LA ITALIA ROMÁNTICA REPORTAJE FOTOGRÁFICO Tras casi dos años marcados por la pandemia que en el año 2020 dio lugar a un confinamiento global de proporciones nunca vistas en este planeta, recuperar un hábito tan inocente, pero al mismo tiempo tan genésico, como es viajar revestía una trascendencia superior al simple hecho de disponer de unos días de descanso. No diré que se trataba de algo así como la libertad de que disfruta un preso tan cumplir una larga condena, ni siquiera de la exigencia de respirar aire puro después de pasar un buen rato debajo del agua, pero de alguna manera la necesidad de volver a sentir ese impagable extrañamiento que produce el hecho de moverte (o de dejarte llevar, o de habitar aunque sea temporalmente) en un espacio vital/existencial diferente del cotidiano, se había convertido en un deseo cada vez más apremiante y pesaba como una losa sobre las monótonas rutinas de mi día a día. Tenía verdadera ansia por viajar, y sobre todo por viajar al extranjero, es decir, por salir de mi entorno más reconocible. (Alguna pequeña escapada dentro del territorio nacional ya había hecho, pero debido a mi forma de entender y de vivir los viajes, no me generan el mismo efecto). Las condiciones sanitarias en el conjunto del planeta recomendaban, en cualquier caso, ser precavidos a la hora de elegir destino. Y después de tantos meses de sequía, los niveles de exigencia se habían moderado bastante. De ese modo surgió la idea, en primer lugar, de visitar las Cinque Terre, en la Liguria italiana, viaje que llevábamos algún tiempo considerando y que, vistas las circunstancias, enseguida convinimos en que encajaba a la perfección con nuestras intenciones. Pero dado que las Cinque Terre apenas darían para tres o cuatro días a lo sumo, y eso siendo muy generosos, había que completar el viaje con algún otro aliciente más. Y teniendo en cuenta las distancias y las opciones de transporte, ¿qué mejor que cumplimentar también una pequeña visita a algunas de las localidades más célebres de la ya de por sí célebre Toscana? No fue necesario darle más vueltas: la Liguria y la Toscana serían nuestros próximos destinos viajeros. Para facilitar las cosas, estableceríamos el campamento base en La Spezia para recorrer las Cinque Terre y en Pisa para la Toscana, o para las localidades toscanas más accesibles, y una vez allí nos iríamos moviendo en transporte público, trenes sobre todo, dado el magnífico servicio ferroviario del que goza el país transalpino. De ese modo, el 16 de octubre de 2021 poníamos rumbo a Gerona para, desde allí, tomar el correspondiente vuelo de Ryanair que, con media hora de adelanto, nos dejaría en el Aeropuerto de Pisa, desde cuya estación de tren nos dirigiríamos a La Spezia, para comenzar propiamente nuestro periplo italiano.
Sábado – 16/10/2021 – LA SPEZIA La Spezia, en sí misma, no es una localidad que presente demasiados atractivos. Digamos que se estructura a partir de su puerto, de donde surgen sus dos principales vías, Corso Cavour y Via Armando Diaz, la cual un poco más adelante se convierte en Via Prione. El puerto es, pues, su alma principal, su elemento más distintivo y el lugar al que acuden sus habitantes para solazarse los días de buen tiempo. Asimismo, La Spezia acoge una base militar del ejército italiano, que por lo visto en el pasado tuvo gran importancia en el devenir del país, pero que personalmente me interesa bastante poco. Tampoco se trata de una ciudad grande, de modo que ya en esta primera toma de contacto tenemos tiempo suficiente para ver buena parte de sus atractivos. Vista desde el puerto (donde recalamos después de recorrer Via Cavour en nuestra primera inspección ocular) lo primero que llama la atención es el viejo castillo de San Giorgio, dominador de su silueta urbana. Se puede subir hasta él a pie, como es lógico, aunque nosotros preferimos tomar el ascensor que parte de Via Prione y después el pequeño funicular que te deja justo a la entrada. Sin embargo, es el camino que conduce desde la terminal de los cruceros hasta la misma Via Prione, y que atraviesa la plaza Verdi, la Via del Torreto y las plazas Del Bastione y Sant’ Agostino —a mi juicio la ruta con más encanto de la ciudad—, la que define, por decirlo de alguna manera, su particular idiosincrasia. No necesitamos más de un par de horas para tomarle el pulso a La Spezia. Probablemente le dedicaremos más visitas en los días venideros (dormimos tres noches aquí), así que tampoco conviene agotar enseguida todas sus posibilidades; es mejor dejarse seducir por el ambiente de sábado-tarde que exhala en estos instantes la ciudad. Las calles, en especial Via Prione y Corso Cavour, aparecen surcadas por multitud de viandantes que disfrutan de un agradable momento de distensión. Los restaurantes, abundantes y bastante atractivos a primera vista, van llenándose de clientes con rapidez. No vemos demasiados turistas, lo que predomina sobre todo es población local, algo que sin la menor duda agradezco. Nosotros, aconsejados por la dueña de la pensión donde nos alojamos, elegimos para cenar el restaurante Bella Napoli, ubicado en las proximidades de la estación de tren, donde disfrutaremos de nuestras primeras pizzas. El restaurante, dicho sea de paso, cocina unas pizzas estupendas en horno de leña, como lo prueba la cantidad de gente que espera en la calle para llevárselas a casa. Por lo que a nosotros respecta, podemos dar fe de la excelente calidad de las que pedimos. De hecho, mañana y pasado volveremos sin dudarlo a este mismo sitio.
Domingo – 17 de octubre de 2021 – CINQUE TERRE (1ª parte) Una manera cómoda de visitar las Cinque Terre (Riomaggiore, Manarola, Corniglia, Vernazza y Monterosso al Mare) es tomar el tren que cada poco tiempo parte de La Spezia y hacer parada en cada una de estas localidades. Cada trayecto cuesta 4 euros, independientemente de que se baje en una u otra localidad o se recorran las cinco de golpe. Los vagones son nuevos y espaciosos, y están expresamente diseñados para los turistas, con abundante información sobre cada estación. Existe también otra manera, en teoría mucho más romántica aunque más exigente, de visitar los cinco pueblos: a pie, a través de unos senderos perfectamente habilitados que conectan una población con otra. El problema es que de los cuatro senderos que conforman el recorrido más accesible (y el más transitado), en el momento de nuestra visita tres están cerrados a causa de desprendimientos y lluvias. Hay, en cualquier caso, rutas alternativas, caminos que discurren por el interior y que están por tanto menos sometidos a las inclemencias ambientales, pero son bastantes más largos y mucho más duros. Sea como fuere, desde La Spezia no queda otra que tomar el tren (la distancia a Riomaggiore es considerable), lo cual hacemos a las 8:55 de la mañana para apenas unos minutos después poner pie en esta localidad, nuestro primer destino en las Cinque Terre. Debido a la hora, apenas hay visitantes. De hecho, en el tren hemos venido bastante poca gente; es probable incluso que seamos los primeros visitantes de este día, gracias a lo cual podemos pasear tranquilamente por sus calles, sin agobios ni incomodidades y sin sufrir la presencia masiva de turistas. El pueblo, como todos los que forman las Cinque Terre, es pequeño y está ubicado en lo que aparentemente es un desfiladero. Hay una calle principal que desciende hacia el puerto, y de ella surgen un montón de callejuelas que serpentean por las laderas hasta alcanzar la parte más alta. Las fachadas de las casas han sido pintadas en tonos suaves, de colores pastel, lo que confiere al conjunto una uniformidad deliciosa (el colorido de las casas es parte del encanto de este lugar). Las construcciones se agolpan unas junto a otras de manera abigarrada, y esa falta de planificación le da un indudable encanto. Es esta, por otra parte, una característica común a todas las poblaciones de esta zona: su confuso conglomerado urbano. Es es el motivo por el que las Cincue Terre se han convertido en un enclave turístico tan frecuentado y ha convertido al turismo en su mayor fuente de ingresos (con todo lo que eso conlleva, sobre todo en servicios y masificación). Por suerte, como digo, a estas horas no hay