Este
viaje por Praga lo realizamos Rosana y yo durante el mes de marzo de 2005
(una semana antes de la siempre evitable Semana Santa). Fueron cuatro días
dedicados íntegramente a recorrer cada una de sus callejuelas, de sus
iglesias y sinagogas, de recrearnos en sus maravillosas fachadas y en sus innumerables
torres, de empaparnos hasta el mismísimo tuétano de su aroma y su
atmósfera apacible pero profundamente vitalista. A pesar de sus
muchos años de existencia, Praga es por definición la ciudad del
barroco: en el siglo XVII se dio el mayor salto urbanístico de la
ciudad y representa una de sus épocas más prósperas. Sería
imperdonable, por ejemplo, perderse la abigarrada pero exquisita Iglesia
de San Nicolás de Mala Strana. Sin embargo, y a pesar de la inmensa
afluencia de turistas, Staromestska Namesti y el Puente de Carlos, representantes
de la Praga medieval, siguen erigiéndose en sus estandartes más
distintivos, en dos referentes ineludibles. Pero no se trata de hacer una
descripción detallada de las mil maravillas que alberga la ciudad. Las
líneas que siguen son simples impresiones obtenidas de mi viaje; existen
innumerables guías perfectamente detalladas y convenientemente
ilustradas, y a través de internet uno puede igualmente acceder a la
información más actual y a los últimos acontecimientos culturales.
Sólo he querido dejar constancia de mi amor por una ciudad que, pese a
los cambios sociales y a las nuevas modas (no siempre positivas) acaecidas tras la
caída del comunismo, sigue conservando ese espíritu peculiar y
fascinante que, más allá de su belleza arquitectónica, la distingue sin
ningún género de dudas como una de las más bellas ciudades
centroeuropeas.
PRAGA
Yo
ya había estado en Praga en 1991, un año después de las primeras elecciones
democráticas en las que Vaclac Havel salió elegido presidente de la por
entonces aún denominada Checoslovaquia. Fue mi primer viaje realmente
ambicioso, significó mi primer encuentro con ese mar de inexplicables
sensaciones que supone el encuentro con lo diverso y lo diferente; fue mi
estreno en el descubrimiento de la existencia de olores y sabores nuevos y de
instantes ya para siempre irrepetibles, y también me permitió constatar la inevitable fugacidad que
acompaña a toda acción y a todo pensamiento humano, y la cual está en el origen de ese
sueño universal pero imposible que es la búsqueda de lo inmutable, de lo
permanente. Fue un viaje no excesivamente largo, apenas quince días que a
pesar de todo nos permitieron llegar hasta Budapest y Eger, en la vecina Hungría. Entonces me
encontré con un país un tanto esquivo, taciturno cuando menos, sumido aún en prácticas y costumbres propias de una sociedad comunista con la sola
excepción de su capital, Praga. Descubrí también el inigualable aroma de la
buena cerveza, el sabor fuerte de la cocina centroeuropea y el exquisito
cuidado que en otras latitudes, y a diferencia de mi propio país, se ha puesto siempre en conservar como se
merecen sus viejos y esplendorosos edificios.
La
imagen más viva e imborrable que guardo de aquella Praga es mi primer
encuentro, inesperado a pesar de todo, con la Plaza de la Ciudad Vieja al poco
de anochecer. Acabábamos de encontrar alojamiento en un elegante piso en
namesti Miru, así que apenas habíamos tenido tiempo para ver casi nada de
la ciudad, y de repente tuve la sensación de haber sido absorbido por un sueño
mágico, de haberme colado en un sorprendente decorado medieval donde cada
pieza, cada fachada, cada ventada, cada friso, cada dibujo, cada detalle
inapreciable aparecía perfectamente encajado en un magnífico escenario,
irrealmente bello. Los tres días que dedicamos a recorrer con ahínco y
entusiasmo las innumerables callejuelas y las fabulosas plazuelas de la ciudad
sólo sirvieron para confirmar la asombrosa sensación que aquella primera
visión nocturna de la plaza me había causado. Ya entonces supe que, tarde o
temprano, habría de volver a Praga.
