El nombre de Flandes nos
retrotrae a los españoles a ciertas épocas pasadas que algunos tildarán de
gloriosas y otros simplemente de vergonzantes. Sea como fuere, Flandes
representó en el siglo XVI uno de los mayores quebraderos de cabeza de los
reyes españoles, especialmente de Felipe II, quien pese a enviar a la zona a
alguno de sus matarifes más sanguinarios (el tristemente famoso duque de Alba, por
ejemplo) no pudo
sofocar el deseo de independencia de la burguesía local y su separación
definitiva de la corona. No obstante, la historia de Flandes ha
estado desde sus inicios ligada a numerosas guerras, conquistas, anexiones,
invasiones, revoluciones y revueltas, que no tuvieron fin hasta la revolución
de 1830, cuando, ante el temor entre determinadas potencias europeas
-especialmente
Gran Bretaña y Rusia- de que acabase por formar parte de Francia, se permitió
la constitución de un estado independiente bajo el reinado de Leopoldo I (cuyo
sucesor, Leopoldo II, daría lugar a uno de los ejemplos de ejercicio de poder
colonial más ignominiosos y despiadados que se recuerdan). Hoy
en día, y salvando la eclosión de cierto partido nacionalista y xenófobo que en algunas zonas como Amberes ha llegado a alcanzar el 30%
del voto popular, Flandes es una región tranquila, amable, hermosa y rica en
restos históricos y edificios artísticos. El magnífico sistema de ferrocarril
que vertebra el país hace de la visita a este entrañable lugar poco más que
un ameno paseo que no exige del turista más esfuerzo que el de
disfrutar de sus innumerables encantos. Bruselas, capital por derecho propio del
país y que en sí misma constituye la tercera región autonómica del Estado,
contiene los ingredientes necesarios para justificar una visita de varios días
de duración.
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BRUSELAS
Y FLANDES
Por
los dominios de Felipe II

Para
comenzar, diré que lo peor del viaje fue la compañía aérea que nos llevó a
Bruselas y nos trajo de regreso a España, la famosa Ryanair. Y no por el trato
recibido o por las características del vuelo, sino por intentar estafarnos al
incumplir las condiciones claramente establecidas en nuestro contrato de vuelo y querer
hacernos pagar un recargo de 48 euros en cada desplazamiento con el pretexto de
un inexistente exceso de equipaje. Se trató de una pelea tan desigual (ellos
tenían la sartén por el mango: o pagabas el citado incremento, a pesar de lo
estipulado en el billete electrónico que yo mismo llevaba personalmente en la
mano –donde se indicaba con absoluta claridad
que dos personas que compartieran el mismo billete podían también compartir el
peso del equipaje–, o nos impedían montar en el avión,
pese a tener pagado el billete con varios meses de antelación). Fue un
incidente que echó por tierra cualquier opinión positiva que hasta entonces
hubiera podido tener yo sobre la compañía irlandesa: nunca he sentido mis
derechos como consumidor y usuario tan pisoteados como entonces. Las disculpas
recibidas por parte de la compañía semanas después a instancias de nuestra
reclamación no les exoneran de su prepotencia ni del mal trato que nos
ofrecieron, ni nos tampoco resarcen del abuso sufrido.
Pero volviendo a lo positivo, habría que empezar diciendo que el resto del
viaje fue incluso más satisfactorio de lo esperado. A pesar de que Bélgica es
un país relativamente pequeño y que las distancias entre sus principales
ciudades son cortas, preferimos en esta ocasión centrarnos en una de sus
regiones, Flandes –aparte de su capital, Bruselas, que no en
vano constituye la tercera región autónoma del Estado–, dejando la región de Valonia para otra
mejor ocasión. Las excelentes comunicaciones ferroviarias de que goza este
país fueron clave para decidirnos a establecer nuestro "campamento
base" en Bruselas, y desde allí trasladarnos cada día a los distintos
lugares que deseáramos visitar, exceptuando una noche en que pernoctamos en
Brujas, ya que consideramos –con total acierto, he de decir– que un par de días no era excesivo para
esta maravillosa joya medieval.