demasiados visitantes, de modo que durante una hora larga podemos caminar a nuestras anchas por sus calles sin sentirnos parte de la muchedumbre. Es, obviamente, una de las ventajas de madrugar cuando se está de viaje. Como he comentado antes, existe un sendero que conecta Riomaggiore con Manarola, la población más próxima. A la ruta se la conoce como La Via dell'Amore (curiosa la tendencia de los italianos a usar siempre los mismos estereotipos), aunque lleva cerrada desde hace ya unos cuantos años a causa de unos desprendimientos. Por otra parte, transitar por esta vía exige el pago de una tasa. Hay no obstante otra ruta alternativa, llamada ruta 531, que por lo que hemos leído es bastante más dura. (La via del’ amore rodea la costa y apenas presenta subidas y bajadas, lo que hace de ella una vía fácil de completar). Esta otra, en cambio, exige superar la montaña que separa ambas poblaciones, cuya altura no es precisamente despreciable. Hemos venido con el propósito de hacer andando las cuatro rutas que separan las cinco poblaciones de Cinque Terre; para ese fin, ignorantes de lo que supone en realidad, hemos destinado dos días. Los dos primeros completaremos las rutas Riomaggiore-Manarola y Manarola-Corniglia, y dejaremos para mañana las dos restantes. El problema es que este camino alternativo es muchísimo más duro de lo que habíamos imaginado. La longitud en sí misma no es excesiva, pero sí la enorme pendiente que hay que superar: en algunos tramos es probable que se aproxime incluso al 50%. Pero si la ascensión es dura, la bajada es todavía más terrible. El camino está menos marcado, hay menos escalones que a la ida tallados en la piedra y las rodillas sufren mucho más debido al esfuerzo de retención que hay que realizar Tampoco compensa la calidad del paisaje que se disfruta desde aquí. El sendero atraviesa sobre todo viñas que se han plantado en las laderas, y una vez arriba las vistas que se obtienen no es que sean nada del otro mundo (hay otros puntos mucho mejores para disfrutar de la bahía). Pero lo peor será que este sendero nos dejará bastante doloridos y cansados y desincentivará cualquier otra tentativa de continuar nuestro plan inicial, sobre todo teniendo en cuenta que los senderos más accesibles (los menos exigentes) están casi todos cerrados. Así pues, en vista del estado de nuestra condición física y de que no hemos venido aquí a sufrir, desechamos el plan inicial y decidimos que a partir de ahora completaremos todos los trayectos en tren. Manarola, adonde por fin llegamos más castigados de lo esperado y, por lo que a mí respecta, con molestias en la rodilla, es la más fotogénica de las cinco localidades. Es, a mi criterio, más atractiva que Riomaggiore, aunque no la más hermosa de todas (esa distinción, absolutamente discutible, por descontado, yo se la otorgaría a Vernazza). El camino que serpentea frente al casco urbano y que continúa unos metros más allá por la costa está plagado de visitantes, porque desde allí se obtienen las mejores vistas del pueblo en su conjunto. Sin embargo, a esta hora el sol se sitúa por detrás de los edificios, creando un fuerte contraluz que dificulta notablemente la obtención de una buena imagen, aunque eso es algo que a casi nadie parece importarle, dadas las numerosas fotografías que se siguen tomando. La estructura del casco urbano tal vez sea menos homogénea aún que en Riomaggiore, pero por eso mismo resulta más atractiva visualmente. Hay muchos más turistas, sin duda a causa de la hora. No obstante, a poco que se abandonan los espacios más concurridos, todavía es posible vagar sin demasiados agobios por sus callejuelas y disfrutar de una atmósfera más o menos genuina. Desechado de manera definitiva el plan de recorrer las Cinque Terre a pie a través de los senderos marcados, tomamos otra vez el tren (cuya frecuencia es muy elevada y que por tanto resulta muy accesible), ahora con destino a Corniglia, la tercera de las poblaciones y última que tenemos previsto visitar hoy. Sin embargo, no contábamos con que Corniglia se encuentra situada en lo alto de un promontorio y que la línea férrea transcurre paralela a la costa, lo que significa que una vez descendidos del tren tenemos que afrontar un enorme número de escalones para llegar a nuestro destino (hay un minibús que, por lo visto, te lleva hasta el centro, aunque en ese momento desconocíamos su existencia). Es decir, que nada nos libra de asumir por segunda vez consecutiva la ascensión de una elevada pendiente. Por suerte, el camino está bien trazado y apenas presenta dificultades reseñables gracias a que los escalones son poco exigentes, aunque muy numerosos, lo que nos evita darnos un segundo palizón, pero a causa del dolor de rodilla que arrastro tras el descenso a Manarola, llegar al final me cuesta más de lo previsto. Corniglia es el único de los pueblos del Cinque Terre donde no paran los barcos debido a que el puerto se encuentra situado a bastante distancia del núcleo urbano. Puede que también se trate de la localidad menos interesante, al menos visualmente. Como compensación, al estar ubicada a una considerable altura permite disfrutar de unas vistas excepcionales de la bahía. Hemos comido unas galletas y unas magdalenas en Manarola, ya que tenemos intención de cenar temprano en La Spezia: anochece pronto, y encontrar un lugar abierto a las 7:00 de la tarde no es nada difícil en estos lares. Además, los precios que hemos visto en las dos localidades precedentes nos parecen realmente abusivos, y mucho me temo que la calidad de la comida también deje bastante que desear. (Mi experiencia me aconseja huir siempre de los establecimientos turísticos; lo mejor es entrar en restaurantes frecuentados por clientela local). Un ejemplo: por una cerveza de un quinto y una coca-cola nos cobran 6 euros. Los habitantes de las Cinque Terre viven fundamentalmente del turismo, y desde luego turistas los hay a montones, los hay incluso que han hecho el recorrido a pie, como nosotros teníamos previsto inicialmente, y eso, como es lógico, se traslada a los precios. La verdad es que confiábamos en que la crisis causada por la Covid-19 hubiera desincentivado la afluencia de visitantes, pero lo cierto es que los viajeros parecen haber vuelto con fuerza una vez pasadas las épocas más duras de la pandemia. O eso, o es que el turismo en tiempos normales llega a alcanzar magnitudes exorbitantes. A media tarde regresamos a La Spezia para dar otra vuelta por sus calles. Hoy, al ser domingo, la presencia humana ha disminuido de manera notable. Certificamos que La Spezia no es una población excesivamente atractiva, pero personalmente me gusta mucho apreciar la vida cotidiana cuando visito por segunda vez un lugar: es entonces cuando se percibe su carácter más puro, sin espejismos ni falsos reclamos turísticos. La primera mirada, aunque estés sobre aviso, siempre se deja impresionar por las luces de los decorados y la voluptuosidad del atrezo; la segunda, en cambio, acostumbrada ya a lo novedoso, a los brillos impostados, favorece una visión más calmada, más certera, más nítida. En los alrededores de la pensión donde nos alojamos hay mucha población de origen latino, lo que le otorga al vecindario un ambiente bastante activo. Nos también llama la atención que a las puertas de las farmacias se agolpe un número nada despreciable de personas, a menudo formando largas colas que llegan a dar la vuelta a la manzana. No tardamos mucho en advertir que están esperando para hacerse un test de antígenos y poder acudir mañana lunes a sus puestos de trabajo; la ley italiana de ese momento lo exige si no se ha recibido la vacuna ordinaria. No lo sabemos con seguridad, pero suponemos que muchos de ellos deberán aguardar horas enteras así, haciendo fila, por la simple razón de que no están dispuestos a vacunarse. Nunca deja de sorprenderme el nivel de estupidez que pueden alcanzar algunas personas, en este caso los ‘anticiencia’ (que es lo que son en realidad los llamados ‘antivacunas’): montones de horas perdidas haciendo cola para no obtener ningún beneficio personal a cambio, con lo sencillo que resulta vacunarse y obtener de ese modo una eficaz protección contra el virus. Pero qué le vamos a hacer, así nos va.
