RAJASTÁN
Tierra
de Reyes (II)
Lunes
- 4 de octubre de 2004 A las 8:45 sale el
autocar "de luxe"
que cinco horas más tarde nos dejará en Bundi. Aunque lo de "de
luxe" pueda sonar a broma, lo cierto es que el autobús, algo viejo y destartalado, resulta bastante cómodo: los asientos son
espaciosos, abatibles y blandos; se viaja bien en él. Carece de aire
acondicionado, pero el aire que entra por la ventana es suficiente para mantener un
ambiente fresco. No realiza demasiadas paradas, y salvo algún susto en algún
que otro adelantamiento, el
trayecto es agradable. No se atraviesa ningún paisaje espectacular ni otras
poblaciones de interés, sólo terreno extenso y árido, de escasa vegetación, algunos campos de labranza y
viviendas aisladas.
Exactamente a la hora
prevista, el autobús alcanza Bundi. Desde la propia carretera, la primera
imagen que se obtiene de la ciudad sorprende e ilusiona a la vez: a los pies de un
impresionante palacio, una miríada de pequeñas casitas en las que predomina el
color azul recibe al autocar. La estación no dispone de un solo letrero en
inglés, pero nada más poner pie a tierra dos muchachas se nos acercan y nos
ayudan a conseguir información sobre los horarios de las líneas que van a
Udaipur, nuestro próximo destino. Dado que no hay ningún autobús que encaje en
nuestros planes (el único "luxury" con dirección a Udaipur parte
a las 9 de la noche), decidimos probar la alternativa del tren. Las
muchachas, dicho sea de paso, regentan una guest house, y en realidad lo que
pretenden es que nos hospedemos allí. Nos dicen que tienen habitaciones a 150
rupias. Sin embargo, nuestra intención desde el principio es alojarnos en la
Haveli Braj Bhushanjee, que a tenor de algunos comentarios leídos en varios
foros se ajusta mejor a nuestras pretensiones. En efecto, la referida guest
house se encuentra situada en una hermosa haveli de más de 200 años
perfectamente restaurada y acondicionada para su nueva función, y constituye
toda una maravilla de la arquitectura rajastaní. Las precios de las
habitaciones oscilan notablemente, y las más caras alcanzan las 2000 rupias,
pero nosotros nos
quedamos con una que cuesta 850 rs., la cual dispone de air-cooler (un
ventilador refrigerado con agua) y está exquisitamente decorada con bellos
dibujos, espejos y figuras diversas: dormir aquí es casi como sumergirse en la india
precolonial. El propietario de la
guest house (una gran fuente de
información, a juicio de la guía Lonely Planet) nos orienta sobre los trenes que
parten diariamente hacia Chittogarh, destino intermedio imprescindible para
llegar a Udaipur. Solucionados nuestros problemas de transporte, nos lanzamos a
buscar un restaurante donde calmar el hambre que a esas horas ya nos domina. Un grupo de extranjeros con el que nos damos de bruces nos aconseja
el Ishwari Niwas (ellos vienen precisamente de allí), una guest house bastante
alejada del centro. Dado que no hay mucha clientela, pensamos que lo mejor es ir a
lo seguro. La comida, sin ser nada del otro
mundo, es más que decente y muy abundante (por 175 rs. nos han servido cinco o
seis platos diversos, bien preparados a excepción del dhal, que en esta
ocasión estaba compuesto únicamente por pellejos de lentejas, algo realmente
desagradable).
La puerta de
Chogan, que da acceso a la ciudad amurallada, y
los aljibes que se hallan justo al lado, constituyen nuestro primer contacto
real con Bundi. Los aljibes resultan realmente impresionantes tanto por su
profundidad como por su diseño (decenas de escaleras que se suceden unas a
otras hasta desembocar en un nivel más profundo). Lo terrible es el grado de
abandono en que se encuentran: una de ellas se ha convertido en el basurero
principal de la ciudad; la otra, convenientemente vallada, tiene que ser abierta
por una anciana a cuyo cuidado se han puesto las llaves del recinto.
Es evidente el escaso aprecio que sienten los indios por los innumerables
tesoros arquitectónicos que albergan sus ciudades.
La ciudad es apacible,
cálida y acogedora. En cada calle pueden encontrarse viejas havelis de elegantes
fachadas y delicados balcones y celosías, algunas pintadas en azul, todas en
tonos suaves. Varias de estas havelis han sido acondicionadas como guest
houses, aunque a simple vista los turistas escasean.
A esas
horas, las calles están llenas de niños que juegan al aire libre (preferentemente
al críquet, el deporte nacional) y que invariablemente nos saludan con un lacónico
hello o un veloz apretón de manos, al "exótico" estilo
occidental. Un grupo me invita a jugar al críquet, deporte que no he practicado
en la vida, cuyas reglas por tanto no entiendo y cuya técnica desconozco. A
pesar de que parece sencillo darle a la pelotita con aquellos palos amplios y
grandes, lo cierto es que entraña mayor dificultad de lo que pensaba.