BRUSELAS
A
priori, es fácil pensar en Bruselas como una ciudad desabrida, un tanto
deshumanizada y tremendamente aburrida, copada por legiones de grises
funcionarios que llegado el fin de semana huyen a sus lugares de origen dejando
las calles de la ciudad sumidas en un brutal abandono. Pero nada hay menos cierto
que eso. Bruselas es una ciudad viva, alegre, intensa como pocas: sus
barrios del sur, especialmente Les Marolles y St Gilles, y la maravillosa plaza
de Le Grand Sablon, representan una invitación sin matices al movimiento, al
disfrute epicúreo de la noche, a la exaltación de los sentidos. No en vano,
la ciudad se caracteriza por poseer un surtido casi interminable de restaurantes de toda clase y
condición, prueba del gusto de los bruselenses por los placeres más sencillos.
Y eso a pesar de que la ciudad registra uno de los índices pluviométricos más
altos de Europa: lo normal es que una de cada tres mañanas aparezcan bañadas
por una melancólica pero siempre reparadora llovizna. Tal
es así, que viajar a Bélgica sin
paraguas es como pretender subir el Everest con unas zapatillas de cáñamo.
Y
tampoco se trata de una ciudad fea. Además de la magnífica Grand Place y sus
alrededores, existen muchas otras zonas donde disfrutar de un agradable y
reconfortante paseo (siempre y cuando la lluvia lo permita) y recrearse en la
estilizada arquitectura de muchas de sus zonas urbanas.
Bruselas es una de las ciudades europeas donde más fachadas estilo Art Nouveau pueden
encontrarse (aquí vivió y murió uno de los máximos impulsores de este movimiento artístico, Victor Horta). Merece la pena, por tanto, dedicar varios días
a la ciudad, disfrutar de cualquiera de sus justamente famosas cervezas sentado en
uno de los viejos cafés que todavía se conservan como antaño y degustar su
bien considerada cocina sin tener que asumir un coste excesivo y sin preocuparse
demasiado de la zona en donde uno se encuentre.
La
Grand Place y alrededores
Es
el centro turístico por excelencia de la ciudad. Y, desde luego, la plaza lo
merece. Son espectaculares tanto su ayuntamiento, cuya torre sobresale muchos metros a la redondea, como cualquiera de los edificios gremiales erigidos a lo largo de los últimos
siglos y que ofrecen un espléndido muestrario del desarrollo que el barroco
llegó a alcanzar en esta ciudad. Por las mañanas, los numerosos puestos de venta de flores
que se extienden a lo largo de la plaza le
confieren un lirismo especial, un toque de color que rompe con el gris habitual
de las mañanas bruselenses.
Alrededor
de la plaza abundan los restaurantes para turistas (la Rue des
Bouchers y adyacentes son paradigmáticas al respecto, y por tanto poco recomendables para quien busque
verdadera comida belga) y comercios de la más diversa índole (muy agradecidas, sobre todo en día de lluvia, son las Galeries
Saint-Hubert). La
zona, por tanto, merece ser visitada con tiempo y paciencia; pero quien desee
respirar un ambiente más puro y auténtico deberá alejarse unos metros y
rastrear en las aledañas zonas de St. Geri o Le Grand Sablon, mucho más
desahogadas y entrañables.
En
St. Geri, por ejemplo, es posible encontrar restaurantes de enorme calidad a
precios más que aceptables, en los que además se puede disfrutar de la auténtica cocina belga y no seudopastiches dirigidos al
turista acrítico y conformista. Para
quien agradezca alguna que otra pista sobre dónde dar con una buena y para
nada cara comida, le recomendaría el restaurante 9 et Voisins, situado
en la Rue Van Artevelde (resulta un poco difícil de encontrar, porque su
fachada carece de cartel alguno que lo identifique). Según algunos comensales
con los que coincidimos, se trata de un excelente restaurante que ofrece
auténtica comida "casera" (ese fue al menos el término que usaron
para calificarla). Como pude
comprobar personalmente, los
platos son abundantes y el ambiente genuinamente bruselense. Nosotros acudimos en
tres ocasiones, y en todas ellas salimos más que satisfechos. Otra
de las curiosidades que ofrece esta zona (y que comparte con otras aledañas) son
los murales dedicados a distintos personajes del cómic que decoran algunas de sus
paredes. La influencia de Hergé y su dibujo Tintin (el cual, por
razones que no vienen al caso, aborrezco sobremanera) ha convertido a Bruselas
en algo así como la capital del cómic.
