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NORUEGA
DE BERGEN A OSLO

REPORTAJE FOTOGRÁFICO


No me resulta sencillo identificar (y menos aún explicar) todas las razones que nos llevaron a elegir Noruega como destino viajero para el presente año 2022 (que es cuando escribo esto). Algunas, en cualquier caso, podrían parecer evidentes: sus paisajes, su clima templado en verano, la abrupta naturaleza que caracteriza la península escandinava… Quizá menos obvias, aunque puede que igual de ciertas, sean mi atracción desde que era joven por su sistema social y su organización política (el mito de las democracias nórdicas caló muy fuerte en nuestra generación como modelo político al que debíamos tender), las lecturas de los libros de Karl Ove Knausgård, y también la búsqueda de países donde aún no hubiéramos estado. Y seguro que habrá habido algunas más que no encuentren buen acomodo en el mundo de la racionalidad, sino en el de las sensaciones, las intuiciones o como quiera que se lo denomine. En cualquier caso, tampoco tengo un interés especial en identificar los motivos por los que inicio un viaje; al fin y al cabo soy de los que piensan que viajar exige ante todo un desenvolvimiento, una actitud comprehensiva que surge del movimiento, de la actividad, y que se impone siempre a cualquier presunción o prejuicio anterior. Y de cualquier manera encontrar excusas es una de las habilidades más generalizadas del ser humano: todos, hasta los más miserables y los más despiadados, son capaces de encontrar motivos que justifiquen sus actos y que los eximan de culpabilidad. El caso es que, por una razón o por otra, o sencillamente porque nos pareció un buen lugar donde disfrutar de nuestro periodo vacacional, el 1 de agosto de 2022 Rosana y yo tomamos el avión que desde Madrid nos llevaría a la localidad de Bergen, en el suroeste de Noruega, lugar desde el que posteriormente recorrimos parte de la costa sur durante nueve días. Este es un pequeño diario de lo que aconteció en dicho viaje.

 

Lunes 1 de agosto

El vuelo parte de Madrid a su hora y aterriza en Bergen dentro del horario previsto. Parece un buen augurio. Desde las alturas, mientras nos aproximamos a la pista de aterrizaje, impresiona ver la orografía accidentada de la costa noruega: multitud de islas, numerosos fiordos, un litoral escabroso e irregular que promete paisajes de ensueño… Todo está por venir y todo puede tener lugar. Son los momentos más ilusionantes, el anticipo de promesas que quién sabe si se llegarán a cumplir en su integridad.

Vamos a movernos por el país usando transporte público; tras darle muchas vueltas al asunto, y alentados por la confirmación de que todas las compañías de alquiler de automóviles penalizan el hecho de coger el coche en una localidad y entregarlo en otra, nos decidimos por hacer todos los traslados de una ciudad a otra en transporte público (autobús y tren), aprovechando que tenemos previsto realizar un par de excursiones que nos llevarán el día completo y que por tanto no precisan del uso de automóvil. Lo cual, o eso calculamos, también nos supondrá el ahorro de algo de dinero, y en un país tan escandalosamente caro como Noruega, no es moco de pavo.

Una vez en Bergen, la forma más sencilla de trasladarnos hasta el apartamento que hemos reservado es en tranvía, o metro ligero, denominado bybanen, que parte con regularidad desde el mismo aeropuerto y que por 40 coronas cada uno nos deja justo en el centro de la ciudad. El problema es que las máquinas expendedoras de billetes no aceptan dinero en efectivo, solo pago por tarjeta. Y dado que en Noruega no utilizan el euro, nos tememos que si usamos demasiado la tarjeta de crédito nuestro banco nos cobrará las correspondientes comisiones. Sea como sea, no queda otra: tenemos prisa por llegar, así que adquirimos con tarjeta los dos billetes preceptivos hasta la parada que, según Google maps, queda más próxima a nuestro destino. (Más tarde descubriremos que lo mejor hubiera sido llegar hasta el final de la línea y caminar unos pocos metros; a veces hasta Google se equivoca). En el vagón, dicho sea de paso, somos los únicos que usamos mascarillas; en Noruega hace tiempo que, por lo visto, han dejado de usarse por casi todo el mundo.

A nuestra llegada, a pesar de que hemos avisado de la hora, todavía están limpiando el apartamento. Es un apartamento muy pequeño, en realidad se trata de la planta baja de un pequeño edificio ubicado en el patio de un bloque de viviendas. (Llamarlo estudio puede que incluso sea demasiado generoso). Los precios en Noruega, como iremos descubriendo un tanto escandalizados, son mucho más altos que en España, a veces hasta 3 y 4 veces más elevados, y por cuestiones de presupuesto hemos tenido que buscar un alojamiento que no resultara demasiado oneroso. Y como Bergen, Patrimonio de la Humanidad, recibe muchos miles de visitantes al año, eso se deja notar en los precios. Aprovechamos, pues, para hacer las primeras compras de comida mientras terminan la limpieza; tenemos intención de desayunar y cenar en el apartamento, y los precios en el supermercado, a pesar de que están muy por encima de lo que pagaríamos en España, nos resultan más asequibles que los restaurantes. Aun con todo, en determinado momento llegaremos a pagar 6 euros por un simple panecillo, que por otra estaba duro como una piedra: un pequeño ejemplo de por dónde van los tiros. También hay que decir que los salarios en Noruega están muy por encima de los salarios españoles; según leemos en Internet, el salario medio mensual en 2021 ha sido de 5411 euros, frente a los 1751 euros en España. En esas condiciones tampoco parecen unos precios tan desorbitados.

La primera impresión nada más comenzar nuestro recorrido es, tengo que admitirlo, un poquito decepcionante. La tarde es soleada (una excepción respecto a lo que nos encontraremos a partir de mañana) y la temperatura bastante agradable, pero cuando llegamos al lago Lungegaardsvannet, que viene a representar algo así como el centro simbólico de la ciudad (a su alrededor se concentran los principales museos y la estación de ferrocarril), debo reconocer que me esperaba otra cosa: la visión del espacio me resulta demasiado fría, no veo edificios destacables y el lago en sí mismo, con el chorrito de agua en medio, se me hace un tanto cursi. Por suerte, conforme nos vamos acercando al muelle, centro neurálgico de la ciudad, con su archifamoso Bryggen, la cosa va ganando enteros.

Bergen, como he dicho, fue declarada Patrimonio de la Humanidad; no hace falta, por tanto, que describa los innumerables encantos que la definen: en Internet hay infinitud de información al respecto. El mencionado Bryggen es solo uno de ellos. También se encuentra aquí el famoso Mercado de Pescados, en realidad una serie de puestos de comida para turistas. Sin embargo, para mí, lo más interesante de Bergen reside en las calles que parten de este punto y que se extienden alrededor de la Catedral. Son calles estrechas, de suelo adoquinado, flanqueadas por hileras de casitas blancas de madera, características de esta parte del planeta, que le confieren ese toque de pueblecito de cuento tan seductor. Hay varias zonas en la ciudad que comparten este mismo estilo arquitectónico. En los días sucesivos andaremos por los alrededores de la Universidad y por el camino que baja del monte Foyen, zonas ambas donde este tipo de construcciones conservan idéntico peculiar encanto y que me regalaron algunos de los momentos más intensos vividos en esta ciudad, esos que tanto me gustan porque me permiten dejarme seducir por el entorno, o por el simple placer de abandonarme a las sensaciones más puras. Si sirve como resumen, diré que los tres días destinados a Bergen no fueron en modo alguno excesivos.

A última hora de la tarde nos acercamos a la estación de tren para tenerla localizada de antemano. Mañana tenemos prevista una excursión por el Sognefjord, para después hacer el viaje de regreso en el famoso tren de Flåm (se trata de un tour operado por Visitnorway que lleva el nombre de Norway in a Nutshell, uno de los más populares del país), y no nos apetece correr riesgos innecesarios. Además, esa misma noche recibiremos un correo en el que nos indican que debido a trabajos en las vías, la primera parte del recorrido, la que comunica Bergen con Voss, habrá que hacerla en autobús, aunque el lugar de salida será el mismo: la estación de ferrocarril.

Tratamos también de encontrar la estación de autobuses, ya que el viernes saldremos desde allí, pero nos cuesta más de lo esperado dar con ella. Se encuentra situada detrás de un centro comercial colindante con la estación de ferrocarril, y la verdad es que muchas señales que indiquen su ubicación no hay (o no vemos, para ser riguroso). Una vez localizados los dos puntos desde donde deberemos trasladarnos en los próximos días, y cansados de un día de viaje con varias horas de avión, nos retiramos al apartamento a cenar y a dormir. Mañana toca levantarse relativamente pronto.