Lunes – 18 de octubre de 2021 – CINQUE TERRE (2ª parte) Segundo día de visita a las Cinque Terre. Esta vez empezamos directamente en Vernazza, en mi opinión, como he comentado antes, la más atractiva de las cinco localidades. Además, a la hora en que llegamos apenas hay turistas: la ciudad respira una calma casi absoluta. Por si fuera poco, la cálida luz del amanecer subraya aún más la suave tonalidad de las fachadas de los edificios, creando un escenario de gran belleza: es un momento perfecto para tomar fotografías. El puerto, apenas frecuentado por visitantes, destila una calma total, lo que lo hace aún más entrañable. El solo hecho de estar aquí, de dejarme llevar por el cúmulo de sensaciones que acude a mí, hacen que estos minutos resulten enormemente embriagadores: La temperatura, la luz, el sonido natural de la vida diaria, el mar, el cielo… Me siento incapaz de describir con detalle el extraordinario escenario en que estoy inmerso: son sensaciones que tal vez solo la música o la poesía serían capaces de reflejar. Ojalá las fotografías que voy tomando puedan transmitir una mínima parte al menos. Continuamos camino hasta alcanzar la parte alta de la localidad, desde donde obtienen unas vistas magníficas de la bahía. Aquí comienza el camino a Monterosso al Mare, pero en estas fechas está cortado; las lluvias de los últimos días, por lo visto, lo han hecho impracticable. En cualquier caso, hay que decir que este sendero (al igual que los que conectan Riomaggiore con Manarola y esta con Corniglia) es de pago. Existen, cómo no, senderos alternativos (como el que hicimos ayer), pero aparte de ser más duros y más largos, circulan por caminos que no alcanzan la belleza de los primeros. De modo que una vez cargadas las pilas con el inigualable encanto de Vernazza y de disfrutar de un par de expresos antes de que haga acto de presencia el grueso de turistas, tomamos de nuevo el tren y nos encaminamos a Monterrosso, el último de los pueblos que conforman las Cinque Terre nos falta por visitar. Monterroso al Mare está dividido en realidad en dos espacios bien distintos: el turístico, enclavado justo a la orilla del mar y cuya playa es bastante frecuentada por veraneantes nórdicos, siempre a la búsqueda del binomio sol y playa, y el interior, el verdaderamente interesante y que lo define como parte de las Cinque Terre. Monterrosso, como todas las poblaciones de esta hermosa región de Italia, exige ser pateado a fondo, incursionando por sus callejuelas más angostas y subiendo por sus callejas más elevadas. Los pueblos de las Cinque Terre son así, laberínticos, de callejuelas estrechas y empinadas, de paredes desconchadas por la humedad, pero plenas de silencio y armonía: es la única manera de absorber su atmósfera especial, de degustar ese aroma a tiempo, a pasado, que destilan sus edificios y travesías. Como he dicho antes, es complicado describir todas las sensaciones que vienen a ti cuando te dejas secuestrar por todo eso; como sucede con tantas cosas, la única manera de apreciarlas es vivirlas en primera persona. Y eso solo lo proporciona el viaje en sí mismo. En Monterrosso tomamos el barco que recorre todas las poblaciones de Cinque Terre (menos Corniglia, cuyo puerto, como ha quedado dicho, se encuentra a mucha distancia del centro) y que llega hasta La Spezia, pasando también por Porto Venere, que es adonde nos dirigimos. Tomar este barco, que en principio no entraba en nuestros planes, será una decisión completamente acertada. Solo de ese modo podemos disfrutar de las vistas que se obtienen de las cinco localidades desde el mar, la mejor manera de apreciar su belleza, la armonía de sus construcciones y el extraordinario encanto que les otorga su excepcional emplazamiento. Porto Venere, aunque no forma parte propiamente de las Cinque Terre, es también por derecho propio otra visita inexcusable. La llegada en barco, para empezar, no puede ser más espectacular. Los edificios que se encaraman al puerto, estrechos y de notable altura, rabiosamente hermosos y espigados, ofrecen una de las estampas más características de la zona. Sin embargo, su altura merma notablemente cuando se accede a ellos por las calles interiores (igual que sucede, por ejemplo, con los llamados "rascacielos" de Cuenca). Un castillo y dos iglesias (una de ellas erigida justo a la entrada de la bahía, como si estuviera ahí para recibir a los barcos que van llegando) puntean la belleza del conjunto. Porto Venere se extiende un poco más allá, a lo largo de la costa, con edificaciones modernas que, imagino, acogerán a la mayor parte de la población y al grueso de turistas que lo visitan, pero desde luego no forman parte de nuestro recorrido. Para regresar a La Spezia hemos de tomar un autobús urbano, aunque antes hemos de hacernos con los billetes correspondientes en los únicos lugares donde se venden: los estancos. Al ser lunes (no tiendo bien el motivo, pero es así), el estanco situado en el casco viejo está cerrado. Preguntamos en un comercio en qué otro sitio podemos obtenerlos y nos remiten a una oficina municipal ubicada a poca distancia, pero oh, sorpresa, cuando llegamos allí nos encontramos con que también está cerrada (los lunes solo abren de 10 a 12 horas, a pesar de que son las 3 o las 4 de la tarde, no más, una hora enla que todos los demás comercios están abiertos). Tratamos de encontrar un estanco en la parte nueva de la ciudad, pero tampoco damos con ninguno. Preguntamos a algún viandante, pero la información que nos proporciona nos sirve de poco. Nos comentan que tal vez sea posible comprar el billete directamente al conductor, aunque por lo visto es bastante más caro. Pero ni de eso están seguros. Por si acaso, nosotros seguimos insistiendo en adquirir el billete de antemano. En ese momento damos con una pareja de alemanes que tienen el mismo problema que nosotros: no saben dónde comprar los billetes para el autobús. Al final, la dependienta de un supermercado donde preguntamos nos remite a una máquina expendedora ubicada al lado de una parada, pero ahora nos encontramos con el problema de que no sabemos qué clase de billetes debemos seleccionar (la variedad de precios y tipos es enorme, y las explicaciones de la máquina no son demasiado claras, por lo menos para alguien que no ha montado nunca en autobús en esta parte del país). Al final, en otro de los comercios próximos nos dicen cuál es la tarifa que debemos elegir, y de ese modo finalmente conseguimos sacar los billetes que nos han de llevar a La Spezia. Parece una tontería (y seguro que lo es), pero la sensación de que no íbamos a poder salir nunca de Porte Venere llegó a hacerse creíble en cierto momento. De vuelta en La Spezia, cenamos otra vez en la Bella Napoli, el restaurante en el que hemos cenado los dos últimos días (en mi caso mejillones con salsa, un plato rebosante de moluscos que, por lo visto, son una de las especialidades de la zona) y más tarde, en una de las terrazas frecuentadas por latinos ubicada en Piazza Brin, me tomo una cerveza de dos tercios por 2,5 €, mucho más barata de lo que me costaría en cualquier otro lugar: otra confirmación más de que fuera del territorio turístico todo es más asequible y barato, pero sobre todo más auténtico, aunque he decir que entre la clientela no distinguí a nadie de origen específicamente italiano; en ese momento al menos, predominaban los de origen latino o de países del este.