En
los alrededores de la plaza de Le Grand Sablon, otra de las joyas de la ciudad,
existen igualmente numerosos restaurantes donde disfrutar de una buena comida,
aunque la sensación personal que obtuve al pasear por aquí es que en general
eran un poco más caros que los de St-Geri. Por otra parte, en dicha plaza –adonde
recomiendo acceder por la entrañable Rue de Rollebeek– los domingos por la mañana suele
instalarse un pequeño pero coqueto mercado de antigüedades (no en vano, en la
zona abundan los comercios de anticuarios), cuyos puestos se sitúan al amparo
de la espectacular iglesia de Notre Dame du Sablon, construida a finales del
siglo XIV..
También
se pueden encontrar buenos restaurantes en los alrededores de la Iglesia de Ste-Catherine,
aunque su precio resulta algo más elevado que en St-Gery. Pero si alguien anda
sobrado de dinero y además aprecia el buen marisco, en la aledaña Baksteenkaai
podrá encontrar los mejores restaurantes bruselenses en esta especialidad.
En
los alrededores de la Grand Place existen varios cafés de
estilo decimonónico (maravillosos el Café Falstaff, justo al lado del edificio
de la bolsa, y La Maison Cirio, en el lado contrario al mismo edificio). Asimismo,
encontrar buenas y acogedoras cervecerías donde probar una cualquiera de las
más de trescientas variedades de cerveza que se fabrican por aquí no es
tampoco una tarea difícil. Si de algo puede jactarse esta cosmopolita ciudad
centroeuropea
es de la cantidad lugares de ocio y esparcimiento que posee.
Les
Marolles
Es
el
antiguo barrio obrero de Bruselas. Se trata de un lugar entrañable, donde abundan las
calles estrechas y los bares poco dados a sutilezas estéticas pero de una
tremenda efectividad culinaria, donde tomar una deliciosa y reconfortante sopa del día o degustar
placenteramente una cerveza autóctona se convierte en una actividad deliciosa. No suelen ser muchos los turistas que se aventuran hasta aquí, y
sin embargo su proximidad con la Grand Place debería ser un incentivo para
ello.
A
la vez que cobijadora de los restos de Peter Brueghel "el viejo", uno de los pintores más
importantes de la escuela flamenca, la iglesia de Notre Dame de la Chapelle
marca el inicio del recorrido que a través de la Rue Haute y la Rue Blaes nos
conduce al corazón más palpitante de esta parte de la ciudad. El lugar más entrañable del barrio es, sin duda alguna, la plaza
de Jeu de Balle, donde por las mañanas tiene lugar una especie de
"rastro" multitudinario en el que se puede encontrar cualquier cosa
susceptible de ser vendida y comprada. El ambiente los domingos por la mañana es más
abrumador si cabe, y el público que concurre al mismo, tanto para comprar como
para vender, es de lo más variopinto. Los numerosos y acogedores cafés
que rodean la plaza permiten hacer un alto y, en los días de lluvia,
recuperarse del frío con una de las muchas sopas del día que en ellos se ofrecen.
Otro de los edificios cardinales de Les Marolles es el enorme y grandioso
Palacio de Justicia, una mole inmensa que fue mandada edificar por Leopoldo II para
dotar de importancia administrativa al barrio, hasta entonces bastante ajeno a las prioridades gubernamentales. No es, sin embargo, un edificio
estéticamente reseñable, pero desde aquí se puede disfrutar de unas
interesantes panorámicas de esta parte de la ciudad.
El Palacio Real
Alrededor de la Plaza Real (Place Royal) se sitúan algunos de los más
majestuosos edificios de Bruselas, comenzando, cómo no, por el mismísimo
Palacio Real, que pese a su nombre no es la residencia oficial de la familia
real belga (aunque en ocasiones es utilizado para recepciones oficiales y demás
parafernalia monárquica), y por tanto puede visitarse ateniéndose a los horarios
establecidos. En realidad, el palacio fue mandado construir por el rey
Guillermo I de Holanda, quien ejerció de máximo represente político hasta la
rebelión de 1830, movimiento nacionalista que dio origen al nacimiento
del Estado belga tal como lo conocemos en la actualidad.
Pero volviendo al espacio físico que nos atañe, se puede decir que aquí
las avenidas son amplias y luminosas, aunque la zona no es precisamente extensa. Junto
al propio palacio, el Parc de Bruxelles, no excesivamente grande para lo que se
podría esperar en una ciudad como ésta, resulta sin embargo un espacio
agradable y acogedor, a menudo surcado por deportistas y por perros –aunque estos últimos generalmente
acompañados por sus dueños.