 

Martes 2 de agosto

Con algunos días de antelación, hemos contratado para hoy en la web Visitnorway una excursión que lleva por nombre Norway in a Nutshell y que incluye un recorrido por el fiordo de Sogne y el regreso en el famoso Tren de Flåm, más los necesarios traslados en tren y autobús hasta los respectivos lugares de partida. El precio es bastante caro, como todo en este país, pero dado el limitado tiempo de que disponemos nos parece una buena opción.

Las webs meteorológicas anuncias lluvias para todo el día. De hecho, cuando nos despertamos está lloviznando. La primera parte del recorrido, que debe dejarnos en Voss y que en un principio debíamos realizar en tren, toca hacerla en autobús debido a que unas obras en la vía que comunica esta localidad con Bergen impiden el tránsito ferroviario. Dado que llegamos antes de la hora de salida, tomamos un autobús que parte quince minutos antes, lo que nos permite contar con un poco más de tiempo de margen. El trayecto es todo lo espectacular que podría esperarse (el paisaje en Noruega, al menos en esta parte del país, resulta abrumador), aunque imagino que lo habríamos disfrutado más en tren. Una vez en Voss, hemos de tomar otro autobús que nos conducirá hasta el embarcadero donde, según el plan de la excursión, nos espera el barco que ha de llevarnos a través del fiordo. Nosotros dos somos los únicos viajeros de ambos trayectos que usamos mascarilla; ayer comprobamos que su uso es ya prácticamente inexistente: nadie en Noruega (excepto algún turista despistado como nosotros) la usa. El virus Covid-19 parece cosa de otro mundo, o de otra época. Sin embargo, las toses y los claros síntomas de resfriado en algunos viandantes no son tan escasos como podría pensarse. El virus, sin la menor duda, sigue campando a sus anchas por el país, aunque a nadie parezca preocuparle. Desconozco, sin embargo, en qué medida puede llegar a incidir sobre la vida cotidiana de la gente, si lo asumen como un resfriado más o les obliga a guardar cuarentena en casa. Me sorprende, en cualquier caso, esa falta de preocupación por un virus que, al menos en España, ha llegado a causar la muerte de tantos miles personas. Será cosa del carácter, quiero suponer, o que son sociedades tan individualistas que lo que le suceda a los demás es algo que no les afecta en absoluto.

El conductor del autobús que nos ha de llevar a Gudvangen ―un autobús local de línea― se atribuye las funciones de guía y durante todo el trayecto no deja de instruirnos acerca de algunos aspectos y costumbres de la sociedad noruega. Hasta ahí, nada que objetar por mi parte, salvo que para trasladar sus comentarios a los pasajeros tiene que usar un micrófono que ha de sostener necesariamente con una de sus manos, por lo que solo dispone de la otra para las labores de conducción. La carretera, bastante estrecha y en ciertos tramos sinuosa, circula junto a la orilla de algún que otro lago, y, la verdad, en ciertos momentos desearía que el conductor se aplicase a su tarea con algo más de profesionalidad, sujetando el volante con las dos manos, sobre todo en las curvas, en vez de llevar permanentemente asido el micrófono con una de ellas. No creo que conducir un autobús de pasajeros (no precisamente nuevo además) con una sola mano sea algo aconsejable.

Una vez en el embarcadero, todavía tenemos algo de margen para caminar por los alrededores y tomar algunas fotos. Afortunadamente, justo en ese momento deja de llover (hasta ahora la lluvia no ha dejado de acompañarnos ni por un segundo). No sabemos cuánto tiempo aguantará así, porque el cielo sigue encapotado y la amenaza de agua no deja de estar presente, pero agradecemos este pequeño receso.

Justo a la hora prevista, el barco llega al punto de salida; en primer lugar, descienden los que (supuestamente) han hecho el recorrido en dirección contraria. Es un barco diseñado para navegar por los fiordos, y en pocos minutos todos los viajeros (turistas en su inmensa mayoría) subimos con rapidez a bordo. El paisaje de que disfrutamos es sencillamente impresionante. Las nubes que todavía asoman por la parte alta de las montañas contribuyen en no poca medida a subrayar la belleza del lugar. Sognefjord es Patrimonio de la Humanidad, aunque imagino que no lo será solo por su espectacularidad. Yo hago prácticamente toda la travesía en cubierta, tomando fotos y disfrutando de las vistas. Rosana, mi pareja y compañera de viaje, me acompaña casi todo el tiempo. Aunque no llueve, sigue haciendo frío, y la humedad, como puede suponerse, es muy alta. Hago este comentario porque, en un principio, atribuiremos los primeros signos de enfriamiento de Rosana, que serán más evidentes al cabo del día, al frío que ha podido pasar durante el recorrido. En cualquier caso, son dos horas espléndidas, magníficas, en las que me dejo llevar por las múltiples sensaciones que experimento casi sin tregua. La luz (a pesar de que sigue nublado), las montañas, las pequeñas poblaciones que se apostan a las orillas, los continuos saltos de agua, el olor, las gaviotas que nos acompañan a la espera de poder obtener alguna clase de recompensa en forma de comida… Sin ninguna duda, la excursión por Sonjefjord se convertirá en uno de los momentos más impresionantes de todo el viaje, del cual, con mayor o menos acierto, trataré de dejar constancia a través de las numerosas fotografías que voy tomando.

Pocos minutos antes de llegar a Flåm comienza a llover de nuevo. Es una lluvia fuerte, además. Tenemos que aguardar hora y media en esta localidad, un tiempo que en principio teníamos previsto dedicar a comer y a dar una vuelta por sus calles. La lluvia impide lo segundo, porque como digo llueve con ganas. Justo al lado del ferrocarril hay, además de un restaurante, un edificio que acoge varias tiendas; es esa quizá la única diversión que podemos permitirnos mientras aguardamos la llegada del tren. Por lo menos, podremos mantenernos calientes y a cubierto.

Hemos leído en Internet que el trayecto desde Flåm a Myrdal es mejor hacerlo sentado en los asientos de la derecha del vagón, así que nos colocamos en este lado. (Sin embargo, una vez realizado el recorrido, tampoco me parece que sea tan relevante). Las ventanas de los vagones están en su mayoría cerradas, es decir, no es fácil tomar fotografías sin que salgan los reflejos de las ventanillas. Este trayecto goza de una fama extraordinaria, siempre se lo cita como una de las excursiones obligadas cuando uno visita esta parte del planeta; no diré que no merezca la pena y que no atraviese paisajes de una belleza espectacular, pero al final todo se ve como desde la distancia, como si tú fueras ajeno a todo ello, como un simple espectador pasivo. No es que esté mal, pero quien disponga de más tiempo puede realizar el trayecto a pie a través de un camino de grava, pavimentado en ciertas partes. Son 17 km en total, que se pueden realizar perfectamente en una mañana o en un día completo. El tren hace una parada al llegar a la cascada de Kjosfossen (que incluye un baile un tanto hortera de lo que se supone que es una bruja o un personaje mitológico nórdico o vaya usted a saber) y también en cierto momento en que coincide con el que viene en sentido contrario, ya que comparten vía. Más allá de esos dos momentos, todo lo que puedes contemplar se limita a lo que ves a través de la ventanilla del vagón en marcha.

En Myrdal tomamos otro tren que nos llevará hasta Arna (tren que, dicho sea de paso, llega con 15 minutos de retraso), porque a causa de los arreglos en la vía a que me he referido antes, la máquina no puede proseguir más allá y hay que tomar un autobús para regresar a Bergen. La subida a este autobús se produce de una manera bastante caótica y desorganizada (también los nórdicos se ven obligados a improvisar, y por lo que se ve no lo hacen especialmente bien); aunque hay unas señales amarillas indicando la dirección que hay que tomar, una vez allí nadie sabe muy bien dónde ha de montarse (hay varios autobuses esperando en la calle y no se sabe si todos llevarán al mismo destino), así que cada cual se busca la vida como puede. Los que llevan maleta han de dejarla en el maletero, lo que da lugar a la formación de grupos apelotonados frente a los autobuses; en el nuestro, una chica prefiere viajar de pie y dejar su mochila sobre el asiento antes que ponerla en la parte baja del autobús. Por fin, el conductor la convence para que traslade el bulto al lugar donde debe estar (nadie puede viajar de pie por carretera) y definitivamente salimos de camino a Bergen para dar por finalizada la excursión.

