Habíamos planeado este viaje durante meses. Disponíamos de tan sólo veintitrés días, así que había que elegir cuidadosamente el recorrido. Debido a su fama, la belleza de sus palacios y la facilidad de sus comunicaciones, decidimos centrarnos principalmente en Rajastán, aunque sin olvidar Varanasi y Delhi -esta última visita obligada al ser comienzo y final de nuestro recorrido-, con una breve incursión hasta Agra para contemplar la grandeza del Taj Mahal. A través de internet reservamos previamente dos billetes de tren, el trayecto Delhi-Varanasi y el posterior Varanasi-Jaipur. Igualmente, teníamos reservada la primera noche de hotel en Delhi, así como el traslado desde al aeropuerto. El resto del recorrido lo iríamos realizando por nuestra cuenta, aunque con la premisa de permanecer dos o tres días en cada sitio, para poder disfrutar intensamente de cada uno de los lugares. Antes de emprender el viaje, me entregue a la lectura de la obra de V.S. Naipaul India, una extraordinaria radiografía contemporánea del país que significó el primer aviso de que la India de mis sueños apenas tenía que ver con la de la realidad. También durante el propio viaje, adquirí el libro de relatos Out of India de la escritora anglo-india Ruth Prawer Jhabvala (a quien yo conocía como guionista de diversas películas de James Ivory, como Una habitación con vistas o Regreso a Howards End), el cual me sirvió, además de su disfrute como excelente obra literaria, para comprender un poco mejor ciertos comportamientos y actitudes que iba descubriendo a cada paso. Y por supuesto, la Lonely Planet sería nuestra guía fundamental, y debo decir que, en general, nos fue de mucha utilidad, ya que casi toda su información se ajustaba con bastante fidelidad a la realidad. Todo estaba preparado. Así pues, la madrugada del domingo 26 de septiembre de 2004, Rosana y yo tomábamos el avión de Alitalia que esa misma noche nos dejaría en Delhi, con el tiempo justo de llegar al hotel y descansar convenientemente, ya que apenas la noche anterior la habíamos pasado íntegramente en el aeropuerto (los inconvenientes de residir en provincias).
Lunes - 27 de octubre de 2004 El hotel que habíamos reservado para pasar nuestra primera noche en Delhi, el Hotel Anoop, resulta bastante más deficiente de lo que esperábamos. Si bien la habitación tiene aire acondicionado, carece de sábanas y la ducha no funciona (hay que bañarse con cubos de agua). Como habíamos traído con nosotros unos sacos de dormir hechos de sábanas viejas, creemos más conveniente hacer uso de ellos que acostarnos sobre aquellos colchones sucios y malolientes. A partir de entonces, decidimos elevar un poco nuestras exigencias a la hora de buscar alojamiento, escogiendo siempre entre aquellos hoteles que la Lonely Planet califica como de precio medio. A la mañana siguiente, emocionados por todo lo que Delhi promete ofrecernos, nuestro primer paseo por Paharganj (a esas horas casi desierta) nos ofrece ciertas imágenes que luego se convertirán en habituales: las vacas sagradas, las mujeres con sus hermosos saris, el cuidado detallismo de algunas fachadas... También advertimos el alto número de turistas que se alojan aquí; no en vano, Paharganj es territorio mochilero. Tras recoger los billetes que habíamos reservado por internet en la oficina que hay junto a la estación de Nueva Delhi, nos encaminamos a la vieja Delhi subiendo por Qutb Road, la avenida de la estación. En este trayecto, confirmamos otra de las constantes que seguirá con nosotros en todos y cada uno de las etapas de nuestro viaje: las toneladas de suciedad y basura que se acumulan en las aceras. Lejos del exotismo inicial de Paharganj, los edificios apenas resultan atractivos y la vida en la calle se asemeja más a un maremagnum de caos y confusión que a una animada calle comercial. Al cruzar por el Bazar Sadar, el caos se multiplica por cien, y el ruido del tráfico y de los cláxones sonando casi al unísono consiguen aplacar nuestra expectación inicial. Old Delhi concentra toda la esencia de la vieja India. La calle Chadni Chowk se erige en su columna vertebral; a ambos lados se sitúa el Bazar de Fathepuri, vivo y animado como pocos, y a sus extremos se divisan la mezquita de Fathepuri y el impresionante Fuerte Rojo. Hoy es lunes, lo que quiere decir que el fuerte permanece cerrado. Así que sin más preámbulos nos dirigimos a la mezquita de Jama Masjid, a unos pocos metros del fuerte. La entrada es gratuita, pero cobran 150 rupias por cámara. Jama Masjid es la mezquita más grande de la India, con capacidad para 25.000 personas. Aparte de su belleza arquitectónica, después de patear tres o cuatro horas por Old Delhi representa un oasis en medio del caos. Algo fatigados por tanto ajetreo, aquí encontramos una oportunidad incomparable para tomar aliento y reponer fuerzas. Después comemos en el restaurante Karim's, justo a la puerta de la Jama Masjid, justo en un pequeño callejón a la entrada del