Lombardía
es la región más poblada de Italia y también la más próspera, el motor industrial del país. Es también la tierra de
los Visconti y los Sforza, dos de las más grandes familias del
renacimiento italiano, gracias a las cuales, y a pesar de la extrema crueldad de que hicieron gala, dejaron parte de su legado
artistas de la talla de Leonardo da Vinci, Caravaggio, Bellini o Bramante.
Lombardía linda con los Alpes, y alberga por ello uno
de los paisajes más espectaculares del país. Entre otras muchas razones,
es famosa por sus lagos,
entre los que destaca por su tamaño el de Garda, el mayor en extensión
de todo el país. Su proximidad con otras naciones de centroeuropa y su
historia fuertemente ligada al continente la han convertido, probablemente,
en la región menos "italiana" de todas. No
obstante, son tantos sus atractivos que, sea cual sea la idea que a priori
tengamos del lugar, siempre habrá cientos de motivos que justifiquen y
compensen sobradamente una visita de varios días. |
LOMBARDÍA
Hay
varias razones que aconsejan viajar a Lombardía. La primera de ellas es su
capital, Milán, que pese a su tamaño y su elevada industrialización
todavía se mantiene como una de las ciudades más bellas de Italia. La
espectacularidad de sus paisajes y la belleza de muchas de sus ciudades pueden
ser otras, también igual de atrayentes. En nuestro caso, nuestra intención era
hacer un recorrido por sus lagos más importantes, Como y Garda, visitar de
paso alguna de sus poblaciones septentrionales más conocidas, como
Verona, Bergamo y Brescia, y finalmente dedicar al menos un par de días a
Milán. Aunque se trataba de un objetivo que simple vista no parecía excesivo
para una semana, finalmente acabó resultando demasiado ambicioso,
teniendo en cuenta que muchos de estos lugares merecerían por sí solos
varios días de estancia. Así pues, con esta premisa, nuestro recorrido
comienza en Brescia, localidad base desde la que posteriormente visitaremos Verona
y el Lago de Garda.
BRESCIA
Probablemente
porque uno no espera gran cosa de la ciudad, Brescia llega a sorprender más
incluso que otras localidades más afamadas. Tal vez lo más llamativo a
simple vista sean sus plazas, de las que irradian la mayor parte de las calles y
avenidas de la ciudad. En concreto, la plaza Pablo VI destaca por su distribución arquitectónica, además de
por acoger las dos catedrales
con que cuenta la ciudad, la vieja (construida en el siglo XII y de planta
circular) y la nueva, más moderna, más ecléctica y
–a mi juicio al menos–
mucho menos interesante que la primera. En la vieja, también llamada Rotonda,
destaca la impresionante tumba de mármol
construida justo frente a la entrada en la cual reposan los restos de un antiguo obispo de la ciudad.
Otra
de las plazas imprescindibles de Brescia es la de la Loggia, de planta cuadrada, en la
que destacan de entre un hermoso conjunto de fachadas de estilo veneciano la
propia Loggia y la Torre dell'Orologio, con su reloj veneciano,
ambos edificios ubicados uno frente al otro, a modo de presidencia compartida. La más
modesta plaza del Mercado, que como su nombre indica acoge el mercado de
frutas y verduras, es otro de los puntos cardinales de Brescia, e igualmente
recomendable es la plaza del Foro, junto a la cual descansan los restos del
viejo teatro romano y del mejor conservado Templo Capitolino, cuyas hermosas
columnas todavía se mantienen en pie con dignidad y orgullo.
Las
callejuelas que corren junto a esta última plaza y que desembocan en la acogedora Piazza Tebaldo Brusato
representan otro de los alicientes de Brescia: un paseo tranquilo por ellas, a la hora del atardecer, puede
dar lugar a uno de los momentos más plácidos de la visita. Son calles
medievales, estrechas, como la Via Cattaneo, poco atestadas de viandantes y
flanqueadas por elegantes y bien conservadas fachadas levantadas en los siglos XVIII y XIX e incluso
antes, como la Iglesia de Santa Giulia,
en la actualidad sede del Museo de la Ciudad.