Pero
aquellos eran otros tiempos. Los turistas aún no habían dado lugar a
inmensas legiones de camarógrafos que han hecho del llamado Camino Real su hábitat
permanente, ni los taxistas, vendedores de baratijas, oficinas de cambio y
otros cuantos negociantes habían descubierto que los extranjeros pueden ser
presas fáciles a los que sonsacar una nada desdeñable cantidad de coronas.
Entonces se respiraba más bien una profunda indiferencia por el visitante,
como si se tratara de un ave de paso, más o menos incómoda, que sólo
reclama nuestra atención cuando la vemos aletear nerviosa frente a la
ventana. Los restaurantes apenas ofrecían dos o tres platos de los indicados
en la carta, y los praguenses aún podían degustar sus sabrosas pilsner en
sus afables, humeantes y bulliciosas cervecerías sentados a lo largo de
viejas mesas de madera donde siempre había sitio para un nuevo comensal.
Hoy
en día no queda ni siquiera el país que la acogía. En uno de esos estúpidos
ejercicios de idiotez en que los seres humanos nos prodigamos tan a menudo, la
pobre Eslovaquia decidió segregarse de la próspera Chequia, renunciando al
magnífico y sustancioso influjo que la boyante capital alcanza a ejercer
sobre todo el estado. Quizá el único aspecto que la ciudad aún conserve de
entonces, además de la inalterable belleza de sus edificios, sea la
indiferencia general por el visitante, algo que yo, individualista
irrecuperable, no puedo sino agradecer sinceramente.
Sin
embargo, hablar de Praga como una unidad sería un error. En realidad, hay
muchas Pragas compartiendo un mismo espacio. Está la Praga del Camino Real,
la que conduce de la Puerta de la Pólvora al flamante Castillo -un territorio arrebatado a los praguenses por
los turistas ansiosos de poseer su propio mundo, el de las tiendas de
souvenirs y los restaurantes de comida típica-;
está también la Praga cotidiana y dispersa de Nove Mesto, a la que sólo
llegan los viajeros más curiosos y avezados y en donde la vida fluye de
manera natural, con la discordancia propia de las ciudades vivas; está la
Praga sublime
de Stare Mesto, con sus rincones y sus esquinas todavía mansas y la hermosa
Plaza capaz de soportar las miles de miradas y objetivos que a diario recorren
cada una de sus fachadas con la avidez de un sediento; está igualmente la
Praga solemne de Hardcany, con su castillo-palacio que en sí mismo constituye
toda una ciudad; o la Praga a veces inmensa y a veces escondida de Josefov, el
barrio judío, que aloja la sinagoga más antigua de centroeuropa además de
unas encantadoras y placidas callejuelas; y está también la Praga del
Moldava, el gran mirador de la ciudad, el nervio vital de una urbe que, pese a
su tamaño, todavía se presenta en ocasiones como un pueblecito encantador y
apacible que de cuando en cuando sufre las embestidas del turismo de masas
pero tras las que sin mucho esfuerzo consigue recuperar su dimensión más
cotidiana como si nada hubiera pasado.
Por
todo ello, Praga no llega a decepcionar jamás; hay tanta belleza en sus
calles, en sus suntuosas fachadas, en sus exuberantes iglesias, que siempre
despertará el asombro de los más timoratos. Sin demasiada dificultad, a poco
que se rebusque, aún pueden encontrarse viejas cervecerías con mesas de
madera donde los lugareños, fumadores empedernidos, se dedican envueltos en
humo a charlar y a saborear sin mayor compromiso sus excelentes y
justamente famosas pilsner -o
cualquiera de las otras variedades que el país ha sabido producir
con igual talento-. Es Chequia el país donde más cerveza se
consume del mundo; la cerveza constituye, por tanto, parte fundamental de su
idiosincrasia, tanto como su religión husita o sus bien conservadas
sinagogas. Abandonar Praga sin probar su cerveza es como abandonar Roma sin
visitar una sola de sus ruinas romanas.
Uno
de los peajes que la ciudad ha tenido que pagar para incorporarse a las nuevas
corrientes modernizadoras de occidente ha sido la eclosión de los graffitis,
o por decirlo de una forma más obvia, de las pintadas antiestéticas y de los
garabatos desagradables que asolan muros y paredes. Si en algún momento el graffiti ha podido
consolidarse como una forma de expresión marginal o contracultural, en Praga
sólo ha dado lugar -salvo
contadísimas excepciones-
a sucios rayones que nada expresan ni nada simbolizan: sólo desidia,
insensibilidad y perversión. Salvo en los edificios más emblemáticos de
Stare Mesto, hay pocas zonas que se libren de esta fiebre antiestética que
tan poco de positivo aporta. La famosa pared de homenaje a John Lennon es,
dentro del fiasco general, una excepción simpática pero que no representa
al conjunto. Es triste que cuando se imitan modelos ya ensayados en otros
lugares, casi siempre se empiece copiando lo peor, lo más marrullero, lo más
infame.