Bazar Chawri. La comida, dicho sea de paso, nos parece buena y barata, absolutamente recomendable. Nuestra intención es regresar hacia Paharganj bajando por el mismo bazar Chawri, hasta alcanzar la parte posterior de la estación de Nueva Delhi. El bazar es estrecho, sin aceras, flanqueado por numerosas tiendas y comercios (fundamentalmente de musulmanes) y recorrida por cientos de rickshaws, bicicletas, automóviles y vacas que circulan pegados unos con otros a una velocidad extremadamente lenta. El olor a queroseno se vuelve intenso, casi asfixiante; hace mucho calor, y cada pocos metros tenemos que detenernos para dejar paso a algún rickshaw insistente y ruidoso. Hemos madrugado bastante, y salvo el breve descanso en la Jama Masjid y la comida en el Karim's, apenas hemos parado unos minutos. Por si fuera poco, la calle se bifurca unos metros más adelante, lo que nos confunde sobre el camino a tomar. Nos decantamos por uno al azar, pero para nuestra desgracia termina siendo el equivocado. Así, poco a poco, nos vamos alejando de nuestro destino, hasta dar con una avenida cuyo nombre desconocemos pero bastante alejada de la estación. Se hace necesario entonces tomar un ciclo-rickshaw, que por diez módicas rupias nos llevará de vuelta al hotel. A las seis y media sale nuestro tren hacia Varanasi, así que todavía tenemos tiempo de tomar una ducha (aunque sea a cubos) y unas bebidas en el restaurante de la terraza (a pesar de la insistencia del camarero para que pidamos algo de comida también). Apenas han sido unas horas, pero me queda la sensación de que Delhi es una ciudad inabarcable. Hay cierto encanto en sus bazares, pero la suciedad es mayor de lo que imaginaba y la muchedumbre que abarrota las calles convierte un simple paseo en toda una odisea. La basura que se acumula en las aceras va fermentando al calor del sol, y su olor se mezcla con el humo negro que despiden los viejos moto-rickshaws. La primera palabra que me viene a la cabeza es saturación; hay demasiado de todo: demasiado ruido, demasiada suciedad, demasiada gente, demasiados rickshaws... Tal vez necesite algún tiempo de aclimatación. En el tren, compartimos vagón con una pareja, ella sueca y el noruego, que también se dirigen a Varanasi. Él habla un poco de español, aunque en realidad no conversamos demasiado. Nosotros estamos realmente cansados y nos apetece ir prontoa dormir. El aire acondicionado, si bien se agradece nada más subir, está demasiado fuerte. Paso algo de frío esa noche. A la mañana siguiente descubriré con preocupación que he pillado un pequeño constipado.
Martes - 28 de septiembre de 2004 Nos alojamos en el Hotel Surya. En algún foro he oído hablar bien de él, y el hecho de estar alejado del centro nos parece un aliciente: si el caos urbano es similar al de Delhi, agradeceremos un lugar tranquilo donde encontrar refugio. Una vez convenientemente alojados, nos dirigimos a Goudalia, el entramado de callejuelas que conforman la ciudad vieja. Nada más poner pie a tierra en la avenida que conduce al Ghat Dasaswamedh, una multitud de guías, vendedores, comisionistas, cazaclientes y pesados varios salen a nuestro encuentro sin concedernos un segundo de respiro. La situación se hace más y más agobiante por momentos; ignoramos realmente donde estamos, tenemos problemas para orientarnos y además no sabemos cómo deshacernos de los pesados que no quieren entender que no vamos a contratar sus servicios. Se debe notar que somos recién llegados, porque nuestras insistentes negativas no parecen desanimarlos. Al final, y tras deambular sin mucho sentido por algunas de las viejas y sucias callejuelas de Goudalia, conseguimos librarnos del último de ellos. Y entonces surge la siguiente pregunta: ¿hacia dónde vamos? De repente, comprobamos que estamos rodeados de innumerables callejuelas que parecen no conducir a ninguna parte; las mierdas que las vacas ceden graciosamente a la ciudad convierten los caminos en auténticos terrenos minados; miramos hacia arriba y descubrimos algunas hermosas pero vetustas fachadas que por un momento nos alivian de la tensión que hemos acumulado; y encima de éstas, los monos nos observan quizá divertidos pero ajenos a nuestro dilema. Casi sin querer, damos con el Ghat Meer, nuestro primer encuentro con el Ganges. A estas horas hay muy poca poca gente, es mediodía y hace calor. Un chaval de unos trece o catorce años que habla un castellano bastante aceptable se nos acerca; convencidos finalmente de que estamos en un terreno que no es el nuestro, decidimos aceptarlo como guía. De esa manera, serpenteando por calles estrechas y oscuras, pero siempre sucias, nos dedicamos a visitar varios templos hasta llegar finalmente a un ghat crematorio. En aquel momento, nuestra ignorancia nos impide ver que se trata simplemente de un timo. Efectivamente, desde el pequeño balcón adonde nos conducen se pueden observar las hogueras en que se colocan los cadáveres para su cremación. En una de