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SOUL INDIA (1)

por Fernando López


CUADROS Y LIBROS DE VIAJE

Mis viajes habían comenzado de niño, con un libro de pintura y la colección Fauna de Salvat. En casa, lo único que sobraba eran libros y yo, me entretenía recorriendo estanterías y muebles venidos de herencia con los dedos, subiéndome a un taburete, a una silla, para tocar las palabras que se encerraban en nuevos, viejos, ignorados, leídos o deshojados libros. Acercaba un libro a la nariz y lo olía. Pasaba la palma de la mano y sentía el tacto de un papel que unas veces era grimoso, otras suave, otras con relieve y otras quebradizo. Me llamaban la atención los grabados hechos a plumilla en el que los trazos eran fotografías que plasmaban el alma de una mirada. Me fijaba en los retratos de hombres, mujeres y niños que me parecían feos; no veía esas caras, esas expresiones, más que en cuadros —ni mis padres ni mis hermanos ni mis familiares ni los habitantes de la ciudad eran así—; en televisión tampoco; pero en sus enigmáticas miradas ocultaban una invitación a viajar al pasado: al origen de nuestro presente.

Cogía ansioso los libros; de tres en tres: quería más de uno. Viajaba a África y me convertía en guerrero Masai. Los pigmeos eran como yo: seguro que los podía. Descendía el Orinoco y luchaba con panteras y gigantescos mosquitos, mientras el húmedo calor de la jungla mojaba mi ropa. Me sentaba con los borrachos de Velázquez, y esperaba turno para comer el huevo frito que una vieja freía en un caldero. Participé en varias batallas y a pesar de lo que diga la historia, en Lepanto lo pasamos fatal. Navegué con Elcano y durante un tiempo fui grumete en un bajel pirata. Vi las atrocidades de Cortés y de los Aztecas. Fui prisionero de Zenda y en una venta conocí a Sancho Panza. Allí, Rinconete y Cortadillo desplumaban a un arriero de barba de seis días, de corta inteligencia y mucha bravuconería.

Todo eso lo vivía yo, mientras un viento y frío de bajo cero eran carceleros que impedían salir a jugar a la calle en los helados días de invierno de una ciudad amurallada que quedaba muda y se refugiaba en ella misma a la espera de una primavera, que siempre tardaba en llegar. En esos gélidos y duros inviernos de ropa de lana y pana, de pies congelados, de gente seca y agazapada, empecé a viajar desde una caldeada habitación, donde dos cuadros de hermanos que nunca los separamos me ayudaban a elegir: «ese sí, ese no...»

Viajar no es sólo cuestión de dinero: no es estar ni ir; no es ver y contar. Viajar es imaginación, es deseo, es simplemente vivir desplazado.

Y hoy, recordando esos días y los que vinieron, paso las manos por mis ojos y las deslizo por la cara hasta llegar a unos labios que se sonríen y que comprenden que los sueños se cumplen. Me iba a la India.

Un cuadro, un libro que tenía pendiente.

Madrid, 17 de Junio del 2003


 
DESPEGANDO

No sé por qué, pero me gusta Barajas. De todos los aeropuertos que conozco, no sé si por la costumbre, porque allí comenzaron alguno de los viajes que mejor recuerdo guardo o por razones que desconozco, el hecho es que me siento bien en ese aeropuerto.

Tomé un taxi en las vacías calles de una ciudad que aún mantenía encendidas sus luces anaranjadas. Contaba las veces que había llegado de madrugada al aeropuerto. Muchas: ya no me acordaba. El día comenzaba a clarear, y parecía que los primeros rayos de sol despertaban a los aviones que se desperezaban en la neblina del verano: aviones que, por riguroso turno, en unas horas, volverían a transportar los sueños y las vidas de miles de pasajeros. Anónimas y aún medio dormidas, las gentes esperaban inquietas el momento en que volarían para realizar negocios, abrazar a la familia, al novio, al amante o, como en mi caso, ver aquello que una vez leí en un libro o me contaron.

