Hay
pocas ciudades en el mundo que causen en el viajero tanta fascinación
como Venecia. No se trata tan solo de sus canales o de los
abundantes palacios que se reparten por toda la ciudad: Venecia transpira
una atmósfera única que traslada al visitante a un espacio íntimo que
tiene tanto de sensorial como de vital. Hay ciudades que están hechas para
ser vistas; Venecia está hecha para ser sentida, para ser respirada, para
ser vivida en primera persona. Por eso, más allá de la inconmensurable
espectacularidad de la plaza de San Marcos, de la incalificable armonía
de su Catedral o de la abrumadora solemnidad del Palacio del Dux, existen
cientos, miles de lugares más, de espacios recónditos e innumerables,
que le otorgan al conjunto esa extraña aura de perfección y delicadeza
que hace de Venecia un reducto mágico e inclasificable imposible de
comparar con ningún otro lugar del planeta. |
VENECIA

Nada
más salir de la estación, el Gran Canal recibe al visitante como una
alfombra azul que la ciudad extendiera a sus pies en señal de bienvenida.
Enfrente, dominadora entre una hermosa línea de fachadas color pastel de ventanas
apuntadas y frisos relucientes, la iglesia de San Simeone Piccolo, aunque de estampa
modesta, confiere al conjunto un delicioso equilibrio. Este primer
instante, si se llega además una tarde de luz esplendorosa y de
temperatura más que agradable, puede quedar grabado en la mente del viajero
hasta el último de sus días, y le permite anunciarse a sí mismo en cierto
tono grave, de solemnidad: "efectivamente, he llegado a Venecia".
Venecia
se divide en sestrieres (barrios), y a pesar su homogeneidad
estética debido a sus características construcciones de estilo
gótico-bizantino, cada uno conserva su propia idiosincrasia diferenciadora. Sin duda alguna, el más visitado (lo que no significa
necesariamente el más
atractivo) es San Marco. La razón es más que evidente: la plaza de
San Marco representa uno de los espacios más abrumadores y espectaculares que haya
construido jamás el ser humano. Por si fuera poco, alberga en uno de sus
flancos la ecléctica pero deliciosa Catedral y el magnífico
Palazzo Ducale, rivales ambos en esplendor y belleza. La Catedral, de origen
bizantino y consagrada en el año 1094, fue enriquecida posteriormente con un
revestimiento de mármol y mosaico y aderezada con los más dispares elementos que el Dux de turno se traía a modo de
trofeo de
sus
guerras y conquistas. Sin embargo, a pesar de tamaño desaguisado, su
coherencia artística y ornamental es encomiable. El palacio ducal, cuya
armonía y sobriedad estética todavía resultan hoy en día
abrumadoras, fue la residencia de los Dux desde la segunda década del siglo
IX, aunque su aspecto actual se debe a una remodelación realizada en el s.
XIII. Frente
al palacio, merece también destacarse el edificio de la Librería
Marciana, el cual contiene valiosos ejemplares de encuadernaciones bizantinas,
venecianas y extranjeras del siglo X al XIII.
El
valor simbólico del que ha gozado la plaza desde sus inicios ha llevado a que
la mayor parte de la vida administrativa y burocrática gire siempre alrededor
de ella. Sin embargo, son sus alrededores lo que menos sorprende
de la ciudad, lo que menos seduce: las calles se encuentran hoy en día tan
invadidas por miles de comercios orientados al turismo compulsivo, tan
violentados por legiones de visitantes que invierten casi todo su tiempo en la
compra de recuerdos inútiles y falsos, que a los pocos minutos uno siente deseos de huir
de inmediato de toda esa algarabía
artificial y sin sentido para reencontrarse con el aroma peculiar y puro de la
Venecia que apenas ha intuido en su recorrido desde la Estación de Santa
Lucia. Y es que, a pesar de la importancia que pudo haber tenido en el pasado,
hoy la famosa calle de la Mercería casi tiene más puntos en común con los dutyfree
de cualquier impersonal aeropuerto que con lo que se espera de una vieja y
fascinante ciudad medieval.