Justo al lado, haciendo frontera con Le Sablon, se encuentra otro
impresionante edificio, el Museo de Bellas Artes, que va a dar a otra plaza
encantadora y tranquila, la Place du Musée. Y si bajamos por la Rue
Montaigne de la Cour Hofberg, nos encontraremos con algunas de las más bellas
fachadas modernistas de la ciudad, en especial con el edificio de los antiguos
almacenes Old England, que en la actualidad alberga el Museo de los Instrumentos
Musicales. Una pequeña pero acogedora plaza ajardinada, le Mont des Arts, nos
conduce hasta la Place de Albertine, desde donde podemos bajar a través de la
Rue de la Madeleine hasta la Grand Place de nuevo.
Algo más al
norte se encuentra la Catedral de Bruselas, adonde hay que
llegar casi de propio, ya que pilla un tanto a desmano de los principales recorridos
turísticos de la ciudad. Su fachada fue erigida en el siglo XV en estilo
gótico. A mí me recuerda a la fachada de la Catedral de Notre Dame de
París, aunque un poco más estrecha y, por supuesto, mucho menos decorada y
trabajada. Desde aquí se accede a la zona alta de la ciudad, el viejo barrio de
la aristocracia, donde en otro tiempo se ejercía el verdadero poder político.
La zona se caracteriza por sus esplendorosos edificios y mansiones de los siglos XVIII y
XIX y por sus avenidas anchas y descongestionadas. Sin embargo, en contraposición a
la tranquilidad que en efecto se respira, justo aquí se encuentra también la
Estación Central de ferrocarril, centro estratégico de salida y llegada de la ciudad, lo que hace que
sus alrededores sean un hervidero de gente con maletas que
circula con evidente diligencia. Un poco más al norte se encuentra el Jardín
Botánico, aunque fuera ya del pentágono que delimita lo que se considera el
centro de
Bruselas, enclaustrado entre grandes bulevares que parecen emular los fosos de
los antiguos castillos medievales.
St-Gilles, la Unión Europea y el Atomium
St-Gilles es la zona modernista por excelencia de la ciudad, aunque encontrar fachadas
que realmente se ajusten a esta corriente artística requiere un cierto
esfuerzo y una búsqueda algo concienzuda. No obstante, la vitalidad y el
trajín que se observan en sus calles justifican el más modesto paseo vespertino. También se
encuentran aquí varios de los más lujosos hoteles de la ciudad, sobre todo en la concurrida
y agitada Avenue Louise, así como el archifamoso museo
Horta, establecido en uno de los edificios creados y diseñados por el propio artista
belga.
La zona donde se ubican los principales edificios que forman parte del conglomerado
de las instituciones europeas apenas merece un pequeño comentario. Y no porque sus
fachadas sean feas o escasamente atractivas (no todas lo son), sino porque todo
lo que uno puede encontrarse por aquí se sitúa dentro de la más absoluta
vulgaridad; el lugar carece de un mínimo elemento aglutinador que ayude a definirlo de una manera inequívoca.
Todo parece estar
creado al servicio de un
mero fin: el trabajo burocrático e impersonal de las grandes administraciones.
Si además se visita en día festivo, la ausencia de vida acrecienta más aún
esa sensación vacía y atípica, ese conato de vida que debiera caracterizar
todo espacio donde se
desarrolla una considerable actividad humana.
El Atomium (con permiso del a mi juicio absolutamente prescindible Manneken
Pis) se ha erigido en el símbolo más representativo de Bruselas. Poco
antes de nuestra visita se había acabado
de acometer una restauración que le ha devuelvo el lustre perdido desde su
construcción, allá por el año 1958. No entramos en su interior; sin embargo,
y como casi todo elemento que por diversos motivos alcanza una significación
más elevada que lo que en sí mismo significa, venir de propio hasta aquí (el
Atomium está situado a bastante distancia del centro) acaba por resultar más
un antojo que una satisfacción estética.
LOVAINA
Lovaina
se encuentra a tan sólo a 27 kilómetros de Bruselas, lo que unido a su
reducido tamaño permite ser visitada en un día. Además, la escasa distancia
que separa la estación de ferrocarril del centro de la ciudad facilita el
desplazamiento de un extremo a otro sin verse obligado a coger autobús o taxi.