Siempre hay un momento muy especial para mí: es cuando los motores del avión alcanzan la máxima potencia instantes antes del despegue. Cuando ocurre esto, acuden a mi cabeza mil sensaciones diferentes, desordenadas, contradictorias que estimulan mi sistema nervioso y lo dejan a merced de la lucha perpetua que mantienen el cerebro y el corazón; la pasión y la razón: por un lado, la alegría de vivir nuevas experiencias, la satisfacción de conocer otras culturas, ver otros paisajes o, simplemente, por el gusto de absorber olores, colores o sabores que, o son nuevos, o estaban olvidados. Por otro, un sentimiento de nostalgia, quizá absurdo, por lo que dejas y a veces te gustaría llevar contigo. Hace ya años descubrí que lo importante de viajar, lo apasionante de viajar, no era narrarlo a tu regreso ni hacer fotos, sino atesorar cada una de las imágenes vividas: las risas, la soledad, los paisajes, el sufrimiento, las incomodidades, los placeres; las palabras que se van amontonando en el alma y que constituyen la mayor riqueza que nos fue dada: la vida. Eso es lo que queda cuando viajas. Un viaje es crecimiento personal que siempre permanece a tu lado: antes de viajar, por la ilusión y los preparativos; viajando por lo que experimentas y cuando vuelves, por el recuerdo. Los viajes son niñez, juventud y vejez. Hay quien viaja para olvidar y olvida que un viaje es para recordar.

No hay un medio de transporte más impersonal que el avión. Todo es aséptico, frío y estrecho. Nada es cercano; ni el paisaje ni los pasajeros ni las azafatas, aunque reconozco que el vuelo desde París a Delhi se me hizo muy corto y agradable, gracias a la excelente tripulación de Air France que, sin gestos forzados ni ademanes militares, cumplió eficazmente su misión; a la compañía de un hindú residente en París que viajaba con su familia por vacaciones, que de vez en cuando dejaba de leer su libro, un libro amarillo que trataba sobre almas y me orientaba sobre la vida, y al sobrecogedor paisaje de las desérticas y afiladas cumbres de las montañas de Afganistán que tornasolaban a medida que en dirección contraria a la nuestra huía el Sol.

Se apagaban las luces de la cabina. Estaba llegando a Delhi.
 

ATERRIZANDO EN EL PAÍS DE LAS EMOCIONES

La primera impresión que tuve a punto de aterrizar fue que Delhi debía ser una ciudad muy pobre. Lo supe cuando en el horizonte, a medida que descendíamos, no se avistaban más que luces aisladas. Eran candiles de soledad, unipersonales, luces de casa en el campo.

Quien haya aterrizado o despegado de noche en una gran ciudad sabe a qué me refiero: esté lejos o cerca el aeropuerto del centro, siempre hay miles de brillos que provienen de los suburbios, de los polígonos industriales, de la lejana masa amarillenta o anaranjada que envuelve la ciudad. En Delhi, no. Lo constaté, horas más tarde cuando, después de una tediosa espera para pasar la aduana, me llevaron hasta el corazón de la ciudad donde se encontraba mi hotel.

Me despedí del señor Singh, el hindú que estuvo sentado a mi lado durante el vuelo.

— No busque explicaciones —me había dicho—. India es un país contradictorio para aquel que no ha nacido aquí. Acepte lo que vea, no pretenda mejorar el mundo, no se agobie. India es un río lleno de afluentes cuyo curso lo han formado las tradiciones, y en cuyo cauce navega la religión. Por muchos años que usted viviese aquí, no podría comprender de qué hablo. Usted pertenece a la sociedad de la razón, una sociedad que enfermó cuando decidió cambiar a Dios por el yo. El dinero, el egocentrismo, la envidia, la ira acumulada serán su decadencia.