A nuestra llegada ha dejado de llover. En cualquier caso estamos algo cansados y Rosana empieza a dar muestras de ciertos síntomas de enfriamiento, de modo que compramos algo en el supermercado de la estación y nos recluimos en el apartamento satisfechos con lo que ha dado de sí la jornada. Aunque la lluvia nos ha incomodado más de lo que hubiera sido deseable, al menos durante el recorrido por el fiordo ha tenido el detalle de respetarnos. Menos es nada.

 

Miércoles 3 de agosto de 2022

Sabíamos que Bergen es una de las ciudades más lluviosas de Europa. Aun así, la esperanza de que se tratase de una lluvia intermitente o de que apenas pasara de ser una suave aunque incómoda llovizna nos había hecho no preocuparnos demasiado. Sin embargo, esta mañana está lloviendo con ganas, con auténtica insistencia. Aunque hemos venido preparados para esta circunstancia (o eso pensábamos, porque más adelante descubriremos que no tanto), preferimos esperar un poco antes de salir a la calle, a ver si escampa, y al mismo tiempo decidimos que nos tomaremos el día con cierta relajación. Nos hubiera ayudado en ese propósito que el apartamento fuera más confortable, pero alojarse en el centro de Bergen por un precio no excesivamente alto tiene esta clase de inconvenientes.

Consultamos la página meteorológica oficial de Noruega cada diez minutos y nos encontramos con que, a cada visita, las previsiones para ese mismo día cambian. A primera hora parecía que sobre las 10:00 iba a parar de llover, pero ahora resulta que siguen dando lluvia hasta media mañana. Aunque llevamos paraguas, la esperanza de que finalmente amaine el aguacero nos anima a esperar un poco más. En algún momento las previsiones tendrán que acertar.

Por fin, a las 11:00 de la mañana deja de llover. Tenemos previsto dedicar todo el día de hoy a Bergen; es una ciudad pequeña, somos conscientes de que un día entero da para mucho, de modo que tampoco pasa nada por reducir en un par de horas la visita. Así pues, sin prisa ni agobios de ninguna clase, damos un pequeño paseo por las calles aledañas a Bryggen y por los alrededores de la Catedral y la Fortaleza, que de alguna manera constituyen el centro neurálgico de la ciudad. De cuando en cuando vuelven a caer unas cuantas gotas, aunque por suerte no con demasiada intensidad, de modo que no nos vemos obligados a interrumpir la visita.

Ayer probamos salchicha de reno en uno de los puestos del mercado de pescados. Hoy la probaremos en otro puesto que hay en una de las calles interiores, pero exactamente al mismo precio (75 kr, si no recuerdo mal). Al igual que la de ayer, me sabe a salchicha, pero me siento incapaz de reconocer si es de reno, alce, cerdo o ternera. Si pone que es de reno imaginamos que lo será. En cualquier caso, está lo suficientemente sabrosa para disfrutarla.

Tras un par de horas de caminata, y dado que la lluvia sigue cayendo a ratos, lo cual acaba por incomodar lo suyo, preferimos ir a comer al apartamento. Tenemos la esperanza (así lo dicen al menos los pronósticos meteorológicos) de que a la tarde escampará definitivamente. Antes, organizando lo que será el día de mañana, nos informamos acerca de la posibilidad de realizar otra excursión por algún fiordo. (Ayer disfrutamos tanto que no nos importa repetir la experiencia). Hemos visto en Internet una que a priori resulta bastante atractiva (la duración es de 3 horas), de modo que preguntamos en la oficina de turismo, que es donde se hacen las reservas. Sin embargo, a esas horas ya no quedan plazas libres (afortunadamente, añado yo, porque mañana volverá a llover a la hora en que está prevista la excursión, algo que en este momento, como es lógico, aún ignoramos). Como alternativa, en su lugar visitaremos la iglesia de Fantoft, a la que se llega con el mismo tranvía que conecta la ciudad con el aeropuerto. Pero de eso ya hablaremos a su debido momento.

Por la tarde nos dedicamos a recorrer la zona aledaña a la universidad; esta mañana hemos llegado hasta el Teatro Nacional y hemos preferido dejar para la tarde esta otra parte. Y tengo que decir que la visita me resulta fascinante. Abundan, como en los alrededores del muelle, calles estrechas, empedradas y flanqueadas por numerosas casitas de madera, todas ellas habitadas y en perfecto estado de conservación. En los laterales de la calle Nøstegaten se suceden otras pequeñas callejuelas que le dan al barrio un aspecto absolutamente entrañable, casi de cuento. La sorpresa es doble porque no habíamos leído nada relativo a esta área, y eso que queda muy próxima al centro urbano. Apenas hay turistas, en algunos momentos somos los únicos viandantes que caminan por alguna de sus calles, de modo que el disfrute de la visita se hace más intenso aun si cabe. Esta parte de la ciudad se encuentra un punto algo elevado, y en algunas calles hay un barandado que hace de mirador respecto de otras avenidas más bajas.

Dado el que tiempo ha mejorado bastante, continuamos nuestro recorrido por Sundts Gate, que franquea la orilla oeste del muelle (la parte contraria a Bryggen) y donde se apostan algunas pequeñas embarcaciones de pesca y recreo, para regresar por otra de las calles con más personalidad de Bergen: Strandgaten.

Consultado el pronóstico del tiempo para mañana, vemos que anuncian lluvias hasta media tarde. De nuevo, tendremos que reconsiderar los planes y adaptarlos a las circunstancias. Habíamos previsto subir al mirador de Floyd, pero siempre es mejor hacerlo cuando el cielo esté despejado, ya que de otro modo las nubes nos impidirán disfrutar de las vistas. Mañana, no queda otra, confiamos en que el mal tiempo nos dé un respiro. La suerte de visitar Noruega en esta época del año es que la luz solar se alarga hasta casi las 11 de la noche. Tenemos, por tanto, mucho tiempo por delante, y perder unas cuantas horas a refugio de la lluvia tampoco ocasiona tanto malestar.

 

Jueves 4 de agosto de 2022

Si lo de ayer nos pareció poco, hoy tendremos más de lo mismo: será el día más lluvioso de todos los que sufriremos a lo largo de nuestro viaje. A primera hora, sin embargo, apenas llovizna, por lo que decidimos continuar con nuestro plan y visitar la iglesia de Fantoff. Esta iglesia, aunque reconstruida recientemente, pertenece a un estilo peculiar de iglesias de madera edificadas en la Edad Media (se calcula que la mayoría datan de entre 1150 y 1350) que recibe el nombre genérico de stavkirke. No son demasiado altas, pero compensan el tamaño con su llamativa forma digamos un tanto piramidal y puntiaguda; lo más destacable de ellas es su estructura, que se va elevando por tramos apoyándose sobre pilares de madera. Desde el mismo centro de Bergen tomamos el bybanen, que es el tranvía que conecta Bergen con el aeropuerto, hasta la parada denominada Paradis, desde donde, en principio, parte un camino que te conduce a la iglesia. Probablemente nosotros salimos por el lado equivocado porque no vemos ninguna indicación del camino a seguir, de modo que preguntamos a unas chicas que se aproximan, las cuales, tras consultarlo en su teléfono móvil, nos señalan el camino que debemos tomar.

La iglesia se encuentra situada en un entorno realmente hermoso, un típico bosque nórdico, y se llega a ella por un pequeño camino de tierra accesible para todo el mundo. Es una pena que se trate de una reconstrucción (la original fue incendiada en 1992 por un imbécil sin ninguna razón comprensible; por desgracia, el planeta está poblado de tipejos infames cuya capacidad para hacer daño es bastante mayor que su desarrollo mental), pero estéticamente comparte todas y cada una de las características propias de las iglesias de estilo stavkirke.

De vuelta a Bergen, comienza a llover con mucha fuerza. En estas condiciones, proseguir con la visita a la ciudad resulta bastante penoso. Entramos en un supermercado para comprar la comida de hoy (en este caso será ensalada de patata, salmón ahumado y una bandeja preparada para calentar y servir) y dar cuenta de ella en el apartamento. De momento, no tiene sentido seguir pisando charcos y mojándonos los pies como si estuviéramos atravesando un río. El día, como he dicho antes, es lo suficientemente largo como para permitirnos estos instantes de espera.