ellas aún se pueden ver los restos casi minúsculos de lo que fue un cuerpo humano. Poco después, un nuevo cadáver hace su aparición e inmediatamente es lavado en el Ganges, como exige el ritual. Hasta aquí, todo correcto. Un tipo nos empieza a explicar todo el desarrollo de la cremación. Lentamente, nos va contando el proceso que se sigue desde el fallecimiento de la persona hasta su entrega al Ganges, el río sagrado. El problema viene cuando nos dice que la madera sobre la que se realizan las cremaciones es muy cara y que mucha gente carece del dinero necesario para comprarla. Bajo los porches del balcón, efectivamente, se observan algunas personas aguardando la hora de su muerte. El tipo que nos ha explicado lo de las cremaciones nos pide una ayuda económica; no habla concretamente de dinero, sino que hace referencia a "kilos" de leña: diez, veinte, incluso treinta nos dice. Pregunto a cuánto está el kilo de leña: "150 rupias", me contesta. Es decir, que diez kilos de leña significa 1.500 rupias. Acabamos de llegar (este es nuestro segundo día en la India) e ignoramos todavía la cifras reales que se manejan en estos casos. Desde luego, tal cantidad me parece excesiva. Encuentro la situación algo intimidatoria (la solemnidad con que parecen llevarse a cabo las ceremonias y el desconocimiento del espacio simbólico en que me muevo contribuyen a ello en no poca medida), y pienso que una cantidad demasiado escasa puede resultarles ofensiva. Al final, dispuesto a no complicarme la vida demasiado pronto, le suelto un billete de quinientas rupias, y tras recibir las bendiciones de la vieja (algo sobre el karma, según me explica el otro individuo), regresamos a las angostas callejuelas de Varanasi. A los pocos días comprobaré que con unas cuantas rupias hubiera sobrado. Tras una breve visita al Templo Nepalí, un pequeño pero hermoso templete de piedra esculpido con hermosas tallas y figuras, buscamos un lugar para comer. Y lo encontramos en la misma Dasaswamedh Ghad Road donde nos había dejado el rickshaw nada más llegar. El restaurante se llama Zee, y está situado en la terraza de un elevado edificio. Desde arriba, se obtienen una amplias vistas de Varanasi: justo debajo, alguien está friendo una especie de empanadillas en un aceite oscuro y rusiente (pakoras y samosas, como mas tarde descubriremos). Desde afuera, a salvo de cazaclientes y engañabobos, todo parece más exótico, más cinematográfico. Pero la India hay que saborearla a pie de calle, en primera línea, así que tras dar cuenta de nuestros respectivos platos regresamos al camino en dirección al Dasaswamedh Ghat, probablemente el más concurrido de Varanasi. No hay excesiva gente. Casi al borde del río, unos niños juegan al críquet. Hay también un puñado de personas sentadas en las escaleras (extranjeros incluidos) y, rondando de un lado a otro, un sinfín de pesados que no paran de ofrecerte baratijas, postales, masajes cervicales o paseos en bote. Así se hace difícil disfrutar de cualquier lugar, por hermoso o peculiar que sea. De nuevo inmersos en callejuelas estrechas y oscuras, descubrimos el ingente número de policías fuertemente armados que aparecen apostados en diversas esquinas estratégicas. A la entrada de algunas calles, hay parapetos y tanquetas. Estamos junto al Templo Dorado, uno de los templos más venerables del hinduismo, consagrado a Vishwanath. En la actualidad, 4.000 policías velan por su seguridad: está amenazado por los integristas islámicos, en venganza por el derribo de la mezquita de Ayodhya llevada a cabo hace unos años por extremistas hindúes. Los fanatismos religiosos (y los políticos también), vengan de donde vengan, coinciden en una cosa: su afán por destruir. Nuestro camino nos conduce a Pilikothi, el barrio musulmán de Varanasi. Las calles son ahora mucho más tranquilas, ya no hay pesados ni cicerones, parece que hubiésemos entrado en otra ciudad. Pasamos junto a la mezquita de Alamgir (también amenazada por integristas hindúes), y damos un breve paseo por su patio. Su estilo es claramente mogol, y a esas horas apenas hay devotos. Algo más abajo se encuentra el Panchganga Ghat, en este momento casi vacío. Hay muy poca gente bañándose, y la tranquilidad que se respira invita a sentarse un rato en cualquiera de sus escalones. Está anocheciendo, así que muy a nuestro pesar regresamos de nuevo a través las tranquilas callejuelas de Pilikothi hasta encontrar un rickshaw que nos lleve de vuelta al hotel. Han sido siete horas intensas, llenas de momentos significativos pero también de situaciones fastidiosas y agotadoras, aunque siempre inolvidables. Varanasi no es una ciudad bella, podría decirse todo lo contrario: la suciedad se acumula a toneladas en las aceras junto a puestos de frutas y verduras, haciendo juego con las mierdas de las vacas que todo lo inundan. Pero tiene un carácter único, peculiar, irrepetible. Así y con todo, los momentos más intensos de Varanasi aún están por llegar.