— No todo es así —repliqué—. Usted, que vive en París, sabe perfectamente que los occidentales dentro de ese mundo podrido en el que tanto usted como yo habitamos, siempre hay antorchas que alumbran esas sombras que nos impiden llegar a la perfección.

Asintió: —De todas formas, hágame caso y no intente buscar respuestas a preguntas que en India no existen. No está preparado.

La cola que se formaba para pasar la aduana era de dos velocidades. La de los nacionales, tres o cuatro veces más grande que la de los extranjeros, avanzaba despacio; la de «foreing visitors», la nuestra: no avanzaba. La iluminación del aeropuerto era de fluorescente de colegio, de esas que pedías urgente un timbre salvador que te liberase de esa luz y ese ambiente enrarecido de olores de muchas horas y lecciones monótonas. Sin preguntas, sin respuestas, con miradas profundas, miradas que enfocan directamente a las pupilas, sellaron mi pasaporte y, tras pasar otro control más, anduve hasta la sala de recogida de equipajes donde el mío, mareado, se deslizaba en una cinta aburrida, tartamuda, traqueteante...

Cuando salí, me estaba esperando media India. Al aparecer por la puerta de salida una avalancha de hombres se abalanzó sobre mí. Parecían corredores de bolsa por la forma en que gritaban y se movían para llamar mi atención. Querían hacerme el traslado, reservarme un hotel...; hacer caja en suma. En previsión de no tener que estar sometido a una presión innecesaria, había contratado el traslado y reservado mis primeras noches en Delhi desde Madrid.

Tres personas para realizar un traslado en un viejo Ambasador eran excesivas, pero siguiendo los consejos del sosegado señor Singh, no quise buscar ninguna explicación. En nuestro trayecto al hotel apenas se veían luces, todo estaba absolutamente oscuro y, sólo, en los últimos kilómetros asomaban las primeras, que iluminaban tenues a hombres que en posición quieta, de escultura, eran sombras de una ciudad negra.

Llegué al hotel y aunque estaba cansado, no tenía sueño. Me cambié y salí a dar una vuelta; pero la ciudad estaba cerrada, y el bar del hotel también. Regresé a mi habitación. Sólo me hacía una pregunta: ¿dónde estaba Delhi?.
 

TRATAMIENTO DE CHOQUE

Después de desayunar y haber repasado cuatro notas —aún no había cerrado el precio de alquiler del coche con conductor en el que haría una parte del viaje— salí del hotel para tener un primer contacto con la ciudad. El primer contacto fue que me contactaron a mí. Sin tiempo para asimilar y centrarme dónde estaba, y en menos de doscientos metros, me abordaron siete personas: el departamento comercial de la ciudad. Esto iba a convertirse en algo habitual durante mi estancia en Delhi hasta la noche, cuando no sabía muy bien por qué, la gente desaparecía.

Siempre que viajo solo me gusta caminar sin rumbo fijo, fisgando por cualquier recoveco, sin mapas, sin guión, sin obligaciones de visitar este o aquel lugar. Creo que es la mejor manera de descubrir una ciudad, un pueblo... Me dejo llevar: en una encrucijada de calles, solo instantes antes, decido por cuál seguir. Parecerá una tontería, una forma de desaprovechar el tiempo, pero esta forma de hurgar en los sitios, permite tener un contacto más real, un contacto nada previsible con la ciudad, con los habitantes... contigo. En ocasiones, no es grato lo que ves; pero en los viajes no todo debe ser perfecto ni debe ser idealizado, y no hacer esto puede distorsionar la realidad de un lugar. Este tratamiento de choque que me impongo me sirve también para analizar mis posibilidades de adaptación: por mucho que hayas viajado siempre eres un principiante en territorios desconocidos. Procuro, eso sí, visitar los monumentos y lugares que realmente merezcan la pena o sean únicos. Si por cuestiones de tiempo, dinero, despiste o están cerrados no veo algo, no pienso: ¡vaya fastidio!, ¡qué mala suerte!, sino: ¡ya lo veré!, ¡tengo que volver! Y así, de esa manera tan anárquica, fue como Delhi y yo nos conocimos una mañana de verano: tanteándonos un poco tímidos; a trompicones.