Las
calles de Bundi son estrechas, aunque no excesivamente intrincadas,
incesantemente surcadas por mujeres con saris de vivos colores. Algunas mujeres
jóvenes nos piden que las fotografiemos y que luego les mandemos una copia.
Apenas nadie habla inglés, pero de alguna u otra forma nos entendemos. Un
muchacho que nos ve contemplar admirados la hermosa y bien cuidada fachada de su
casa nos invita a pasar y a recrearnos en el armonioso patio de la
entrada. Definitivamente, Bundi merece tiempo. A pesar de que la insistencia
de los niños acaba cansando al más paciente, uno no puede enojarse ante sus
repetidas muestras de afecto: hay pocos turistas, y por lo tanto es normal que
llamemos su atención, o dicho de otro modo, el número de niños por turista es
elevado. Aunque hemos recorrido la mayor parte de sus calles, mañana
disponemos todo el día para solazarnos cuanto queramos y para descubrir los
encantos de su imponente palacio, mucho más fascinante de lo que en aquel
momento podíamos imaginar. Martes - 5 de octubre de 2004
El palacio se encuentra justo al lado de la Haveli
Braj Bhushanjee, lo que nos facilita estar allí a las nueve en punto de la mañana,
antes que ningún otro visitante. La entrada cuesta 50 rupias, más otras 50 por
cada cámara de fotos. Aunque en ese momento nos parece caro, debo adelantar que
el lugar lo merece. Tras sobrepasar la puerta de entrada, una enorme puerta
finamente decorada, llegamos a la espectacular Puerta de los Elefantes, en ese
momento la única parte restaurada de todo el complejo. La puerta es una buena
muestra del esplendor de que llegó a gozar el palacio. Pero es sólo el
principio. Las famosas pinturas murales que decoran varias de las estancias son
realmente hermosas, en un estilo sencillo, casi naif, pero absolutamente
cautivadoras. Algunas de ellas todavía se conservan bastante bien, a pesar del
abandono en que han estado durante años. Es posible visitar casi todo el
complejo palaciego, aunque para entrar en determinadas estancias hay que dejarse
acompañar por un cuidador que, tremendamente voluntarioso, va explicándonos en
un inglés ininteligible la finalidad de cada cuarto. Hay que volver a salir por
la puerta de los elefantes para llegar a los aposentos de las mujeres, también
ricamente decorados con pinturas y ornamentos, y que están situados alrededor
de un pequeño estanque donde, según nos dijeron, tomaba el marajá
reconfortantes baños. Otro paseo por Bundi nos permite disfrutar de algunos momentos inolvidables,
realmente entrañables: de camino al lago de Jait Sagar, unas mujeres que están
cantando en un templo nos hacen señas para que nos acerquemos. Nosotros, un
tanto cohibidos, nos aproximamos con cierta timidez. Las mujeres insisten en que
entremos en el templo y tomemos fotografías, así que, tras descalzarnos como
preceptivamente mandan las normas religiosas, hacemos lo propio. Apenas si
podemos comunicarnos (ellas no hablan inglés y yo nada de hindi), pero nuestras
sonrisas recíprocas lo dicen todo.
El Jait Sagar es amplio, y por estas fechas aparece repleto de agua. Algunos indios se bañan utilizando grandes ruedas
como flotadores, otros
lavan ropa, y unos cuantos simplemente se enjabonan en la orilla. Es un momento
de suma tranquilidad.
Junto al lago se encuentra la Sukh Mahal, palacete que sirvió como
residencia a Rudyard Kipling durante su estancia aquí. Su situación es
realmente privilegiada: desde el balcón se disfruta de una admirable panorámica
del lugar. Cuando estamos detenidos en la puerta, intentando averiguar si se
puede entrar o no, cinco hermanos con la cabeza rapada se acercan a nosotros y
nos invitan a pasar. El mayor nos va enseñando una a una las estancias (aunque
hay una persona encargada de cuidad de la casa, a quien no parece hacerle mucha
gracia la presencia los muchachos), y luego insiste para que les hagamos una
foto a los cinco. A pesar de nuestra desconfianza, no hay ninguna intención
oculta: simplemente quieren pasar a la posteridad con su nuevo look.