Algo
más al oeste, la ciudad se descubre más viva, más comercial: las calles
Palestro y Zanardetti son un hervidero de tiendas, bares y paseantes. A la
hora en que nosotros caminamos por aquí, a las puertas del Teatro Grande una
nutrida muestra de brescianos, en general bien vestidos, hace cola
para asistir a una representación escénica. Nosotros, de aspiraciones más
modestas, nos conformamos con degustar unas pizzas en el restaurante La Bersagliera,
excelente pizzería situada en Corso Magenta y generosamente frecuentada por
locales.
Queda para otra ocasión la visita al Castello y el
paseo con algo más de
detenimiento por otras plazas, como la amplia y concurrida Piazzale
Arnaldo. No obstante, la tarde dedicada a Brescia ha resultado más que
provechosa, y desde luego nos ha confirmado que se trata de una ciudad que
merece más atención de la que generalmente se le brinda en guías y libros
de viaje: es un lugar tranquilo y acogedor, lo cual no es poco.
VERONA
Romeo
y Julieta; Verona; William Shakespeare: se trata de nombres que nos remiten
unos a otros, como si se necesitaran mutuamente.
De hecho, dos de los monumentos más visitados de la ciudad son las casas de los amantes. Pero Verona, sin duda alguna, es mucho más que la
trágica historia de amor que el gran dramaturgo inglés ubicó en sus
calles. Se
trata de una de las ciudades más bellas de Italia, deslumbrante no sólo a
causa de sus plazas y edificios principales, sino por la angosta red de
callejuelas que se extiende hasta las mismas orillas del río Adige.
Nada
más cruzar la puerta que parece dar acceso a la ciudad, la imponente plaza Bra se
ofrece como un magnífico aperitivo de lo que
nos espera. Hemos llegado a primeras horas de la mañana; a estas horas, la luz
suave y cuidadosa de un sol todavía timorato contribuye a dar a los colores de las
casas una especial luminosidad, confiriendo un aspecto espectacular
a edificios y frontales. Describir todos los monumentos que alberga esta ciudad
excepcional sería interminable: la Arena, segundo mayor circo romano
conservado tras el Coliseo; la fortaleza de Castelvecchio; la sublime iglesia
de San Zeno, con su fabulosa puerta románica de bronce; la Plaza delle Erbe,
vigilada en uno de sus flancos por la majestuosa Torre del Gardello; la
pequeña pero impresionante plaza de los Señores, rodeada de magníficos y suntuosos
palacios renacentistas y coronada por la imponente Logia; el Duomo, tan
espectacular como una ciudad como ésta merece... Pero el encanto Verona no acaba
aquí, es más, se engrandece si abandonamos sus referentes más conocidos. Las
callejuelas que enlazan las distintas plazas, que bajan hasta el río y que
comunican el Duomo con la central plaza delle Erbe merecen también su tiempo.
Callejear por Verona, como sucede en la mayor parte de las ciudades
monumentales, permite disfrutar sin las limitaciones impuestas por el turismo
de masas de su atmósfera genuina, de la vida cotidiana de sus gentes, de los
innumerables edificios, fachadas y palacios que se distribuyen a lo largo y ancho de la
misma, y supone una espléndida manera de descubrir por uno mismo su verdadera
idiosincrasia. Quedarse únicamente en el rectángulo constituido por la
plaza Bra, el corso Cavour, la calle Stella y la Plaza delle Erbe y perderse
el resto de maravillas de Verona es como pretender visitar una ciudad sin
salir de su plaza Mayor. Es una pena que la mayor parte de los grupos de turistas
apenas se atrevan a rebasar este cuadrilátero.
