualable que la define sin duda alguna como una ciudad
plenamente yemení. Dejamos
Taiz para dirigirnos a algunos de los puntos más elevados del país.
No obstante, una oportuna parada en el camino nos permitirá
disfrutar del espectáculo inenarrable que supone el mercado de Bayt
Al Faquih, el mejor del país según sus habitantes,
y cuya atmósfera indescriptible (camellos, vacas famélicas,
aglomeraciones inauditas de gente, curanderos que ejercitan sus habilidades mediante la
aplicación de sanguijuelas, puestos de especias, de frutas, y de
todo aquello que se quiera imaginar) hace que la vista vaya de un lugar a otro
sin atreverse a escoger una sola de sus múltiples facetas.
Continuamos
el recorrido ascendente para atravesar otras poblaciones que en modo alguno nos defraudan: Manakha (uno de los
puntos más aconsejables para practicar trekking y desde donde se
disfruta de una de las vistas más hermosas que yo pueda recordar) y Al Tawila, hasta llegar a
Kawkaban,
población que se encuentra en lo alto de un promontorio desde donde
se divisa una buena parte de la provincia de Al Mahweet.
A muy poca distancia pueden ser visitadas también las localidades
de Thula y Hababa,
esta última otra de las pequeñas maravillas que Yemen reserva
a sus visitantes.
Por
un breve instante abandonamos las hermosas poblaciones montañesas
para llegar a Sada', localidad amurallada al
norte del país, y que pese a las semanas de viaje y a todo lo ya
visto, consigue subyugarnos como si acabásemos de tomar
tierra. Sada' supone un regreso a las construcciones típicas de adobe, y aunque
de estilo más sobrio que Sanaa, el conjunto, visto al atardecer desde lo alto de sus
murallas, transmite una calidez que casi consigue adormecer.
Sin embargo, y a pesar de todos los kilómetros recorridos y de
todas las maravillas contempladas, queda todavía lo que, sin duda
alguna y salvando la capital, Sanaa, quedará más firmemente
grabado en el recuerdo de quien esto escribe: Shihara.
Se
trata de una pequeña y casi inaccesible población situada
a 2.600 m. de altitud, en la cima de una montaña de su mismo nombre.
La forma de acceso más corriente, a pie, se lleva a cabo cruzando
un antiguo y hermoso puente de piedra que une el pueblo con otras localidades
y que permite a quien lo transita disfrutar de uno de los paisajes más
abruptos y hermosos del país. Las vistas son inigualables mientras
se atraviesan las nubes que a esas horas de la mañana recubren los
picos y los difuminan bajo un suave manto de espuma. Cada kilómetro de descenso
supone una nueva sensación ante lo que se va descubriendo. A lo lejos, en la distancia, se distinguen
levemente los campos, los caminos,
los pueblos y las gentes que en poco tiempo nos dispondremos a abandonar, pero que a buen seguro quedarán
impresos en
nuestro recuerdo para siempre. Las fotografías tomadas durante estas semanas,
más allá de su calidad o su belleza, serán nuestros principales
aliados para ello.
© 1996 Carlos
Manzano
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