Martes – 19 de octubre de 2021 - PISA A primera hora de la mañana dejamos la pensión en la que hemos dormido estas tres últimas noches y tomamos el tren a Pisa, que ejercerá de campo base para el resto de excursiones y donde pernoctaremos hasta nuestro regreso a España. La estancia en la pensión de La Spezia ha sido en general satisfactoria, y debo decir que su dueña se ha esforzado en mostrarse en todo momento amable y solícita (a veces demasiado). Su consejo de cenar en el restaurante Bella Napoli, lejos de esconder un interés no declarado, nos sirvió para degustar auténticos platos locales a precios muy asequibles. El desayuno, abundante en dulces, ha sido más que suficiente para lo que se podía esperar por el precio; nada que objetar por nuestra parte. Hay que decir, de todos modos, que encontrar alojamiento barato en Italia no es tarea fácil. En este caso, el precio por noche era de 60 €, incluyendo el desayuno, que a las ocho en punto nos era servido en la misma habitación. Ubicada en un piso de un viejo edificio decimonónico de la antes mencionada Piazza Brin, la mayor incomodidad residió en los vecinos de al lado, extremadamente ruidosos y ―presumiblemente― con ciertos problemas de índole neurótico que no fuimos capaces de identificar. Aparte de eso, un buen lugar, céntrico y magníficamente ubicado, para alojarse en La Spezia. Llegamos a Pisa sobre las 10:30 de la mañana, aunque hasta las 14:00 no tenemos reservada la habitación. Aun así, nos dirigimos al hotel para que nos guarden las maletas hasta la tarde, en que volveremos para realizar el correspondiente check-in. No obstante, el personal de recepción, que nos atiende con una amabilidad exquisita, nos asigna de inmediato habitación (el hotel es grande e imagino que tienen muchas disponibles), de modo que una vez desecho el equipaje y sin apenas más preámbulos, salimos a disfrutar de la hermosa localidad toscana. No pretendo hacer de este texto un remedo de guía turística; hay cientos, si no miles, de páginas en Internet donde encontrar información exhaustiva sobre Pisa. Además, todos los datos prácticos que pueda ofrecer se quedarán viejos en no mucho tiempo. No voy, por tanto, a detallar todas y cada una de las numerosas atracciones turísticas de que dispone Pisa. En cambio, diré como primera impresión que me parece más bella incluso de lo esperado. Apenas ponemos los pies fuera del hotel, los edificios que aparecen ante nosotros se descubren todo lo impresionantes que podría esperarse de una localidad tan célebre. A partir de Piazza Vittorio Emanuele II, ubicada a escasos metros de la estación de tren, surge Corso Italia, nervio comercial de la ciudad y espacio simbólico donde se concentran gran parte de las principales tiendas. Entre semana, turistas aparte, es la vía más animada de la ciudad, al menos en diurnas. La calle termina en el río Arno, junto a la Logia y el Ponte di Mezzo, el cual conecta con la parte vieja de Pisa. Una de las primeras cosas que hacemos siempre al llegar a una ciudad es proveernos de un mapa para poder orientarnos con comodidad (lo que no significa que a menudo no prefiramos perdernos, vagar sin destino fijo, sobre todo en espacios poco transitados y tan cautivadores). Junto a la logia hay una oficina de turismo perfectamente señalizada hacia donde nos dirigimos de inmediato, pero, aunque estamos todavía en horario laboral, en este momento permanece cerrada. El edificio, además de la oficina de turismo, acoge otra serie de dependencias municipales. Una ordenanza que nos ha visto llegar y que es testigo de nuestra situación, se aproxima a nosotros, nos pregunta qué queremos y nos proporciona un plano de la ciudad. Tengo la sensación de que está acostumbrada a actuar en sustitución del personal de la oficina de turismo. El Ponte di Mezzo nos lleva a la Piazza Garibaldi. Vistos desde la orilla, los edificios que flanquean el río ofrecen en conjunto una imagen sumamente armoniosa y equilibrada. Aquí da comienzo en realidad el casco antiguo de la ciudad, territorio natural de los turistas y zona bien surtida de restaurantes y tiendas de souvenirs. Sin embargo, el área es lo suficientemente extensa para, si uno lo desea, perderse por sus numerosas callejuelas y sentirse inmerso en lo que debió ser una de las ciudades medievales más hermosas del renacimiento. Algunos de los edificios se remontan a los siglos XIII y XIV, y el grado de conservación del conjunto es inmejorable. Asimismo, la estructura laberíntica de esta parte de la ciudad constituye, a mi entender, uno de sus elementos más destacables (con permiso de la famosa torre inclinada) y uno de sus más notables atractivos. Pisa, desde siglos atrás, acoge una de las poblaciones estudiantiles más numerosas de Italia, y eso se deja notar especialmente a estas horas, próximos al mediodía. En Piazza Dante, por ejemplo, hay varios grupos de jóvenes charlando animadamente en corros. Algunos están comiéndose un bocadillo, y de inmediato me entran ganas de probar uno a mí también. Justo al lado hay un pequeño bar donde los sirven. Quiero elegir uno de embutido local, en concreto de panceta toscana, que es lo que más me llama la atención, pero para mi desgracia el camarero, que por cierto habla español, se empeña en que pruebe dos tipos distintos de embutido (no recuerdo cuál es el otro). No sé cómo ni de qué manera (hay que reconocerles a algunos italianos su maestría a la hora de embaucar a ingenuos como yo), pero finalmente salgo de allí con los dos bocadillos que me ha propuesto el susodicho. Tengo que decir, no obstante, que ambos bocatas están excelentes, aunque uno de ellos tendré que dejarlo para la cena. Después, nuestro paseo nos lleva a otra de las grandes maravillas de la ciudad, la Piazza dei Cavalieri, circundada por un buen número de edificios de extrema belleza, entre los que destaca por sus pinturas la fachada de la Scuola Normale Superiore, cuyo origen se remonta al siglo XIV. Justo en frente se encuentra el Palacio del Reloj, coronado, como su nombre indica, por un llamativo reloj. Habrá pocas personas que no hayan visto alguna vez imágenes, ya sea en fotos o en televisión, de la famosísima Piazza dei Miracoli y su más preciado icono: la torre inclinada. Con todo, debo decir que, contemplada in situ, es mucho más impresionante que en postales (como por otra parte es lógico). La plaza acoge tres auténticas maravillas arquitectónicas, que si individualmente merecen toda la atención, en conjunto forman una unidad impresionante: el baptisterio, la catedral y la célebre torre del campanario. Imposible, al menos para mí, destacar una sobre las demás. Lamentablemente, el baptisterio está cerrado por reformas y la fila para subir a la torre es muy larga. Preferimos, en vista de eso, comprar entradas solo para la Catedral y para otro de los edificios emblemáticos de la plaza y que contribuye a incrementar todavía más su encanto: el Camposanto, cuyas pinturas han sido restauradas en su mayor parte y ofrecen un aspecto extraordinario (el edificio sufrió daños severos durante los bombardeos aliados en la IIª Guerra Mundial). Debido a la extensión de la plaza, o quizá a que el turismo aún no ha vuelto a registrar los niveles previos a la pandemia, tengo la sensación de que hay bastante menos gente de lo previsto (o de lo que yo esperaba, para ser más justo). Las incomodidades a la hora de disfrutar del lugar son, pues, mínimas. Como era de suponer, casi todo el mundo se hace la típica fotografía sosteniendo la torre con las manos para que no se caiga: somos animales gregarios y nos puede la tendencia a hacer lo mismo que los demás. Sea como sea, hay espacio para todos, faltaría más, y cada cual entiende el viaje a su manera. Por mi parte, podría pasarme horas así, es decir, mirando y sintiendo, dejándome absorber por la atmósfera del lugar, disfrutando de la simple contemplación de tanta maravilla arquitectónica, pero como vamos a pasar más noches en Pisa, ya tendré tiempo de seguir solazándome, así que toca reanudar el camino. Por la noche, además, cursaremos una segunda visita para ver los edificios iluminados, aunque tengo que decir que la iluminación me resultó menos espectacular de lo esperado, lo cual, dicho sea de paso, tampoco debe entenderse de una manera negativa: con delinear suavemente las formas es más que suficiente. Un exceso de contaminación lumínica tampoco me parece que sea aconsejable.
