JAPÓN
UNIVERSO DE CONTRASTES

INTRODUCCIÓN
No tenía nada claro cómo enfocar este texto sobre mi
reciente viaje Japón. Ya desde antes de ponerme a escribir, me frenaba una
convicción ineludible: de un breve recorrido de dieciséis días por uno de los
países más complejos y contradictorios del planeta apenas es posible extraer más
que una serie de sensaciones inconexas y poco definidas que de ninguna manera
merecen ser elevadas a la categoría de “reflexiones”. Por otra parte, el
temor a resultar pretencioso si insistía en sobredimensionar lo que
no son sino meras impresiones personales (contingentes y siempre
intransferibles) me impedía dar comienzo a lo que debía ser un sucinto resumen
de un viaje turístico a aquel país en otoño de 2008. El riesgo, igualmente
probable, de resultar demasiado prolijo en descripciones o abundar en reseñas
impersonales, convirtiendo este texto en una simple pero desmañada guía
turística sin interés para nadie, era el otro escollo que se presentaba ante mí.
Así que me dije que lo único que de verdad estaba en condiciones de hacer era lo
que he venido haciendo hasta ahora con la mayor parte de mis viajes: iniciar una
descripción físico-sentimental apoyándome en las distintas circunstancias vividas
y tratando
de ser lo más honesto posible conmigo mismo y con el ocasional lector. No sé
otra forma de abordar el relato de mis experiencias de viaje. Tratar de llegar
más allá sería atribuirme unas facultades que no poseo y otorgarme una posición
de observador “omnicomprensivo” que excede con mucho mi capacidad de
discernimiento; es decir, jugar a un juego que no conozco y, por tanto, correr
el riesgo de hacer trampas conmigo mismo. Y eso, además de estúpido, sería
ridículo.
Japón, desde los más modernos barrios de sus grandes
ciudades donde los rascacielos, las agobiantes luces de neón, las gigantescas pantallas de video, las concurridas avenidas y los pasos de
tren elevados dominan el paisaje remitiéndonos a las más delirantes películas
futuristas, hasta sus coloridos mercados callejeros que nos
devuelven siquiera por unos minutos al continente asiático más vibrante, ofrece
unos contrastes tan marcados que hace difícil encontrar una sola óptica desde la
que aprehender tanta diversidad y tanta abundancia. Japón es sin duda alguna un
país asiático, y eso se deja ver aunque solo sea en algunos aspectos secundarios
que, no obstante, surgen a la vista tras rascar levemente en su celofán de
urbanismo ultramoderno. Las calles de Tokio rivalizan en caos con otras grandes urbes asiáticas (un caos, no obstante,
perfectamente dispuesto, sin atropellos ni peligros, con calles
saturadas de viandantes pero donde casi nunca hay tropiezos
involuntarios); la comida, sin soslayar la sofisticación que la han
hecho mundialmente famosa, es también indudablemente asiática: el arroz y los
típicos noodles forman parte de su dieta básica; las calles de algunos
barrios de la ciudad aparecen saturadas de cables eléctricos, una estampa que,
alejada de la más mínima regla estética,
podría encontrarse con pocas variaciones en
Bangkok, Saigon o Non Penh; por no hablar del clima, que aunque aderezado con
algunas peculiaridades nacionales producto de su configuración isleña, presenta
unos veranos muy calurosos y húmedos y unos inviernos fríos y lluviosos. En
efecto, cuando uno viaja a Japón, debe tener en cuenta que también está viajando
a Asia.
Pero Japón es, al mismo tiempo, una nación que ha
alcanzado un gran desarrollo tecnológico y urbano. Es, desde esa óptica, un
país occidental que ha hecho del despilfarro y el derroche energético una de sus
señas distintivas. La organización social, a ojos de un turista que lo
desconoce casi todo del país, aparece apenas sin fisuras, “hormíguea” me atrevería a
decir: apenas hay delincuencia, el tráfico no presenta alteraciones
significativas —al menos yo no presencié ninguno de esos atascos que caracterizan nuestras más boyantes ciudades,
como Madrid y Barcelona— y la puntualidad de los servicios de transporte alcanza la perfección.
A
pesar del escollo que supone el idioma, y que pocas veces se estará en
condiciones de superar, hay
pocos países donde uno pueda moverse con mayor soltura que Japón. El civismo de
sus habitantes es ejemplar, y no creo haber pisado nunca una ciudad más limpia
que Tokio, a pesar de la práctica inexistencia de papeleras en las vías
públicas.
Más allá del tópico, la imagen del trabajador japonés que
aparece a los ojos del turista cuadra sin rechinar lo más mínimo con la del
obrero concienzudo que ha llegado hasta nosotros, una
imagen esquemática (pero bastante real) que los describe entregados en cuerpo y
alma a la labor que les ha tocado
desempeñar y dispuestos a desarrollarla de la mejor manera posible. Eso explica, quizá,
el porqué de su puntualísimo sistema de ferrocarril, exacto hasta el
segundo, y que a cualquier español acostumbrado a aceptar los retrasos como la cosa más natural
del mundo no puede dejar de causarle admiración.
Como ya he dicho, el país apenas presenta niveles de
delincuencia reseñables, y la preocupación por no ofender al otro (es
importante no confundir "no ofender" con "no molestar": la
música que hasta bien entrada la noche puede escucharse en algunas calles de
Kanazawa o las terribles pantallas de video
que, con el sonido a todo volumen, dominan algunas
plazas contradicen el comportamiento individual de sus gentes, siempre atento) ha convertido
el protocolo y la educación en la columna vertebral de las relaciones sociales.
Es habitual que a uno le saluden con reverencias al entrar y al salir de cualquier comercio
o local; la
reverencia es la forma habitual de saludo entre los japoneses, entre otras cosas porque aquí nadie se toca,
ni siquiera para solicitar tu atención. Los años en los que el shogun Tokugawa,
el auténtico unificador del país allá a comienzos del siglo XVII, impuso la
llamada “ley de la espada”, por la que cualquier samurai estaba en su derecho de
cercenar la vida de otro si pensaba que éste le había ofendido,
acabaron por producir resultados más que tangibles en el carácter de los
japoneses.
Otro de los aspectos que
más atraen la atención de los recién
llegados es, cómo no, sus jóvenes. Japón es la cuna de muchos de los movimientos
juveniles que pueden observarse actualmente en el planeta. Las tribus urbanas, cuyos adeptos
desbordan las atestadas zonas de Harajuku y Shibuya los fines de semana, ofrecen
una gama de familias y subgrupos tan amplia que a un no iniciado como yo le
resulta imposible catalogar al completo: Kogal, Kawai, Wamono, Decora, Lolitas, Gothic
Lolitas… son los nombres extraños que adoptan algunas de ellas y que ya se están
empezando a copiar (muchas ya lo han sido) en otros lugares del planeta. Para
un extranjero resulta del todo imposible describirlas con propiedad, apreciar las sutiles
diferencias que las definen y, menos aún, conocer cuál es el origen de cada una
de ellas. Al final, quedarán como el punto exótico por excelencia de un sector
juvenil que, tal vez renuente a entrar en el mundo ordenado de sus
mayores, ha hecho de la apropiación de unos usos sociales genuinamente infantiles y
totalmente dominados por la apariencia, el último recurso para perpetuarse en un
permanente estado de inmadurez.