Sin
embargo, conforme uno se va alejando del centro comercial y turístico,
el encanto original de la ciudad de los canales vuelve a formar parte del
paisaje urbano: Campo San Fantino, donde se encuentra el viejo y célebre
teatro La Fenice; Campo San Mauricio, en cuya iglesia se ha instalado un museo
permanente dedicado a Antonio Vivaldi; Campo Sant'Angelo, a través de la cual se
accede a la peculiar escalera de caracol del Palacio Minelli (s. XV-XVI); y
sobre todo Campo San Stefano, una de las plazas más concurridas y amplias de
Venecia y que entre otros edificios acoge los palacios Pisani,
Morosini y Loredan, son algunos de los puntos cardinales del barrio que
convendría no perderse.
El
sestriere de Castello es uno de los más tranquilos y agradables de
Venecia. El turista que únicamente pasa día o día y medio en la isla casi nunca
se adentra más allá de
la Riva Degli Schiavoni o del Arsenali Vecchi. Y tal vez por ello, la vida de la Venecia
contemporánea se expresa aquí en toda su grandeza. Por si no bastara con callejear,
con dejar mente y espíritu al albur de la magia de este enclave irrepetible, hay
muchos otros alicientes que aconsejan no descuidar esta zona, empezando por la sobria y hermosa Iglesia de Santa Maria
del Miracoli, cuyo exterior aparece totalmente recubierto de mármol policromo
con relieves decorativos y franjas lisas, y continuando por la de Santa María de
Formosa, situada en el Campo del mismo nombre y donde se ubican edificios tan
destacables como el Palacio Vitturi, el segundo palacio Donà y el Palacio
Priuli Ruzzini; la Basílica de
San Giovanni e Paolo, junto a la cual se encuentra la no menos impresionante
Escuela de San Marcos, hoy convertida en hospital; o la iglesia de San
Zaccaría, situada
justo al lado del barrio griego, del cual se hace imprescindible destacar la solemne torre inclinada
de San Georgio de Greci; hasta finalizar en San Pietro de Castello, emplazada en la isla de mismo
nombre y antigua sede del Patriarca de Venecia, a la que se llega tras
atravesar la activa y vital Vía
Garibaldi y desde donde se puede acceder a una de las pocas zonas verdes de la
ciudad, la Riva del Partigiani.
Uno
de los mayores placeres de Venecia consiste en hacer un alto en
cualquiera de sus campos (plazoletas), especialmente al atardecer,
cuando se llenan de niños que han acabado su jornada escolar y de madres
despreocupadas que invierten su tiempo en estrechar los lazos sociales. Y puede que sea el sestriere de San
Polo junto con el de Santa Croce -con el que linda hasta casi fundirse- los que acogen
los más singulares y característicos. Citaré, solo como ejemplo, el propio Campo de San Polo, la plaza más
grande de Venecia después de San Marco y donde antiguamente tenían lugar
diversos mercados y ferias; San Giacomo Dall'Orio,
increíblemente activo al atardecer y centro de paso obligado en el camino que
va de la Estación de Santa Lucía al puente de Rialto; Sauro, próximo al anterior pero más plácido
y sosegado y donde uno puede tomarse una sencilla cerveza sin sentirse
asaltado a mano armada; San Agostin, cerrado por todos sus flancos excepto
por uno, y por eso mismo inmensamente tranquilo; o el bullicioso
Campo de Frari, donde se encuentra uno de los edificios más distintivos de
San Polo, San Maria Gloriosa del Frari, un inmenso convento construido en el
siglo XV por los franciscanos y que comparte con Campo de San Polo el
epicentro simbólico del barrio. También merece la pena no perderse el agitado mercado de frutas y pescados
que cada mañana tiene lugar en el mercado de Rialto, junto al Palazzo
Camerlenghi, y cuyo origen se remonta a los orígenes de la ciudad, así como
el anejo Puente de Rialto, probablemente el espacio con mayor concentración
de turistas por metro cuadrado de toda Venecia, pero a pesar de ello
imprescindible por su virtuosismo arquitectónico y por ser uno de los tres
únicos puentes que cruzan el Gran Canal.