Miércoles – 20 de octubre de 2021 - SIENA Hoy, de acuerdo con nuestro plan inicial, teníamos pensado visitar Florencia. Ya habíamos estado en esta localidad hace tiempo ―creo que en 1998―, pero teníamos ganas de cursarle una segunda visita: Florencia alberga tal cantidad de atractivos que, de hecho, nos hemos propuesto realizar un par de excursiones a lo largo de este viaje. Sin embargo, debido a que los pronósticos meteorológicos anuncian lluvia para hoy, decidimos cambiar a última hora nuestro plan y dirigirnos a Siena, donde aparentemente disfrutaremos de un tiempo más apacible. Antes de eso, hemos desayunado copiosamente en el buffet del hotel. Dos de las razones por las que elegimos este sitio (que no es especialmente barato) fueron su proximidad a la estación de tren y su desayuno. Y en ambos aspectos cumple perfectamente con lo esperado. Un buen desayuno nos evita, además, invertir más tiempo del necesario en la comida del mediodía, que solventaremos con algún tentempié rápido y frugal (o al menos eso es lo que tenemos previsto), y ya lo compensaremos después con una cena tranquila y digna en algún restaurante de Pisa. Ese es, grosso modo, nuestro plan de viaje para la Toscana. Para llegar a Siena desde Pisa hay que realizar transbordo en Empoli, algo que no supone ningún problema dada las numerosas conexiones férreas que existen. Debo decir, antes de nada, que viajar en tren por Italia es extremadamente sencillo. La frecuencia de los trenes es enorme, casi todas las localidades están conectadas por ferrocarril y la puntualidad ―quién lo iba a decir, lo que son los prejuicios― es admirable. Casi ni hace falta comprobar de antemano los horarios; cada pocos minutos ―casi siempre menos de una hora― sale un tren a alguna de las localidades próximas. No puedo evitar sentir una callada envidia cuando viajo por otros países de Europa y descubro sus magníficas conexiones ferroviarias. Me ha pasado en Alemania, en Dinamarca, en Países Bajos, en Bélgica… En todos ellos nos hemos movido en tren sin la menor dificultad y sin tener que realizar extraños cambalaches horarios. Pero en España, salvo que uno viva en una de sus tres o cuatro ciudades más pobladas ―y exceptuando el AVE y la alta velocidad―, las conexiones son escasas y a menudo inexistentes. Nunca he entendido por qué no se ha cuidado más el transporte por ferrocarril (alguna idea tengo, pero como no sé si es realmente cierta, me abstendré de exponerla aquí), por qué a la mínima oportunidad se suprimen frecuencias y conexiones. De acuerdo que algunas rutas pueden ser deficitarias (también en Italia habrá días en que apenas un puñado de personas haremos uso del tren), pero imagino que eso se compensará con el beneficio elevado que proporcionan otras líneas. Los servicios públicos, por encima del negocio, deben ser servicios públicos. La localidad de Siena se encuentra situada a mucha más altura que su estación de ferrocarril. Para llegar a la parte vieja hay que recorrer, pues, una considerable distancia cuesta arriba, lo cual en la práctica no supone ningún problema gracias a unas escaleras mecánicas que, una vez atravesado un centro comercial, se han instalado oportunamente y conducen con comodidad hasta la misma entrada de la ciudad. Siena se conserva, casi en su totalidad, como una auténtica población medieval. Ya desde el primer instante sorprende la antigüedad de los edificios que aparecen a ambos de Via Camollia, la calle principal si uno accede a la ciudad por la puerta del mismo nombre. En sus fachadas los siglos de historia se perciben con absoluta nitidez. Estos primeros minutos son intensos, pletóricos. Los edificios que van apareciendo ante nosotros no destacan por reflejar viejos esplendores, se trata más bien de viviendas en las que probablemente residía gente adinerada pero no noble, comerciantes, artesanos, aunque creo que eso mismo hace que la sensación de pasado que transmiten sea más aguda aún, más vívida. Conforme nos vamos acercando a Piazza dei Campo, centro neurálgico de la ciudad y su joya más distinguida, las viejas fachadas de piedra van dejando paso a ostentosos palacios de ventanas geminadas y recargados frisos, es decir, a la exuberancia propia de la aristocracia medieval. Estamos llegando a la parte noble de Siena. Cuando penetramos por fin en la plaza, una vez superado el colapso emocional que nos causa la inmensa belleza del lugar, la fastuosa torre estilizada que culmina el Palazzo Pubblico o las elegantes fachadas que circundan la plaza (divida en nueve segmentos, uno por cada uno de los señores que gobernaban cuando se construyó), todo ello realzado por la suave luz que ha decidido acompañarnos ese día, no puede dejar de sorprenderme el poco turismo que veo, teniendo en cuenta que Siena es uno de los lugares imprescindibles de la Toscana. No negaré, en cualquier caso, que eso era en lo que confiábamos cuando escogimos estas fechas para nuestra visita. No es que reniegue del turismo, obviamente nosotros no dejamos en ningún momento de ser turistas, pero la ausencia de elementos ajenos a un espacio físico ensalza y enfatiza la armonía propia del lugar. Y eso es algo que siempre me agrada apreciar. No pido ninguna clase de exclusividad, pero me satisface encontrarla. Mención aparte merece la Catedral ―cuyo interior es a mi juicio el más hermoso de los que visitaremos estos días― y especialmente su maravillosa cripta, decorada con unos extraordinarios frescos del siglo XIII. El baptisterio, lamentablemente, está en obras durante estos meses, aunque no por ello deja de merecer la pena la visita. Aunque como he dicho antes no teníamos intención de comer aquí, encontramos un restaurante en el que, aparentemente, solo vemos población local, en vista de lo cual nos animamos a sentarnos a una de sus mesas. No tienen una carta demasiado extensa (de hecho, no tienen carta, los platos están escritos en una pizarra), así que nos limitamos a pedir una ensalada de farro (un cereal bastante común en estos lares) y un plato de embutido toscano. Tanto el precio como la calidad de ambos resultan más que aceptables, lo que nos confirma lo acertado de nuestra estrategia a la hora de elegir restaurante: privilegiar aquellos sitios donde veamos sobre todo clientela local. Siena da para más de un día, aunque lamentablemente nosotros ―en este viaje al menos― no disponemos de más. De modo que durante las horas que nos quedan nos aplicamos a patear su intrincado esqueleto urbano y a extraer de cada una de sus esquinas, calles y rincones todo el aroma posible, toda su sustancia estética. La temperatura y la luz, como he comentado antes, acompañan. Y aparte de eso, no tenemos otra misión que disfrutarlo al máximo. Casi siempre que visito un lugar tan extraordinario como Siena pienso en que no debería tardar demasiado en cursar una nueva visita. En esta ocasión, confío en que, en efecto, no me demoraré mucho tiempo. Conforme uno va cumpliendo años, tiende a valorar destinos que no resulten en exceso exigentes, donde la vida fluya con naturalidad y donde disfrutar de entornos urbanísticos espectaculares esté al alcance de cualquiera. Italia en general, y Siena en particular, cumplen a perfección esa exigencia, por lo que siempre será un destino a considerar (más todavía conforme los años vayan pasando factura). Con ese propósito en mente, cansados pero ufanos tras todo lo visto, tomamos el tren de regreso a Pisa convencidos de que más que con un adiós, nos estamos despidiendo con un hasta luego. Confiamos en que ya vendrán tiempos mejores.
Jueves – 21 de octubre de 2021 Este va a ser, definitivamente, el primero de los dos días que tenemos previsto destinar a Florencia. No tenemos ningún plan en mente, preferimos dejarnos llevar por las sensaciones. Dado que en nuestra anterior visita ya entramos en la mayor parte de sus museos y galerías, la idea en esta ocasión se reduce sencillamente a callejear, ir de un sitio a otro, apreciar y sentir los efluvios que emana la ciudad. En esta segunda visita confirmamos —ya lo intuimos la otra vez— que Florencia es una de las ciudades que peor trata a sus turistas, o que más intenta aprovecharse de ellos. La estrategia de diseminar por toda la ciudad sus diversos atractivos artísticos te obliga a tener que adquirir un montón de entradas (que no son en absoluto baratas) si quieres ver aunque solo sea sus obras más célebres. Calculando así a ojo, un mínimo de 50 € por cabeza no te los quita nadie, y eso escogiendo muy bien, porque si tienes el propósito de visitarlo casi todo, de menos de 100 € no creo que baje la cosa. Subir a la cúpula de la Catedral, por ejemplo, cuesta 20 €, y 15 € ascender a la famosa torre de Giotto. Las iglesias suelen andar alrededor de los 8 € (y cada una está distinguida con una célebre escultura o una obra incomparable). Y a eso hay que añadir, cómo no, los numerosos museos que acoge. Es lo que hay y poco puedes hacer para evitarlo. Pero a pesar de todo he de decir que Florencia, cuna del Renacimiento, merece ese dispendio, y que esa es la razón por la que tantos turistas la visitan anualmente, hacen cola durante horas y pagan religiosamente las entradas. A pesar de lo mal tratados que son, insisto. Aunque la afluencia de visitantes no es pequeña (hay gente prácticamente en todos los sitios), tengo la sensación de que se ven menos turistas de lo esperado. Sin embargo, las filas para visitar la Catedral (el único de sus monumentos con entrada gratuita) se alargan considerablemente, hasta dar la vuelta al lateral del edificio y solaparse con la fila que espera para subir a la cúpula. Son las nueve de la mañana y hasta las 10:45 no abren: no quiero ni imaginar la longitud que alcanzará la hilera de personas justo en ese instante. (De todos modos, eso es algo que comprobaré en mis propias carnes en mi próxima visita). Aunque teníamos previsto visitar Florencia ayer miércoles, la hemos pospuesto a hoy debido a que los pronósticos no anuncian lluvia. Aun así, el cielo está bastante cubierto. Sin embargo, hay buena luz, lo que favorece la toma de fotografías y reduce el cansancio provocado por el calor. A pesar los años transcurridos desde nuestra primera visita (más de veinte), todavía hay lugares que permanecen frescos en mi memoria. Volver a contemplarlos de nuevo, más que reforzar la idea que conservaba de ellos, me permite observarlos desde una perspectiva nueva, como si en realidad solo hubiera accedido a una imagen parcial de los mismos y ahora me fuera permitido descubrirlos en su totalidad. La Piazza della Signoria, el Duomo y el Baptisterio, el Ponte Vecchio, Santa Maria Novella… y sobre todo la red de callejas que conforman el tramo urbano que dista entre la Catedral y el siempre omnipresente rio Arno, es decir, el centro neurálgico de la ciudad, vienen a mí como un recuerdo que, de repente, tomara forma real tras haber permanecido agazapado en alguna parte esquiva de mi memoria. Todo es lo mismo, pero, al mismo tiempo, todo es nuevo, o al menos las sensaciones que me transmite. No se me ocurre explicarlo de otra manera. Buscamos para comer algún