LOMBARDÍA Hay varias razones que aconsejan viajar a Lombardía. La primera de ellas es su capital, Milán, que pese a su tamaño y su elevada industrialización todavía se mantiene como una de las ciudades más bellas de Italia. La espectacularidad de sus paisajes y la belleza de muchas de sus ciudades pueden ser otras, también igual de atrayentes. En nuestro caso, nuestra intención era hacer un recorrido por sus lagos más importantes, Como y Garda, visitar de paso alguna de sus poblaciones septentrionales más conocidas, como Verona, Bergamo y Brescia, y finalmente dedicar al menos un par de días a Milán. Aunque se trataba de un objetivo que simple vista no parecía excesivo para una semana, finalmente acabó resultando demasiado ambicioso, teniendo en cuenta que muchos de estos lugares merecerían por sí solos varios días de estancia. Así pues, con esta premisa, nuestro recorrido comienza en Brescia, localidad base desde la que posteriormente visitaremos Verona y el Lago de Garda.
BRESCIA Probablemente porque uno no espera gran cosa de la ciudad, Brescia llega a sorprender más incluso que otras localidades más afamadas. Tal vez lo más llamativo a simple vista sean sus plazas, de las que irradian la mayor parte de las calles y avenidas de la ciudad. En concreto, la plaza Pablo VI destaca por su distribución arquitectónica, además de por acoger las dos catedrales con que cuenta la ciudad, la vieja (construida en el siglo XII y de planta circular) y la nueva, más moderna, más ecléctica y –a mi juicio al menos– mucho menos interesante que la primera. En la vieja, también llamada Rotonda, destaca la impresionante tumba de mármol construida justo frente a la entrada en la cual reposan los restos de un antiguo obispo de la ciudad. Otra de las plazas imprescindibles de Brescia es la de la Loggia, de planta cuadrada, en la que destacan de entre un hermoso conjunto de fachadas de estilo veneciano la propia Loggia y la Torre dell'Orologio, con su reloj veneciano, ambos edificios ubicados uno frente al otro, a modo de presidencia compartida. La más modesta plaza del Mercado, que como su nombre indica acoge el mercado de frutas y verduras, es otro de los puntos cardinales de Brescia, e igualmente recomendable es la plaza del Foro, junto a la cual descansan los restos del viejo teatro romano y del mejor conservado Templo Capitolino, cuyas hermosas columnas todavía se mantienen en pie con dignidad y orgullo. Las callejuelas que corren junto a esta última plaza y que desembocan en la acogedora Piazza Tebaldo Brusato representan otro de los alicientes de Brescia: un paseo tranquilo por ellas, a la hora del atardecer, puede dar lugar a uno de los momentos más plácidos de la visita. Son calles medievales, estrechas, como la Via Cattaneo, poco atestadas de viandantes y flanqueadas por elegantes y bien conservadas fachadas levantadas en los siglos XVIII y XIX e incluso antes, como la Iglesia de Santa Giulia, en la actualidad sede del Museo de la Ciudad. Algo más al oeste, la ciudad se descubre más viva, más comercial: las calles Palestro y Zanardetti son un hervidero de tiendas, bares y paseantes. A la hora en que nosotros caminamos por aquí, a las puertas del Teatro Grande una nutrida muestra de brescianos, en general bien vestidos, hace cola para asistir a una representación escénica. Nosotros, de aspiraciones más modestas, nos conformamos con degustar unas pizzas en el restaurante La Bersagliera, excelente pizzería situada en Corso Magenta y generosamente frecuentada por locales. Queda para otra ocasión la visita al Castello y el paseo con algo más de detenimiento por otras plazas, como la amplia y concurrida Piazzale Arnaldo. No obstante, la tarde dedicada a Brescia ha resultado más que provechosa, y desde luego nos ha confirmado que se trata de una ciudad que merece más atención de la que generalmente se le brinda en guías y libros de viaje: es un lugar tranquilo y acogedor, lo cual no es poco.