Nuestra
intención era visitar la ciudad por la mañana y, tras el preceptivo receso
para comer, darnos una pequeña vuelta por el lago de Garda. Sin embargo, a
los pocos minutos de llegar decidimos que Verona merecía bastante más que unas
escuetas horas; llegar hasta
aquí, seguir el recorrido turístico aconsejado por la mayor parte de las
guías y a continuación marcharse era más que un error: se trataba de una
auténtica indecencia. Así que, al alargar más de lo inicialmente previsto
nuestro visita a Verona, nos vimos obligados a reducir el tiempo
destinado al lago adyacente. Por si fuera poco, los atascos que cualquier domingo por la
tarde se sufren en las carreteras italianas en zonas turísticas como ésta, nos
obligó a
permanecer detenidos tras una interminable hilera de vehículos más de una hora. De esta manera,
poco antes de que comenzara a anochecer, nuestra visita a Sirmione, en la orilla
sur del lago, sería nuestro único contacto con el lago más grande de Italia.
SIRMIONE
(Lago de Garda)
Sirmione,
que se adentra en el lago de Garda a modo de afilado estilete, es una bonita
ciudad entregada en cuerpo y alma al turismo. La entrada de tierra que conduce
hasta su extremo norte es una continua sucesión de hoteles, restaurantes y
otros negocios turísticos destinados a acoger el gran número de
visitantes que llegan los fines de semana desde la próxima
Milán. Por suerte, la entrada en el núcleo urbano está vetada a los
coches (excepto residentes), y eso facilita en buena medida el paseo por sus
viejas y angostas calles. La entrada está flanqueada por una bien conservada
torre que confiere al conjunto un agradable aspecto medieval. Más al fondo
(aunque debido a la hora, a nosotros nos es imposible visitarla), existe una
zona arqueológica denominada Grutas de Catullo, donde se encuentran los
restos una villa romana del siglo I a.C.
A
pesar de nuestra primera intención, el atasco de más de una hora en el que nos
hemos visto envueltos en uno de
los accesos a la autopista de Milán-Venecia nos impide visitar ninguna
otra población próxima. Lazise, Malcesine, Gardone o Riva de Garda habrán de
quedar, inevitablemente, para otra ocasión. Y es que la velocidad media que
se puede alcanzar en estas carreteras secundarias difícilmente supera los
sesenta por hora.
LAGO
DE COMO
Nuestra
intención es dedicar aproximadamente día y medio al lago de Como. Aunque no
hemos planificado
ningún recorrido, decidimos en primer lugar
acercarnos a Bellagio, localidad situada al sur del lago y tal vez la más
famosa de la zona (en alguna guía se la destaca, muy exageradamente a
mi juicio, como la localidad más bella
de Italia). El problema de esperar mucho de un sitio es que luego
difícilmente se cumplen las expectativas. Bellagio es sin duda una localidad hermosa,
atravesada por estrechas callejuelas empedradas que parten del paseo
que surca la orilla del lago y punteada por un elenco de magníficos y pintorescos edificios
decimonónicos. El lugar, así descrito, parece idílico. El problema reside,
a mi entender, en el acoso y derribo a que el turismo ha conseguido someterlo. A
pesar de la tranquilidad que todavía se disfruta en espacios como los Jardines de Villa Melzi, difícilmente puede uno escapar al influjo de banalidad y ordinariez
propio de la especialización turística que persigue al visitante adondequiera que vaya. Abundan los comercios y
los restaurantes para turistas,
y el antiguo alma de pueblecito costero ha desaparecido por completo.
Bellagio queda así, pues, más como un decorado elegante que como algo vivo y dinámico.