Los pronósticos meteorológicos, aunque cambian cada 10 minutos, indican que es probable que a partir de las tres de la tarde empiece a escampar. A esa hora, pues, tomaremos el funicular que conecta con el mirador de Fløi, desde el que, por lo visto, se obtienen unas inmejorables vistas de la ciudad; el descenso, mucho más llevadero, lo haremos a pie. No obstante, son casi las cinco y todavía no ha dejado de llover. Por un instante, comprobamos que el mirador parece despejado (si nosotros, desde abajo, somos capaces de verlo, se supone que desde arriba se podrá contemplar la ciudad en igualdad de condiciones), Así que, en la confianza de que el tiempo no puede más que mejorar, nos decidimos a tomar el Fløibanen, aunque justo cuando llegamos a la cima nos encontramos con que se ha vuelto a cubrir de nubes y apenas hay visibilidad. Aparte de eso, sigue lloviendo con insistencia (lleva lloviendo sin parar desde las 10:00 o las 11:00 de la mañana).

Nos tomamos un café infecto en el bar que hay situado junto al mirador (Rosana muestra cada vez más síntomas de resfriado y se encuentra algo cansada, así que no le conviene pasar demasiado frío), y yo me acerco al mirador a comprobar qué es lo que se puede ver. Aunque sigue nublado, las vistas que se obtienen resultan enormemente evocadoras; todo resulta muy fotogénico, con esa neblina dejando apenas entrever las siluetas de los edificios, así que tiro unas cuantas fotografías para el recuerdo.

Por fin (¡por fin!) deja de llover y el cielo se abre; en apenas unos segundos, un sol espléndido se adueña de los cielos. Todo absolutamente cambia, incluyendo nuestro ánimo. La verdad es que tanta lluvia había acabado por deprimirnos un poco. Tras volver a contemplar la ciudad en todo su esplendor desde lo alto, ya libre de nubes, nos acercamos al lago que hay en las proximidades y damos una vuelta completa alrededor de él. No hay mucha gente, lo cual, como siempre, agradezco. Después, con la parsimonia que teníamos previsto, vamos descendiendo por un camino que atraviesa una densa y atractiva zona boscosa. Son momentos que trato de disfrutar al máximo, dejándome transportar por la luz, el color, los sonidos y los paisajes que me rodean; no estamos en plena naturaleza, pero como simulacro me sirve igual.

Ya casi en la parte final del camino, descubrimos otra serie de preciosas casitas de madera que se agolpan alrededor de unas empinadas y estrechas callejuelas, transmitiendo la imagen perfecta de un área rural. Vuelvo, cómo no, a tirar unas cuantas fotografías. Lo que llevaba camino de convertirse en un día aciago, está transformándose en una jornada hermosa, fructífera y placentera. Vuelvo a reencontrarme con el aroma del viaje tal y como yo lo entiendo, ese mar de sensaciones que tanto me subyuga, esos momentos irrepetibles que no pueden tener lugar ni en otro lugar ni en otro momento.

Mientras descendíamos del mirador, hemos oído un montón de sirenas de barcos en las proximidades del puerto. Ahora entendemos el porqué: se está celebrando una fiesta o algo parecido consistente en la exhibición de barcos y automóviles antiguos, que sus propietarios han llevado hasta Bergen para exponerlos. Se puede subir a algunas de las embarcaciones y echar un vistazo; muchas de ellas incluso tienen servicio de bar, y en cualquier caso están expuestas para ser visitadas. El ambiente que se respira alrededor es alegre y desenfadado; nosotros entramos en algunas de ellas, subimos a algún viejo autobús de línea que también hay aparcado junto al muelle y caminamos entre la multitud observándolo todo pero sin que en el fondo nos sintamos parte de la fiesta: somos como convidados a algo que nos afecta bastante poco, no dejamos de ser extranjeros. En un escenario ubicado en el mismo muelle se está representando una obra teatral por parte de ―imagino― alguna agrupación de jubilados. Dado que el resfriado de Rosana va en aumento (el martes se hizo un test de antígenos que dio negativo, por lo que de momento pensamos que no se trata de Covid-19), nos retiramos a nuestros aposentos para hacer las maletas con tranquilidad y encarar mañana el viaje en autobús a Stavanger, nuestro próximo destino.

Tengo que decir, a modo de resumen, que Bergen me ha resultado una ciudad más que atractiva, bien conservada, cómoda y amigable, aunque extremadamente cara para un bolsillo español medio. En modo alguno me han parecido excesivos los tres días que le hemos dedicado, aunque hay que tener en cuenta que cada vez me siento más inclinado por dilatar el tiempo, por tomarme las cosas con calma y no dejarme arrebatar por la urgencia de querer verlo todo ni de llegar a todos los sitios. Suelen ser más persistentes en mi memoria las sensaciones vividas que las imágenes contempladas. Y de Bergen, sin duda, me llevo un montón de buenas sensaciones, que es lo que a fin de cuentas busco.

 

Viernes 5 de agosto de 2022

A las 9:25 de la mañana tomamos el autobús que más de cinco horas más tarde nos dejará en Stavanger. La distancia entre Bergen y Stavanger es de 400 kilómetros, pero la complicada orografía de la costa noruega hace que el trayecto se alargue más de lo que a simple vista podría esperarse. En el autobús, que no va lleno del todo, nosotros dos somos los únicos que usamos mascarilla, una práctica que en estas fechas ya se ha abandonado por completo en Noruega, a pesar de que se siguen oyendo toses y claras señales de resfriado. De camino atravesamos numerosos túneles, alguno de más de 5 km de longitud, y montamos en dos ferris. Nosotros nos lo tomamos como una parte del viaje más, de ese modo vamos disfrutando de los paisajes que atravesamos y de las dos travesías en barco (son breves y plácidas, aunque consumen su tiempo y reducen la velocidad media). La configuración escarpada e isleña de Noruega ha exigido la construcción de enormes y costosísimas infraestructuras, largos puentes y numerosos túneles, sufragado todo ello gracias a los yacimientos de petróleo que abundan por esta zona (Noruega es en el momento de escribir esto el tercer mayor exportador de petróleo del mundo, detrás de Arabia Saudí y Rusia; ya veremos cómo queda la cosa tras la guerra rusoucraniana). Se trata, sin la menor duda, de un país próspero; las carreteras, a pesar de lo que debe nevar en invierno, se conservan en unas condiciones excelentes. Otra cosa que me llama la atención es el poco tráfico con el que nos cruzamos. Puede que se deba a que la mayor parte de los noruegos vive en ciudades; las zonas rurales se distinguen por tener una baja densidad de población incluso en la zona sur de Noruega, que es donde vive la mayoría, y por tanto hay poco tránsito motorizado.

Llegamos a la hora prevista a Stavanger. El apartamento se encuentra ubicado a poca distancia de la estación de autobuses, pero nos despistamos un poco, tomamos la calle en sentido equivocado y tardamos más de lo esperado en encontrarlo, pero lo peor es que se nos rompe una rueda de la maleta; por suerte, llevamos muy poco peso en ellas y tenemos los alojamientos relativamente cercanos a las estaciones de llegada. Una vez en el apartamento, comprobamos que este supera nuestras expectativas: a diferencia del que alquilamos en Bergen, es amplio, está bien amueblado, es luminoso, cómodo y tiene una excelente red de wifi. Una pena que solo vayamos a alojarnos dos noches.

Nos comemos los bocadillos que nos hemos traído preparados de Bergen y sin más dilación salimos a disfrutar de la ciudad. Lo primero que solemos hacer al llegar a una ciudad es buscar una oficina de información y pedir un plano. En este caso, la oficina que hay junto a la estación está cerrada (la habíamos visto desde el autobús), así que hasta que lleguemos al muelle no podremos ubicar correctamente las distintas atracciones turísticas. De cualquier modo, orientarse en Stavanger no es complicado: el centro simbólico lo marca, como pasara con Bergen, el lago Breivatnet, en cuyas orillas se encuentra algún que otro edificio interesante. Justo al lado está la Catedral, que pasa por ser la más antigua de Noruega, aunque justo en estos momentos está siendo sometida a una profunda restauración y aparece completamente cubierta con telas y andamios. Ni una sola pared queda libre de andamios. Se ve que en Noruega, una vez que se ponen, se ponen.

Otro importante punto turístico de la ciudad es el muelle de Skagenkaien, de donde salen los ferris que recorren el fiordo de Lyse (y en donde mañana mismos nosotros tomaremos el nuestro). En una de sus orillas, viejos edificios que fueron en su momento almacenes de mercancías se han acondicionado como bares y restaurantes, dando lugar a una de las zonas más encantadoras de la ciudad. Pero el mayor atractivo, a mi juicio, lo constituye el barrio de Gamle, situado justo en la parte opuesta del muelle, donde se concentran un importante número de pequeñas casitas de madera (173 exactamente, o eso dicen las guías de turismo), construidas entre los siglos XVIII y XIX y todavía habitadas por familias locales. Son dos o tres calles que se extienden paralelas al muelle inferior, empedradas todas ellas, como si el tiempo apenas hubiera pasado por aquí. Imagino que es tal la afluencia de turistas que los propietarios han tenido que poner carteles dándole la bienvenida a los visitantes pero instándoles a que se comporten de manera civilizada, sin proferir gritos ni hacer ruido innecesario. No me cuesta ningún esfuerzo imaginar lo que será cuando los grupos organizados de turistas acudan en tropel a esta pequeña y sensible área y se comuniquen entre ellos voz en grito, algo en lo que los españoles somos una auténtica potencia mundial (como yo mismo tendré ocasión de comprobar mañana mismo, durante la excursión al Preikestolen): la doble cara del turismo, que como todo tiene también su lado negativo.