Y por si todo esto fuera poco, la aparente impudicia de sus
colegialas, quienes parecen pugnar unas con otras por ver quién ofrece la falda más
minúscula o el atuendo más provocativo, lleva al visitante (al menos al
masculino) a congeniar con el
imaginario erótico de los japoneses, un imaginario que a su vez encuentra su
alimento en sus tradicionales dibujos animados, el anime y el manga.
A este respecto, me parece oportuno referirme al artículo
que, a raíz de una exposición en España de la artista nipona Erina Matsui,
escribió en la página web Neomoda (http://www.neomoda.com)
la periodista Irene Romero, muy indicativo de las nuevas corrientes juveniles
que se dan en Japón:
«El término Kawaii es una palabra de moda entre
los jóvenes japoneses, que más allá de significar guapo o mono, define toda
una forma de ser y pensar basada en un cierto estrafalario nihilismo y una
exaltación de la infancia. Minifaldas plisadas, lolitas en el barrio de
Harajuku, adoración exacerbada por todo lo relacionado con Hello Kitty y los
personajes manga, construyen un mundo onírico y delicado en el que
los jóvenes japoneses se refugian y recrean su propia identidad.»
Y un poco más adelante, añade:
«En cuanto a la transformación de la sociedad japonesa
también hay que añadir la metamorfosis de la figura de la mujer. Tras ser el
sustento de la cultura tradicional japonesa, en la actualidad (…) las chicas
pasan cada vez más tiempo en la calle, vestidas de forma ostentosa para ser
vistas y fotografiadas por los ojos de los viandantes. Las shôjo, las
adolescentes japonesas son el símbolo de una mutación de la sociedad. Se
definen como mujeres-niña, en estado de suspensión entre la infancia y la
edad adulta. Entre colegiala y femme fatale, la gyaru —del
inglés girl (chica), a la japonesa— es realmente la nueva fuerza
social y cultural en Japón.»
Creo que no es necesario añadir mucho más.
Por todo ello, ante tal cantidad de modelos de ocio ajenos
a lo que representa la vida en nuestras sociedades occidentes, lo que viene a
continuación no puede pasar de ser meras percepciones, destellos que han ido
surgiendo poco a poco ante los ojos del viajero, sin que llegue al final a
asimilarlo del todo y, menos aún, a comprenderlo en su justa medida. Es como si
contemplara el país a través de un cristal irrompible, transparente pero excepcionalmente grueso, y el verdadero Japón quedase siempre al
otro lado, inalcanzable, incomprensible muchas veces, contradictorio siempre.
Quizá ésa sea la razón por la que Japón no defrauda nunca ni deja jamás
de sorprender.
TOKIO
La capital de Japón podría servir de resumen de lo que
ofrece el país en su conjunto. A imagen de un orondo luchador de sumo, el
deporte-religión nacional, Tokio es una ciudad de apariencia tosca, desmesurada
y
poco presuntuosa, podría decirse que hasta obesa, pero que al mismo tiempo permite entrever más allá de
la grasa acumulada y sus torpes ademanes unos modales exquisitos y una técnica
perfectamente depurada producto de muchos años de experiencia. Tokio es, a
primera vista, una ciudad descomunal, brutal me atrevería a decir, organizada en
una serie de distritos definidos en su mayor parte por una arquitectura funcional diseñada con el único fin de dar alojamiento a sus algo más de 13 millones de habitantes. No es
fácil recorrerla al completo, ni siquiera visitar todas sus áreas principales sin dejarse alguno de sus rincones más reseñables. No es
tampoco una ciudad bonita; quitando algunas zonas determinadas, apenas hay
edificios que merezcan ser reseñados por su belleza estética. En realidad, Tokio
no está hecha para ser recorrida a pie una vez se abandonan sus barrios más
emblemáticos. Su inmensa amplitud hace obligado el uso del transporte público,
ya sea su extraordinaria red de metro o de la línea ferroviaria circular Yamamote, esta última recomendable si uno dispone del caro pero indispensable
Rail Pass. A pesar de todo, Tokio se convierte en una visita imprescindible si uno
quiere acercarse, siquiera superficialmente, a la realidad más telúrica del
país, a su idiosincrasia particular. Y es que, como en los espacios más
representativos, aquí se condensa lo peor y lo mejor de Japón.
Tokio sufrió dos graves calamidades que arrasaron casi por
completo lo que pudo ser la ciudad hasta el siglo XIX. En primer lugar, el
terrible terremoto de Kanto de 1923, que echó abajo buena parte de sus barrios
antiguos; y en segundo lugar, los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra
Mundial, que arrasaron por completo con lo poco que todavía quedaba en pie.
Asakusa es tal vez la única zona de la capital donde todavía pueden verse
algunas construcciones de estilo tradicional. En los alrededores del templo
Senso-ji, por ejemplo, queda alguna que otra calle donde aún se mantienen en pie
las típicas casas de manera tan caras de ver en otras
zonas. Es poco, demasiado poco para el esplendor del que gozó la ciudad en el
pasado, pero el atractivo de Tokio no reside en la gloria de sus viejos tiempos,
sino en el futuro, en ese avance de ciudad postindustrial que exhibe con
orgullo. Shinjiku, por ejemplo, acoge en apenas unas decenas de metros
cuadrados la exquisitez arquitectónica de los más modernos rascacielos y de las oficinas del gobierno metropolitano
con la menos exquisita pero
imprescindible área de esparcimiento, es decir, los sex-shops, los
packinkos (locales de máquinas tragaperras que funcionan con bolitas de
acero), los extremadamente cursis hoteles del amor y, cómo no, los inevitables
locales de prostitución. Akahibara, el barrio tecnológico, es un mareante
maremágnum de tiendas generosamente iluminadas donde se venden los más variados
y, a menudo, incomprensibles
productos electrónicos, punteado por más y más comercios que
ofrecen una ingente variedad de productos manga y donde las bombillas de
neón que decoran cada fachada dan lugar a todo un espectáculo de luces y colores.