Dos de las cosas que más admiro de ciertos países europeos (entre los que sin
duda alguna se encuentran Bélgica y Alemania) que he visitado son el uso masivo
y generalizado de la bicicleta en las ciudades –lo que a su vez conlleva la existencia de
numerosos y respetados carriles-bici que encajan perfectamente con la
circulación rodada y el tránsito peatonal, aspecto que muchos palurdos
nacionales deberían tener en cuenta antes de poner el grito en el cielo cada
vez que se proponen este tipo de vías para nuestras atestadas, contaminadas y
deshumanizadas vías urbanas– y el uso del ferrocarril como medio
habitual de transporte. Siempre he creído que el medio de transporte que ofrece
una dimensión más humana es el ferrocarril: permite hacer el viaje de una
manera más cómoda, el daño que causa en el entorno natural por el que cruza
es menor, y por supuesto es mucho más eficiente en lo relativo al consumo
energético. Me
pena profundamente que en nuestro país se haya abandonado desde hace décadas
este tipo de transporte para apostar por el contaminante y mucho más peligroso
transporte por carretera. Si uno viene a Bélgica y usa su eficiente y excelente
servicio de ferrocarril, creo que se dará cuenta perfectamente de la diferencia
entre ambos medios.
Lovaina es famosa sobre todo por su universidad (donde impartió clases el humanista
Erasmo de Rotterdam), y por tanto su agitada vida "social" se erige
también en una de sus enseñas más distintivas. Pero, ante todo, lo que
primero deslumbra al visitante es su monumental Grote Markt, en la cual destaca
por su espectacularidad el ayuntamiento, una obra maestra del llamado gótico
brabantés. Su fachada está adornada por un total de 236 estatuas,
aunque no pertenecen al diseño inicial del edificio, del siglo XV, sino que
fueron añadidas en una remodelación posterior ya en el siglo XIX.
La otra gran plaza de la ciudad es la Oude Mark, la preferida por los
estudiantes. La plaza en sí misma es una auténtica preciosidad, y sin que en
ella destaque ningún edificio especialmente, todos ellos confieren al conjunto ese
estilo tan particular de las viejas ciudades medievales flamencas. Merece la
pena callejear por algunas de las vías que cruzan ambas plazas, pero yo recomendaría no perderse de vista el convento de las Beguinas,
que, aunque situado a alguna distancia del centro, es un lugar pleno de belleza,
armonía y sensibilidad. Las beguinas eran congregaciones femeninas más o menos
religiosas (hacían todos los votos propios de las congregaciones religiosas
menos el de pobreza) que surgieron alrededor del s. XI debido a la situación de
desamparo en que muchas mujeres se encontraban consecuencia de la marcha de
buena parte de los hombres a las fatídicas cruzadas. En estas
congregaciones, las mujeres se auxiliaban entre sí y se organizaban respetando
el orden social del que procedían. Algunas de estas congregaciones todavía se
conservan como tales, pero la de Lovaina ha sido reconvertida en residencia para
profesores y estudiantes. Todavía se conservan algunos de sus edificios más antiguos, de fachadas poco recargadas pero armoniosas. Llegar hasta aquí un
domingo por la mañana, cuando la vida estudiantil se mantiene en total estado
de letargo, puede convertirse en una de las actividades más sosegadas y
placenteras a las que puede entregarse un visitante en Lovaina.
GANTE
Gante en su tiempo llegó a ser la segunda ciudad más grande del norte de
Europa, tras París. En la actualidad, es una activa capital de más de 210.000
habitantes que se jacta de poseer el mayor número de edificios históricos de
Flandes. Y en efecto, aunque su casco viejo no es excesivamente extenso,
tanto las plazas de San Bavón y Koren como los muelles Graslei y Korenlei o el
puente de St-Michiel pueden acaparar buena parte de nuestro tiempo de estancia en la ciudad.
El rectángulo que forman todas estas zonas es además zona peatonal y
está repleto de numerosos edificios históricos de gran relevancia, como la
Catedral de San Bavón, el Belfort o la Iglesia de San Nicolás. Pero, por
encima de todo, la maravillosa línea formada por las triangulares fachadas de
los edificios situados en el muelle de Graslei eleva la belleza de esta ciudad a
niveles más que considerables. A ambos lados del río Lys se alzan un buen número de
casas de los siglos XII y siguientes, construidas por los gremios para resolver
los asuntos propios de sus tareas. La conservación es excelente, y no es
extraño encontrarse por aquí numerosos grupos de estudiantes que conversan
despreocupadamente o aprovechan para comer algo hasta el comienzo de su próxima
clase.