VERONA Romeo y Julieta; Verona; William Shakespeare: se trata de nombres que nos remiten unos a otros, como si se necesitaran mutuamente. De hecho, dos de los monumentos más visitados de la ciudad son las casas de los amantes. Pero Verona, sin duda alguna, es mucho más que la trágica historia de amor que el gran dramaturgo inglés ubicó en sus calles. Se trata de una de las ciudades más bellas de Italia, deslumbrante no sólo a causa de sus plazas y edificios principales, sino por la angosta red de callejuelas que se extiende hasta las mismas orillas del río Adige. Nada más cruzar la puerta que parece dar acceso a la ciudad, la imponente plaza Bra se ofrece como un magnífico aperitivo de lo que nos espera. Hemos llegado a primeras horas de la mañana; a estas horas, la luz suave y cuidadosa de un sol todavía timorato contribuye a dar a los colores de las casas una especial luminosidad, confiriendo un aspecto espectacular a edificios y frontales. Describir todos los monumentos que alberga esta ciudad excepcional sería interminable: la Arena, segundo mayor circo romano conservado tras el Coliseo; la fortaleza de Castelvecchio; la sublime iglesia de San Zeno, con su fabulosa puerta románica de bronce; la Plaza delle Erbe, vigilada en uno de sus flancos por la majestuosa Torre del Gardello; la pequeña pero impresionante plaza de los Señores, rodeada de magníficos y suntuosos palacios renacentistas y coronada por la imponente Logia; el Duomo, tan espectacular como una ciudad como ésta merece... Pero el encanto Verona no acaba aquí, es más, se engrandece si abandonamos sus referentes más conocidos. Las callejuelas que enlazan las distintas plazas, que bajan hasta el río y que comunican el Duomo con la central plaza delle Erbe merecen también su tiempo. Callejear por Verona, como sucede en la mayor parte de las ciudades monumentales, permite disfrutar sin las limitaciones impuestas por el turismo de masas de su atmósfera genuina, de la vida cotidiana de sus gentes, de los innumerables edificios, fachadas y palacios que se distribuyen a lo largo y ancho de la misma, y supone una espléndida manera de descubrir por uno mismo su verdadera idiosincrasia. Quedarse únicamente en el rectángulo constituido por la plaza Bra, el corso Cavour, la calle Stella y la Plaza delle Erbe y perderse el resto de maravillas de Verona es como pretender visitar una ciudad sin salir de su plaza Mayor. Es una pena que la mayor parte de los grupos de turistas apenas se atrevan a rebasar este cuadrilátero. Nuestra intención era visitar la ciudad por la mañana y, tras el preceptivo receso para comer, darnos una pequeña vuelta por el lago de Garda. Sin embargo, a los pocos minutos de llegar decidimos que Verona merecía bastante más que unas escuetas horas; llegar hasta aquí, seguir el recorrido turístico aconsejado por la mayor parte de las guías y a continuación marcharse era más que un error: se trataba de una auténtica indecencia. Así que, al alargar más de lo inicialmente previsto nuestro visita a Verona, nos vimos obligados a reducir el tiempo destinado al lago adyacente. Por si fuera poco, los atascos que cualquier domingo por la tarde se sufren en las carreteras italianas en zonas turísticas como ésta, nos obligó a permanecer detenidos tras una interminable hilera de vehículos más de una hora. De esta manera, poco antes de que comenzara a anochecer, nuestra visita a Sirmione, en la orilla sur del lago, sería nuestro único contacto con el lago más grande de Italia.
SIRMIONE (Lago de Garda) Sirmione, que se adentra en el lago de Garda a modo de afilado estilete, es una bonita ciudad entregada en cuerpo y alma al turismo. La entrada de tierra que conduce hasta su extremo norte es una continua sucesión de hoteles, restaurantes y otros negocios turísticos destinados a acoger el gran número de visitantes que llegan los fines de semana desde la próxima Milán. Por suerte, la entrada en el núcleo urbano está vetada a los coches (excepto residentes), y eso facilita en buena medida el paseo por sus viejas y angostas calles. La entrada está flanqueada por una bien conservada torre que confiere al conjunto un agradable aspecto medieval. Más al fondo (aunque debido a la hora, a nosotros nos es imposible visitarla), existe una zona arqueológica denominada Grutas de Catullo, donde se encuentran los restos una villa romana del siglo I a.C. A pesar de nuestra primera intención, el atasco de más de una hora en el que nos hemos visto envueltos en uno de los accesos a la autopista de Milán-Venecia nos impide visitar ninguna otra población próxima. Lazise, Malcesine, Gardone o Riva de Garda habrán de quedar, inevitablemente, para otra ocasión. Y es que la velocidad media que se puede alcanzar en estas carreteras secundarias difícilmente supera los sesenta por hora.