Pero quizá sea Shibuya, el barrio de la diversión, los restaurantes y el consumo
desenfrenado, donde mejor pueda apreciarse el ritmo de vida dinámico de esta gran ciudad. Aquí se halla el siempre atiborrado cruce de
peatones denominado Scramble Kousaten que la película Lost in Translation,
de Sofia Coppola, hizo célebre hace unos años. Ayudado por el escrupuloso
respeto a los semáforos de que hacen gala los habitantes de este país, resulta
sencillamente espectacular observar
cómo cientos de personas cruzan
al unísono la calle en todas las direcciones posibles con una coordinación tal que parece que
estuvieran poniendo en práctica una coreografía largamente ensayada. Las grandes
pantallas de video que se apostan en varias de las fachadas colindantes con sus
altavoces a todo volumen, la variopinta mezcla de personajes —ataviados muchos de
ellos con sus estrambóticas indumentarias “tribales”— que aguardan pacientes en
las aceras y los chirriantes neones que iluminan de cientos de colores cada
calle
ofrecen uno de los espectáculos urbanos tal vez más sorprendentes
del mundo. Yo, al menos, no me cansaba de ver una y otra vez el mismo preciso
movimiento de masas como si se tratase de la repetición de una polémica jugada
de fútbol.
No entraré en la descripción pormenorizada de todos y cada
uno de los barrios de esta inmensa urbe y de las características que los definen
(para eso ya están las guías de viaje, mucho más exhaustivas de lo que podrían
dar de sí estas modestas líneas). Pero no puedo dejar de recomendar otro de los
barrios característicos de Tokio, Ueno, donde, además de situarse uno de los
parques más extensos y agradables de la ciudad y un buen número de museos (en uno
de los cuales, por cierto, se exhibía una muestra del holandes Veermer y en cuya
dirección vimos
dirigirse con prisa a una multitud de ciudadanos), se sitúa el mercado
callejero de Ameyoko, un maremágnum de puestos y tiendas
callejeras que nadie debería dejar de visitar, especialmente por la noche. Aquí hay
de todo lo que cualquiera puede necesitar en su vida diaria: ropa,
restaurantes, alimentación, menaje, mobiliario…, todo a pie de calle y a un
precio mucho más asequible que en cualquier otra zona de la ciudad. Como he
señalado algo más arriba, nada que envidiar a cualquiera de los mercados
callejeros de Tailandia o China.
Tokio se puede visitar fácilmente sin ninguna clase de
ayudas externas. Un buen plano de la ciudad y otro del metro son suficientes
para no perderse en su extensa red de callejuelas y para llegar al destino en un plazo de tiempo razonable. Existe, no obstante,
un servicio de guías gratuitos que, a cambio de la práctica de algún idioma
extranjero, se ofrecen para llevarte por la zona de la ciudad que elijas.
No son
guías profesionales, pero se toman muy en serio su trabajo. La manera de
contactar con ellos es a través de su página web (http://www.tokyofreeguide.com).
Nosotros hicimos uso de uno de ellos para visitar un domingo los barrios de Ginza, Harajuku y Shibuya. En principio, hubiéramos preferido contar con un guía
de habla hispana, pero dado que ya estaban todos comprometidos para esa fecha,
tuvimos que conformarnos con uno angloparlante. Pese a ese pequeño
inconveniente, Junko, que así se llamaba la persona con la que concertamos la
visita, fue cordial, exquisitamente educada y en todo momento se tomó su labor
con absoluta seriedad. Nosotros pretendíamos, además de conocer con detalle
algunas de las zonas más llamativas de Tokio, tener un contacto directo con
algún habitante de la ciudad, poder intercambiar puntos de vista y acercarnos en
la medida de lo posible a la mentalidad japonesa.
En un principio, habíamos
acordado acotar la visita de diez de la mañana a las tres de la tarde, aunque al
final Junko estuvo con nosotros hasta pasadas las siete (supongo que sería señal
de que se encontraba a gusto con nosotros, o quizá consecuencia de su ilimitada
cortesía). Y tengo que decir que fue una experiencia de todo punto
enriquecedora. Junko nos dio toda clase de explicaciones respecto a algunas de
las cosas que nos habían llamado la atención en diversos momentos del viaje; con
ella recorrimos exhaustivamente la zona de Ginza, donde se concentran los comercios más lujosos de la capital y cuya calle principal se cierra al tráfico los
domingos por la mañana para acto seguido llenarse de viandantes ansiosos por
ocupar un espacio físico que normalmente no les pertenece. Nos habló de las
modas que tanto fascinan a los habitantes de este país y de los patrones que
rigen su manera de divertirse, de su apego a las novedades y de su tendencia a hacer
cola cada vez que un nuevo comercio del tipo que sea se establece en la ciudad
(nosotros fuimos testigos, por ejemplo, de las enormes filas que se apostaban a
la entrada a una tienda de H&M que había abierto hacía pocas semanas), filas que
en ocasiones pueden llegar a superar las dos horas.
Sin embargo, no me sentí con la confianza suficiente para
abordar cuestiones más personales. Si bien poco después de conocernos ya
sabíamos dónde trabajaba y a qué sector económico pertenecía su empresa, cuando
en cierto momento le pregunté sobre sus estudios, creí advertir en ella un
cierto reparo en contestarme, como si hubiera entrado yo en algún tema de índole
personal que no le resultaba fácil abordar. Sentí —tal vez erróneamente, eso no
lo sabré nunca— que había ciertas
barreras personales que no iba a ser fácil superar: el concepto que ambos
teníamos de lo que puede considerarse parte de nuestra intimidad difería más de
lo que yo mismo había pensado en un principio.
Había entre nosotros, a pesar de toda
la cordialidad que Junko no dejó ni un segundo de exhibir, una falta de
confianza casi crónica que no fuimos capaces de superar en ningún momento. El
temor a ofender, a decir algo molesto o inadecuado, tan presente en las
relaciones sociales niponas, estaba limitando nuestra propia comunicación.
Tampoco es que tuviera yo un interés especial en conocer cosas de su vida, pero
creo que me sentí contagiado de ese pudor extremo por no herir al otro, lo que unido a
que ni ella ni yo hablábamos un inglés perfecto, cortocircuitó nuestra
comunicación de una manera obvia. No obstante, tengo que decir la experiencia
con Junko fue sobradamente positiva, porque, aparte de su encomiable labor como
guía, vino a confirmar algunos de los tópicos más extendidos que me había traído
de España acerca de la mentalidad japonesa (por ejemplo: nada más vernos, le
hicimos entrega de un regalo que le habíamos traído desde España; ella, como es
costumbre en este país, no abrió el paquete y lo guardó directamente en el bolso
sin mostrar un excesivo entusiasmo; por su parte, ella nos dio el obsequio que
nos había preparado justo segundos antes de despedirnos).
Pero volviendo al recorrido propiamente dicho, el plato
fuerte fue, cómo no, Harajuku. Esta zona de Tokio se ha convertido en uno de los
centros de peregrinación turística más importantes de Japón debido a los grupos
de jóvenes que cada domingo se dan cita en el puente de antecede al parque de Yoyogi ataviados con sus excéntricas vestimentas. Casi como si
se tratase de un auténtico safari fotográfico, numerosos fotógrafos de todas las
nacionalidades (japoneses incluidos, por supuesto) se lanzan cada domingo a la
caza y captura de los especímenes más singulares, más estrafalarios o más
extravagantes que allí recalan, jóvenes cuya diversidad estética y atrevimiento
ornamental
nunca dejan de sorprender. Ya he hablado al principio de la moda juvenil
japonesa, así que no insistiré más en ello. En este caso, además, las
fotografías vienen a ser más descriptivas.