A la vuelta de Jait Sagar, nos acercamos a visitar el Ranij-ki-Baori,
también conocido como el baori de la Reina. De todos los aljibes de Bundi,
este es sin duda el más espectacular, decorado con varias columnas de piedra
cuyos vértices coronan unos vistosos elefantes que simbolizan el poder del
marajá. Este baori también ha tenido que ser cubierto por una reja metálica y
permanece cerrado para los locales. Se ve que es la única forma de conservarlo
en condiciones. Ya de vuelta a
nuestro hotel, una muchacha se nos acerca aparentemente con intención de conversar. Es una de las chicas que el día de nuestra llegada nos
ayudaron en la estación de autobuses. Ella tarda un poco en reconocernos, pero
nosotros la identificamos al momento. Quiere que vayamos a visitar su casa, una
antigua haveli que hace dos años reconvirtió en guest house. Nos explica que
su guest house no sale en ninguna guía, y que eso le resta clientes. En ese
momento no comprendo muy bien el motivo de su invitación, pero de cualquier
manera aceptamos. Vive con su madre, otra hermana menor y un muchacho todavía
más joven. Nos cuenta que entre las tres regentan la guest house y que en la India
resulta extremadamente difícil para tres mujeres solas salir adelante. La madre, en
un inglés bastante rudimentario, trata de explicarme algo sobre el marido y el
porqué de su situación actual, pero no entiendo una palabra de lo que me
cuenta. Tampoco le insisto mucho, la verdad es que bastante hace la mujer en
intentar expresarse en un idioma que ha ido aprendiendo a base de
tratar con clientes. Su hija me va enseñando toda la casa, tanto la zona
destinada a guest house como las estancias privadas de la propia familia. Hay
que decir que las habitaciones son bastante básicas (de hecho, su precio oscila
entre las 125 y las 150 rs.), pero están extremadamente limpias. Me pide mi
opinión, y me insiste en que le diga si le parecen caras. Yo le contesto que lo
fundamental es la limpieza, y que el precio es el adecuado. Me cuentan que su
gran sueño es salir en la Lonely Planet, y yo les prometo escribirles nada más
volver a España recomendando su guest house (cosa que puntualmente cumplí a mi
vuelta). Finalmente, nos invitan a un dulce de arroz preparado por la madre,
algo similar a nuestro arroz con leche pero de sabor más intenso. Cuando
dejamos la casa, no puedo dejar de sentirme algo triste: siento no poder hacer
algo más por ellas, sin duda alguna se lo merecen. Por si alguien está
interesado en ayudar a estas mujeres alojándose en su guest house, la
dirección es la siguiente:
R. N. HAVELI GUEST HOUSE
Detrás
del Laxmi Nath Temple Rawle Ka Chowk, Nahar Ka
Chottan, Bundi rnhavelibundi@yahoo.co.in
De cualquier manera, si uno llega en autobús, probablemente se las
encontrará en la estación a la búsqueda de clientela.
Finalizamos el día con un
breve paseo por el Nawal Sagar, un lago artificial construido alrededor de un
pequeño templo dedicado a Varuna. En Bundi hemos encontrado esa India mágica
que otros viajeros describen con entusiasmo. Nada que ver con Delhi, Varanasi o
Jaipur (y nada que ver tampoco con el resto de poblaciones que visitaremos).
Bundi, todavía fuera de las rutas turísticas convencionales, mantiene una
inocencia que no puede dejar de subyugar. Es probable que en dos o tres años
todo haya cambiado por completo, que legiones de vividores tomen al asalto
las calles e impidan a los visitantes moverse con entera libertad por ellas.
Pero mientras tanto, Bundi quedará en mi memoria como el lugar más entrañable
que visité en Rajastán. Miércoles - 6 de octubre de 2004
Día
de transición. El trayecto hasta Udaipur nos ocupa todo el día. A las 8 de la
mañana llegamos a la estación dispuestos a tomar el tren de las 8:30 hasta
Chittaugarh, pero como es habitual en los ferrocarriles indios, viene con un retraso
de una hora. Así pues, hasta las doce no llegamos a nuestro primer destino.
Enseguida tomamos
un rickshaw (cuyo conductor, para no desentonar, nos tima cobrándonos 40 rupias por un trayecto
que no debería superar las 10) hasta la estación de autobuses con intención
de coger el primer "luxury bus" hacia Udaipur. Sin embargo,
para nuestra sorpresa dicho autobús no parte hasta las cinco de la tarde. Como nos
parece demasiado tiempo, volvemos a la estación de tren para tomar el expreso
que las 14:00 debe salir para Udaipur. Como era de esperar, el tren sale
realmente a las 15:00, y una vez en él debemos pagar un suplemento por viajar
en vagón con aire acondicionado. A pesar de no haber andado nada, tenemos
la sensación de estar más agotados que cualquier otro día.
Por fin, a las
siete de la tarde llegamos a Udaipur.
Nuestra intención es alojarnos en el Hotel Mahendra Prakash (del cual hemos
oído mucho y muy bien), pero lamentablemente está lleno. Echamos mano de
nuestra inseparable Lonely Planet y escogemos un hotel próximo del mismo nivel,
el Raj Palace, el cual sí dispone de habitaciones (prácticamente está
vacío). Agotados por el viaje de ya no recuerdo cuántas horas, cenamos en el
restaurante del propio hotel y después nos recluimos en la habitación para recuperar fuerzas.