Otro de los monumentos característicos de Gante es el castillo de
Gravensteen, el cual todavía se mantiene en un más que aceptable estado de
conservación. Desde lo alto de cualquiera de sus torres, además, se puede
disfrutar de unas hermosas y amplias vistas de la ciudad. Justo bajo el castillo
se encuentra el barrio de Patershol, zona de antiguas casas humildes (de las que
en la actualidad apenas se conservan unas pocas fachadas) que se ha reconvertido
en una concurrida zona vespertina de restaurantes y tiendas de moda. Apenas sin
salirnos de la zona peatonal delimitada por las plazas Koren y San Bavón
encontramos el Ayuntamiento, cuya fachada fue erigida en dos fases distintas:
como es fácil constatar tras una somera vista de su exterior, en
la construcción de la segunda fase se dispuso de una menor dotación
económica, lo que hizo que adoleciera de bastantes menos florituras estéticas
que la edificada en primer lugar.
Merece también la pena dar una pequeña vuelta por otras calles aledañas. Por ejemplo,
por la amplia y espectacular plaza Vrijdag, donde además los fines de
semana se celebran diversos mercados al aire libre; o por el barrio de De Kuip,
algo más al sur, donde se encuentran algunos edificios interesantes, como los
hoteles Arnold Vander Haeghen y d'hane-Steenhuyse; o, si se dispone de tiempo,
dar un ameno paseo en barca por los canales de la ciudad. De cualquier modo,
Gante es una localidad hermosa que exige de sus visitantes el traslado a pie de un lugar a
otro, haciendo cuantos altos sean precisos en sus numerosos y acogedores cafés;
sólo de esa manera puede llegar a disfrutarse del aroma intransferible que
destila cada una de las fachadas y calles de esta
asombrosa capital medieval.
BRUJAS
Esta ciudad podría ser considerada, sin duda alguna, como la Joya de la
Corona Belga. No en vano, estamos ante una de las ciudades medievales
mejor conservadas de Europa. Esto, sin embargo, tiene una desventaja evidente: la
afluencia de visitantes en determinadas fechas es enorme, casi diría que
apabullante. Por tanto, mi primera recomendación para quien desee visitar la ciudad
sería evitar los periodos vacacionales y los fines de semana.
Describir todas las maravillas que encierra Brujas sería una tarea casi
interminable. Nosotros dedicamos dos días enteros a la ciudad y de ninguna
manera nos pareció excesivo. Brujas no se termina en la suntuosa Markt, cuyo
impresionante Belfort –la torre campanario que corona el antiguo
mercado de tejidos– domina la vista de la plaza,
convenientemente acompañado en uno de sus flancos por el edificio neogótico
del Landhuis.
De hecho, existen diversos recorridos alternativos, todos igual de
recomendables, que permiten apreciar en su justa medida el potencial artístico
e histórico del lugar. En la oficina de turismo se ofrecen unos más que
interesantes folletos donde se señalan hasta cuatro recorridos diversos,
ninguno de ellos coincidente en ninguna de sus partes. La mayor parte de los
turistas apenas realizan el primero de ellos, que se corresponde con la parte
más monumental de la ciudad, y que partiendo del Burg, la plaza que aloja el
ayuntamiento –situado en el antiguo Palacio del Brugse
Vrije–, y la Basílica de la Santa Sangre, en
una de cuyas capillas se conserva la llamada "reliquia de la Santa Sangre
de Cristo" –reliquia a la que, al parecer, todavía
veneran algunos belgas (o al menos eso dicen; a mí, la verdad, me cuesta
creerlo)–, nos lleva por la coqueta plaza de
Huidenvetters a lo largo de uno de los canales hasta alcanzar la altiva y
espectacular Iglesia de Nuestra Señora, que en la actualidad acoge el museo
histórico de la ciudad. Desde aquí, y tras recorrer entre otras calles la
acogedora plaza Walp –donde si alguno está interesado se
encuentra la cervecería Halve Maan que, además de cervecería propiamente
dicha, también es museo–, se llega al convento benedictino de
Brujas, todavía ocupado por monjas pertenecientes a dicha orden. Justo
al lado, el tranquilo parque de Minnewater constituye el entorno perfecto para
tomar un descanso y recuperar fuerzas.