Miércoles - 29 de septiembre de 2004 Hoy toca madrugar a las cinco de la mañana para realizar la ritual travesía en barca por el Ganges. Nosotros hemos contratado la excursión con el propio hotel Surya, y en total formamos un grupo de ocho personas. Todavía es de noche, pero conforme nos aproximamos a los ghats la cálida luz del amanecer va abriéndose paso entre la oscuridad. Vamos en silencio, casi concentrados, como si estuviéramos participando en alguna secreta ceremonia. A pesar de las fotos que uno ha visto de esta orilla del Ganges al amanecer, nada es comparable a la sensación que produce ir deslizándote suavemente sobre las contaminadas aguas del río, descubriendo los imponentes palacios y templos que parecen emerger de las aguas y los miles de creyentes que se acercan a las escalinatas para purificar sus almas, mientras por lo altavoces suenan cánticos religiosos que impregnan el ambiente de una atmósfera especial e irrepetible. El río se ha convertido en una autopista de botes; pero da lo mismo. La belleza del momento es tal que uno consigue abstraerse por completo de lo superfluo hasta dejarse enamorar por los reflejos dorados de las fachadas, por las escuálidas figuras de los bañistas emergiendo del agua y por la vida intensa, descomunal, que brota en las orillas. Si hay una ciudad cuyas calles condensen con intensidad la vida y la muerte, esa es sin duda alguna Varanasi. Después del sagrado paseo en barca, nos acercamos al nuevo Templo de Vishwanath, situado en el recinto universitario. Explicaciones sobre el hinduismo aparte, la visita no merece mucho la pena. Me siento poco atraído por una religión que justifica la pobreza y la miseria como consecuencia de un mal karma en la vida anterior, y aunque siempre es instructivo conocer sus rituales y ceremonias, las explicaciones de un creyente sobre su propia religión siempre dejan muchos aspectos por aclarar. Por la tarde, nueva ración de religiosidad. Nos dirigimos a Sarnath, una pequeña población a apenas diez kilómetros de Varanasi. La localidad es especialmente famosa por ser el lugar donde Siddartha Gautama (más conocido como Buda) dio su primer sermón. En la actualidad, se ha convertido en un gran centro de peregrinación budista, e incluso el Dalai Lama lo visita al menos una vez al año. Posteriormente a la visita de Buda, se alzaron diversos monasterios y varias estupas de los que en actualidad se conservan algunos importantes vestigios (como la imponente estupa de Chamekh y los restos del santuario principal). Además de la extrema tranquilidad de que se disfruta, anejo al recinto se encuentra el museo arqueológico, que acoge algunas piezas de enorme valor.
Jueves - 30 de septiembre de 2004 Último día en Varanasi. Dejamos las mochilas en el hotel y tomamos un moto-rickshaw dispuestos a enfrentarnos cara a cara con la Varanasi más agreste, la ruda ciudad que nos recibió el primer día. Sin embargo, las sensaciones serán hoy completamente distintas. El rickshaw nos deja a la entrada de Goudalia (los vehículos a motor no pueden circular por la parte vieja); así pues, aprovechamos para dar un pequeño paseo por el bazar que se extiende a lo largo y ancho de Dasaswamendh Gath Road. Hay mucha gente, la actividad comercial está en todo su apogeo, pero casi nadie nos molesta. Entramos en algunas tiendas, e incluso compramos algo de ropa (yo he venido con poca cosa, y tengo que comprarme algunos calzoncillos). Poco después llegamos al bazar del Templo Dorado. Es la calle más frecuentada por los turistas, y también donde se encuentran los comercios de sedas y las tiendas de recuerdos. Un poco más adelante, y al igual que ayer, nos topamos con numerosos policías armados hasta los dientes. A pesar de todo, se respira una completa tranquilidad. Caminando sin ningún fin concreto entramos en el Hotel Alka (uno de los más recomendables de Goudalia) y decidimos darnos un pequeño descanso. El hotel posee una acogedora terraza desde la que se obtienen unas generosas vistas del Ganges. En ese momento hay muchos turistas hojeando guías, conversando entre ellos o simplemente descansando. Tal vez nuestro primer día en Varanasi fue demasiado intenso, pensamos ahora, quizá hubiera sido mejor tomárselo con algo más de calma. De cualquier manera, hoy las cosas nos parecen completamente distintas. Después de tres días en la ciudad, probablemente ya nos conocen y saben de nuestro poco interés por contratar ningún servicio, por entrar en tiendas o por ir a tal o cual crematorio, y tal vez sea ese motivo por el que nos dejan en paz. Varanasi es una ciudad incómoda y difícil, que pocas veces gusta a la primera. Hoy, por el contrario, se descubre mucho más acogedora y agradable que el primer día: se puede pasear por sus callejuelas mirando y sintiendo sin ningún tipo de cortapisas; bajamos