A
pesar de su mala fama, en Praga no se come necesariamente mal -salvo
que uno sea vegetariano, circunstancia
que complica notablemente las opciones de encontrar un lugar adecuado-.
Los restaurantes abundan, y en general su carta es amplia y bien surtida, además
de bastante asequible para un bolsillo occidental. Y si uno abandona las zonas
más concurridas por los turistas, no le será difícil dar con un viejo
restaurante donde degustar un magnífico gulash, una sabrosa polévka o un
exquisito asado -mayormente de
cerdo-, regados siempre
con una
excelente pivo. Además, tanto en la Plaza Wenceslao como en Staromestske namesti se pueden
encontrar diversos puestos de calle donde saborear unas apetitosas
salchichas o el siempre sabroso -sobre
todo recién hecho-
jamón de Praga -que,
huelga decirlo, no tiene nada que ver con el jamón ibérico, pero es igualmente deseable.
Pasear
es tal vez la actividad más gratificante que se pueda realizar en Praga.
Salvado el antiguo Camino Real, existen multitud de rincones y callejuelas
donde, a veces, el único sonido que se escucha es el de los propios pasos
agigantado por el eco. Josefov, por ejemplo, alberga desde exuberantes
edificios plagados de innumerables pero casi siempre sobrios elementos
decorativos que impresionan por su solemnidad, hasta escuetas pero
encantadoras callejuelas apenas surcadas por tranquilos praguenses que se
dirigen a sus ocupaciones habituales. Si uno evita las épocas más
concurridas por el turismo de masas, que no quepa ninguna duda de que Praga no
le decepcionará.
Además
de los paseos, la ciudad ofrece un extenso número de conciertos donde
apreciar la calidad de los músicos locales. Aparte de los lugares
expresamente dedicados a ello, casi todas las tardes se puede acudir a una de
las muchas iglesias que ofrecen conciertos y escuchar alguna pieza de Bach,
Mozart, Vivaldi, Dvorak o Smetana preferentemente (son siempre autores
conocidos o checos, que atraigan al público y que agraden a los no muy
entendidos). Una sala que yo recomendaría es la Capilla de los Espejos,
situada en el Klementinum, especialmente si se tiene la ocasión de oír a la
Ensemble de Soloists y a Roman Fedchuk, excelente orquesta de cámara y magnífico
violinista respectivamente. De
cualquier manera, y aunque el precio no es precisamente barato (cada concierto viene a
andar por los 18 euros), proporcionan una agradable oportunidad para descansar
después de todo un día de caminatas.
Praga,
más que una ciudad para ver, es una ciudad para sentir. La vista, pero también
el oído, el olfato, el gusto y, sobre todo, ese sexto sentido que representa nuestra disposición para sentirnos fascinados
por la armonía y la cadencia de formas y espacios, tienen aquí ocasión de explayarse
hasta más allá de sus propios límites. Praga ha soportado con entereza una
historia llena de luchas y conflictos, de rebeliones y conspiraciones; ha
sobrevivido a dos guerras mundiales, a una ocupación nazi y a un régimen
comunista. Sólo queda esperar que pueda sobrevivir también al capitalismo más
desaforado, y que el afán de dinero y la especulación no echen por tierra la
maravillosa atmósfera que ha convertido a esta ciudad en una de las capitales
predilectas para los amantes de la belleza.
ALGUNAS
DIRECCIONES DE INTERÉS
Existe
un número incontable de restaurantes y cervecerías en Praga; recorrerlos todos es casi
imposible. La relación que aquí se incluye, por tanto, no es exhaustiva, ni
siquiera es la más recomendable.
Está basada tanto en mis propias experiencias como en la opinión de
otros viajeros. Se recomienda, obviamente, hacer uso de una buena guía
actualizada, además de consultar en los diversos foros de Internet donde se
incluya una información más actualizada.