El segundo de los recorridos nos lleva a través de la extensa Langestraat
hasta el mismo extremo de la ciudad vieja, tras darnos de bruces con sus bien
conservados molinos de viento. El recorrido continúa por las acogedoras y
tranquilas calles de Carmers, Korte Rijkepijnders, Speelmans y Bals, todo un
remanso de paz y sosiego, un paseo delicioso entre casitas bajas pero
extremadamente seductoras, simpáticas por su aparente modestia, y entre
estrechas pero bien conservadas callejuelas, dos de las cuales acogen los poco
visitados pero muy recomendables museos del Encaje y de la Cultura Popular. A
mi juicio, sería un error terrible perderse toda esta zona, cuya longitud (3,7
kilómetros) no debería desanimar a los más perezosos.
El tercero de los recorridos, tan fascinante si cabe como los dos anteriores,
nos conduce a lo largo de varios canales hasta dar con la algo apartada Capilla
de Nuestra Señora ter Potterie. En el camino, nos topamos con algunos edificios
significativos, como el Teatro Municipal, la casa Ter Beurze (en donde se data
el origen de las actuales bolsas de comercio, cuyo nombre, bolsa, proviene del
nombre de la familia, Beurze) y la Lonja de los Burgueses, en la plaza J. van
Eyck. A partir de aquí, nos sumergimos en un paseo de ensueño a través del
cual se van sucediendo casi sin solución de continuidad un sinnúmero de
hermosas fachadas y coquetos edificios que se apostan altivos a ambos lados del
canal. Finalmente, desde la calle Ezel alcanzamos otro de los extremos de la
ciudad vieja para regresar después al centro neurálgico de Brujas,
eso sí, tras visitar la iglesia de Santiago, cuyo origen se remonta al siglo
XIII.
El cuarto recorrido, de unos 4 kilómetros de longitud, nos acerca al extremo
oeste de la ciudad, atravesando incluso la propia estación de tren y alcanzando la
vieja puerta de Smedenpoort, construida en 1367. Junto a la estación del
ferrocarril se encuentra el llamado 't Zand, el edificio de conciertos, un
edificio moderno cuyo mayor logro, a decir de los entendidos, es su maravillosa
acústica.
Sin duda alguna, Brujas exige calma, tiempo, tranquilidad; exige
igualmente el esfuerzo de no quedarse en sus plazas principales y ahondar con
tiento en las otras muchas zonas que escapan a la invasión pacífica de los
turistas. La recompensa a este esfuerzo –un esfuerzo modesto, de cualquier manera– es de una magnitud considerable.
MALINAS
Esta vanidosa ciudad, nada espectacular
aunque sí muy agradable y cómoda de recorrer, se encuentra a tan sólo 25
kilómetros de Bruselas, por lo que su visita no exige más que una pequeña
escapada matutina. Fue capital de los Países Bajos en tiempos de los duques de
Borgoña, y aquí residió María de Hungría cuando su hermano Carlos tuvo que
trasladarse a España para reinar, dejándola a ella al cuidado de los territorios de los
Países Bajos. Su punto neurálgico lo constituye sin duda su plaza mayor,
delimitada por hermosos edificios históricos de bellas y delicadas fachadas y
coronada por el ayuntamiento, que en realidad ocupa el edificio del antiguo Salón de
Tejidos. Su otro edificio emblemático es la Catedral de San Romualdo, cuyos carillones
pasan por ser los mejor conservados de Flandes. Malinas es por derecho propio la
ciudad de los carillones: por mucho que se intente ignorarlos, al final resulta
imposible. Se encuentre uno donde se encuentre,
cada hora se les oye interpretar diversas melodías de complicada factura; no en
vano, aquí se encuentra una de las más famosas escuelas de carillón del
mundo, en la cual se han instruido numerosos concertistas de todas las partes del
planeta.
AMBERES
Amberes
es la segunda ciudad de Bélgica por número de habitantes. Es también su
puerto más importante (según algunas fuentes, se trata del tercer puerto
comercial más importante del mundo, tras Nueva York y Rotterdam). Es igualmente
la ciudad donde Rubens estableció su hogar, donde realizó algunas de sus más
importantes obras y donde finalmente encontró la muerte. En una bocacalle de la
popular Meir puede visitarse su casa-museo, un edificio que el propio Rubens
diseñó en 1611 en el más puro estilo italiano de la época.