Jueves
- 7 de octubre de 2004 Nuestro propósito inicial es visitar el Palacio de
la Ciudad, la atracción turística más importante de Udaipur junto con el Lago
Pichola, pero de camino nos cruzamos con el templo de Jagdish, una hermosa
construcción indoaria de 1651 que se conserva en perfectas condiciones. Del
templo destaca su abigarrada estupa, labrada en piedra y surcada por cientos de
preciosas imágenes y representaciones animales y humanas, incluyendo varias
figuras en actitud marcadamente sensual. Mientras contemplamos admirados la
belleza y delicadeza de las figuras, se nos acerca un individuo que se
identifica como pintor. Cuando le hacemos notar que no deseamos
contratar ningún guía, insiste en que lo único que pretende es conversar con nosotros, ya que dentro de quince días viajará a España junto
con un nutrido grupo de artistas indios para presentar una exposición colectiva
en Barcelona. Yo inocentemente me trago su historia. Cuando hemos terminado de
visitar el templo, el susodicho pintor nos invita a ver una exposición de
pintura suya en una sala cercana. Algo prevenidos, aunque confiando todavía en
su buena voluntad, nos dejamos guiar hasta llegar a lo que es, cómo no, una
de las decenas de "escuelas" de pintura que abundan en la ciudad y que
no son sino simples comercios que pretenden endosarte la
correspondiente lámina o dibujo conveniente aumentado de precio (para luego
pagar la comisión al referido pintorcillo). Lógicamente, molestos por haber
sido engañados, nos negamos a comprar nada y dejamos la tienda enseguida. En
realidad, estoy más enfadado conmigo mismo que con el supuesto pintor: parece
mentira que a estas alturas de viaje haya vuelto a caer en la trampa de los
comisionistas.
Pasado este tonto incidente, entramos en el recinto
del palacio. Su imagen actual es el resultado de los añadidos que
cada marajá fue agregando progresivamente durante su reinado. Sin embargo, la
sensación de unidad estética es impresionante, y nadie imaginaría que su
construcción se ha ido escalonando durante años. El interior es casi tan
exuberante como su imagen externa, y en algunas de las salas se descubre el
esplendor con que los marajás rodeaban su vida más íntima. Las figuras de
pavos reales, símbolo de buena suerte, destacan entre un sinfín de imágenes,
espejos y filigranas que decoran muchas de las estancias.
Desde lo alto del palacio se
disfruta de unas
preciosas vistas de Udaipur, y en ese instante descubrimos también el estado
del lago Pichola, totalmente seco en casi un setenta por ciento de su
extensión. De hecho, el lago ha sido colonizado por vacas y animales varios,
que encuentran en sus recién surgidos pastos una fuente extraordinaria de
alimentación. La única parte que aún conserva algo de agua es la que
conduce desde la parte posterior del palacio al lujoso hotel Lake Palace, uno de
los más espléndidos y caros del mundo.
Desde el Palacio de la Ciudad
tomamos algunas de las estrechas pero tranquilas calluelas que serpentean hacia
el lago. Justo al lado del Gangaur Ghat se haya una deslumbrante haveli
llamada Bagore-ki, la cual perteneció en tiempos a un importante primer
ministro del marajá. La casa presenta una extraordinaria restauración y está elegantemente aderezada con un buen número de muebles, herramientas,
materiales y objetos diversos pertenecientes a su época de mayor esplendor.
Como colofón, en las salas inferiores alberga una interesante exposición de
arte contemporáneo.
Continuamos nuestro recorrido por algunas calles de la
ciudad vieja.
Así, tras atravesar la puerta de Chandpol, seguimos por la calle Brahmpol Marg hasta la llegar a la puerta de
Brahmpol, al otro extremo de la muralla. El colorido y la vivacidad de sus
calles son intensos,
pero el ruido y la polución tampoco parecen tener límite:
el olor cada vez más penetrante de la basura recalentada bajo el calor del sol,
el humo negro de los rickshaws, el continuo ir y venir de motos y otros vehículos
que se abren paso a base de insistir con el claxon, termina por saturarnos.
Estamos justo a mitad del día, y el calor se hace más y más pegajoso.
Decidimos entrar a comer en algún sitio fresco, y casi por azar damos con el
restaurante Savage Garden, que en ese momento nos parece todo un oasis de
tranquilidad. Tras degustar sus muy bien preparados platos, y en contra de lo
que es nuestra costumbre, decidimos regresar al hotel para concedernos un pequeño
descanso. Un par de horas más tarde, algo repuestos y
aprovechando el declinar del día, echamos a andar por el bazar que conduce a la
Torre del Reloj, y luego continuamos un poco más hasta dar con la puerta de
Hatipol, en el extremo norte de la ciudad vieja. Aquí todo es más caótico
aún,
extremadamente ruidoso, inmensamente sucio y brutalmente agotador. Udaipur está resultando mucho menos cómoda que
Bundi e incluso que Jaipur; los edificios resultan poco atractivos, y todo está
demasiado orientado al turista-consumidor compulsivo. Tratamos de acercarnos al
Rang Sagar, justo al norte del lago Pichola, pero una extensa muralla que
recorre el lado oeste de la ciudad nos impide siquiera intuir su proximidad.