Tras disfrutar a placer de este espacio verdaderamente entrañable, nos encaminamos de nuevo a la parte contraria del muelle para dar una vuelta por la famosa calle Holme (Øvre Holmegate), donde todas las fachadas de los edificios han sido pintadas con llamativos y vivos colores, una iniciativa que partió del artista local Tom Kjørsvik y que visualmente resulta muy atractiva, y subir a la Torre Valberg, antigua atalaya desde donde en el pasado se daba aviso de los numerosos incendios que tenían lugar debido a la frágil construcción de los edificios.

Como he comentado antes, Rosana lleva dos días constipada, y eso hace que su estado físico no sea el ideal para recorrer la ciudad. Podríamos seguir visitando algunos otros puntos de interés, pero preferimos comprar algo para comer en un supermercado próximo a la estación y descansar en el apartamento con idea de acometer mañana la esperada ascensión al Preikestolen. Una vez allí, Rosana vuelve a hacerse el test de antígenos que el martes le dio negativo, pero ahora sale positivo. Tiene Covid-19, lo que significa que probablemente también lo habré cogido yo. Sin embargo, dado que físicamente me encuentro en perfectas condiciones, pospongo hacerme el test preceptivo hasta mañana, cuando regrese de la excursión al Preikestolen. No tengo síntomas y tampoco he notado ninguna clase de desmejoramiento. Rosana quedará a la espera de ver cómo pasa la noche y cuál es su estado antes de la ascensión. No sabemos si hemos traído el virus desde España o lo hemos pillado aquí, aunque dados los plazos transcurridos (el martes ya tenía algún síntoma) lo más probable es que lo cogiéramos antes de llegar. Confiamos, no obstante, en que a base de paracetamoles podamos continuar con nuestros planes de viaje sin demasiados inconvenientes.

 

Sábado 6 de agosto de 2022

Hoy, a priori, es uno de los días claves del viaje, o uno de los que más ilusiones ha despertado en mí. Primero realizaremos una ruta por el fiordo de Lysse y después subiremos hasta el Preikestolen, o el Púlpito, en su traducción al español, uno de los lugares más renombrados de Noruega. Imagino que por algo será.

Tenemos la salida prevista a las 10:00 de la mañana. Sabemos que los barcos y los cruceros parten de una de las orillas del muelle Skagenkaien, donde ya estuvimos ayer, pero a nuestra llegada no vemos ninguna indicación del barco que debemos tomar. (Nosotros hemos adquirido un billete combinado en la web Visit Norway que incluye un pequeño crucero por el fiordo y el autobús de ida y vuelta hasta el comienzo de la ruta a pie, y buscamos un cartel que haga referencia a esa excursión). Hay un barco de la compañía Rodne que aparentemente se desplaza por el Lyssefjord, pero observamos que suben a él varios grupos de viajes organizados, lo que nos hace dudar de que sea realmente el nuestro. Como no vemos otra embarcación en las proximidades, preguntamos en información y allí nos confirman que, en efecto, ese debe de ser el barco. Compartiremos el trayecto, por lo visto, con ruidosos e inquietos participantes en otros tours (la mayoría españoles, según veo), muchos de los cuales, no obstante, regresarán a Stavanger en el mismo barco.

Dado que hemos venido con bastante antelación, encontramos asientos libres en uno de los laterales de la embarcación, alrededor de una mesa de seis plazas, desde donde se puede observar el paisaje con más comodidad. Frente a nosotros se sienta una pareja de jubilados norteamericanos. Ella parece con ganas de hablar, dando por supuesto que todos hablamos inglés sin problemas; yo, en cambio, aparte de que no soy muy dado a conversar con desconocidos de los que no tengo ninguna referencia (es tan difícil encontrar gente interesante de verdad, que no repita los tópicos de rigor o las verdades “socialmente” establecidas), prefiero contemplar el paisaje, disfrutar de la navegación en silencio y de paso ir haciendo fotos. Hay mucha gente, probablemente el barco va lleno, con el máximo de pasajeros permitido. Al poco rato subo a cubierta; aunque hace frío, desde aquí se obtienen mejores vistas. La embarcación es algo más pequeña que la que tomamos para recorrer el Sonjefjord, y es difícil evitar que nos estorbemos unos a otros.

La primera parte del recorrido es poco relevante. Navegamos por aguas abiertas, no parece que haya demasiados atractivos a la vista, aparte de las consabidas piscifactorías de salmón y algún pequeño islote generalmente sin habitar. Sin embargo, cuando entramos en el fiordo propiamente dicho, la cosa cambia. El camino se estrecha notablemente. Alrededor, nos vigilan unas paredes altas y rocosas, realmente espectaculares, con diversas cascadas que vierten el agua al mar. Cruzamos, como se anunciaba, bajo el saliente del Preikestolen, adonde subiremos dentro de poco. El barco llega más o menos hasta la mitad del fiordo; después regresa por el mismo camino hasta la localidad de Strandkaien, donde una parte del pasaje (y nosotros con él) tomará un autobús que le llevará al comienzo de la ascensión; al resto le toca volver en el mismo barco hasta Stavanger.

A descender del barco, nos encontramos con que hay varios autobuses aparcados en el muelle. Buscamos alguno que tenga algún cartel o alguna referencia relativa a nuestra excursión, pero lo único que vemos es una nota que pone Preikestolen. Pensamos, pues, que todos ellos nos llevarán al mismo sitio, y de hecho es así, pero al subirnos a uno (donde han subido un numeroso grupo de españoles) nos dicen que ese es solo para los clientes de uno de los viajes organizados con que hemos compartido el barco y nos echan de allí con cajas destempladas: no somos bienvenidos. Por fin localizamos nuestro autobús, y aunque somos los últimos en subir, encontramos asientos disponibles. Unas indicaciones algo más claras justo al bajar del barco no hubieran estado nada mal.

Recogemos los bocadillos que nos tienen preparados en el bar situado al comienzo del sendero de ascenso y una vez abastecidos del alimento nos lanzamos a completar el recorrido. El primer tramo con el que nos encontramos es bastante empinado. Rosana, que anda arrastrando los efectos del covid, prefiere no continuar. Aparentemente la subida va a ser más dura de lo que esperábamos y su resistencia física está bastante mermada. De alguna manera, era una contingencia que ya habíamos previsto. Ella se quedará, pues, en la zona recreativa que hay al inicio y yo subiré solo hasta el Preikestolen, tratando de demorarme lo menos posible. Tengo cinco horas y media de margen hasta la hora de salida del autobús de vuelta, pero confío en realizar el trayecto completo en menos tiempo.

El camino de ascensión es un reguero de gente. Trato de mantener un paso regular, y voy superando poco a poco varios grupos de personas que prefieren tomarse las cosas con más calma. (Hay algunos que no creo que puedan llegar al final; su ritmo no les permitirá alcanzar la cumbre ni en las cinco horas de margen previsto). En total, hay cuatro tramos fuertes de subida, aunque en todos ellos se han dispuesto piedras a modo de escaleras para facilitar (no estoy muy seguro de ello, aunque probablemente haya sido esa la intención) la ascensión. El paisaje que se atraviesa es sencillamente espectacular. No creo que sea necesario describirlo aquí; si alguien tiene interés, hay multitud de páginas web donde se describe con bastante detalle, o puede recurrir al reportaje visual del mismo. Yo llego a la cima en aproximadamente una hora y cuarenta minutos; me tomo, pues, veinte minutos de relax para disfrutar de las vistas, tomar unas cuantas fotografías y comerme el bocadillo que nos ha proporcionado la organización. Hay mucha gente, casi todos se hacen selfis y fotografías, no es por tanto un lugar donde poder relajarse, pero su espectacularidad es tal que compensa el bullicio y el griterío de alrededor.