LAGO DE COMO Nuestra intención es dedicar aproximadamente día y medio al lago de Como. Aunque no hemos planificado ningún recorrido, decidimos en primer lugar acercarnos a Bellagio, localidad situada al sur del lago y tal vez la más famosa de la zona (en alguna guía se la destaca, muy exageradamente a mi juicio, como la localidad más bella de Italia). El problema de esperar mucho de un sitio es que luego difícilmente se cumplen las expectativas. Bellagio es sin duda una localidad hermosa, atravesada por estrechas callejuelas empedradas que parten del paseo que surca la orilla del lago y punteada por un elenco de magníficos y pintorescos edificios decimonónicos. El lugar, así descrito, parece idílico. El problema reside, a mi entender, en el acoso y derribo a que el turismo ha conseguido someterlo. A pesar de la tranquilidad que todavía se disfruta en espacios como los Jardines de Villa Melzi, difícilmente puede uno escapar al influjo de banalidad y ordinariez propio de la especialización turística que persigue al visitante adondequiera que vaya. Abundan los comercios y los restaurantes para turistas, y el antiguo alma de pueblecito costero ha desaparecido por completo. Bellagio queda así, pues, más como un decorado elegante que como algo vivo y dinámico. Menos hermosa, aunque más sorprendente que Bellagio, es Como, la capital que da nombre al lago. Tal vez porque no se espera demasiado de la visita, al contrario que sucede con Bellagio, en Como uno logra encontrarse más a gusto y más libre, lo que a la postre significa también menos decepcionado. Pero no es sólo una sensación: la ciudad no carece de atractivos, empezando por su Catedral, un magnífico edificio resultado de diferentes estilos arquitectónicos que fue comenzado en el s. XIV y terminado a finales del XVIII. Imponente resulta sin duda alguna su fachada principal, así como la logia construida justo al lado; igualmente, la misma plaza donde esta se encuentra, San Fedale, que al atardecer adquiere una tonalidad sutil y delicada, merecería una mirada más atenta. Desde esta misma plaza se puede seguir por Via Vittorio Emanuele y, de camino, disfrutar de algunos de los coquetos patios que se asoman tímidamente a la vía. La Piazza del Mercato de Grano acoge un buen número de edificios bastante antiguos, algunos de exquisita fachada de ladrillo. En Piazza Alessandro Volta se pueden hallar diversos restaurantes donde disfrutar de una cena tranquila. En resumen, merece la pena perderse una tarde por las callejuelas de la ciudad amurallada, casi toda ella cerrada al tráfico, cuya coherencia arquitectónica es más que relevante. Nuestro segundo día por el lago nos depara la visita a algunas localidades realmente entrañables, como Sala Comacina, un encantador pueblecito de pescadores situado frente a la llamativa Isla Comacina. De la carretera principal que la cruza surgen numerosas callejuelas empedradas que conducen a pequeños pero románticos embarcaderos, inactivos a esa hora del día. La pequeña iglesia románica del s. XII situada junto al lago y la espectacular torre-campanario de la Chiesa María Maddalena (de los siglos XI-XII) que se eleva imponente sobre los tejados constituyen otros dos referentes imprescindibles. Algo más al norte, llegamos a Cadenabbia, con sus elegantes fachadas fin de siglo junto a la carretera. Merece la pena dar un pequeño paseo por Viale Regina a orillas del lago, un ambiente lánguido y un tanto perezoso. En esta época del año –estamos en mayo– apenas hay turistas, lo que incrementa notablemente su encanto. Desde Tremezzo, el pueblo inmediatamente anterior, toda la orilla oeste aparece rebosante de majestuosas mansiones con exuberantes jardines, de manera que la vista apenas encuentra un resquicio para descansar. No en vano, numerosas grandes fortunas europeas han encontrado en este enclave el lugar perfecto donde hacer un alto en su afán especulativo. Como curiosidad, uno de las lugares con más encanto de Cadenabbia es el Hotel Bellevue, con su aire de exquisita decadencia y sus inmensos salones decimonónicos. Menaggio respira del mismo aire levemente decadente. La temperatura es de veinticinco grados y luce un sol suave, ligero, tremendamente amable. Hay poco turismo. En este instante, puede que esté disfrutando de las sensaciones más deliciosas de todo el viaje. La plaza Garibaldi resulta acogedora, y tampoco desmerece lo más mínimo un pequeño paseo por la avenida que bordea el lago. Desde aquí salen numerosos ferries que conectan la otra orilla. Nosotros tomamos uno hasta Varenna, la que a la postre resultará la localidad más encantadora del lago. Es Varenna un pueblo tranquilo, carente de palacios e imponentes mansiones, pero que rezuma calidez por todos sus costados. El pequeño puerto que da al lago parece extraído de un cuadro pintado por algún autor romántico del diecinueve: la armonía estética de las fachadas, en colores pastel de diferentes tonos, resulta extraordinaria. Las calles, estrechas y empedradas, parecen empinarse hacia arriba a la búsqueda de una tranquilidad y un sosiego aún mayores, hasta acabar en la Piazza S. Giorgio, tal vez el punto menos llamativo del lugar. Desde el Catelo Viechio se obtienen unas espléndidas vistas de todo el lago. Junto al Castelo, el restaurante Il Portichetto sirve buenos platos a precios razonables. La parada en Lecco es breve pero obligada: llega la hora de cenar. Apenas tenemos tiempo para echar una sucinta ojeada al lugar. Casi por azar, recalamos en el restaurante Dai Brambilla, situado en una callejuela de Via Covour, cuya cocina no podemos por menos que calificar de excelente. El lugar está regentado por tres mujeres, y por si alguien decide detenerse aquí, diré que de todos los platos que disfrutamos –todos magníficos– yo me quedaría con el pescado del lago en salsa vinagreta: realmente excelente.