A pesar de todas las personas que me habían embestido en este primer paseo indio y que dificultaban la relación con la ciudad —personas que merecen un capítulo aparte—, las primeras conclusiones que saqué de Delhi fueron que era una ciudad agotada, vencida, caótica, imposible...

Delhi es una ciudad hecha de remiendos de siete ciudades que a lo largo de los siglos configuraron un caos absoluto, un caos maravilloso donde todo es mezcla de arquitectura, religiones y culturas que como un virus infecta las venas de la ciudad; Delhi son siete ciudades diferentes que se convierten en una; una ciudad que se expande y se contrae, una ciudad camaleónica, una novela basada en conquistas, en saqueos; una ciudad de pactos y de ingleses: que, no sé por qué, siempre acaban metidos directa o indirectamente en todos los fregados, sean suyos o de otra gente. Todo era ruidoso, viejo, infernal. De todas formas, pensaba, que esta primera impresión cambiaría a medida que fuese descubriendo y entendiendo la realidad de un país que me habían anunciado incomprensible.

Abro mi diario de viaje y leo: «cruzar las calles se convierte en un ejercicio de supervivencia; los semáforos en muchos casos son meros elementos decorativos. En teoría conducen de acuerdo a las reglas británicas. En la práctica, sin reglas. La referencia más cercana es un claxon que advierte sobre la posibilidad de un accidente inminente. Los estridentes bocinazos se meten en tus oídos, destrozando los tímpanos ya el primer día. De noche, es aún más peligroso: no hay nada iluminado y los coches y los auto rickshaws apenas utilizan los faros. Desde el primer día, miro a todos lados y procuro cruzar junto a los sufridos habitantes. No sé si será más seguro, pero de momento ha funcionado. Espero poder acabar el viaje sin ser atropellado, porque, de verdad, lo más arriesgado de India es andar por sus calles sin saber por dónde va a aparecer un coche, un camión de reparto, una moto, un rickshaw, una vaca o un cerdo».

Delhi es una ciudad de esas que odias al principio y a la que acabas queriendo para siempre. Es como cuando conocemos a alguien y al principio nos cae fatal, no lo aguantamos, y al final lo unimos a nuestras vidas porque descubrimos que la primera impresión no es la que cuenta. Esto es lo que me pasaría a mí con Delhi, una ciudad que me había sacudido violentamente para llamar mi atención; para quererme.
 

LOS «HI FRIEND»

Al principio el mundo se dividía en pueblos, en tribus grandes... Con el paso de los siglos comenzaron a aparecer las civilizaciones. Más tarde, los imperios, que se repartían entre varios continentes. Hubo alguien, quizá griego, que simplificó las cosas dividiendo el mundo en dos: de un lado Oriente, del otro Occidente; pero en estas apareció el marketing y se inventó la segmentación: así, América se pluralizó pasando a ser «Las Américas», que cada uno hacía como podía: la América del Norte, la del Sur y la del Centro. Europa ya no era una; existían también otras: la Mediterránea y la del Este. Oriente se triplicó creándose el Próximo, el Medio y el Lejano Oriente; es decir: el cercano, el de media distancia y otro, que quedaba a hacer puñetas. Lo de África ya no había quien lo entendiera: la Negra, la Ecuatorial, la Tropical, que también era conocida por la del Cola-Cao... Oceanía eran las antípodas...

Los estrategas, no contentos con este batiburrillo, idearon en una sesión de brainstorming una nueva segmentación que, hoy en día, es la más aceptada en todos los foros internacionales; a saber: primer, segundo y tercer mundo. Una segmentación basada en el dinero y en el poder. Existen también los países del cuarto mundo, países de regional que nadie se preocupa de ellos ni para ayudarlos, visitarlos ni explotarlos: países que no aparecen en el mapamundi de la ambición.