Completo el descenso en hora y media: Rosana está sola abajo y tampoco quiero que espere más tiempo del imprescindible. Quizá en otras condiciones hubiera hecho más fotos, pero también es cierto que continuamente te tropiezas con gente que sube o baja, de modo que tampoco es fácil tomar otro tipo de instantáneas que no sean testimoniales.

Conforme los participantes en los viajes organizados (españoles en su mayoría) van terminando su recorrido, forman corrillos en las zonas de descanso y las voces, las risas y el estruendo que montan se dejan notar más de lo que sería recomendable. Ahora entiendo las quejas de los vecinos del barrio de Gamle, en Stavanger, y del daño que cierta clase de turismo causa a la población local, y me reafirmo en mi negativa a realizar viajes organizados: imposibilitan la experiencia individual que busco en cada viaje y mi necesidad de pasar desapercibido en la mayor medida posible.

Con unos 15 minutos de retraso de la hora prevista, dos autobuses nos recogen y nos trasladan a Stavanger. Yo estoy algo cansado, no lo negaré, aparte de que necesito una ducha con urgencia (he debido de sudar litros), y a Rosana le conviene algo de descanso, así que una vez en la estación, compramos (de nuevo) algo para cenar y nos recluimos en el apartamento. Por cierto, pasan las 7:00 de tarde, y cuando intento comprar una cerveza en el supermercado para tomármela durante la cena, caigo en la cuenta de que a partir de esa hora la venta de alcohol en estos supermercados y tiendas está prohibida. Los estantes donde se encuentran las bebidas alcohólicas han sido cerrados con candado. No se puede comprar alcohol, ni siquiera una miserable cerveza, salvo que esta sea sin alcohol. La verdad es que mucho sentido no le veo a esa medida; los que viven aquí saben que tienen de límite esa hora para comprar bebidas alcohólicas, luego solo tienen que preocuparse en adquirirlas antes de las siete. No creo que una medida como esta tenga incidencia alguna en el nivel de alcoholismo de la población (que presumo que debe de ser muy elevado). De cualquier manera, allá cada país con sus normas internas. Hoy me he quedado sin cerveza, pero está claro que el resto de los días bastará con estar un poco más atento al reloj.

Estoy convencido de que Stavanger daría para algo más, pero las circunstancias son las que son, y es mejor no forzar demasiado las cosas. Con la salud no se juega. Ayer ya tuvimos tiempo para ver someramente la ciudad y creo que nos vamos a quedar con eso. Aprovecho para hacerme un test de antígenos y, en efecto, como esperaba, hoy doy positivo. Sigo sin tener síntomas, pero de cualquier modo habrá que esperar a ver cómo evolucionan las cosas a lo largo de los próximos días. Mañana, como estaba previsto, tomaremos el tren a Kristiansand. El viaje debe continuar su curso. O como dirían los ingleses, the journey must go on.

 

Domingo 7 de agosto de 2022

A la hora prevista tomamos el tren con destino a Kristiansand. Imagino que debido a que compramos los billetes más baratos que encontramos, nos han asignado dos asientos en una mesa de cuatro, pero justo los que se sitúan en dirección contraria a la marcha del tren. Como por el momento hay muy pocos viajeros en el vagón (irán subiendo en las numerosas paradas que el tren realiza a lo largo del trayecto), me traslado al asiento de enfrente, que concuerda con la dirección del tren; cuando llegue el propietario del billete, ya me cambiaré al sitio que me corresponde.

El viaje se hace más largo de lo esperado; el paisaje sigue siendo espectacular, pero pronto, a la altura de Egersund, abandonamos la línea costera y continuamos por el interior del país, que siguen siendo extremadamente verde. Como en el resto de medios de transporte que hemos tomado desde que llegamos a este país, nadie lleva mascarilla. La mayoría viaja en silencio, y los que hablan lo hacen a un volumen tan bajo que en la práctica ni oye. Un maniático del silencio como yo no puede dejar de agradecerlo. La vida de los demás me interesa tan poco como a ellos la mía; hacer partícipe a la gente de mis asuntos y de mis preocupaciones me parece una invasión de su intimidad que no está justificada. Así al menos lo veo yo.

El hotel se encuentra a apenas tres minutos de estación. Lo que pasa es que el tren nos ha dejado a las 12:00 del mediodía, y hasta las 15:00 no es posible realizar el correspondiente check-in. Como es lógico, eso nos supone ningún problema. Dejamos las maletas en recepción y salimos sin más dilación a tomar el primer contacto a la ciudad.

Kristiansand es la ciudad turística por excelencia de Noruega. Posee incluso una pequeña playa artificial y un centro de recreo llamado Acuarama Spa. Sin embargo, y a pesar de que estamos en pleno mes de agosto, hay muy poca gente por las calles, apenas se ve turismo. Además llovizna un poco. La temporada alta, por lo visto, se reduce a los meses de junio y julio. Como no entra en nuestros planes solazarnos en ningún enclave playero ni vacacional, agradezco la ausencia de visitantes. No es diversión mundana lo que busco en este viaje (ni en ningún otro).

Las calles del centro presentan estructura de tablero. La parte más atractiva la constituye el barrio de Posebyen, formado por una serie de pequeñas casitas de madera, al estilo tradicional noruego, las cuales su ubican a lo largo de varias calles, que en realidad es de lo poco que se conserva anterior al gran incendio que a finales del siglo XIX destruyó buena parte de la ciudad. Como he dicho, apenas hay turistas, en ciertos momentos solo Rosana y yo parecemos deambular por aquí, lo que incrementa notablemente el disfrute.

Otra zona de interés es el paseo marítimo, donde se encuentran, entre otros, la fortaleza de Christianholm y unas atractivas esculturas obra de un autor local cuyo nombre no recuerdo, aunque el lugar que más me sorprendió fue el muelle de Fiskebrygga, hoy reconvertido en zona de diversión, pero que ha conservado ese encanto peculiar que otorga el tiempo, y el edificio vanguardista, justo al lado, que acoge el centro de actividades Høyt & Lavt Odderøya. Es verdad que no hay mucho más que bares y restaurantes, ubicados, eso sí, en edificios antiguos y perfectamente restaurados, pero tal vez porque durante nuestra visita apenas vemos turistas, o porque la actividad comercial se ha reducido notablemente, lo cierto es que la atmósfera que se respira aquí me resulta de lo más atractiva.

Hay, por supuesto, otros lugares que pueden ser visitados en esta ciudad, que si bien no merecen destacarse por su belleza o la espectacularidad de sus rincones, bien valen un tranquilo paseo, que por otra parte me viene bastante bien tras la exigente jornada de ayer; en ocasiones se agradece un poco de calma y una menor urgencia por registrar visualmente todo lo que surge ante nuestros ojos. Un día de cierto relax en todo viaje nunca viene mal.

Hoy es el primer día que pernoctaremos en hotel, por lo que debemos buscar algún restaurante para comer y cenar. Del desayuno, bastante abundante, como suele ser habitual por estos lares, ya daremos cuenta por la mañana en el hotel. He comentado varias veces lo caro que resulta este país (sin la menor duda, el más caro de todos los que he visitado hasta la fecha), por lo menos para un bolsillo español. Como contamos con un presupuesto ajustado, elegimos dos platos baratos que hemos visto en la carta del restaurante Sjohuset, situado en el muelle, en realidad dos smørrebrød de origen danés (una rebanada de pan cubierta de ingredientes varios, un poco parecido a nuestra tostada, aunque el pan se sirve sin tostar), uno de gambas y el otro de roastbeef, bastante buenos, dicho sea de paso, por unos 20 euros cada uno. Para cenar nos decantaremos en cambio por un restaurante de origen árabe, ubicado en los alrededores de la estación, donde probaremos dos platos abundantes de carne por un total de 28 euros aproximadamente. Si alguien, como es nuestro caso, no quiere gastar demasiado en bebida, puede optar por pedir agua del grifo (tap water), que le será servida sin cargo alguno.

Sigue lloviendo con intermitencia (durante el rato de la comida ha caído en cambio una lluvia bastante intensa), y Rosana continúa un tanto achacosa a causa del covid. (Yo sigo sin mostrar síntomas, a pesar del positivo). Aun así damos un paseo por las calles principales, especialmente por Markens gate, calle peatonal donde se encuentran la mayoría de los cafés, tiendas y restaurantes. La ciudad sigue transmitiendo una atmósfera decadente que me gusta, supongo que a causa de la época y el mal tiempo; es probable que si hubiera venido hace un par de semanas las sensaciones habrían sido completamente distintas. Sea como sea, Kristiansand ofrece lo que ofrece, y tratar de buscarle otros atractivos tal vez resulte una tarea algo más que complicada. Un día aquí puede que sea más que suficiente, sobre todo cuando el tiempo apremia y aún nos queda Oslo por ver.