Menos
hermosa, aunque más sorprendente que Bellagio, es Como, la capital que
da nombre al lago. Tal vez porque no se espera demasiado de la visita, al
contrario que sucede con Bellagio, en Como uno logra encontrarse más a gusto
y más libre, lo que a la postre significa también menos decepcionado. Pero no es sólo una sensación: la
ciudad no carece de atractivos, empezando por su Catedral, un magnífico
edificio resultado de diferentes estilos arquitectónicos que fue comenzado en
el s. XIV y terminado a finales del XVIII. Imponente resulta sin duda alguna
su fachada principal, así como la logia construida justo al lado; igualmente,
la misma plaza donde esta
se encuentra, San Fedale, que al atardecer adquiere una tonalidad sutil y
delicada, merecería una mirada más atenta. Desde esta misma plaza se puede
seguir por Via Vittorio Emanuele y, de camino, disfrutar de algunos de los
coquetos patios que se asoman tímidamente a la vía. La Piazza del Mercato de Grano
acoge un buen número de edificios bastante antiguos, algunos de
exquisita fachada de ladrillo. En Piazza Alessandro Volta se pueden hallar diversos restaurantes donde disfrutar de una cena tranquila. En resumen,
merece la pena perderse una tarde por las callejuelas de la ciudad amurallada,
casi toda ella cerrada al tráfico, cuya coherencia arquitectónica es más
que relevante.
Nuestro
segundo día por el lago nos depara la visita a algunas localidades realmente
entrañables, como Sala Comacina, un encantador pueblecito de
pescadores situado frente a la llamativa Isla Comacina. De la carretera
principal que la cruza surgen numerosas callejuelas empedradas que
conducen a pequeños pero románticos embarcaderos, inactivos a esa hora del día. La pequeña
iglesia románica del s. XII situada junto al lago y la espectacular
torre-campanario de la Chiesa María Maddalena (de los siglos XI-XII) que se
eleva imponente sobre los tejados constituyen otros dos referentes imprescindibles.
Algo
más al norte, llegamos a Cadenabbia, con sus elegantes fachadas fin
de siglo junto a la carretera. Merece la pena dar un pequeño paseo por Viale
Regina a orillas del lago, un ambiente lánguido y un tanto perezoso. En esta
época del año –estamos en mayo– apenas hay turistas, lo que incrementa notablemente su
encanto. Desde Tremezzo, el pueblo inmediatamente anterior, toda la orilla
oeste aparece rebosante de majestuosas mansiones con exuberantes jardines, de
manera que la vista
apenas encuentra un resquicio para descansar. No en vano, numerosas grandes fortunas europeas
han encontrado en este enclave el lugar perfecto donde hacer un alto en su afán
especulativo. Como
curiosidad, uno de las lugares con más encanto de Cadenabbia es el Hotel
Bellevue, con su aire de exquisita decadencia y sus inmensos salones
decimonónicos.
Menaggio
respira del mismo aire levemente decadente. La temperatura es de veinticinco grados y luce un sol suave, ligero, tremendamente amable. Hay poco turismo.
En este instante, puede que esté disfrutando de las sensaciones más deliciosas de todo el viaje. La
plaza Garibaldi resulta acogedora, y tampoco desmerece lo más
mínimo un pequeño paseo por la avenida que bordea el lago. Desde aquí salen
numerosos ferries que conectan la otra orilla. Nosotros tomamos uno
hasta Varenna, la que a la postre resultará la localidad más encantadora del
lago.
Es Varenna
un pueblo tranquilo, carente de palacios e imponentes mansiones, pero que
rezuma calidez por todos sus costados. El pequeño puerto que da al lago
parece extraído de un cuadro pintado por algún autor romántico del
diecinueve: la armonía estética de las fachadas, en colores pastel de
diferentes tonos, resulta extraordinaria. Las calles, estrechas y empedradas,
parecen empinarse hacia arriba a la búsqueda de una tranquilidad y un sosiego aún
mayores, hasta acabar en la Piazza S. Giorgio, tal vez el punto menos
llamativo del lugar. Desde el Catelo Viechio se obtienen unas espléndidas
vistas de todo el lago. Junto al Castelo, el restaurante Il Portichetto sirve
buenos platos a precios razonables.
La
parada en Lecco es breve pero obligada: llega la hora de cenar. Apenas tenemos tiempo
para echar una sucinta ojeada al lugar. Casi por azar, recalamos en el
restaurante Dai Brambilla, situado en una callejuela de Via Covour, cuya cocina no podemos por menos que
calificar de
excelente. El lugar está regentado por tres mujeres, y por si alguien decide
detenerse aquí, diré que de todos los platos que disfrutamos –todos
magníficos– yo me
quedaría con el pescado del lago en salsa vinagreta: realmente excelente.