- BRANIKY
SKLIPEK (Vodidickova, 26. Nove Mesto). Fabrican su
propia cerveza, llamada Branik, y aunque el lugar es pequeño, el ambiente (y el humo)
lo convierten en un espacio acogedor. Justo al lado se encuentra el restaurante, donde se come aceptablemente bien
(siempre y cuando uno no llegue más tarde de la una del mediodía, ya que
entonces el número de platos se reduce considerablemente).
- CESKA NOSPODA (c/ Verenska, 9. Josefov). Fue el
primer restaurante en el que entramos a cenar, y los cierto es que salimos
más que satisfechos. Excelente el Vezenska Basta (algo así como nudillos
de cerdo y jamón de Praga).
- KLUB ARCHITECTU (Betlemske namesti, 5. Stare
Mesto). Nosotros no llegamos a entrar, pero son varios los viajeros que lo
recomiendan fervorosamente. Por algo será.
-
KOLKOVA. (V Kolkivne, 8, Josefov). En realidad, se trata de una cadena
de cervecerías que tiene su establecimiento principal frente a la sinagoga Española.
Buen lugar para probar algunos aperitivos checos (svacina).
- RESTAURANTE AREST (Metnicka. Mala Strana).
Platos enormes a precios más que aceptables. Muy frecuentado por locales.
Está un poquito lejos del centro, pero si uno se encuentra cerca de la isla
de Kampa, merece la pena acercarse. Muy aconsejables el Pastel de Patata
Moravia y el Iron Plate Baloun.
- U CERNÉHO VOLA (Loretanské namesti, 1,
Hardcany). En esta cervecería, situada junto al Castillo, entré por casualidad hace
catorce años. Entonces la cerveza que me sirvieron me pareció excepcional, y
la atmósfera, ideal.
Un antiguo cooperante checo en Nicaragua que nos vio un poco despistados nos
puso al tanto de la peculiaridad y antigüedad del lugar. A pesar del tiempo
transcurrido desde entonces y lo mucho que ha llovido en esta ciudad, el local
conserva gran parte de su vieja atmósfera.
-
U FLEKU (Kremencova, 11. Nove Mesto). Probablemente, la cervecería
más frecuentada por turistas de todo Praga. Obviamente, los precios van
parejos a su fama. Nosotros no entramos, pero por lo que dicen, su cerveza, de
fabricación propia, merece la pena.
-
U MILORDNYCH (Kozi, 21. Josefov). Es una típica cervecería con sus correspondientes mesas de madera
y distribuida en amplias habitaciones. En lugar de la cena habitual, aquí
probamos diversos entrantes fríos y calientes, muy típicos para acompañar
la cerveza, entre los cuales, a modo de ejemplo, podría citar el queso
rebozado, las salchichas con cebolla y vinagre y los rollitos de jamón.
- U RYTIRE (Zborovska, 38. Mala Strana). Está en el
límite de Mala Strana con el distrito 5. Actualmente, es uno de esos bares
que aparecen repletos de máquinas tragaperras (por lo visto, el gran negocio hoy en día
en Praga), pero mantiene el estilo de vieja cervecería
sólo frecuentada por locales. Como curiosidad, es el lugar donde más barata
encontramos la cerveza Staropramen, 16,50 coronas.
-
U SUPA (Celetná, 22. Stare Mesto). Extraordinariamente situada en una
hermosa casa de origen gótico, en esta vieja cervecería se puede disfrutar
de una agradable comida, muchas noches acompañada de música en vivo. Algunos
viajeros recomiendan de su carta el jabalí a la parrilla con frutas.
- U SV. TOMASE (Letenstka, 12. Mala Strana). Se
dice que es la cervecería más antigua de Praga. Está situada junto a la
iglesia de Santo Tomás de Mala Strana. El único problema son los precios y
que las cervezas no se sirven en jarras de medio litro, sino de 0,4 l.
- U STALETE BABY (Na Kampe, 15. Kampa). Aquí
sólo estuvimos bebiendo cerveza, pero el lugar nos pareció acogedor y
agradable (eso sí, había más turistas que locales).
- U ZLATEHO TYGRA (Husova, 17. Stare Mesto). Un
lugar pequeño pero inconfundiblemente encantador. Frecuentado por algunas de
los más insignes personalidades de Praga.