a los ghats y observamos a los creyentes tomar sus baños rituales. En el Lalita Ghat, varias barcas traen y llevan pasajeros desde muy lejos (algunos desde Madrás) para orar en el Templo Dorado. Han pasado toda la noche en el tren, después han cogido un rickshaw hasta el embarcadero que hay al otro lado del río y finalmente han llegado en barca hasta el mismo ghat. Después de orar un rato, iniciarán el trayecto de vuelta. Me siento en las escaleras y les saludo: "Namaste", me responden juntando las palmas de sus manos e inclinando levemente la cabeza. Un muchacho se sienta junto a mí y me explica quiénes son y por qué han venido. Estamos así algunos minutos, sólo mirándoles subir y bajar de las barcas, con sosiego, sin prisa. Es la India que sólo percibiré en algunas situaciones concretas como ésta, la India que soñaba con encontrarme más a menudo. Cuando pasamos junto al Templo Dorado, alguien nos llama. Nos dice que podemos subir a una terraza para verlo, que él nos lleva. Insiste en que no hay que pagar nada, y yo le aclaro que tampoco estamos interesados en comprar telas ni ningún otro recuerdo. Nos dice que su tienda sale en la guía Lonely Planet, y que pone que desde su azotea se puede divisar el templo. Como tampoco tenemos mucho que perder, decidimos seguirle. Y efectivamente, el muchacho nos conduce hasta la terraza de la tienda y desde allí disfrutamos de una buena vista del templo de Vishwanath. El templo, como he comentado más arriba, está amenazado por determinados grupos islámicos radicales. Por esa razón está muy protegido, y también por eso se prohíbe tomar fotos. Lo cierto es que su estructura no es especialmente espectacular, aunque lo más destacable es la enorme cúpula dorada que le da nombre. Justo al lado hay una mezquita, aunque presumo que en estos momentos estará cerrada al culto. El muchacho que nos ha traído hasta aquí nos cuenta que la propia tienda era anteriormente una guest house, pero que el gobierno les obligó a cerrarla. Antes se permitía tomar fotos desde aquí, pero ahora está completamente prohibido. También nos advierte de que, aunque no nos demos cuenta, nos están vigilando desde alguna de las torres aledañas. En vista de ello, ni se me ocurre pensar en sacar la cámara de la bolsa. Fiel a su palabra, el muchacho apenas insiste para que entremos en su tienda; supongo que habrá quedado defraudado por nuestro comportamiento, pero eso es algo que habíamos dejado claro desde el principio. Nosotros nos vamos a continuación al restaurante Ganga Fuji, donde aconsejados por el dueño disfrutamos de una buena comida por poco más de cien rupias (algo más de dos euros). El camarero nos informa de que, a partir de las siete, en el propio restaurante se ofrece música en directo. Por desgracia, a esas horas nosotros ya estaremos en el tren camino a Jaipur.
Viernes - 1 de octubre de 2004 No ha sido una buena noche. El Marudha Express, el tren que nos ha llevado de Varanasi a Jaipur, realiza innumerables paradas, lo que supone un continuo trasiego de pasajeros que suben y bajan en cada estación. Además, y a diferencia de lo que sucedía en el Varanasi Express, el aire acondicionado está demasiado bajo y hace calor. En el mismo compartimento (coche cama con litera doble, 2A), viajan junto a nosotros una madre y un hijo, separados del padre porque éste ocupa una litera lateral. Como a nosotros nos da igual un sitio que otro, les ofrecemos intercambiar nuestros respectivos asientos para que viajen juntos: el padre ocupará uno de nuestros asientos y nosotros nos iremos a las literas laterales. El problema surge cuando el revisor nos advierte de que la litera superior en que nosotros estamos ahora va a ser ocupada por un viajero que subirá a la una de la madrugada. Yo intento explicarle que ese viajero puede ocupar la litera superior del compartimento de cuatro (ahora ocupada sólo por el matrimonio y su hijo) y así tanto la familia como nosotros podemos viajar juntos, pero parece que no me entiende (o que no me quiere entender: no hace más que insistir en que la litera superior está asignada a otra persona, como si yo no le hubiera comprendido a la primera). Yo miro a la mujer, que está sentada con su hijo (el marido ha salido a no sé dónde), esperando que intervenga y que le aclare en hindi al revisor el porqué de nuestro intercambio de asientos, pero para mi asombro ella permanece en completo silencio, es más, ni siquiera nos mira, como si el asunto no le incumbiese lo más mínimo. Por fin, para mi alivio, el marido hace aparición y le explica la situación al revisor. Aparentemente el asunto se aclara, pero en ese instante comprendo que el silencio de la mujer viene motivado por su condición subalterna, como si no estuviera autorizada a discutir de cuestiones mundanas con otros hombres o como si ésa fuera una