No
obstante, si tuviera que elegir uno solo de los sestrieres,
indudablemente me quedaría con Cannaregio, el cual alberga a mi juicio los
mayores atractivos de la ciudad: sus pequeños canalettos que confieren
a la ciudad ese aura incomparable de calidez y cercanía tan caro de ver en
otras ciudades; sus edificios sencillos, lejos de la magnificencia y esplendor
de los grandes palacios del Gran Canal pero más próximos, más modestos si
se quiere, más humanos; sus trattorias y restaurantes de dimensiones humanas, entre los que destacaría sin duda alguna la
Trattoria alla'Antica Mola, en la Fondamenta di Cappuchine, a la altura de
Campo di Guetto Nuovo, una de las más antiguas de Venecia y donde se pueden
degustar unos platos exquisitos a un precio más que razonable; pero sobre
todo el aroma, la luz, la vida, el silencio, la calma, la belleza... el mundo
entero encerrado entre las lindes simbólicas del barrio. Aquí se halla también el
Guetto, barrio de la ciudad donde en 1516 se confinó a vivir a la
población de origen judío y con cuyo nombre se designaría a partir de
entonces en todo
el mundo a la concentración de este grupo religioso en espacios cerrados y
perfectamente distinguibles. Un poco más allá, en un remanso inaudito de
tranquilidad, la iglesia de La Madona dell'Orto y San Alvise justifican un
agradable paseo hasta el vértice norte de la isla. No obstante, si uno busca también algo de
bullicio y ajetreo, puede caminar por la horrorosa Lista di Spagna, y luego, desde la calle Magdalena, dirigirse a la Strada Nuova,
donde encontrará numerosas tiendas de souvenirs, supermercados,
McDonalds, restaurantes a precios
desorbitados y otros muchos turistas a través de los que reconocerse y ser reconocido y
convertirse así en un integrante más de ese inmenso ejército de coleccionistas de
recuerdos y baratijas varias.
Como se ve, Cannaregio lo tiene todo y para todos los gustos.
Una
zona que suele quedar fuera de las rutas turísticas más apresuradas es Dorsoduro,
que a mi juicio comparte buena parte de los atractivos de Cannaregio. Además,
aquí se encuentran los edificios principales de la Universidad de Venecia, y
eso hace que su dinamismo y vitalidad alcancen niveles más que significativos. Probablemente no se descubrirán edificios magníficos y
sorprendentes, exceptuando la Academia y algunos de los palacios que dan
al Gran Canal, pero perderse entre sus callejuelas y visitar algunos de sus campos puede convertirse en una tarea sumamente
deliciosa. Campo Santa Margherita, por ejemplo, es el espacio perfecto para hacer un descanso,
tomarse una cerveza o comerse un bocadillo mientras se observa el ir y venir
cotidiano de las gentes. O si alguien quiere un paseo relajado por la orilla del
mar, la Fondamenta delle Zattere es el lugar ideal, lejos del gentío y las
aglomeraciones de otras zonas como Riva Degli Schiavoni. En el extremo este,
la iglesia Santa Maria della Salute, cuya majestuosidad se hace visible desde
el mismo Molo, junto al Palacio Ducale o a Ca'Rezzonico, un impresionante palacio
que en la actualidad acoge el Museo del Settecento Veneciano, son algunos de
sus referentes más destacables.
Un
recorrido imprescindible aunque tópico sería el Gran Canal: a sus flancos se encuentran varios
de los edificios más esplendorosos de Venecia. Enumerarlos todos sería
prolijo y además añadiría bastante poco al inmenso placer que produce la visión de todos ellos solemnemente
encaramados a la arteria principal de Venecia. Hay varias opciones para surcar
este canal: si alquilar una góndola pudiera parecer demasiado caro (y efectivamente lo
es), un recurso más accesible es tomar uno de los autobuses marítimos (por
ejemplo, el número uno) desde su comienzo en Piazza Roma hasta el
embarcadero Giardini, próximo a Isola de San Pietro: el vaporetto va
haciendo diversas paradas durante el recorrido, lo que permite disponer del
suficiente tiempo para observar la ingente fila de fachadas que en perfecto
desfile se ofrecen a nosotros.
No
querría terminar sin destacar que uno de los mayores encantos de Venecia, que
en muy buena medida contribuye a conferirle esa atmósfera liviana, sutil, que
tanto subyuga al viajero, es la ausencia absoluta de automóviles. Como es
evidente, la configuración propia de la ciudad imposibilita que
los coches puedan llegar más allá de Piazza Roma, pero ese es precisamente
uno de sus mayores alicientes. Y, aunque para la mayor parte de los ciudadanos
de nuestros prósperos países occidentales vivir sin coche pueda parecer
poco menos que un suicidio, Venecia demuestra que no sólo es posible, sino que se puede vivir
mejor sin ellos. En resumen: pocos lugares de los que
he visitado merecería el calificativo de paraíso; pero si tuviera que elegir
uno, creo que escogería Venecia (cuando las inundaciones y las mareas lo
permiten, claro está).
©
Carlos Manzano (2005)

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