sitio no demasiado enfocado al turismo, y nos decantamos por el Mercato di Sant’Ambrogio, algo más allá de Piazza di Santa Croce (más allá si venimos del centro, obviamente). Allí, en un pequeño puesto regentado por dos serviciales florentinos, degustamos un bocadillo de lampredotto y otro de tripa, por el módico precio de 3,5 € cada uno. Ambos están sencillamente deliciosos. Salimos tan satisfechos que decidimos que el próximo día que regresemos a Florencia volveremos a comer en uno de estos puestos. Luego nos entretenemos paseando por las calles que rodean el mercado, más humildes pero también llenas de encanto, de aspecto menos exuberante pero igual de genuinas, y más tarde cruzamos el hermoso Ponte Vechio para deambular por la orilla sur del Arno, en los alrededores del Palacio Piiti, Dedicar un día entero a sencillamente callejear por Florencia no es en absoluto excesivo; el magnífico estado de conservación en que se encuentran casi todos sus edificios (supongo que gracias a las enormes cantidades de dinero que los turistas se dejan aquí anualmente) les permite dedicar todos los esfuerzos económicos necesarios para mantener la ciudad en un estado que roza la perfección. Alargamos nuestra estancia para poder contemplar la ciudad iluminada por la noche. Como nos pasó en Pisa, las luces no son espectaculares, pero sí sirven para realzar en su justa medida los rasgos más definitorios de los edificios. Dominan los tonos suaves y las sombras poco definidas, no hay exceso de kilovatios; puede que estéticamente sea incluso mejor así. Como sucede en los lugares turísticos, hay que tener cuidado dónde te metes y los productos que adquieres. Nosotros, mientras hacemos tiempo para que anochezca, nos pedimos dos helados en una de las heladerías ubicadas en Via dei Calzaiouli. Aunque pido dos cucuruchos pequeños, al sugerir que sean de dos bolas el vendedor se las arregla para colocarnos dos helados de 7 € cada uno. En mi vida he pagado un helado tan caro, y por supuesto su consistencia no pasa de ser mediocre. Son cosas que suceden bastante a menudo en Italia y de las que hay que estar precavidos siempre, aunque el fallo haya sido mío por no haberme asegurado antes del precio de los helados (los cuales, eso sí, venían perfectamente marcados en el tablero correspondiente). Más tarde, buscando dónde comer algo para entretener el hambre, recalamos en el Mercado Centrale, que, a pesar de estar cerrado a estas horas, ha dispuesto en su planta superior una especie de centro gastronómico donde un número indeterminado de puestos ofrecen comida típica: está claro que se trata de un espacio orientado casi en exclusiva a los turistas. No es que los precios estén fuera de lo normal, pero como me sucede siempre en estos casos, me siento incómodo cuando percibo toda esa artificialidad ideada básicamente para hacerme creer que estoy en un lugar auténtico. Digamos que no siento demasiado aprecio por los sucedáneos. Ya en la estación de Florencia, perdemos el tren con destino a Pisa por un segundo. (No exagero, las puertas del vagón se cierran justo delante de mis narices). Por suerte, como he comentado varias veces, no se hace necesario esperar mucho para tomar el siguiente, apenas media hora. Son las ventajas de tener un servicio ferroviario eficaz y bien dotado.
Viernes – 22 de octubre de 2021 - LUCCA Como hemos situado nuestro centro base en Pisa, las excursiones de un día que vamos a realizar deben circunscribirse a un área no demasiado alejada. Por ese motivo elegimos como destino ciudades que no se encuentran a más de hora y media en tren. Los cual, como es lógico, reduce bastante la muestra, pero a cambio nos concede tiempo suficiente para disfrutarlas. En cualquier caso, entre las que hemos seleccionado hay una que ha despertado poderosamente mi interés: Lucca. Por las referencias que tengo, es una de las localidades más interesantes de la Toscana, aunque pocas veces aparezca entre las más citadas. Y es la conjunción de ambas circunstancias lo que más despierta mi interés. La estación de tren nos deja al lado de una de las puertas que franquean la muralla, porque Lucca es una ciudad completamente amurallada; de hecho, se puede rodear el núcleo urbano caminando por la parte superior de sus muros. Nosotros la atravesamos por la Porta San Pietro, la más próxima a la estación de tren, pero como carecemos en ese instante de plano, preferimos avanzar un poco por la muralla y hacernos una idea de dónde está cada cosa. Sin embargo, a la altura de Baluardo San Donato, unas de las torres que puntean el muro defensivo y que da acceso a Piazzale Verdi, descubrimos una oficina de información, de modo que abandonamos la muralla y descendernos al interior de la ciudad. Pertrechados con un plano siempre tendremos la posibilidad de elegir entre seguir una ruta determinada o vagar sin rumbo fijo. Aunque Lucca puede presumir de poseer un buen número de palacios e iglesias, aparte de la referida muralla medieval, el mayor orgullo de sus habitantes reside en ser el lugar de nacimiento del compositor Puccini, cuya casa natal ha sido habilitada, en buena lógica, como museo. Yo, fiel a mis principios, sigo prefiriendo patear tranquilamente sus calles en vez de entrar en museos y galerías, degustar el aroma que transmiten sus rincones y regodearme con la hermosa factura de sus edificios, sobre todo porque Lucca todavía conserva el mismo entramado urbano de la época romana, lo que hace que sus calles posean una estructura algo menos caótica que otras urbes medievales. De hecho, la Piazza San Michele ocupa el espacio en que estuvo el antiguo foro y en lo que fue el viejo anfiteatro romano ahora se ubica ―como su propio nombre indica― la Piazza Anfiteatro, donde también tiene lugar el mercado semanal. Hoy será el primer día que salgamos descontentos con la comida. Aunque el restaurante en el que entramos no aparenta estar enfocado al turismo, los platos que pedimos (espaguetis y arroz) no resultan especialmente sabrosos, pero lo peor es que son mucho menos abundantes de lo habitual; vale que no se trata de que nos presenten platos a rebosar, pero los menús degustación suelen ser otra cosa. Por suerte, todavía nos quedan muchos días para disfrutar de la gastronomía italiana, uno de los mayores alicientes de todos los viajes. Próximamente va a tener lugar en Lucca un evento cultural centrado en el mundo de cómic (Lucca Comics & Games, que se celebrará a partir de 29 de noviembre), por lo que se han levantado varias carpas de gran tamaño en diferentes puntos de la ciudad. Lamentablemente, ello entorpece la visión de algunos de sus edificios más emblemáticos, como sucede con la Catedral o el Palacio Ducal. Asimismo, varias iglesias y edificios públicos permanecen cerrados mientras son acondicionados para acoger los actos que van a tener lugar allí. Lo cierto es que tenemos intención de entrar en la mayoría de ellos; como digo, me gusta más andar, ver cómo se desarrolla la vida cotidiana, pasear con la mayor libertad, empaparme del aroma del lugar donde estoy. Por esa razón, pocas cosas me agradan más que contemplar la cotidianidad y las rutinas de su vida urbana. Un festival no es algo rutinario, pero forma parte de la idiosincrasia de esta ciudad, de modo que bienvenido sea. Las ciudades vivas tienen eso: las habitan personas que tienen sus propias necesidades y sus propios hábitos de esparcimiento. Además, como cada vez hago menos fotografías, el pequeño inconveniente que ello pueda suponer a la hora de tomar imágenes queda totalmente compensado por la sensación de normalidad que todo ello transmite. Llevamos varios días en la Toscana y aún no hemos probado la focaccia, una masa de pan bastante esponjoso al que se le pueden añadir ciertos productos como tomate, queso y una generosa dosis de aceite, así que decidimos subsanar esa falta comprando un par de trozos en una panadería de Lucca en la que vemos mucha clientela local. La verdad es que tampoco me parece que sea nada del otro mundo, o nada por lo que perder el sueño, aunque sí es lo suficientemente sabrosa como para saborearla con gusto. Por la noche, ya en Pisa, volvemos a la impresionante Piazza dei Miracolo para disfrutarla de nuevo ―uno nunca se cansa de contemplar tanta belleza― y después damos un garbeo por los alrededores en busca de un lugar donde cenar. Estamos en pleno territorio turístico, así que hay que mirar bien antes de meternos en ningún sitio. En Via Santa Maria hay un montón de terrazas con sus menús bien visibles a modo de reclamo, la mayoría a precios razonables, pero me siento poco atraído por lo que ofrecen, así que miramos por las calles adyacentes, cerca de las termas, y descubrimos un pequeño restaurante que apenas cuenta con tres mesas en la calle que nos merece más confianza. La camarera, por cierto, habla un español perfecto. Los platos que ofrecen escapan a las ofertas habituales que puedes encontrar por doquier y, por lo tanto, resultan mucho más sugerentes. Finalmente elegimos bruschettone y crostini toscani, y tengo que decir que ambos están deliciosos. Por si fuera poco, se olvidan de cobrarnos una cerveza (me encuentro tan a gusto que me pido dos) y cuando se lo hacemos notar a la camarera, nos dicen que da lo mismo y nos la perdonan. Justo cuando estamos terminando, dos chicas españolas se acercan al restaurante y observan los letreros donde se anuncial los platos. No me atrevo a aconsejarles nada, si alguna vez me pasa a mí casi siempre lo interpreto como una intromisión, así que las dejo mirar tranquilamente. Sin embargo, ayer noche ya estuvieron aquí e incluso hicieron cierta amistad con la camarera. Se ve que les gustó la comida y hoy repiten de nuevo. Nosotros tal vez volvamos más adelante, o tal vez no.