 

Lunes 8 de agosto de 2022

Probamos los famosos desayunos buffet de este país: el de este hotel al menos no decepciona lo más mínimo. Abundancia de casi todo: beans, salchichas, arenques, salmón, embutido variado, quesos, ensaladas… quizá lo que menos destaque sean los dulces y la bollería, lo cual personalmente agradezco. En cualquier caso, aprovecho para reponer fuerzas hasta la hora de comer y como con fruición de casi todo lo que veo, no solo porque esté incluido en el precio, sino porque me encanta esta clase de comidas cuando viajo.

Llegamos a la estación con media hora de adelanto, pero el tren que nos llevará hasta Oslo ya está en el andén y por tanto podemos subir a él. Nos acomodamos, pues, con toda la tranquilidad del mundo. A diferencia de ayer, esta vez nuestros asientos se encuentran situados en la dirección del tren, lo cual agradezco. (No me gusta nada ir hacia atrás, no me siento cómodo). Esta vez hay bastantes más viajeros; casualmente, suben tres italianos que se sientan a poca distancia de nosotros. Desde el primer instante se hacen notar: hablan en voz muy alta, casi sin parar, entre risas y comentarios diversos. Es notable la diferencia con el resto de viajeros, mucho más comedidos y respetuosos. Tal vez se trate de un tópico más o de simple casualidad, pero me llama la atención que los viajeros más ruidosos con los que nos hemos encontrado en este viaje sean españoles (sobre todo en el ferri y durante la subida al Preikestolen) y ahora italianos. ¿Carácter mediterráneo o simple despreocupación por el derecho a la intimidad de los demás? Que cada cual piense lo que quiera; yo, aunque parezca extraño, me siento más próximo a la gravedad nórdica, al extremo respeto por la intimidad ajena y a considerar que, por muy bien que nos lo estemos pasando, eso no nos da derecho a asaltar las vidas de los demás, que también tendrán sus problemas aunque no los exterioricen de esa forma. Como comenté en otro texto escrito sobre Corea del Sur: “(…) toda conversación pertenece en exclusiva a las personas que participan en ella; invadir con nuestras voces el entorno vital de otras personas es en mi opinión violentar su derecho a la intimidad, incluso en lugares donde no es preciso mantener un obligado silencio”. Aparte de eso, las opiniones ajenas no solicitadas, sobre el tema que sea, me interesan bien poco; a menudo se tratan de meras ocurrencias sin valor alguno, simples conjeturas o divagaciones basadas en la ignorancia, las falsas verdades, los prejuicios o sencillamente la mentira. Nada que merezca ni un segundo de mi tiempo.

La primera impresión que me transmite la ciudad tras abandonar la estación de Oslo es muy positiva. No sabría decir por qué, pero me gusta la plaza donde se encuentra la estación y los edificios que la circundan, quizá porque me resulta bastante caótico todo y porque las construcciones no guardan demasiada semejanza estética unas con otras. De alguna manera, transmite cierta sensación de modernidad, de avance aunque sea a trompicones, de tiempo que se va sucediendo, o que se superpone, no lo sé muy bien, pero es la sensación que me queda tras recorrer la distancia que dista desde la estación hasta nuestro hotel, no más de unos veinte minutos en cualquier caso. Una sensación, por cierto, que se verá confirmada tras nuestros dos días de estancia aquí.

Los primeros pasos nos llevan por los lugares de más renombre turístico: la plaza de la Catedral, Karl Johans Gate, el Palacio Real, el ayuntamiento, el puerto… Aprovechamos que en la zona del puerto hay unos cuantos foodtrucks para tomar un plato de fish and chips noruego (es decir, de bacalao) por el “módico” precio de 160 kr. Para que no se nos olvide dónde estamos. Justo al lado se encuentra un antiguo castillo, denominado fortaleza de Akershus, cuya visita al recinto exterior es gratuita. No obstante, decidimos dejarla para mañana; hoy nos basta con un rápido reconocimiento urbano de la ciudad. Mañana ya habrá tiempo para más.

Hay bastante gente en casi todos los sitios, los edificios y los espacios no carecen de atractivo, la ciudad se muestra animada y viva… y a pesar de todo me cuesta encontrar motivos que fotografiar, más allá de la reproducción testimonial de esos lugares. Y eso que la luz es suave y que por primera vez disfrutamos de un sol espléndido. Quizá, después de una semana en Noruega, estoy empezándome a cansar de las fotografías, de mirar a todos lados en busca de encuadres que fotografiar, que es una manera diferente de mirar. O sencillamente porque me apetece dejarme llevar, sentir, apreciar sin mediaciones de ninguna clase y sin exigencia estética alguna. Mirar por el placer de mirar.

Esta falta de iniciativa para tomar imágenes cambiará por completo cuando llegamos a los alrededores del edificio de la ópera. Se trata de una zona de reciente construcción, donde además de la ópera se ubica el Museo Kunst y la Biblioteca Pública, junto con una serie de edificios modernos de arriesgada estética que confieren a esta parte de la ciudad de un aire extraordinariamente fotogénico, al mismo tiempo que vanguardista. Es la prueba de que se pueden hacer construcciones modernas que no desprecien el atractivo visual ni la belleza formal. También hay diversas zonas acondicionadas para el baño (zonas de pago, todo sea dicho), dado que estamos al borde del mar; hay poca gente bañándose, presumo que el agua debe de estar inusitadamente fría. Justo al lado se encuentra la estación de tren, con lo que nos damos cuenta de que hemos completado un pequeño círculo irregular que nos ha llevado por las calles más carismáticas de Oslo.

Uno de los platos que llevaba deseando probar desde que llegamos a Noruega es el reno. No podría explicar el motivo, pero era un antojo que quería darme en algún momento. Antes de venir, me había entretenido buscando por Internet diversos locales en Oslo donde comerlo, un plato que no es barato precisamente. En especial, había leído sobre uno que había por los alrededores de la Catedral, aunque no recordaba su nombre. Da lo mismo. En el Café Catedral (que en realidad es una pizzería) vemos que este plato figura dentro de las especialidades noruegas, junto con la sopa de pescado, así que entramos aquí. He de decir, como resumen, que me resultó un plato bastante gustoso, de sabor más intenso que la carne que habitualmente comemos en España, y algo más dura también. La sopa de pescado, que fue lo que pidió Rosana, también me resultó bastante apetecible. El precio total, como curiosidad, incluyendo una cerveza que superaba las 100 kr, fue de 711 kr: mucho o no tanto, depende de si lo valoras nada más llegar o después de pasar unos cuantos días en este país. Todo es cuestión de perspectiva.

De vuelta a casa cruzamos por lo que suponemos que es la zona juvenil de Oslo, a tenor de la edad media de las personas que la frecuentan y del tipo de locales que encontramos. Descubrimos también un edificio que se ha transformado en algo así como un centro de comidas multicultural denominado “Street Food”, el cual acoge diversos puestos de diferentes nacionalidades y culturas. La mecánica de este sitio es similar al de muchos otros del estilo: adquieres los platos en los estands correspondientes y te diriges a degustarlos en las mesas que hay situadas en la parte central. Las bebidas también se adquieren de igual forma. Nos parece una buena idea para mañana, una manera divertida de comer, y también de probar platos de otras latitudes a un precio ligeramente inferior al de los restaurantes tradicionales.

Antes de regresar al hotel, damos una vuelta por algunas de las calles que lo circundan, en las proximidades del río Akerselva. Nos gusta la zona; tiene el aspecto de ser un barrio residencial edificado entre los siglos XIX y XX, donde la vida parece más calmada que en el centro y cuyas construcciones conservan ese rasgo decadente que tanto me gusta. Decidimos, por lo tanto, que mañana empezaremos el día recorriendo esta área.

 

Martes 9 de agosto de 2022

Último día en Noruega y, por tanto, también en Oslo. Volvemos a las calles que recorrimos someramente ayer y que tan buena impresión nos causaron. Se trata de una zona residencial cuyos edificios están muy bien rehabilitados. Apenas hay turistas y la vida cotidiana se expresa con total naturalidad. Donde había una antigua fábrica (Schous Bryggen) se ha construido una zona de viviendas y servicios que conserva parte de las viejas edificaciones. Eso es algo que veremos bastante a lo largo de nuestro recorrido. (Ayer mismo, sin ir más lejos, pasamos junto a otra zona rehabilitada en las proximidades del área portuaria). En general, Oslo presenta una constante alternancia entre antiguos edificios rehabilitados y nuevas arquitecturas sin que ello suponga ninguna clase de desorden estético o de feísmo visual, todo lo contrario: resulta más bien estimulante, algo vivo, activo, una ciudad que se recompone una y otra vez a partir de sí misma. ¿Metáfora quizá de la sociedad noruega?