Es la calle Takeshita, sin embargo, el centro neurálgico de Harajuko. Esta calle más bien estrecha se
transforma los domingos en un auténtico
hervidero de adolescentes de toda clase y condición que abarrotan hasta el
último milímetro de la misma, una multitud estrambótica que convierte
un simple paseo
en una tarea titánica y que busca su dorado momento de
esparcimiento entre las tiendas de ropa, los salones de juego y los restaurantes
de comida basura que aquí abundan. Sin querer entrar ni mucho
menos en un análisis sesudo de unos modelos de diversión que me son
bastante ajenos, creí percibir en todo ello una cierta propensión al gregarismo
que llevaría a estos chicos a buscar insistentemente la compañía anónima de
otros muchos como ellos, poniendo en práctica un ritual de pertenencia con el
que probablemente tratan de romper las tendencias disgregadoras de la
industrializada y segmentada sociedad
japonesa contemporánea (aunque esto, habría que añadir, no se diferencia
demasiado con la situación de los jóvenes de nuestro país).
NAGOYA
Nagoya, si no estoy mal informado, es la cuarta ciudad más
poblada de Japón. A priori, no parece poseer demasiados atractivos (al menos las
guías no se entretienen demasiado en destacarla), a excepción
de su restaurado pero aún así atractivo castillo. No obstante, la visita a esta ciudad nos
deparará bastantes buenos momentos, teniendo en cuenta, eso sí, que se trata de
la segunda localidad que visitamos y que, por tanto, no estamos todavía
familiarizados con los estilos y las formas de vida de este país.
Un tanto ingenuamente (las distancias son mayores de lo que
parecen en el plano), nos dirigimos caminando desde la zona
colindante a la estación de ferrocarril, donde se encuentra nuestro hotel, hasta
el castillo de los Tokuwaga, aprovechándonos del sol que, por primera vez en nuestro viaje, se
ha dignado en aparecer sin el más mínimo pudor. Por cierto, nada más dejar la
estación descubrimos un tanto asombrados que el área que rodea la estación ha
sido calificada como “zona libre de humos”, por lo que está rigurosamente
prohibido fumar en la calle.
A mí, ciertamente, me resulta curiosa una
prohibición así, máxime cuando en los bares y restaurantes, espacios cerrados
donde el daño causado por la nicotina es más perceptible, sí está permitido fumar.
Es otro de esos aspectos de la vida en Japón de difícil comprensión para el no
avezado.
La estación de ferrocarril de Nagoya, de reciente
construcción, alberga en sus subterráneos todo un amplísimo y casi
laberíntico complejo comercial, cuya longitud se extiende hasta más allá de algunos edificios colindantes. En Japón llueve bastante a menudo, circunstancia que
impulsa la creación de estos inmensos espacios comerciales cubiertos donde
coexisten todo tipo de tiendas. El de Nagoya es, desde luego, el más extenso de
los que tuvimos ocasión de recorrer en nuestro viaje.
Pero, en general, todas
las estaciones de tren de las grandes ciudades tienen el suyo. Y hay que decir
también que, por lo que pudimos apreciar, los japoneses los frecuentan muy a menudo, aunque a
mí, personalmente, casi todos me parecieron artificiales, feos y nada
agradables (a excepción, tal vez, del de Kioto, del que hablaré en su momento). Será
una simple cuestión de gustos.
El recorrido, aunque más largo de lo esperado, nos permite
ir descubriendo poco a poco algunas características urbanas comunes a la mayor
parte de las ciudades de este
país como, por ejemplo, cómo junto a edificios de corte tradicional, de paredes de madera,
coexisten bloques de manzanas rabiosamente modernos y de altura más que
reseñable. Otra cosa que me llama poderosamente la atención de esta ciudad es el olor:
Nagoya, no sé exactamente el motivo, huele bien. Puede que sea alguna de las
flores que van jalonando nuestro camino o el aroma desprendido por alguna planta
aromática que no consigo identificar. El caso es que es ésa una sensación que no
me abandonará en todo el día y que alcanzará su punto álgido en
los alrededores del castillo.
El castillo que puede verse hoy en día es una reconstrucción del original, ya que éste resultó destruido por un pavoroso incendio en 1945 tras ser bombardeado
por el ejército estadounidense
(lo cual
se convertirá en casi una constante en este país: buena parte del legado
histórico de Japón acabó demolido bajo los insistentes bombardeos de la aviación
aliada; lo de Hiroshima no fue más que el punto álgido de una destrucción
organizada en toda regla). En realidad, sin dejar de ser interesante, ofrece lo
que se supone que debe dar de sí una reconstrucción. Su interior, lejos de
ofrecer el aspecto medieval del pasado, acoge un museo no exento de interés
aunque tampoco especialmente recomendable donde se pueden ver fotografías que
muestran cómo era
antes de su destrucción, así como algunas pinturas rescatadas del desastre.
Igualmente, en una de sus plantas se puede contemplar una curiosa reconstrucción de lo que podía
ser la vida diaria en un pueblo de Japón. En cualquier caso, ya que la visita
puede consumir una parte importante de nuestro tiempo, habría que añadir que su
atractivo reside más en su estructura exterior que en otra cosa.
De vuelta, cruzamos consecutivamente la zona comercial
elegante de la ciudad y la más populosa de las galerías cubiertas. En ambas, nos
dejamos seducir por ese ambiente tan característico de la vida comercial nipona
que en pocos días llegará a hacerse tan normal para nosotros como las máquinas
expendedoras de bebidas (que abundan por doquier) o las seductoras vestimentas
de las colegialas. Las tiendas que podríamos considerar de lujo destacan por su
esplendor, parecen diseñadas para que uno se sienta
partícipe de ese mundo fastuoso solo al alcance de los más pudientes;
la galería comercial, por el contrario, se asemeja más a un gran zoco,
y tanto los productos como el diseño de las tiendas están pensados para el
consumidor más prosaico, más interesado en el contenido que en el envoltorio. Es
también una zona más juvenil, más alegre si cabe, donde abundan los comercios de
ropa y los locales de entretenimiento. Para nosotros, obviamente, el
mayor pasatiempo reside sencillamente en dejarnos llevar y ver, sentir, observar
la vida cotidiana de una tarde cualquiera en una ciudad japonesa de provincias.
Con todo lo que eso conlleva.