Sábado – 23 de octubre de 2021 - PRATO Toca hacer transbordo de nuevo. No hay trenes directos a Prato desde Pisa y tenemos que cambiar de tren, esta vez en Lucca. Prato no es de las ciudades más renombradas de la Toscana, pero por eso mismo me parece a priori un lugar interesante para visitar. La estación nos deja a bastante distancia del centro, lo que tampoco viene mal porque de ese momento podemos callejear por un barrio urbano convencional (no todo van a ser edificios medievales y catedrales góticas). El tramo que recorremos no resulta demasiado atractivo, pero de alguna manera nos ofrece el tono real de la vida aquí, las características de una urbe italiana moderna. Quizá sea Prato la ciudad menos atractiva de las que visitamos. Posee un centro histórico pequeño pero bien adecentado y tres o cuatro enclaves con el suficiente interés para justificar la visita, como la Piazza Santa Maria delle Carceri —donde se ubican su viejo castillo, del que solo se conservan los muros exteriores, y la iglesia de Santa Maria—, Piazza dei Comune o el Duomo, que además acoge unas maravillosas pinturas de Fray Filippo Lippi. Lo mejor de la visita es que apenas hay turistas y la ciudad destila un aroma a cotidianidad envidiable. Es la hora del vermut, las terrazas están llenas de pratenses que degustan con absoluta placidez el clásico aperol o una sencilla cerveza. Las distancias en los diferentes puntos de interés son pequeñas, así que nos limitamos a andar y ver, o a andar y sentir, y ya de paso a degustar uno de sus aromáticos cafés en una terraza. Elegimos para comer una pizzería que hemos visto próxima a Piazza Mercatale —extrañamente, no encontramos demasiados restaurantes en nuestro deambular—, pero oh sorpresa, no hacen pizzas excepto para cenar. Algo decepcionados (y mira que me entusiasma poco la pizza, pero una vez que se te mete algo en la cabeza…), pedimos un arroz a la marinera y unos ñoquis con rúcula. Ambos están realmente buenos, aunque el precio es algo más elevado que de costumbre, sobre todo por la manía de cobrarte por el cubierto, que en este caso sube a 2 € por comensal, y que a mí me suena siempre a un impuesto encubierto. En fin, es lo que tiene comer en Italia, que debes sumar al precio de los platos el importe del infame "coperto" (aunque en no todos los sitios lo incluyen). Cuando dejamos el restaurante nos encontramos con que las calles de Prato, antes un hervidero de gente, están ahora mismo prácticamente vacías: en las terrazas antes atestadas de clientes ahora solo hay sillas y mesas sin ocupar, incluso algunas están ya retiradas. Suponemos que se habrán ido a comer a sus casas, dado que turistas apenas pasarán de un puñado. Eso explica también que hayamos vistos tan pocos restaurantes abiertos. Como Prato se recorre en apenas un par de horas, pensamos que no es mala idea regresar a Pisa antes de lo habitual. No miramos los horarios de tren porque nos consta que la frecuencia es elevada. Pero al llegar a la estación nos advierten de que hoy hay convocada una jornada de huelga, o una medio jornada, para ser más exacto, y que a hasta las 4:00 de la tarde los trenes no reanudan el servicio. Será, en cualquier caso, la única ocasión en que tomemos un tren con algo de retraso. El resto de días, los trenes cumplirán su horario con una puntualidad asombrosa. Es sábado, buen momento para transitar la noche de Pisa como si fuéramos unos pisanos más. Tras un breve pero efectivo descanso en el hotel, comprobamos que a las siete de la tarde ya hay mucha gente por las calles, especialmente jóvenes (y no tan jóvenes) que abarrotan las terrazas cenando, bebiendo y charlando. Los alrededores de Borgo Stretto, la calle más popular del casco histórico, están a rebosar. Nosotros elegimos para cenar un pequeño puesto donde sirven empanadillas típicas de Plugia —a pesar de que estamos en la Toscana—, porque la mayoría de los restaurantes que a simple vista nos resultan interesantes están llenos y tampoco queremos perder demasiado tiempo buscando un sitio para comer. Después nos tomamos unas cervezas en una plaza que da a Via delle Case Dipinte, un magnifico lugar para apreciar el ambiente nocturno. Son las nueve de la noche y parece que la fauna juvenil de hace un rato ha ido dejando paso a otra más madura, por encima de los treinta: no sabemos si los más jóvenes habrán vuelto a sus casas o estarán disfrutando de la noche en otros espacios más exclusivos (nuestro conocimiento de la vida nocturna italiana es nulo). En cualquier caso, cuando nos retiramos a dormir, no mucho más tarde, el ambiente no ha decaído lo más mínimo. De camino al hotel observamos que en los alrededores de Corso Italia, la calle comercial por excelencia, el ambiente es completamente distinto al que hemos podido ver durante el día: los bares y restaurantes de las calles aledañas están llenos, e incluso damos con algún que otro antro enfocado a la población más juvenil. Mañana ―como todos los días― nos toca madrugar, de modo que resistimos la tentación de quedarnos por aquí y enfilamos en dirección a la cama. Mañana será otro día.