El recorrido que realizan la mayor parte de los turistas que dedican un día
a la ciudad viene determinado por la disposición de sus principales centros de
interés. Desde
la Estación Central, punto de llegada de los que se desplazan hasta aquí desde
la cercana Bruselas (50 kilómetros separan ambas ciudades), la avenida Meir,
una enorme calle peatonal que alberga una de las zonas comerciales más amplias
de Europa, conduce directamente hasta las proximidades de la Grote Markt. Sin embargo, no
convendría perderse algunos excelentes edificios que pueden encontrarse por el
camino, como el Antiguo Palacio Real o el Boerentoren, el primer rascacielos
construido en suelo europeo.
Antes de llegar a la Grote Markt propiamente dicha, aparece la Groenplaats, una
amplia plaza rectangular presidida por una estatua de Rubens. Sin embargo, desde
el primer momento la Grote Markt se erige el espacio más destacable y suntuoso
de Amberes: de forma extrañamente triangular, las impresionantes fachadas
medievales de su lado norte, así como la sobriedad renacentista de su
ayuntamiento, no pueden dejar de causar una honda impresión en quien las
contempla por primera vez. La extraña fuente de Silvio Bravo, un personaje legendario
del que dicen que arrancó la mano a un ogro para arrojarla al mar, no desentona
lo más mínimo con el entorno medieval que la rodea.
Amberes,
debido a su tamaño, ofrece muchos otros lugares que sin duda deberían merecer la
atención de todo visitante: el coqueto castillo de Steen, admirable por su
perfecta reconstrucción; el Vleeshuis, un antiguo edificio situado frente al
castillo y que en su tiempo ejerció de sede del gremio de carniceros; la
impresionante Catedral de Nuestra Señora, que, entre otras pinturas, acoge la
obra maestra de Rubens Descendimiento de la cruz; la Oude Beurs, la vieja
bolsa de Amberes, que sin embargo no nos fue posible visitar; la pequeña plaza
Hendrik Conscience, coronada por la imponente iglesia barroca de San Carlos,
cuya fachada fue diseñada por el mismísimo Rubens; o la sorprendente
callejuela de Vlaeykengsgang, que, según dicen, se mantiene tal como era en el siglo
XVI. Como
se ve, de todo y para todos los gustos.
Quien ande sobrado de tiempo, puede llegarse también hasta el barrio de 't
Zuid, cuyo edificio principal es el Museo de Bellas Artes, y que, según
cuentan, se ha convertido en el barrio de moda entre los "modernos" de
Amberes; o, por el contrario, acercarse al barrio de los marineros, el
Schippeerskwartier, algo más al norte, y que acoge el correspondiente
"barrio rojo" de la ciudad. Pero, a mi juicio, resultaría
imperdonable perderse el un tanto lejano barrio de Zurenborg, una espacio
fabuloso que en la práctica se ha convertido en un auténtico museo de
arquitectura estilo Art Nouveau. En la confluencia de las calles Cogels-Osylei y
Transvaalstraat se ofrece todo un muestrario de impresionantes fachadas
modernistas, un auténtico placer visual que cuesta digerir con parsimonia
debido a la exuberancia formal de los edificios. Como curiosidad –y como ejemplo de la manifiesta estupidez
a que puede llegar el ser humano, sobre todo cuando actúa movido por la codicia
y el "legítimo" ánimo de lucro–, es
importante señalar que esta fantástica parte de la ciudad estuvo a punto de
ser demolida en los años sesenta. La decidida actuación de los sectores más
concienciados y responsables de la ciudad consiguió evitar que la tragedia se
consumase.
Es probable que Amberes pida algún día más; nosotros abandonamos la ciudad
con la sensación de no haberle sacado todo el jugo a sus posibilidades.
Como curiosidad, y si se anda sobrado de tiempo, resulta curioso darse una
vuelta por los alrededores de la Estación Central, donde abundan los comercios
especializados en el negocio de los diamantes (por si alguien todavía no lo
sabe, Amberes es la capital mundial del diamante; se dice que el 75% de todos
los diamantes que se venden en el mundo han pasado en algún momento por aquí),
y si apetece continuar algo más al sur, daremos de lleno con el barrio judío,
donde no es difícil ver a gente vistiendo sus peculiares atuendos ortodoxos.
© 2006 Carlos Manzano
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