VALLE DEL KISO
Siempre me ha gustado adentrarme en las
zonas rurales de
los países que visito. En general, especialmente cuando uno viaja por su
cuenta y riesgo, se suele hacer excesivo hincapié en contemplar las ciudades más importantes
y se dejan de lado otros puntos menos conocidos aunque también de más
difícil acceso, ya que carecen de la fluidez de comunicaciones de una gran ciudad.
Por eso, el sendero que serpentea entre las localidades de Magome y Tsumago,
perfectamente señalizado y lleno de atractivos, se había convertido para mí en una de
las etapas más esperadas de este viaje. Y tengo que adelantar que no decepcionó lo más
mínimo. Todo lo contrario.
En primer lugar, las dos poblaciones origen y final del
camino, Magome
y Tsumago (se puede hacer el recorrido en ambos sentidos, aunque partiendo de
Magome se hacen más kilómetros de descenso que de ascensión), justifican por sí
mismas una visita.
Ambas, pero sobre todo Tsumago, son poblaciones rurales de
aspecto puramente medieval, con ese encanto especial que ofrecen los espacios
donde el tiempo parece haberse detenido por completo. Ambas
poblaciones suelen recibir un importante número de turistas (turismo local sobre
todo, no son muchos los extranjeros que se acercan hasta aquí, ya que no entra
en la ruta de los principales touroeradores), aunque son bastante menos
los que se animan a completar el recorrido (recorrido que prácticamente
realizamos en absoluta soledad, inmersos así hasta el tuétano en el entorno). Teníamos todo el día por delante para recorrerlo al completo
aprovechando el buen tiempo que hizo la excursión aún más agradable si cabe y
que nos permitió llevarla a cabo con toda la tranquilidad del mundo.
No soy ningún experto en biología ni entiendo de plantas y
flores, así que me resulta imposible dar cumplida cuenta de los diferentes
paisajes que fuimos descubriendo a nuestro paso. En cualquier
caso, sí puedo decir que el camino es lo suficientemente variado para
permitirnos atravesar bosques espesos (de cedros y bambúes, entre otros), caminar junto a ríos poco caudalosos,
contemplar algunas
cascadas, cruzar minúsculas poblaciones rurales donde apenas llegan turistas,
transitar amplios senderos y vistosos campos de arroz... En resumen, y para no extenderme
demasiado en descripciones redundantes, el Valle del Kiso ofrece todo
un muestrario de entornos naturales que compensa sobradamente el pequeño esfuerzo
que supone completar el recorrido al completo (recorrido que, como he dicho antes,
está perfectamente señalizado, por lo que es casi imposible perderse).
En principio, teníamos previsto, una vez llegados a Tsumago,
tomar el autobús de línea hasta la cercana población de Nagiso para, desde aquí, regresar
en tren a Nagoya. Sin embargo, en Tsumago nos entretuvimos más de lo esperado
(la localidad lo merecía; además, no pudimos resistir la
tentación de probar un clásico té verde en un local tradicional con una decoración exquisita que,
ceremoniales incluidos, nos ocupó más tiempo del previsto) y por ese motivo
perdimos el último autobús a Nagiso. De ese modo, nos vimos obligados a caminar
tres kilómetros más (los que separan Tsumago de Nagiso) que, sin embargo, nos ofrecieron una nueva
muestra del maravilloso encanto de esta zona rural, que en modo alguno merecería
pasar inadvertida. En cualquier caso, este día quedará en el recuerdo como uno de
los más gratificantes de todo el viaje.
TAKAYAMA
Incluimos Takayama en nuestro viaje por varias razones. La
principal, obviamente, porque se trata de una ciudad realmente acogedora que conserva casi intactas varias calles antiguas con sus
tradicionales viviendas de madera. Igualmente, habíamos previsto realizar desde
aquí una visita a la cercana población de Shirakawa-go, otra localidad
tradicional donde se encuentran cierto tipo de viviendas denominadas “gasho”,
las cuales han perdurado hasta nuestros días en perfecto estado de conservación.
Se trataba, pues, de adentrarnos en esa parte de Japón, tan cara de ver hoy en
día, propia de épocas pasadas de samurais y daymios, tan
maravillosamente recreadas en algunas películas de Kurosawa, Mizoguichi o Hideo
Gosha. Y hay que decir de antemano que Takayama, a pesar de ser una localidad
turística y destino por tanto de un nada despreciable número de visitantes,
fue uno de los lugares más hermosos en donde pusimos nuestros pies.
El hecho de pasar dos noches en Takayama
(en el por otra parte encantador ryokan Minshuku Kuwataniya, estratégicamente bien situado
al lado de la estación de ferrocarril) nos permitió disfrutar del entorno urbano
con toda la calma que merecía. Ya de noche, cuando las legiones de turistas han
abandonado la ciudad refugiándose en sus esplendorosos hoteles o ya de vuelta en
sus siempre acogedores hogares, pocas cosas resultan más agradables que volver a
recorrer el distrito antiguo de Nagamachi, con sus calles ya sin tráfico
rodado y libre de viandantes, y disfrutar del inigualable encanto de sus edificios de época samurai
y de ese atmósfera genuina epropia de los lugares antiguos. En
una ocasión, incluso tuvimos la suerte de toparnos con una representación
callejera que incluía cantos y bailes ancestrales sin que llegáramos a entender
el porqué de su celebración. No importa.
En realidad, viajar a Japón exige en
muchos casos el esfuerzo de ver sin comprender, observar sin la necesidad de
analizar, dejarse llevar por las sensaciones sin tratar de
buscarles sentido, apartar un poco la mentalidad racionalista que nos es propia
y permitir que sean los ojos los que dicten nuestras reacciones. Y es en
momentos como esos cuando más se puede llegar a disfrutar de este país.
Comer en Japón es mucho más barato de lo que la mayor parte
de la gente cree. Si uno se abstiene de frecuentar los restaurantes más distinguidos,
es posible comer por tres euros o incluso menos, eso sí, siempre que
hablemos de platos basados sobre todo en el arroz o los fideos. Pero incluso
cuando se pretende disfrutar de una comida algo más exquisita, es fácil no
superar los 6 o 7 euros por persona. Japón posee multitud de restaurantes (solo
en Tokio existen más de 300.000 lugares donde comer) y muchos de ellos,
generalmente los más económicos, ofrecen en sus vitrinas la reproducción exacta
de los platos que se sirven en su interior. Eso, por supuesto, facilita
sobremanera la tarea a los asustados turistas que se sienten incapaces de
entender el complejo sistema de escritura japonés y convierte la muchas veces
esforzada tarea de elegir comida en algo parecido a un divertido juego.
La
calidad estética de estas reproducciones es también un motivo para disfrutar de
ellas (se elaboran en una fábrica de Asakusa, en Tokio, y no son pocos los
turistas que las adquieren como recuerdo, aunque su precio, según tengo
entendido, es bastante elevado).