MILÁN
Milán es la capital de Lombardía y unas de las ciudades
más importantes de Italia. Estamos también ante uno de los mayores centros
industriales de Europa, así como en uno de los centros mundiales de la
moda. Tal vez por eso, Milán no es una ciudad cómoda; la polución, el tráfico
y la agitada vida de sus calles no se lo ponen fácil al visitante despistado
y poco amigo de multitudes. Sin embargo, a mi juicio posee bastante más
encanto del que a simple vista pueda parecer, y aparte de sus más conocidos
y reputados atractivos, la ciudad alberga muchos otros alicientes no menos
significativos.
El primer punto por el que empieza toda visita toda
visita es la Catedral, el impresionante Duomo, que no obstante durante
las fechas de mi visita se
encontraba aún en fase de restauración, lo que me impidió disfrutar como se
merece de su indudable belleza. El interior podría calificarse como sobrecogedor, y
no es difícil adivinar la sensación que sentiría el hombre medieval al
cruzar la puerta y encontrarse ante aquel alarde de poder tan imponente: la
nimiedad del individuo frente a la inmensidad de Dios.
Pero la magnífica plaza que acoge la Catedral se erige
también en el centro simbólico de la ciudad. Merece la pena detenerse
durante unos minutos y disfrutar con el animado ambiente que a cualquier hora
de del día bulle aquí sin descanso. Desde lo alto de la oficina de turismo, la
plaza resulta tan majestuosa como tantas veces se ha dicho. En uno de sus
laterales, las famosas galerías de Vittorio Emanuele II, con sus figuras levemente
humanas bajo sus cristales, sobresale de entre el resto de edificios hasta rivalizar en
esplendor con
el propio Duomo. Mientras estamos disfrutando de este maravilloso panorama,
empieza a llover con fuerza; en pocos minutos la plaza se vacía y las
baldosas comienzan a brillar azuzadas por las transparentes gotas de lluvia
que caen en tropel, confiriendo al conjunto un aura de romanticismo inigualable.
Enumerar todos los atractivos de Milán se haría casi
interminable y superaría con creces los propósitos de esta modesta página,
pero a mi juicio el visitante avisado no debería dejar de dar, por ejemplo,
un breve paseo por Vía Dante, la avenida peatonal que conecta la plaza del Duomo con el Castelo
Sforzesco, sobre todo a la hora del atardecer, una vía flanqueada por
majestuosos edificios que dan la medida del pasado glorioso de esta ciudad. Tampoco debería dejar de transitar por los alrededores de la plaza de
Brera,
zona juvenil y universitaria, y de paso disfrutar de una de las costumbres
milanesas que mejor impresión causan al turista: los happy-hours,
periodos en los que a partir de las seis de la tarde y a cambio de una sola
consumición, el cliente es invitado a degustar cuantas veces quiera unos
deliciosos platos y tapas (la traducción en castellano podría ser aperitivo)
que en la mayor parte de los bares se colocan en una mesa o en la propia
barra. También debería merecer unos minutos de su tiempo la plaza de San
Marcos, en uno de cuyos edificios estuvo alojado Mozart en 1770. De la plaza
del Carmen surgen un sinfín de callejuelas que conservan el aspecto de la
vieja Milán y en donde abundan los comercios de antigüedades y mobiliario. A
pesar de su fama, esta zona permite un paseo relajado y amable para disfrutar de
las viejas fachadas de los edificios y de sus balcones siempre adornados con
flores y plantas.
La Via Manzoni es la más señorial de Milán. En ella se
congregan un
importante número de palacios, y en uno de sus extremos conecta con la plaza de la Escala, donde se
halla
el palacio renacentista que acoge la fundación Nicolo Trussardi, considerado
por algunos como el palacio renacentista más bello de la ciudad. La plaza del
Mercanti, con el magnífico edificio de la lonja en uno de sus flancos,
constituye uno de los centros medievales mejor conservados de Milán, de la
que destaca sobre todo el palacio della Ragione, del siglo XIII.. En el centro de la plaza se
halla también un antiguo pozo de agua. Un lugar realmente
delicioso, un remanso de paz en la abigarrada capital lombarda.