Caminamos a través de calles extremadamente sucias, flanqueadas por casas que
carecen del menor atractivo, buscando desesperadamente el camino que nos
conduzca a la zona aneja al Palacio de la Ciudad. Uno de los mayores placeres
que encuentro en los viajes, el paseo tranquilo por las ciudades y la
contemplación serena de la vida cotidiana, en Udaipur empieza a convertirse en
todo un agobio.
Finalmente, sentados en las escaleras del Gangaur
Ghat, al amparo de la hermosa puerta que lo precede, contemplamos por fin con
algo de quietud el atardecer que se cierne sobre los tejados de Udaipur. El crepúsculo
es un poco pobre, todo hay que decirlo (probablemente, si el lago llevara más
agua la sensación sería distinta), pero la placidez y la calma de que se
disfruta se agradece sinceramente. Viernes,
8 de octubre de 2004 Con la sensación de que todo lo que hay que ver
en Udaipur está ya visto, nos dirigimos al embarcadero situado en el Bansi Ghat,
desde donde parten los botes al Lake Palace y al resto del lago Pichola. Pero
cuando pretendemos acceder a él, un guardia de seguridad nos impide el paso:
"Si no tienen reserva para comer en el Lake Palace, no pueden pasar".
Preguntamos por alguna excursión a la isla de Jag Mandir, pero dado que el lago
está casi completamente seco, nos informan de que todas las excursiones en
barca se han
suspendido. Así que media vuelta de nuevo.
La pregunta surge de inmediato:
¿qué hacer? En un plano se recomienda una pequeña localidad situada a tres
kilómetros de Udiapur llamada Shilpgram, y la describe como "un pueblo de
artesanos y un museo etnográfico viviente". A simple vista no parece
especialmente atractivo (me suena a simple montaje para turistas), pero estamos
cansados de pasear por las archiconocidas calles de Udaipur y de no encontrar
sino más
de lo mismo. Sin embargo, el recinto no abre hasta las once, así que para matar el tiempo
tomamos un rickshaw y nos dirigimos a los Cenotafios Reales de Ayar, al este de
Udaipur.
Los Cenotafios Reales están constituidos por un
nutrido número de tumbas pertenecientes a los antiguos marajás de la dinastía
Mewar. No se paga entrada, pero está prohibido hacer fotografías. El lugar impresiona más de lo que en principio imaginaba. No hay nadie
más, estamos nosotros solos, y frente a nuestros ojos, centenares de cúpulas
que adquieren la apariencia de un bosque blanco y suave. Cada cenotafio es
diferente, algunos más altos que otros, unos más exuberantes, otros más
refinados, pero todos ellos ofrecen un conjunto realmente imponente, armoniosamente
dispuestos. A pesar de la prohibición inicial,
disparamos unas cuantas fotos porque el sitio lo merece.
Después nos encaminamos al referido pueblo de
Shilpgram, que resulta ser exactamente lo que esperábamos: un conjunto de tiendas
y comercios aderezado por varias construcciones típicas, junto a algún que otro
museo etnográfico, pero que al menos nos permite disfrutar de una hora
tranquila debido entre otras cosas a los escasos visitantes de aquellas horas.
Por
la tarde, aprovechando que la sequía ha dejado expedito un sendero hasta el
hotel Lake Palace, nos acercamos lentamente bajo la compañía inevitable de
unos muchachos que, cómo no, insisten en que nos acerquemos a visitar la tienda
de sus padres: "no comprar, sólo mirar". ¿Dónde he oído yo antes
esta frase?
Las luces suaves del atardecer proporcionan una cálida
visión de Udaipur, en la que destaca la imponente silueta del Palacio de la
Ciudad emergiendo sobre el resto. Es quizá el momento más sugerente de nuestra
estancia, y nos ayuda a conciliarnos con la ciudad. Sin embargo, una vez nos
hallamos en las cercanías del hotel Lake Palace, un individuo elegantemente vestido nos
informa de que no podemos estar aquí: "es propiedad privada", nos
dice, y amablemente nos invita a dar media vuelta. Así pues, decidimos continuar por otro sendero en
dirección al Palacio de la Ciudad, desde donde presumimos se desfrutará de unas
hermosas vistas del anochecer sobre lo que queda del lago. Pero a los
pocos metros nos vuelven a cortar el paso: "propiedad privada, no pueden
pasar". Uno empieza a tener la sensación de que media Udaipur es propiedad
privada, y que la única alternativa es quedarse enclaustrado en la zona de los
bazares, rehén de comerciantes y comisionistas varios, porque aventurarse más
allá o está prohibido o acaba con el más valiente.