Domingo – 24 de octubre de 2021 – LIVORNO Livorno tampoco es de las localidades que suelen destacarse cuando se habla de los encantos de la Toscana, pero dada su proximidad con Pisa, apenas veinte minutos (una sola parada de tren), hemos decidido incluirla en nuestro periplo. También hemos leído ciertos comentarios nada decepcionantes de la ciudad, y al igual que me pasaba con Prato, bucear en la parte menos turística de esta región italiana me parece, en sí misma, una buena idea. La estación de tren se encuentra situada como a media hora del centro, pero ya las primeras casas que divisamos una vez bajados del tren nos parecen lo suficientemente atractivas como para merecer un paseo, con ese encanto a pasado que tanto me seduce. Al poco rato llegamos a la zona de los canales —la más conocida de la ciudad— y damos con la amplia pero algo desangelada Piazza de la Republica y, justo al otro lado del canal, con la Fortezza Nuova. Los edificios de alrededor me recuerdan de alguna manera a Nápoles: grandes bloques con ventanales simétricamente distribuidos, fachadas algo corroídas por la humedad y cierto aroma a tiempo estancado (lo cual, como ha quedado dicho, me agrada sobremanera). Sin embargo, cuando entramos en el barrio denominado Venezia Nuova —llamado así, obviamente, por los canales que lo surcan—, todo se vuelve mucho más modesto, más a la altura de lo humano, y por eso mismo también más próximo; apenas quedan edificaciones del renacimiento toscano, ya que Livorno fue literalmente arrasada durante la II Guerra Mundial, pero, aun así, los edificios comparten un grato equilibro urbanístico y una homogeneidad estética que hace que pasear por esta parte de la ciudad resulte muy estimulante. En el puerto se encuentra la otra fortaleza defensiva, la Fortezza Vecchia, que, esta vez sí, nos animamos a visitar (la entrada es gratuita y su grado de conservación es bastante aceptable). Las vistas que se obtienen desde lo alto de su torre ofrecen una imagen de Livorno más atractiva incluso de lo que me ha parecido en un principio. Si bien los alrededores de la Catedral presentan escaso interés (edificios modernos, calles funcionales y plazas poco agradables), los alrededores de los canales mantienen una uniformidad estética que lo compensa de sobra. Llevamos apenas hora y media aquí, pero las sensaciones que estoy percibiendo me agradan más de lo que esperaba. Livorno me gusta, me parece una ciudad viva, que representa con mucha fidelidad el modo de vida italiano. No abundan los palacios ni los edificios históricos, se percibe incluso cierta renuncia a un evidente propósito ornamental, incluso de resultar agradable a la vista, pero sus calles destilan un aroma genuino y nada adulterado que para mí es más que suficiente. En las proximidades del mercado central (un edificio de aspecto decimonónico ubicado a orillas del canal y que destaca por encima del conjunto) probamos algunos productos del mar, como pulpo y bacalao, a los que añadimos un excelente plato de melanzane alla parmigiana —es decir, berenjena— y, con la satisfacción que proporciona una buena comida, proseguimos con nuestro recorrido a lo largo del canal hasta su final, en el puerto, a la vez que contemplamos la factura de los edificios que lo flanquean. Aun a riesgo de resultar redundante, cada vez le voy encontrando mayor atractivo a lo que veo. Proseguimos camino por el extenso y magnífico paseo que bordea el puerto, donde nos encontramos con algún puesto de pescado y rebozados que, aunque haya acabado de comer hace poco, vuelve a despertarme el apetito, hasta llegar a la Terraza Mascagni, un espacio abierto junto al mar que invita al solaz y a la simple contemplación, una hermosa explanada construida a la medida de lo humano, un magnífico emplazamiento para abandonarse y sentir, sin ninguna otra obligación. Otro motivo más para considerar a Livorno como la gran sorpresa de este viaje. Como estamos algo apartados del centro, queremos regresar en autobús a la estación (la línea azul nos deja justo allí) pero no encontramos ningún estanco (tabacchi) donde poder comprar los consabidos billetes. Después de andar un largo trecho sin encontrar ninguno, vemos un cartel justo al lado de un bar, pero resulta que hace referencia al local de al lado y este se encuentra cerrado. Por un momento, al igual que nos sucedió en Porto Venere, parece que no nos vaya a quedar más remedio que volver a pie (a ojo calculamos que puede haber hora y media como mínimo, y lo cierto es que estamos bastante cansados; apenas hemos parado excepto en el momento de la comida). Preguntamos a algunos transeúntes por algún estanco cercano, pero ninguno nos sabe darnos razón. Parece como si por esta parte de la ciudad no hubiera necesidad de comprar billetes para el autobús. Por fortuna, al borde de la desesperación, preguntamos a una joven que pasa por allí y nos responde en un aceptable español que hoy, al ser domingo, el autobús es gratuito. No preguntamos más: damos esa información por cierta y asumimos el riesgo de que, si no es así, habrá que pagar la correspondiente sanción en caso de que un revisor suba al vehículo. Por lo que vamos viendo, ninguno de los demás viajeros hace intención de picar su billete. Entre tanto, a lo largo del trayecto se incorpora al autobús una fauna de los más variopinta (lo que nos confirma que, en efecto, hoy domingo no hay que pagar), entre los cuales destacan un grupo de jóvenes bastante revoltosos y reacios a llevar la mascarilla (una mujer les llama la atención al respecto y, aunque sea con malas caras, los muchachos le hacen caso) y, sobre todo, un joven andrajoso que lleva una botella de cerveza en la mano y al que acompaña un perro suelto que toma posesión del autobús como si fuera su propia caseta (de hecho, se tumba a nuestros pies todo lo largo que es, sin que absolutamente nadie de los que están en ese momento en el autobús diga nada). Su dueño, desentendiéndose por completo del animal, se limita a dar sorbos a su cerveza y a hacer ciertos comentarios que, por fortuna, no logro entender. No creo que esté borracho —no da esa sensación—, simplemente se comporta así porque es su manera de ser. Por suerte, el trayecto hasta la estación no es demasiado largo, así que el espectáculo al que asistimos un tanto asombrados no llega a hacerse especialmente tedioso —ni peligroso, que todo es posible. En Pisa, a las orillas del Arno, hay un mercadillo callejero que ocupa prácticamente todo el lado norte del río. No nos interesa gran cosa lo que ofrecen (ropa, menaje, cosas así), de modo que preferimos dar otra vuelta —una más— por sus calles y, de paso, disfrutar de un espectacular atardecer que viste el cielo de hermosos y deslumbrantes colores. No está mal como despedida de un día que ha sido, en términos generales, realmente satisfactorio.
Lunes – 25 de octubre de 2021 - FLORENCIA Último día de viaje, que como creo haber comentado antes volvemos a dedicar a Florencia. Va a ser, o eso nos proponemos, un día tranquilo, relajado, de serenos paseos y lánguidas contemplaciones. Sin embargo, después de pensarlo con detenimiento, decidimos que la primera visita será a la Catedral. El otro día pudimos comprobar la enorme fila que se había formado para entrar; aun así, dado que el día cunde mucho y suele haber tiempo para casi todo, optamos por esperar el tiempo que sea necesario y nos ponemos a la cola. Son las 9:45 (abren a las 10:45), y a esas horas la fila ha alcanzado ya una longitud considerable, de modo asumimos que vamos a tener que estar como mínimo una hora de pie sin hacer otra cosa que aguardar turno. Es el precio que hay que pagar (aunque se trate de un precio no monetario) por ver la famosa cúpula de Brunelleschi, ya que casi todo lo demás ha sido distribuido por los diversos museos de la ciudad. Una vez que llega la hora, las puertas se abren puntualmente y la fila comienza a avanzar, aunque a escasa velocidad debido al tiempo que hay que perder con la comprobación del pasaporte covid de todos y cada uno de los visitantes. A nosotros no nos toca hasta 20 minutos después. Luego, en el interior, una vez vistas las pinturas de la cúpula, tampoco hay mucho más que hacer. De hecho, el interior de la iglesia está lejos de encontrarse lleno: los visitantes dan una vuelta, observan la cúpula con mayor omenos detenimiento y a continuación se van. Una hora y veinte para eso. Sinceramente, no creo que merezca la pena. El resto del día lo dedicamos, como he dicho, a callejear. No hay mucho más que reseñar, o tal vez todo merezca ser reseñado: Florencia es esencialmente una ciudad-museo y apenas hay nada que no resulte deslumbrante. A la hora de comer volvemos al mercado de Sant'Ambrogio. En esta ocasión, probamos en otros dos puestos. En uno de ellos nos decantamos por unos platos de bacalao, calamares con espinacas y berenjena (esta última de nuevo exquisita; se ve que es un plato que se les da muy bien a los toscanos). En el otro probamos ribollita (una sopa de verduras muy espesa típica de la región) y algo que me parece lomo con tomate, aunque tampoco estoy muy seguro (en cualquier caso, está muy sabroso). Sin duda, una elección bastante más satisfactoria que sentarnos en uno de los muchos restaurantes de la ciudad cuya cocina está sobre todo orientada al turista. De vuelta en Pisa, dejamos pasar las últimas horas mientras callejeamos por los alrededores de Corso Italia, y ya de paso buscamos el famoso mural de Keith Karing que aparece en casi todas las guías. Pero como todo en esta vida, nuestro viaje debe llegar a su fin, entre otras razones porque los viajes tienen esa característica ineludible: la temporalidad. De otro modo no serían viajes sino estancias, permanencias más o menos estables, residencias temporales, pero no viajes. Mañana abandonaremos la Toscana con un magnífico sabor de boca. La Toscana y la Liguria. Ha sido un viaje tranquilo, sin sobresaltos ni descubrimientos sorprendentes, pero bien aprovechado y lleno de sensaciones intransferibles, al fin y al cabo lo que persigo: no tanto ver como sentir y experimentar, aunque a ello ayude en no poca medida la belleza y la historia del lugar. Tal vez sea Italia, me digo ahora, el país de todos los que he visitado con más ciudades dignas de disfrutarse, el que más belleza y arte alberga, el que posee el mayor número espacios idílicos y el que puede presumir de tener una historia más rica (Roma y el renacimiento, por sí mismos, representan hitos incomparables en el devenir de la humanidad). No podría afirmarlo con seguridad porque tampoco me dedico a hacer ranking de nada, pero Italia, en cualquiera de los viajes que he hecho, siempre alcanza un sobresaliente (aun cuando me sienta engañado de vez en cuando: hasta las más excelsas obras humanas tienen su pequeña mácula; Italia no iba a ser diferente). Ahora solo queda compactar los recuerdos, revisar las fotos y aguardar a lo que nos depare este próximo 2022. Este pequeño texto, de alguna manera, no pretende ser otra cosa más que un intento de dar solidez a unas experiencias personales, a unos recuerdos siempre efímeros y a menudo arbitrarios. No otra cosa significan —al menos para mí— los viajes.© 2021 Carlos Manzano
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