Como bien se sabe, unos de los mayores placeres que puede
proporcionar la visita a este país es su gastronomía, más aún cuando su coste es
perfectamente aceptable para un bolsillo occidental (la terrible crisis que
asoló el país en los años 90 del siglo pasado, con su persistente deflación, ha
hecho que la vida ya no resulte tan exorbitantemente cara como debía de serlo en
décadas anteriores). Sin embargo, hay ciertos platos cuyo coste escapa a esta
norma. La carne, por ejemplo. Es
mundialmente conocido el buey de Cobe, cuyo sabor, dicen los que lo han probado,
se convierte en un placer único. En un segundo nivel de calidad está la llamada
ternera de Hida, que es el nombre de la región en donde nos encontramos, razón por
la cual decidimos que,
ya que nuestro presupuesto se mantiene bastante por
debajo de los límites esperados, ha llegado el momento de permitirnos un pequeño
lujo culinario. Así que entramos en el restaurante Suzuya, uno de los más
afamados de la ciudad, para probar la referida ternera de Hida. Hay que decir
que se trata de una carne extraordinariamente blanda, veteada por unos hilillos
de grasa que la convierten en un bocado muy jugoso. El precio, ciertamente, es
bastante elevado: una ración de 150 gramos nos vino a costar unos 4.800 yenes
(38 euros al cambio, más o menos). Sin embargo, junto a la exquisitez de la
comida, verdaderamente sabrosa, al mismo tiempo pudimos disfrutar de la amable
compañía del dueño del restaurante, quien, aparte de prepararnos la susodicha
carne justo en su punto, trató con más esfuerzo que éxito trabar conversación
con nosotros y nos mostró unos cuantos álbumes de fotos donde se veía buena
parte de los productos que ofrecía en su restaurante (muchos de los cuales,
dicho sea de paso, él mismo se encargaba de cultivar y recolectar). Fue una velada más que
interesante, aunque el inconveniente del idioma, como ya venía siendo habitual,
nos impidió un mayor grado de confraternización. Una pena.
SHIRAKAWA-GO
Desde Takayama tomamos el autobús que nos dejará poco
después en Shirakawo-go, una población rural que tiene como característica
principal la peculiar estructura de paja de sus tejados, diseñada para soportar
las terribles nevadas que suelen darse durante el invierno. Aparte de eso, y a
pesar del aluvión de visitantes que diariamente llega hasta aquí, se trata de
una población apacible cuyos habitantes todavía se dedican principalmente a
tareas propias del medio rural. La cotidianidad que se vive y se palpa, por
tanto, es intensa. Tanto que incluso a mí mismo me sorprende. Una vez que se
abandona la zona de aparcamientos y las primeras casas de entrada al pueblo
(donde se concentran las tiendas se souvenirs y los restaurantes), uno
puede permitirse sin excesivos problemas pasear relajadamente por el entorno donde se ubica la localidad,
disfrutando sin cortapisas de la vida cotidiana en un pueblo rural.
Como curiosidad, hacemos un alto en un pequeño puesto
callejero donde venden cierta clase de pescado cocinado a la brasa (no sé qué
clase de pescado es, ni tampoco me importa). Nosotros pedimos uno cada uno y nos
sentamos a una mesa mientras nos los preparan. Como en muchos
restaurantes de por aquí, el té es gratuito y te lo puedes servir tú mismo a
discreción. Justo al lado nuestro, una pareja de japoneses se han sentado
también y han pedido —creo— lo mismo que nosotros. Los pescados, obviamente, se
asan enteros, con cabeza y espinas. Y es entonces cuando observo que uno de los
jóvenes que están a nuestro lado, y a quien acaban de servirle una pieza, lo
toma entero con los palillos y tal cual se lo han puesto en el plato comienza a comérselo
sin quitarle la cabeza o las espinas, como si se tratara de un trozo de carne o
de una simple salchicha. Yo intento hacer lo mismo, pero abandono al primer
intento: las espinas son realmente gruesas, imposibles de masticar para mí.
Tengo que abrirlo con las manos y extraerle lo más cuidadosamente que puedo la
espina central y, ya de paso, todas las que veo. Tenía la falsa creencia de que
en Japón eran extremadamente cuidadosos a la hora de limpiar el pescado, pero ya
veo que estaba equivocado: sushi aparte, las espinas también pueden ser
un apetecible bocado para un japonés.
Luce un sol espléndido. Algunas de las casas tradicionales
han sido reconvertidas en museos y pueden visitarse, previo pago de la entrada
correspondiente, claro está. Un grupo de mujeres, presumiblemente de alguna
asociación femenina, vestidas todas ellas con el tradicional kimono, acaban de
llegar y deambulan divertidas por el pueblo. Les pido que me dejen hacerles una
fotografía y acceden encantadas. Una de ellas habla inglés y me pregunta sobre
nuestro viaje, qué hemos visto y qué nos ha gustado más. No podemos conversar
mucho tiempo porque las esperan para comer. Nosotros hacemos lo mismo, aunque
elegimos un restaurante de ramen, más barato aunque siempre recomendable, que
hay cerca de allí. Justo al lado nuestro, un grupo de japoneses con perros ridículamente
vestidos se disponen a entregarse a la misma actividad que nosotros. No se ven
muchos perros ni mascotas por la calle, caigo ahora, aunque los que se ven
suelen dar muestras de ser objeto de una atención exquisita, casi como unos
hijos. Aunque ignoro si esto que veo ahora es algo habitual o simple
coincidencia.
KANAZAWA
A la llegada a Kanazawa nos recibe una lluvia bastante
intensa. Hasta ahora hemos disfrutado, en general, de un tiempo irregular aunque
aceptable; ha habido días de mucho sol y otros nublados e incluso levemente
lluviosos, pero hoy llueve con ganas. Sin embargo, solo vamos a pasar una noche
aquí y, como es mediodía y no tenemos tiempo que perder, dejamos nuestras
mochilas en recepción (hasta de las cuatro no nos dan habitación), echamos mano
de nuestros impermeables y sin más preámbulos nos lanzamos como posesos a la
conquista de los más que presumibles encantos que esconden las calles de esta ciudad.
Kanazawa es una localidad relativamente grande, donde
predominan los bloques de cemento y las construcciones modernas sin ningún
atractivo.
Dado el mal tiempo, pensamos que lo mejor, de momento, es refugiarnos
bajo un techo seguro, y decidimos ir a comer. Sin embargo, no nos resulta fácil
encontrar un restaurante (por no sé qué razón, quizá por ser domingo, en la zona donde nos
encontramos no hay demasiados, y los pocos que vemos están cerrados). Llegamos
al mercado de Omicho, siempre un buen lugar para dar con algún puesto que
ofrezca alguna clase de comida, pero a esas horas apenas quedan puestos
abiertos, así que decidimos entrar en un centro comercial que hay justo al lado,
cosa, por otra parte, absolutamente habitual en este país. Los centros
comerciales, además de tiendas, supermercados y comercios, suelen alojar también
un considerable número de restaurantes que ofrecen tanta variedad de menús y de
precios como los que
se puedan encontrar en plena calle.