Un buen lugar para visitar al anochecer es la zona de
Naviglio, bastante animada el fin de semana y donde abundan bares, cafés y
pizzerías. Su nombre
hace referencia a los canales que la surcan a modo de viejas vías navegables. Pero el lugar también merece ser visitado de día. Es uno de los
puntos donde la vida cotidiana se observa con mayor pureza. De ese modo, al día siguiente, caminamos por Ripa de
Porta Ticinese junto al canal en una mañana hermosa y luminosa. Aquí se
congregan numerosos ciudadanos de origen latinoamericano, que tienen su punto de
encuentro en el mercado de Piazza XXIV Maggio. Proseguimos por Corso di Porta
Ticinese, y tras visitar la Basílica de San Lorenzo, cuya planta es del s.
IV, y las columnas romanas que flanquean la entrada, nos damos de bruces con la propia Porta
Ticinese, puerta medieval construida entre los siglos XII y XIII.
Sólo me queda añadir que Milán ofrece más de lo que a simple vista
se podría imaginar. La vida en sus calles y
plazas es intensa,
y desmiente la leyenda que la sitúa más como una aburrida localidad
centroeuropea que como una vitalista ciudad mediterránea. Por si fuera poco,
su legado artístico es igualmente encomiable. El único pero que le pondría
a la ciudad es la visita al archiconocido mural de La última cena obra
de Leonardo da Vinci. En primer lugar, el precio es excesivamente elevado, 6,50
euros por persona, pero además se debe reservar por adelantado, lo cual no
sería grave si no fuera porque para reservar hay que pagar otra vez 1,50
euros. Así pues, como no íbamos sobrados de tiempo –y no habíamos hecho la reserva
preceptiva–, decidimos dejar su visita para una
mejor ocasión.
BERGAMO
Otra de las sorpresas agradables del recorrido. La ciudad
alta, cuya estructura medieval se conserva intacta, constituye toda una
delicia para los sentidos. La Piazza Vecchia se erige en el corazón de la
villa, y, según Stendhal, se trata de "la plaza más bella de la
tierra". No en vano, acoge algunos de sus más peculiares edificios: el
Palazzo Nuovo, el Palazzo del Podesta y el Palazzo della Ragione, cuya entrada
está situada en la llamada Torre Civica, una inmensa torre campanario desde
cuya cúspide se obtienen unas impresionantes vistas de la zona. Justo al lado
se halla la Catedral y la mucho más interesante iglesia de Santa Maria
Maggiore, cuya ornamentación exterior, gótica aunque de planta románica, y
sobre todo la interior, en el más puro estilo barroco, no deja indiferente a nadie. A mí, al menos, me pareció exuberante y
grandiosa, lo que no es poco. De
la plaza surgen numerosas vías que recorren la ciudad a todo lo largo y
ancho, aunque la Via Colleoni merece ser destacada como su arteria principal.
Bergamo da para un día e incluso más, si a uno le gusta
deleitarse con cada rincón y cada una de sus magníficas fachadas. Un paseo
por la Rocca después de comer puede ayudar a hacer una digestión reposada.
Más al norte, encontraremos la Piazza della Cittadella, y arriba
del todo, adonde se puede llegar en funicular, el Forte di San Marco –o lo que
queda de él–, vigilante para que todo continúe como siempre.
* * *
En resumen, un viaje breve pero bien aprovechado que, si
el tiempo es benévolo, permite visitar varias de las localidades septentrionales
más hermosas de Italia, y, como siempre que se llega a cualquier parte de
este maravilloso país, acceder a algunas de las más impresionantes obras que
el hombre del renacimiento legó al resto de la humanidad.
©
Carlos Manzano

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