MILÁN Milán es la capital de Lombardía y unas de las ciudades más importantes de Italia. Estamos también ante uno de los mayores centros industriales de Europa, así como en uno de los centros mundiales de la moda. Tal vez por eso, Milán no es una ciudad cómoda; la polución, el tráfico y la agitada vida de sus calles no se lo ponen fácil al visitante despistado y poco amigo de multitudes. Sin embargo, a mi juicio posee bastante más encanto del que a simple vista pueda parecer, y aparte de sus más conocidos y reputados atractivos, la ciudad alberga muchos otros alicientes no menos significativos. El primer punto por el que empieza toda visita toda visita es la Catedral, el impresionante Duomo, que no obstante durante las fechas de mi visita se encontraba aún en fase de restauración, lo que me impidió disfrutar como se merece de su indudable belleza. El interior podría calificarse como sobrecogedor, y no es difícil adivinar la sensación que sentiría el hombre medieval al cruzar la puerta y encontrarse ante aquel alarde de poder tan imponente: la nimiedad del individuo frente a la inmensidad de Dios. Pero la magnífica plaza que acoge la Catedral se erige también en el centro simbólico de la ciudad. Merece la pena detenerse durante unos minutos y disfrutar con el animado ambiente que a cualquier hora de del día bulle aquí sin descanso. Desde lo alto de la oficina de turismo, la plaza resulta tan majestuosa como tantas veces se ha dicho. En uno de sus laterales, las famosas galerías de Vittorio Emanuele II, con sus figuras levemente humanas bajo sus cristales, sobresale de entre el resto de edificios hasta rivalizar en esplendor con el propio Duomo. Mientras estamos disfrutando de este maravilloso panorama, empieza a llover con fuerza; en pocos minutos la plaza se vacía y las baldosas comienzan a brillar azuzadas por las transparentes gotas de lluvia que caen en tropel, confiriendo al conjunto un aura de romanticismo inigualable. Enumerar todos los atractivos de Milán se haría casi interminable y superaría con creces los propósitos de esta modesta página, pero a mi juicio el visitante avisado no debería dejar de dar, por ejemplo, un breve paseo por Vía Dante, la avenida peatonal que conecta la plaza del Duomo con el Castelo Sforzesco, sobre todo a la hora del atardecer, una vía flanqueada por majestuosos edificios que dan la medida del pasado glorioso de esta ciudad. Tampoco debería dejar de transitar por los alrededores de la plaza de Brera, zona juvenil y universitaria, y de paso disfrutar de una de las costumbres milanesas que mejor impresión causan al turista: los happy-hours, periodos en los que a partir de las seis de la tarde y a cambio de una sola consumición, el cliente es invitado a degustar cuantas veces quiera unos deliciosos platos y tapas (la traducción en castellano podría ser aperitivo) que en la mayor parte de los bares se colocan en una mesa o en la propia barra. También debería merecer unos minutos de su tiempo la plaza de San Marcos, en uno de cuyos edificios estuvo alojado Mozart en 1770. De la plaza del Carmen surgen un sinfín de callejuelas que conservan el aspecto de la vieja Milán y en donde abundan los comercios de antigüedades y mobiliario. A pesar de su fama, esta zona permite un paseo relajado y amable para disfrutar de las viejas fachadas de los edificios y de sus balcones siempre adornados con flores y plantas. La Via Manzoni es la más señorial de Milán. En ella se congregan un importante número de palacios, y en uno de sus extremos conecta con la plaza de la Escala, donde se halla el palacio renacentista que acoge la fundación Nicolo Trussardi, considerado por algunos como el palacio renacentista más bello de la ciudad. La plaza del Mercanti, con el magnífico edificio de la lonja en uno de sus