atribución que sólo compete al marido. La India es una sociedad profundamente machista, y a veces se nos olvida. De cualquier manera, no apreciamos en el matrimonio ninguna actitud de acercamiento a nosotros ni ningún gesto que pueda calificarse como amable -tampoco observamos ningún tímido ademán de agradecimiento a nuestro ofrecimiento; por el contrario, cuando a la mañana siguiente abandonen el tren, ni siquiera se dignarán en despedirse de nosotros-, y dado que nos da la impresión de que, una vez solucionado su problema, se desentenderán del tema cuando haga su aparición el ocupante de la una, decidimos que uno de nosotros pasará a ocupar la litera superior del compartimento de cuatro, así evitaremos futuros problemas y, aunque separados, podremos dormir de un tirón hasta la mañana siguiente. Otro detalle que reclama mi atención es que los padres hablan en inglés con su hijo. Obviamente, pertenecen a la clase media-alta, visten pulcramente y sus modales son refinados, casi escrupulosos. Ambos se expresan muy bien en inglés, y probablemente desean que su hijo (un muchacho de unos nueve o diez años exquisitamente peinado) reciba una educación acorde con el estatus heredado -la cual, sospecho, incluye un alto conocimiento de inglés-. En Agra el matrimonio se baja, y en su lugar hace su aparición otra trouppe familiar compuesta por un matrimonio y tres hijos, de extracción social un poco más baja. Yo he aprovechado la parada para ir a comprar unos plátanos, y a mi vuelta me encuentro con que mi asiento ha sido ocupado por la madre, así como el resto de asientos lo han sido por el resto de la familia. Lo que nos queda del viaje será un continuo ir y venir, de sentarse y levantarse, e incluso de llevar de una litera a otra (incluyendo por supuesto las nuestras sin pedirnos permiso siquiera) las sábanas y las almohadas utilizadas durante la noche para dormir, como si lo único que refrenara sus impulsos fuera el espacio físico y los límites materiales (es esta una impresión que veremos refrendada en más ocasiones a lo largo del viaje). Al llegar el mediodía, la mujer saca de entre sus pertenencias una bandeja y va colocando en ella pequeños cuencos con lo que será la comida del marido. Éste, una vez preparado el thali, se sienta a comerlo con toda tranquilidad, sin prisa, con la naturalidad del que sabe que ejecuta su papel de costumbre. A continuación, la esposa se dispone a preparar el thali para sus otros dos hijos, aunque el pequeño no debe tener hambre, porque rechaza su parte. Finalmente, y tras dar cumplida satisfacción a los varones, les toca el turno a ella y a la hija mayor, aunque a la hora de dar cuenta de la comida se suben a una de las literas superiores y echan la cortina para que nadie les vea. El tren va acumulando retraso, de manera que llegamos a Jaipur a las cuatro de la tarde, dos horas después de lo previsto. Nuestra intención es alojarnos en el Hotel Arya Niwas, pero lamentablemente está lleno. El conductor que nos ha traído hasta aquí nos informa de una guest house regentada por un matrimonio que posee un amplio jardín y que está situada en una zona tranquila. Como tampoco nos apetece ir de un hotel a otro probando suerte, aceptamos su ofrecimiento. La guest house se llama Shahar Palace, y está situada en una bocacalle de la avenida de Ajmer, en una zona residencial denominada Barwada Colony. La primera impresión es realmente positiva: efectivamente, dispone de un amplio y cuidado jardín, y la habitación que nos ofrecen es espaciosa y agradable. El precio marcado es de 1100 rupias por noche, pero debido a que en ese momento no cuenta con excesiva clientela, nos la rebajan a 800 rupias (curiosamente, lo mismo que nos pedían en el Arya Niwas), así que aceptamos. Unos minutos después, iniciamos nuestra primera inmersión en la ciudad. Nuestra intención es bajar andando hasta el centro, pero enseguida comprendemos que las distancias reales (en contra de lo que parece en los mapas) son enormes. Así que tomamos un rickshaw que minutos después nos deja en la Puerta de Chandpol, una de las tres puertas principales (junto con la Puerta Nueva y la Puerta de Samrat) que marcan el acceso a la ciudad amurallada. La primera visión es deslumbrante. Después de haber visitado Delhi y Varanasi (dos ciudades feas, si nos atenemos a su arquitectura), Jaipur rezuma armonía y cadencia. La ciudad fue fundada por el marajá Sawai Jai Singh II a principios del siglo XVIII conforme a las normas establecidas en antiguos tratados de arquitectura, y está por ello perfectamente estructurada en manzanas y largas avenidas. El color típico de las fachadas se debe a que fueron mandadas pintar de color rosa por el marajá Ram Singh para recibir al Príncipe de Gales. Casualmente, el hermoso color de los edificios adquiere todo su esplendor