Decididamente, Udaipur es la ciudad que más
me ha defraudado de todo Rajastán, quizá porque tenía puesta en ella mis
mayores ilusiones. Posee uno de los palacios más impresionantes y la imagen que
ofrece desde el lago es soberbia, pero ni sus calles ni el resto de edificios
(excepción hecha de unas cuantas havelis) me han resultando atractivos.
El ruido, la polución y la basura quizá sean incluso menores que otros
lugares, pero más allá de los bazares, apenas hay nada que haya conseguido
despertar nuestro interés. Sábado,
9 de octubre de 2004 A las ocho de la mañana tomamos un autobús
privado a Jodhpur. Cada billete cuesta 110 rupias, y está previsto que
lleguemos sobre las dos del mediodía. El autobús realiza un incontable número
de paradas, se detiene en todos y cada uno de los pueblos por los que cruzamos e incluso
algunas veces en plena carretera, donde aparentemente no habita un alma humana
(aunque de no se sabe dónde aparezcan de repente dos o tres pasajeros más). No
hay límite de viajeros, si es necesario se sientan junto al conductor o se
quedan de pie donde pueden. El autobús está preparado para viajes nocturnos;
en la parte superior, hay unos compartimentos donde se puede viajar echado. Sin
embargo, en este trayecto son usados para meter a tres y cuatro personas
juntas, incluyendo el equipaje de todo el pasaje (cobran 10 rupias por
dejar las bolsas en el maletero, y excepto los extranjeros que el autobús ha
recogido en Udaipur, nadie está dispuesto a asumir ese gasto).
Por primera vez en todo el recorrido, el
paisaje parece ofrecer cierto atractivo: nada más dejar Udaipur, atravesamos
una extensión montañosa donde abunda la vegetación y predomina el color
verde. Pero al cabo de unas cuantas horas la atención va perdiendo intensidad, y lo único que se desea es dormir un poco para
reducir en la
medida de lo posible el aburrimiento. Nuestra intención primera es
alojarnos en el hotel Devi Bhawan, de rango medio y algo alejado del centro pero
totalmente ajustado a nuestras pretensiones. Sin embargo, ya no quedan
habitaciones libres, así que nos decidimos por el Ratan Vilas, un
pequeño hotel situado en lo que fue una casa colonial inglesa de 1920, un lugar
realmente acogedor, con muy buen servicio, y donde alquilamos una habitación doble
con air-cooler (ya que no quedan con aire acondicionado, pero lo cierto
es que en esta época del año tampoco lo necesitamos).
Tras dirigirnos a la
estación de tren y comprar los preceptivos billetes para Jaisalmer, tomamos
nuestro primer contacto con Jodhpur. La tarde comienza a decaer, así que nos
limitamos a caminar sin más pretensiones por algunas de la calles de la ciudad
vieja. Desde la Puerta de Sojati hasta el Mercado de Sadar, atravesamos
continuos bazares y mercados donde la vida se muestra en su máximo apogeo. Las sensaciones
son muy parecidas a las vividas en otras ciudades; el fuerte olor a gasolina mal
refinada es más intenso incluso que en Varanasi, y la polución se hace más
tangible. Las calles son estrechas -algunas extremadamente angostas-, y están
surcadas por miles de puestos y flanqueadas por numerosas havelis de
hermosas fachadas. Los pensamientos que me abordan son contradictorios: por una
parte, me fascina todo ese movimiento, esa vida exaltada que parece bullir a
cada paso; por otra, creo que si se impidiera el acceso al tráfico rodado
(motocicletas y rickshaws especialmente) todo sería diferente, más calmado y
humano. Hay puestos de todo tipo, pero el intenso olor que despiden los tubos
de escape anula cualquier otro aroma. El uso incesante del claxon para abrirse
paso eleva el grado de contaminación acústica a niveles casi insoportables.
Así que decidimos darnos un respiro y nos tomamos unos lassis en el Shri
Mishrilal Hotel, un pequeño local situado en el mercado de Sadar, junto a la Torre del Reloj. Aquí
preparan el que a mi juicio es el mejor lassi de todo Rajastan,
el mekhania
lassi, hecho con azafrán, una especialidad de Jodhpur. El lugar está
siempre lleno, aunque es fácil encontrar sitio porque la gente entra y sale
constantemente. Además, cada lassi sólo cuesta 13 rupias.