flancos, constituye uno de los centros medievales mejor conservados de Milán, de la que destaca sobre todo el palacio della Ragione, del siglo XIII.. En el centro de la plaza se halla también un antiguo pozo de agua. Un lugar realmente delicioso, un remanso de paz en la abigarrada capital lombarda. Un buen lugar para visitar al anochecer es la zona de Naviglio, bastante animada el fin de semana y donde abundan bares, cafés y pizzerías. Su nombre hace referencia a los canales que la surcan a modo de viejas vías navegables. Pero el lugar también merece ser visitado de día. Es uno de los puntos donde la vida cotidiana se observa con mayor pureza. De ese modo, al día siguiente, caminamos por Ripa de Porta Ticinese junto al canal en una mañana hermosa y luminosa. Aquí se congregan numerosos ciudadanos de origen latinoamericano, que tienen su punto de encuentro en el mercado de Piazza XXIV Maggio. Proseguimos por Corso di Porta Ticinese, y tras visitar la Basílica de San Lorenzo, cuya planta es del s. IV, y las columnas romanas que flanquean la entrada, nos damos de bruces con la propia Porta Ticinese, puerta medieval construida entre los siglos XII y XIII. Sólo me queda añadir que Milán ofrece más de lo que a simple vista se podría imaginar. La vida en sus calles y plazas es intensa, y desmiente la leyenda que la sitúa más como una aburrida localidad centroeuropea que como una vitalista ciudad mediterránea. Por si fuera poco, su legado artístico es igualmente encomiable. El único pero que le pondría a la ciudad es la visita al archiconocido mural de La última cena obra de Leonardo da Vinci. En primer lugar, el precio es excesivamente elevado, 6,50 euros por persona, pero además se debe reservar por adelantado, lo cual no sería grave si no fuera porque para reservar hay que pagar otra vez 1,50 euros. Así pues, como no íbamos sobrados de tiempo –y no habíamos hecho la reserva preceptiva–, decidimos dejar su visita para una mejor ocasión.
BERGAMO Otra de las sorpresas agradables del recorrido. La ciudad alta, cuya estructura medieval se conserva intacta, constituye toda una delicia para los sentidos. La Piazza Vecchia se erige en el corazón de la villa, y, según Stendhal, se trata de "la plaza más bella de la tierra". No en vano, acoge algunos de sus más peculiares edificios: el Palazzo Nuovo, el Palazzo del Podesta y el Palazzo della Ragione, cuya entrada está situada en la llamada Torre Civica, una inmensa torre campanario desde cuya cúspide se obtienen unas impresionantes vistas de la zona. Justo al lado se halla la Catedral y la mucho más interesante iglesia de Santa Maria Maggiore, cuya ornamentación exterior, gótica aunque de planta románica, y sobre todo la interior, en el más puro estilo barroco, no deja indiferente a nadie. A mí, al menos, me pareció exuberante y grandiosa, lo que no es poco. De la plaza surgen numerosas vías que recorren la ciudad a todo lo largo y ancho, aunque la Via Colleoni merece ser destacada como su arteria principal. Bergamo da para un día e incluso más, si a uno le gusta deleitarse con cada rincón y cada una de sus magníficas fachadas. Un paseo por la Rocca después de comer puede ayudar a hacer una digestión reposada. Más al norte, encontraremos la Piazza della Cittadella, y arriba del todo, adonde se puede llegar en funicular, el Forte di San Marco –o lo que queda de él–, vigilante para que todo continúe como siempre. * * * En resumen, un viaje breve pero bien aprovechado que, si el tiempo es benévolo, permite visitar varias de las localidades septentrionales más hermosas de Italia, y, como siempre que se llega a cualquier parte de este maravilloso país, acceder a algunas de las más impresionantes obras que el hombre del renacimiento legó al resto de la humanidad. © Carlos Manzano Página anterior |