a última hora de la tarde, justo en el momento en que nosotros llegamos, cuando la leve luz del atardecer le confiere un suave tono rojo-crema. Las sensaciones, como ya he dicho antes, son completamente distintas a las sentidas en Delhi o en Varanasi: la calle parece un hervidero de vida, hay cientos de puestos de venta, autobuses atestados de viajeros, vacas ociosas e impertinentes, carros tirados por camellos, mujeres con hermosos saris... Pero a pesar de todo ese movimiento y de la circulación acelerada y ruidosa, la vida parece más calmada y ordenada, e incluso apetece pasear tranquilamente por las calles (unas calles que en su mayor parte poseen aceras, toda una novedad hasta ahora). Es el reencuentro con la India más fascinante. Caminamos por el Bazar Chandpol y a continuación llegamos al Bazar Tripolia (los bazares, organizados por gremios, se suceden unos a otros sin solución de continuidad). Las fachadas de los edificios son realmente llamativas, algunas verdaderamente hermosas, otras espectaculares, todas con el mismo tono rojizo que a la luz del atardecer adquiere una tonalidad lenta, difusa, vagamente precisa; merece la pena detenerse unos segundos para contemplar el espectáculo con serenidad. La primera impresión de Jaipur no ha podido ser más reconfortante. La sensación es que la ciudad se deja querer sin exigir mucho a cambio. La suciedad, el ruido y la polución no son menores que en otros sitios, pero al ser las avenidas más amplias, se nota menos. Todavía estamos cansados de las casi veintidós horas de viaje precedentes, así que nos retiramos a dormir relativamente pronto: mañana queremos estar totalmente en forma para disfrutar de la ciudad como se merece.
Sábado - 2 de octubre de 2004 Regresamos a la Puerta de Chandpol para iniciar con más tranquilidad -y con la cámara bien dispuesta- la visita a Jaipur. Antes, acordamos con el conductor del rickshaw que nos ha traído hasta aquí que mañana nos pase a buscar a las nueve en punto para llevarnos al Fuerte de Amber por 150 rupias. De esta manera, pensamos, nos ahorraremos molestias innecesarias. Contrariamente a las sensaciones experimentadas ayer mismo, la vieja Jaipur, a las 8:30 de la mañana, parece haber perdido parte de su encanto; la luz es dura, y el tono suave de sus fachadas se ha convertido en un rojo desvaído, falto de vida: parece que por la noche nos hubieran cambiado la ciudad. Por suerte, la belleza de algunas fachadas continúa intacta. Plenamente entregados a nuestro quehacer de turistas, visitamos en primer lugar el Palacio de la Ciudad. Es nuestro primer palacio del Rajastán, y por ello nos impresiona realmente, ya que se trata de una construcción imponente. Como llegamos nada más abrir las puertas, a esas horas apenas si hay visitantes, y eso nos permite disfrutar del lugar con más intensidad si cabe. Los edificios son de un virtuosismo elevado; las columnas, los frisos, las ventanas, las celosías... todo parece modelado con extraña perfección, haciendo que cada detalle se ajuste al conjunto confiriéndole una armonía extrema, un inconmensurable esplendor. El marajá todavía vive en el palacio, aunque ocupa sólo un edificio al fondo, el cual, lógicamente, está excluido de las visitas. A la puerta de cada sala, algunos guardias se ofrecen para ser fotografiados a cambio de unas cuantas rupias. Cuando le hago notar este último detalle a uno de ellos, me contesta sonriente: "it's my business". A pesar de todo, no le hago ninguna foto. Junto al palacio se encuentra el Jantar Mantar, un espectacular observatorio astronómico construido en 1728 por Jai Singh II, todo un apasionado por los planetas y la astrología. Uno, que no entiende absolutamente nada de astronomía y menos aún de astrología, refugio de tanto timador que hay por ahí suelto, no puede dejar se sentirse impresionado por las extrañas y en ocasiones extravagantes construcciones erigidas para contemplar las estrellas y disfrutar del universo. Además, si alguien se aburre, puede entretenerse subiendo y bajando por escaleras y plataformas hasta hartarse -o hasta sufrir pequeñas molestias musculares, como me pasó a mí-. Como tercera etapa de nuestra visita, nos acercamos al Hawa Mahal o Palacio de los Vientos, un edificio extraordinario cuya deslumbrante fachada todo el mundo conoce gracias a los folletos publicitarios (siempre que sale una foto de Jaipur, aparece el Hawa Mahal). A pesar de todo, sigue asombrando por la exquisitez de sus líneas, sus delicadas celosías y sus exuberantes filigranas. Sin miedo a parecer cursi, diré que constituye todo un regalo para la vista. Tenemos pensado dejar Jaipur pasado mañana, así que nos dirigimos a la estación de autobuses para reservar los correspondientes billetes a Bundi, nuestro próximo destino. El precio de cada billete nos parece inusitadamente