Es una opción absolutamente válida para días
como este, en el que la persistente lluvia no facilita precisamente el trajín
despreocupado por las calles.
Más allá de
ofrecer un centro histórico uniforme, en Kanazawa coexisten varias
áreas diferentes, un tanto distantes unas de otras, que vienen definidas por el
tipo de habitantes que las ocupaban en el pasado. Uno de ellos, por ejemplo, es Nagamachi,
el distrito de los samuráis, un par de calles donde todavía se conservan algunos
de los edificios en los que residían estos guerreros y sus familias y donde se puede visitar alguno de ellos; está también el
encantador distrito de Higasi Chaya, que era la zona donde vivían las geishas y
en el que ofrecían sus servicios (es absolutamente recomendable la visita a una de
estas casas, conservadas exactamente igual a como eran en el siglo XIX);
tenemos
también el distrito de Kazuemachi Chaya, a poca distancia del anterior aunque
separados por el río, más pequeño y probablemente con un menor número de
edificios preservados, aunque también más recogido e igualmente encantador (y
casi siempre a salvo de las hordas de turistas, lo cual no es poco). Pero el atractivo turístico
más importante de esta ciudad es sin duda alguna el parque de Kenrokuen, a decir
de muchos uno de los tres mejores de todo Japón. En efecto, aun cuando nuestra
visita (la mañana siguiente a nuestra llegada) está acompañada de una suave pero
molesta lluvia, el lugar es todo lo armonioso que puede esperarse de
un parque japonés. Merece la pena invertir unas cuantas horas aquí, seguir
con serenidad cada uno de sus bien cuidados senderos, dejarse mecer por el equilibrio visual
que ofrecen a la vista plantas, flores, árboles y arroyos, sucumbir sin
oposición a su extraordinaria melodía sensorial. La visita en un día soleado
debe de ser, presumo, aún más placentera.
NARA
La proximidad con Kioto y la excelente red de
comunicaciones entre ambas localidades hacen de la excursión a esta antigua
capital de Japón una de las etapas casi obligatorias de todo viaje. Nara
fue residencia de los emperadores durante el llamado —precisamente por ello— periodo Nara,
época en la que, por cierto, se importó el budismo de China (aunque sin que eso supusiese el
abandono del tradicional shintoismo) y se adoptaron algunas de las costumbres y
leyes de la dinastía Tang, que regía por aquel entonces el vecino imperio.
Muchos de los templos y santuarios construidos en esa época, aunque
convenientemente restaurados e incluso reconstruidos, fueron declarados
Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1998. Este es, sin duda alguna, el
mayor de sus atractivos, el imponente conjunto de templos que alberga. Aparte de
eso, Nara es una población relativamente pequeña —al menos para los estándares
habituales de Japón— cuyos enclaves principales pueden ser visitados en un día.
Aquí se halla el que dicen que es el templo de
madera más grande del mundo, el Daibutsu-den, situado dentro del complejo
denominado Todai-ji y adonde acuden diariamente una pléyade interminable
de visitantes, especialmente grupos de escolares, algunos de los cuales todavía
se empeñan en atravesar una de sus columnas por un agujero hecho en su base (del
mismo tamaño que los orificios de las narices del gran Buda que, con más de 50
metros de altura, preside el templo) para, según dicen, garantizarse la
“bendición de la iluminación” —aunque a mí, sinceramente, me parecía que se lo
tomaban más a modo de juego que como un ritual verdaderamente religioso.
Otra de las características peculiares de esta población es
la nutrida colonia de ciervos que pueblan el parque y que,
habituados al trato con la gente, se acercan a los visitantes con total
familiaridad e incluso acuden solícitos a cualquier ofrecimiento de comida se
que se le haga (de hecho, en el parque hay varios puestos donde se venden unas
galletas que los vuelven locos). En cualquier caso, si se dispone de tiempo y el
día acompaña, el recorrido que atraviesa el parque de Nara y que lleva hasta
algunos de sus templos y santuarios más notables siempre supondrá una buena
ocasión para disfrutar de un tranquilo paseo por un espacio natural que, multitudes aparte, rezuma sosiego por los cuatro costados.
Tengo que decir
que nuestra visita a Nara fue más breve de lo que hubiera sido deseable; todavía
nos quedaban muchas cosas que ver en Kioto,
población donde estábamos alojados y
cuyos numerosos atractivos exigirían por lo menos 5 o 6 días de estancia, así que
no nos quedó más remedio que optar por una de las
dos opciones: un día entero en Nara, para regresar a última hora de la tarde, o
tratar de disfrutar al menos de media tarde más en Kioto. Al final, decidimos regresar a Kioto
al mediodía, de modo que nuestra vista a Nara quedó circunscrita al referido
paseo por el parque.
También tengo que decir que, personalmente, no era la visita a los templos lo
que más interés suscitaba en mí; aún reconociendo todo su valor histórico y su
belleza estética, a veces realmente encomiable, no siento excesiva simpatía
por las religiones, más bien lo cotnrario, lo que me lleva a no considerar la dimensión espiritual de
esta clase de edificios; y, por otra parte, la abundancia de arquitectura
religiosa en este país puede acabar provocando un empacho incluso en el más
fervoroso de los devotos.
KIOTO
Kioto es por derecho propio el corazón y el alma de Japón.
De las grandes capitales del viejo imperio, es la única que no fue duramente
castigada por la aviación aliada a lo largo de la 2ª Guerra Mundial. Ha sido
también el hogar de los emperadores desde finales del siglo VIII, cuando la
corte se estableció definitivamente aquí, hasta la restauración Meiji, en 1868,
fecha en que se trasladó a la más moderna Tokio. Aunque el gobierno político
hacía tiempo que se había desplazado ya a Tokio (durante el denominado periodo Edo, que era
como se conocía entonces a la capital) de la mano del omnipresente shogun Tokugawa, la corte imperial continuó en esta vieja
ciudad dedicada a tareas más
bien protocolarias y de recreo, pero de poco poder real.
Por todo ello, en Kioto es fácil encontrar amplias zonas
urbanas que aún se mantienen tal como eran en siglos pasados (o con escasos
cambios, al menos exteriormente). Es este, sin duda, el mayor atractivo de Kioto:
la permanencia del tiempo casi inalterado entre sus calles. Hay varias zonas
donde uno puede sumergirse, a poca imaginación que se tenga, en la que debió ser
una de las capitales más fascinantes del planeta. La barbarie
urbanística, como en cualquier otro lugar del país, ha hecho también de las
suyas; no obstante, se han respetado numerosas áreas tradicionales y los
feos bloques de edificios se concentran en zonas más bien
alejadas del centro. Aquí en Kioto todavía es fácil ver geishas por la calle,
especialmente si uno se adentra en el barrio de Gion, uno de sus reductos
imprescindibles.