Las
ciudades de Rajastán son ciudades desorbitadas: todo sucede con intensidad,
como en una explosión de sonidos, precipitación y caos. Los olores son
intensos y penetrantes (a veces casi asfixiantes), pero dominan los producidos
por el humo de rickshaws y por la basura descompuesta bajo el sol del
mediodía; el ruido es estresante, interminable, ensordecedor a veces; los
vendedores, insistentes y pesados, y en ocasiones molestos; incluso las vacas,
transcurridos los primeros momentos de sorpresa y asombro, llegan a producir hastío,
sobre todo a causa de sus "deshechos naturales"; la basura se acumula
por kilos en aceras, arcenes y esquinas; el gentío que abarrota las calles
constituye quizá el elemento más armonioso, el único realmente humano, junto con las fachadas bellamente
trabajadas de algunas de las havelis que todavía se conservan en pie
(aunque su visión se vea muchas veces entorpecida por los kilómetros de cables
que cruzan edificios y calles). Aún no me he encontrado con nada que se
parezca a cierto tipo de pretendida espiritualidad en el comportamiento
cotidiano. En Rajastán turismo significa ingresos
y dinero, y la mayor parte de quienes se aproximan a nosotros lo hace con alguna
aviesa intención. A pesar de que uno viene preparado para todo, al final la
paciencia acaba por agotarse. Y en esa fase del viaje me encuentro ahora.
Domingo - 10 de octubre de 2004
Hemos
contratado con la propia guest house donde nos alojamos una excursión por
algunas poblaciones rurales próximas, los denominados pueblos bishnoi. El
precio es algo caro, 500 rupias por cabeza, pero la excusión se realiza en un jeep
para nosotros solos y además nos ahorramos tener que desplazarnos a otro punto
de salida. Al principio, todo perfecto. Tras alejarnos unos kilómetros de las
carreteras principales, nos detenemos junto a una casa donde nos reciben un
hombre y una mujer, junto con unos cuantos niños de pequeña edad. Son jainíes,
una corriente hinduista que, entre otras características, mantiene un exquisito
respeto por la vida, lo que les obliga a ser vegetarianos. Allí mismo tienen un
pequeño huerto donde cultivan lentejas, una de las bases de la alimentación
india. Justo cuando nos alejamos en el coche, otro vehículo con varios turistas
más llega al lugar. Estamos en plena ruta "bishnoi".
La siguiente
parada es en un telar, donde tras una breve introducción acerca del proceso de
fabricación de las telas, comienzan a sacarnos decenas de alfombras y bordados para que compremos algo.
No tenemos ninguna intención de
llevarnos ninguna, así que a los pocos minutos nos levantamos para reanudar la
excursión. Al tejedor, sin embargo, nuestra impaciencia no parece hacerle demasiado gracia
(¿estará acostumbrado a que la mayor parte de los turistas compren algo?).
Continuamos el
recorrido con un pequeño safari, siempre a través de terrenos áridos y de escasa
vegetación. Durante el trayecto avistamos pavos reales, gacelas indias y algunos
antílopes negros, así como algún que otro lagarto. También nos
cruzamos con varios grupos de mujeres que vienen de recoger agua de
pozos cercanos. No era la finalidad de la excursión, pero nos parece
igualmente interesante. Sin embargo, cuando creemos que vamos a proseguir con el
circuito, únicamente hacemos un par de paradas en un taller de telas y en una
alfarería con el único propósito de que adquiramos
algo -y donde coincidimos con otros grupos de
turistas en idénticas condiciones que nosotros-, y con
esto
se da por finalizada la excursión. Realmente nos sentimos engañados, no era
esa la idea que teníamos al contratar el circuito, aunque cuando menos hemos
visto algo de la vida rural más allá del extrarradio de las ciudades. A pesar
de todo, pagamos lo pactado, sólo que la próxima vez seremos más cuidadosos a
la hora de escoger con quién realizar cualquier otro recorrido.
Por la tarde,
y tras una rápida comida en el restaurante Priya -muy concurrido por locales y
extremadamente barato-, regresamos a la parte vieja de Jodhpur. Hoy es domingo,
y muchos comercios permanecen cerrados. También hay menos gente, y también mucho
menos tráfico. La sensación es ahora muy distinta a la de ayer. Podemos
incluso disfrutar de fachadas y calles, contemplar sus celosías y filigranas, y
admirar el suave tono azul de algunos de los edificios sin el agobio causado por
el ruido de cláxones y motores y sin el riesgo de ser atropellados al menor
descuido. Algo después, y tras tomar otros lassis en el acogedor Shri
Mishglal, nos damos un respiro en los Jardines de Umaid, todo un oasis de paz y
de frescor. Nos sentamos tranquilamente en un banco, pero al momento varios
muchachos se acercan a nosotros y se sientan a nuestro lado. Apenas hablan,
parece como si el mero hecho de estar junto a nosotros les resultara agradable.
Hay momentos en que me cuesta entender qué podemos representar para todos esos
muchachos que nos miran en silencio, que observan cada movimiento nuestro, que
parecen analizar cada uno de nuestros gestos: ¿curiosidad? ¿admiración?