barato, 105 rupias en autobús "De luxe" (queda saber en qué consiste el apellido De luxe). Otra cosa que nos parece realmente barata son las llamadas de teléfono: por 50 rupias puedes conversar casi tres minutos con España. Visto lo visto, y dada la lentitud de las conexiones de internet, decidimos que en vez de mandar e-mails llamaremos más a menudo a través de la línea telefónica convencional. En uno de nuestros aleatorios paseos, vamos a parar a lo que parece ser el barrio musulmán de Jaipur. Caminamos por una calle estrecha, flaqueada por algunas mezquitas y numerosos comercios y talleres, donde abundan hombres con gorro blanco y mujeres cubiertas completamente de negro. La calle está algo más sucia y descuidada que otras, y los edificios muestran un estado más lamentable; finalmente, damos con el Bazar Indra, y todo parece volver a la normalidad. Después de disfrutar de un pequeño descanso en los jardines públicos Ram Niwas -un parque frecuentado por numerosos jóvenes y parejas con hijos pequeños, que aprovechan para pasar la tarde sentados en corros sobre la hierba-, nos dirigimos a cenar a la calle Mirza Ismail, donde se encuentran la mayor parte de los restaurantes de Jaipur. Ayer probamos suerte en el Natraj, pero nos pareció demasiado caro y algo decadente. En esta ocasión recalamos en el Surya Mahal, y la impresión no puede ser más satisfactoria: buena comida, buenos precios y buen servicio. Todo lo que se puede pedir a un restaurante. Justo al lado se encuentra la famosa sala de cine Raj Mandir, una de las pocas alternativas de ocio de que se puede disfrutar en la India. La verdad es que no hay mucha cola, pero estamos demasiado cansados de ir todo el día de aquí para allá, el cielo comienza a cubrirse amenazando lluvia y la noche se va cerniendo lentamente sobre los tejados, así que pensamos que lo mejor es una oportuna retirada y así disfrutar también del hotel y de su acogedor jardín, que no en vano va incluido en el precio.
Domingo - 3 de octubre de 2004 El rickshaw que habíamos reservado ayer para llevarnos al Palacio de Amber parece haber encontrado otro cliente mejor, así que decidimos que lo más conveniente es agenciarnos otro medio de transporte rápidamente si no queremos esperar como pánfilos durante horas. Sin mucha dificultad, conseguimos otro rickshaw por el mismo precio, y tras cambiar dos o tres veces de conductor (soy incapaz de comprender por qué los conductores se iban alternando al volante y por qué se intercambiaban los rickshaws entre sí; si alguien lo sabe, por favor, que me dé una explicación), finalmente enfilamos la dirección correcta. La vista a Amber no defrauda lo más mínimo. Ya desde la distancia, la fortaleza se va descubriendo poco a poco, impresionante y abrumadora. El patio de entrada, hasta donde se puede ascender a pie o en inmensos elefantes, va dando paso a una serie de puertas, a cuál más delicada y exquisita, hasta alcanzar el punto culminante: la maravillosa Cámara de los Espejos, todo un ejemplo de minuciosidad y esmero. El resto de las salas no desmerece en absoluto; no hay duda de que los heroicos guerreros rajputas, además de valerosos y temibles, tenían un gusto refinado y un sentido estético admirable. Aún queda buena parte del Palacio por restaurar y muchas de las paredes están negras a causa de la humedad y el abandono, pero con todo la estructura de pasadizos y aposentos resulta sobresaliente. De vuelta, hacemos una parada a mitad de camino para contemplar el Jal Mahal, un hermoso palacio rodeado de agua que en breve albergará un lujoso hotel. Dada la buena impresión que nos causó ayer, hoy regresamos de nuevo al restaurante Surya Mahal, una visita que nos confirmará la exquisitez de su cocina. Nos atiende el mismo camarero que ayer, y tal vez agradecido por la generosa propina que dejamos, se muestra más atento si cabe. Como ya habíamos observado la primera vez, el lugar es muy frecuentado por locales de toda clase, ya sea en familia, en grupo o individualmente. Una niña que está sentada junto a nosotros nos mira divertida y comenta algo con su hermano sobre nuestra manera de comer; y yo que pensaba que en la mesa nos comportábamos más o menos como auténticos nativos... Tras un nuevo paseo por los jardines Ram Niwas -y tras servir de distracción a apocadas parejas que caminan manteniendo una respetuosa distancia y a ruidosos grupos de chiquillos-, regresamos al hotel a saborear tranquilamente una cerveza en su bien cuidado jardín. Lo cierto es que, después de pasar un día en cualquier ciudad de la India, se agradece un pequeño retiro en algún lugar apartado y tranquilo: es necesario reponer fuerzas para el día siguiente, la India está resultando demasiado agotadora para nuestros delicados organismos de europeos acomodados. © Carlos Manzano Página siguiente |