A última hora de la tarde, cuando se preparan para salir de sus
casas debidamente pintadas y ataviadas con sus vestimentas tradicionales, un
aluvión de fotógrafos se hace fuerte en la calle con la intención de
inmortalizar alguna de estas exóticas aunque no siempre bien comprendidas
mujeres. El espectáculo que ofrece esta pequeña multitud de camarógrafos es casi
más llamativo que el de las propias maiko (aprendizas de geisha),
involuntariamente protagonistas de todo este tumulto. De vez en cuando, un tanto
furtivamente, como en un desesperado intento de escapar a los objetivos
amenazadores de los turistas, de una en una o de dos en dos, algunas jóvenes
maiko van apareciendo con cierta timidez camino a su destino. Algunas de
ellas serpentean por las callejuelas en un intento inútil por esquivar al
nutrido grupo de fotógrafos que, a modo de vulgares paparazzis, apenas
les permiten caminar en línea recta. La vestimenta de una maiko es mucho
más llamativa que la de una geisha, así que su captura fotográfica reviste incluso
un interés mayor. No obstante, en todo el tiempo que llevo esperándolas, tan
solo veo una geisha auténtica, a quien un lujoso automóvil con chófer incluido
ha estado esperando un buen rato a la puerta de su casa. Las demás son maiko,
muy jóvenes todas ellas pero espectacularmente vestidas. Dicen que todavía
quedan unas 100 maiko en Kioto y algo más de 80 geishas, aunque
probablemente esta sea una actividad condenada a la desaparición. Tampoco estoy
seguro de si se trata de un empleo que merezca la pena conservarse: tengo que
admitir que ignoro el alcance total de las funciones de una geisha, aunque como
toda actividad proveniente del pasado, pensar en su final produce una cierta
sensación de pérdida irrecuperable.
Kioto puede
presumir, asimismo, de poseer un gran número de templos declarados Patrimonio de la Humanidad (http://whc.unesco.org/en/list/688),
aunque están tan alejados unos de otros que resulta casi imposible —salvo que la estancia en la ciudad se
alargue más de
una semana— visitarlos todos. Para no extenderme más de cuenta dando una
lista redundante y poco indicativa de templos que-se-recomienda-visitar, yo
destacaría sobre todos ellos el llamado Ginkaku-ji, recogido y delicado como
pocos (aunque durante nuestra visita su principal pabellón, el famoso
Pabellón de Plata, estuviese cerrado por obras) y el espectacular Kinkaku-ji y
su maravilloso Pabellón Dorado, más impresionante aún gracias al pequeño lago
que lo rodea y enaltece. A partir de aquí, que cada visitante elija en función
de su criterio y de sus posibilidades (y de sus ganas de moverse de una punta a
otra de la ciudad, claro está).
Kioto
alberga un enorme número de espacios absolutamente recomendables, empezando por su
espectacular estación de ferrocarril, una de las más impresionantes
que el suscribe ha visto nunca. El diseño, si bien no es rompedor ni
excéntrico, sí en cambio ofrece una perfecta muestra de lo que supone conjugar
funcionalidad y belleza, además de dar cobijo a un amplio
centro comercial y de ocio. En contraste con este espacio moderno pero eficaz, a
cierta distancia del centro (es imprescindible usar algún tipo de
transporte para llegar hasta aquí) se encuentra el siempre acogedor bosque de
bambú de Arashiyama, donde, por lo que cuentan, se han llegado a rodar algunas
famosas películas (Tigre y dragón, de Ang Lee, sin ir más lejos). En
cualquier caso, si el día acompaña, el paseo por cualquiera de sus dos bien
señalizados recorridos puede convertirse en una de las más relajantes actividades
susceptibles de llevarse a cabo en la ciudad. Si lo que uno desea es
pasar una tarde sin sobresaltos, Arashiyama es el espacio idóneo para
ello.
Tampoco
sería justo dejar de lado el famoso “sendero de la filosofía”, una apacible
travesía enclavada en la parte este de la ciudad que enlaza buena parte de sus
más interesantes templos. El sendero, si se realiza de norte a sur, es decir,
partiendo del templo de Ginkakuji hasta llegar al de Kiyomizudera (ambos
absolutamente recomendables), va dejando a su izquierda el viejo canal que
antiguamente abastecía de agua a la ciudad y un enorme bosque de cerezos que en primavera
depara un maravilloso espectáculo visual;
y a su derecha, una miríada de casitas de apenas dos alturas que forman una
de las más acogedoras zonas residenciales de la capital. Dedicar
una jornada entera a disfrutar de este sendero no es en absoluto exagerado; por
el contrario, la cantidad de sensaciones que puede llegar a transmitir
compensa con
creces el temor a estar dejando de lado otros enclaves tanto o más recomendables.
El
sendero de la filosofía es por derecho propio uno de los lugares más visitados
de Kioto. Y, al menos durante nuestra visita, todavía
consiente ser recorrido en absoluta calma, sin aglomeraciones ni muchedumbres
incómodas, lo que contribuye aún
más si cabe a reforzar su extraordinario encanto.
También sería un enorme desatino olvidarse de las
galerías comerciales de Shinyogoku y Teramachi,
del mercado de Nishiki o de la cercana calle de Shimbashi, lugar éste
donde antiguamente residían buen número de geishas y cuyos antiguos edificios se
conservan en perfectas condiciones; o del magníficamente conservado castillo de los Tokugawa, en cuyo interior, por cierto, está prohibido hacer
fotografías; o del majestuoso Palacio Real, cuya visita, no obstante, está
limitada —previa reserva— a los extranjeros. La lista, cómo no, podría alargarse indefinidamente si nuestra visita no se hubiera visto reducida a tres
escuetos días que por fuerza nos obligaron a escoger solo una parte de lo más
representativo.
Kioto
alberga en su seno tal cantidad de atractivos que únicamente queda remitir a quien
pretenda visitarla a cualquiera de las guías que existen a este respecto en el
mercado o, si lo desea, a alguna de las excelentes páginas que a día de hoy
pueden encontrarse en la red sobre esta indefinible ciudad.
En las breves
líneas que anteceden he intentado resumir en la medida de mis posibilidades lo
que para un turista poco avezado en las milenarias culturas orientales supuso su
primera visita a Japón. En cualquier caso, y como no me canso de repetir siempre
que tengo ocasión, cada viaje es único e irrepetible, y las sensaciones y
reflexiones que provoca, absolutamente intransferibles. No puedo hacer otra cosa
más que invitar a
quien lea estas páginas a visitar por su cuenta el país y a obtener sus propias
impresiones y, si lo desea, a compartirlas con el que esto suscribe. Solo me
queda añadir que probablemente —siempre y cuando uno sea propenso a
disfrutar de las múltiples sensaciones que ofrecen los espacios desconocidos y
las culturas aún no del todo asimiladas— no saldrá nunca defraudado.
© 2008 Carlos
Manzano
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