¿extrañeza? Quizá un conjunto de todo eso, quizá nada que tenga que ver con
nuestra forma de ver el mundo. Lunes - 11 de
octubre de 2004 Hay una imagen que domina la ciudad de Jodhpur
dondequiera que uno se encuentre: la fortaleza de Meherangharh. Está situada en
lo alto de una colina, y desde allí se obtienen unas inmejorables vistas de la
ciudad. Nosotros llegamos a las nueve en punto: somos los primeros en entrar,
junto con otras dos muchachas que han llegado con nosotros. Justo a la entrada
hay montado un plató de cine donde están rodando una película. Enseguida
percibo una notable diferencia en la manera de vestir del equipo técnico y de
producción con respecto al resto de indios que hemos ido encontrando en el
camino: aquí predominan los vaqueros y las camisetas, y las mujeres llevan casi
todas el pelo
suelto. Está claro que la influencia del mundo occidental en el sector
cinematográfico es más notoria que en otros ámbitos.
El fuerte de Meherangarh
es el mejor acondicionado para acoger al visitante de todo el Rajastán. No sólo su
reconstrucción es ejemplar, sino que además, incluida en el precio de la entrada, se
dispone de una audio-guía de muy fácil manejo que va explicando las
características principales de cada sala y de cada estancia. La fundación
responsable de la restauración y acondicionamiento del fuerte está presidida
por el propio marajá, cuyo empeño por mantener este espacio en las mejores
condiciones es digno de alabanza. La audio-guía nos introduce también en la
historia, costumbres, hazañas y fracasos de los valerosos guerrero rajputas y
en su peculiar y lujoso sistema de vida. En algunas de las salas, diversos
objetos como armas, espadas, dibujos y carrozas ilustran convenientemente las
explicaciones. Todo un ejemplo de organización que muchos otros lugares -fuera
y dentro de Rajastán- deberían copiar. A menos de un kilómetro del fuerte
se encuentra otra verdadera joya arquitectónica: el cenotafio de Jaswant. El
edificio, sin ser inmenso, mantiene una armonía perfecta, y el mármol
blanco de sus paredes le confiere una lucidez especial, un brillo inmaculado.
Está delimitado por un pequeño jardín, y a los lados se construyeron
posteriormente tres cenotafios más, que sin llegar a la majestuosidad del
primero contribuyen a embellecer el entorno. Tras pasar buena parte de la
mañana en ambos lugares, regresamos otra vez a las calles de Jodhpur, aunque en esta
ocasión para adentrarnos algo más allá de la zona amurallada. En el camino, unos
hombres que están arreglando una vieja casa nos invitan a entrar y a tomar varias fotografías.
Justo detrás del Mercado de Sadar, una
vieja haveli ha sido restaurada como hotel; el precio, suponemos,
excederá con mucho nuestras posibilidades económicas. El calor ha amainado un
poco, e incluso el ruido parece sensiblemente inferior.
Hacemos un alto junto
a la puerta de Sojati para probar unos dulces en la pastelería Agra Sweets. Pedimos un surtido variado, pero en general me resultan demasiado
dulces, algunos realmente empalagosos, aunque suavemente aderezados por especias
diversas. El
mekhania
lassi, por el contrario, es realmente meritorio.
Para cenar,
probamos unas pakoras en un puesto de la calle, que a la postre resultan
mucho más picantes que cualquier otro plato tomado en otros restaurantes. En
este sentido, debo señalar que, salvo el caso señalado, en general la comida
en Rajastán no me pareció demasiado picante. La mayor parte de los platos,
si bien conveniente especiados, estaban dentro de los límites admitidos por un
paladar occidental. Supongo que el hecho de comer casi siempre en restaurantes relativamente
frecuentados por turistas tuvo bastante que ver en ello, pero las veces en que
lo hicimos en restaurantes locales -por decirlo así- la diferencia tampoco fue
significativa.
La vuelta al hotel me confirma un par
de detalles que he venido apreciando a lo largo del viaje: las malas maneras y
el talante autoritario con que los dueños de los hoteles se comportan con sus
empleados. Lo hemos visto en Jaipur, en Bundi y ahora también en Jodhpur. Les
hablan a gritos y les dan las órdenes casi con desprecio, como si en vez de
empleados fueran esclavos. En algunos momentos, se les ve andar detrás de ellos
supervisando su trabajo, y constantemente les regañan y les reprenden por yo
que sé qué motivo. Lo que sí puedo decir con total seguridad es que en ningún
momento he advertido el menor gesto de amabilidad con ellos, la sonrisa más leve o la
mirada más condescendiente: siempre un rostro grave y áspero,
quizá para dejar claro quién manda y quién está obligado a obedecer. Puede
que sea reminiscencia del sistema de castas, o comportamiento típico de nuevos
ricos, o simplemente sadismo del que se encuentra en una situación de
superioridad, pero a mí contemplar este tipo de comportamiento me resulta
especialmente repugnante.
©
Carlos Manzano

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