Si ayer pasamos junto a un edificio reacondicionado como espacio de comida de ambiente más bien popular, o joven, hoy lo hacemos junto a otro, llamado “Mathallen Oslo”, más enfocado a un consumo de cierto nivel, productos más caros y específicos, dirigido, obviamente, a sectores sociales más pudientes y a un turismo más elitista. Sin despreciar ninguno de ellos, me siento, como es lógico, más cercano al primero, el denominado “Street food”, adonde tenemos previsto ir a cenar esta misma noche.

Mañana debemos tomar el vuelo de regreso a España, y para ello es necesario llegar previamente al aeropuerto. Nos hemos informado en Internet sobre las diversas maneras que hay de ir hasta allí; aun así, preferimos acercarnos a la estación de tren para confirmarlo, ya que a nuestra llegada vimos un servicio de información turística que nos pareció bastante accesible. Hay que sacar número para ser atendidos, y la suerte hace que la persona que nos asiste sea española. Eso me evita los problemas y las confusiones que a menudo se presentan con el asunto del idioma. Al final nos decantamos por adquirir dos billetes para el Flytoget, una línea de alta velocidad que parte de la estación de tren y que, aunque resulta un poco más caro que el sistema ferroviario convencional, simplifica mucho las cosas y nos evita estar pendientes de líneas, horarios y frecuencias. Es imprescindible comprar billete porque, aunque para subir al tren no hay que validarlo de ninguna forma, sí hay que hacerlo a la hora de entrar en el aeropuerto. No entiendo por qué se valida a la salida en vez de a la entrada, pero el sistema funciona así.

Queremos comprar embutido de reno y de alce para llevar a España. Somos más de hacer ese tipo de regalos; de hecho, nosotros nunca compramos objetos ni recuerdos para casa, al final solo ocupan espacio y acaban perdiendo cualquier valor sentimental, y como método para atizar los recuerdos me resultan más efectivas las fotografías. Los buscamos en diversos supermercados de la cadena Rema, ya que en Bergen hemos visto que en alguno de ellos se ofrecía esta clase de productos; sin embargo, aquí en Oslo no lo vemos por ninguna parte, y eso que miramos en varios. Para no perder el tiempo inútilmente, preguntamos a la dependienta de uno de los supermercados, quien nos dice que donde los encontraremos seguro es en el supermercado Jacobs, el cual se encuentra a cierta distancia de donde nos encontramos. Para llegar allí, si no queremos invertir más tiempo del imprescindible, es aconsejable tomar el metro.

En el metro de Oslo, como en muchas otras ciudades europeas, nadie controla si llevas o no billete al subir ni al bajar, no hay tornos de acceso ni de salida, ni siquiera hay máquinas expendedoras (o al menos no vimos ninguna); debes adquirir el billete en alguna de las tiendas de conveniencia que los venden. Nosotros, como hacemos siempre, preferimos comprar los billetes preceptivos. Al llegar a la parada que nos corresponde, preguntamos por los cines Colosseum para localizar el supermercado, ya que se encuentra justo al lado. De ese modo nos resulta fácil dar con él. Y, en efecto, en Jacobs (en alguna parte he leído que es el supermercado más grande de Oslo) encontramos de todo, incluyendo lo buscábamos, aunque por lo que se ve compramos tanto que acabamos con todas las existencias de salchichón de reno (aunque tampoco es que hubiera tantas).

Muy cerca de aquí se halla otra de las maravillas de la capital noruega: el parque de Vigeland, un espacio no específicamente delimitado que se encuentra dentro del más extenso Parque Frogner, y en donde destacan las esculturas de Gustav Vigelan. Se trata de más de 200 esculturas de bronce, granito y hierro forjado distribuidas de acuerdo con el diseño personal del propio autor. No iba del todo avisado de las características de este espacio, y tengo que decir que quedé absolutamente fascinado tanto por el diseño del parque en sí mismo como por la sensibilidad y delicadeza estética de las esculturas. Si una de las funciones del arte es emocionar (lo ha sido tradicionalmente al menos y lo sigue siendo para mí), no hay duda de que la obra de Vigelan lo consigue con absoluta rotundidad. Son varios los complejos escultóricos que hay repartidos a lo largo del parque, los cuales hablan de las diversas fases de la vida, de las diferentes etapas que vamos atravesando entre esos dos profundos vacíos que dan comienzo y final a la vida, un periodo de tiempo que hemos convenido en denominar existencia. No voy a entrar a detallar las características estéticas de las esculturas ni a hacer un sesudo análisis formal de las diferentes piezas, ni mis conocimientos son los adecuados ni me apetece hacer nada semejante; solo diré que salí absolutamente cautivado por todo lo que Vigelan ha construido alrededor del ser humano, de la vida, de los sueños y los fracasos que definen todas y cada una de nuestras existencias y de las diversas experiencias humanas. Pocas veces me he sentido tan afectado por una obra escultórica como durante mi visita al parque Vigelan. Con eso que diga creo que es suficiente.

Regresamos del Parque de Vigelan dando un largo paseo en dirección al centro de la ciudad. Vemos que por esta zona abundan las casas palaciegas, viejos edificios decimonónicos de gran belleza y distinguida elegancia, algunos de ellos habilitados como embajadas. Más tarde transitamos por algunas calles por las que no hemos pasado hasta ahora, por esa Oslo que no aparece en los recorridos trillados de las guías turísticas y que sin embargo posee una atmósfera genuina y poco alterada que compensa de sobra el tiempo que se le dedique. Hemos tenido un día tan ocupado que se nos olvida visitar la fortaleza de Akershus, que habíamos pospuesto para hoy. Hasta mañana en el avión no seré consciente del olvido. Una pena, porque a la vista de las fotografías que hemos encontrado en Internet, no dudo de que merecía la pena.

Nuestra intención era cenar hoy en uno de los establecimientos ubicados en el “Street Food”, entre otras cosas porque todavía nos quedan 360 kr en efectivo por gastar. Pero cuando nos disponemos a pedir nuestros platos en un puesto de comida coreana, nos dicen que solo se puede pagar con tarjeta de crédito, que no admiten dinero en efectivo. Cosas de este país, donde lo difícil no es que te acepten el dinero virtual, sino los billetes y las monedas de curso legal. Dentro de poco, me digo, será absolutamente imposible pagar con dinero efectivo. No tengo ni idea de si eso es bueno o malo (para los bancos es probable que sea muy bueno), pero el mundo camina en esa dirección y no se puede hacer nada para evitarlo. Quizá la parte positiva es que de esa manera será más difícil defraudar al fisco, al menos sobre el papel. Finalmente, dado que mañana no tendremos tiempo de desprendernos del dinero en efectivo que nos queda, cenamos en un puesto asiático que encontramos en los alrededores del hotel y nos deshacemos (por fin) de la moneda noruega.

Como colofón, diría que Oslo me ha sorprendido más de lo esperado, aun sin ser una ciudad especialmente bella. Presenta una aceptable rehabilitación de los barrios más antiguos; varios de los interiores de algunos de sus edificios han sido aprovechados para crear espacios comunes, zonas de bares y acogedores entornos de convivencia; en la zona centro al menos, hay abiertos un buen número de bares y restaurantes, que desmiente el pretendido carácter riguroso y en algún modo calvinista de sus habitantes, y el ambiente juvenil por la tarde no es en absoluto despreciable; si dejamos de lado el eje central que conduce de la estación de tren al Palacio Real, ocupado de principio a fin por los grupos (organizados o no) de turistas, es posible tomarle el pulso vital a esta ciudad caminando sin más, apreciar su peculiar idiosincrasia. Quizá esta sensación de sentir la pureza de su cotidianidad es lo que mejor sensación de boca me ha dejado, al igual que la extraordinaria belleza de muchos de sus enclaves naturales y especialmente de sus fiordos. Noruega es un país muy caro, al menos para un bolsillo español medio, pero siempre se pueden encontrar maneras de reducir en alguna medida los costes. De cualquier forma, como digo siempre, cada viaje es una experiencia personal intransferible que cada cual ha de experimentar a su modo, por lo que solo queda vivirla y, en todo caso, contarla. Estas han sido, grosso modo, mis impresiones durante los 9 días que anduve junto con Rosana por este país en los primeros días del mes de agosto del año 2022, dos años después de la gran pandemia.

© 2022 Carlos Manzano

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