Esto viene a cuento, porque en los países de segunda y tercera división, uno tiene la oportunidad de conocer a un montón de gente, cuyo objetivo es venderte algo y aligerarte la cartera, aunque nunca lo manifieste. Son diamantes en bruto; son los candidatos perfectos para las empresas que publican ofertas del tipo: «Se precisa personal entusiasta y dinámico para importante empresa líder en su sector. No necesaria experiencia. Altos ingresos. Interesados presentarse en el Hotel Las Vegas, día 26 de marzo de 10 a 12. Preguntar por el Sr.Morón».

Lo asombroso del asunto es que estos pájaros, alguno de ellos con un desparpajo y una gracia fuera de lo común, nunca llevan nada encima para ofrecer; pero lo que quieras, lo tienen; lo que no quieras, también. Son vendedores sin maletín, comisionistas autónomos —alguno de guante blanco—, cuya oficina es la ciudad y sus despachos se reparten por las aceras. Afirman ser estudiantes o trabajadores en su día libre o de vacaciones. Cuando se dirigen a ti —«pasaban por allí»—, sólo quieren hablar, conocerte, hacer amistad, practicar su inglés. Poco más. Según ellos, no son comisionistas, no son vendedores; son buena gente. Saludan siempre con un «Hi friend» moviendo el brazo como «Toro Sentado», un primo que les queda bastante lejano. Aparecen como salidos por arte de magia de una chistera junto a ti, y durante unos minutos te someten a un interrogatorio que ríete tú de los encuestadores profesionales. No les hace falta manejar complicadas aplicaciones de Data mining o Data warehouse: cuando han acabado el interrogatorio saben perfectamente no sólo lo que te van a ofrecer y el cómo, sino también las posibilidades reales de éxito que van a tener.

Son simpáticos, se preocupan por ti: ¿Cómo están la mujer y los hijos?; por tu salud ¿Cómo te sientes en India?; por tu trabajo ¿Cuál es tu profesión, estás contento, te pagan bien...? Como grandes amigos son hospitalarios ¿Quieres venir a mi casa?; cuando estás solo, quieren estar a tu lado ¿Dónde vas?, ¿te puedo acompañar? Te quieren mostrar lo mejor de la ciudad ¿Qué vas a visitar?, ¿conoces el sitio tal...?

Y esto, que sin dinero por medio sería algo genial, se convierte en un zumbido constante de «moscas cojoneras» que impiden disfrutar del viaje y que dependiendo de los días, te cuesta más o menos aceptar. Los «Hi friend» son tan habituales como las vacas, las palomas o los fuertes en Rajastán: muy Indio.
 

SOUL DELHI

En Delhi, en los barrios de blanco y gris con fondo negro, los hombres agonizan ahogados en un mar de súplicas que nadie escucha porque el ruido del tráfico oculta los lamentos de almas derrumbadas en las que reconoces las batallas de la vida. En Delhi, en las angostas callejuelas que no van a ninguna parte, famélicas figuras son prisioneras del hambre que se sacia en comedores de caridad: sentados en masa única, alzan los ojos hacia un cielo de cables que son serpentinas arrojadas desde las casas de la pobreza. En Delhi, en las calles que conducen a los bazares, las viudas mendigan indulgencia: son almas castigadas desde el día que el destino las parió mujeres. Ahora vagan desnudas de sus ropas, de su dignidad, de sus hijos... En Delhi, en la Nueva, la Vieja, la Eterna Delhi, desde las desiguales azoteas se divisa un mundo de distancias insalvables; distancias de metros, de centímetros que sólo transfigurarán en el mundo de la reencarnación. En la Delhi colonial —la de los ingleses—, las puertas de Norteamérica son tentación hecha hamburguesa que desvanece, por minutos, una realidad de rostros desesperados. En la Delhi del gobierno no hay almas. Pero en Delhi, en esta Delhi del caos, del dolor, de la angustia, de la multitudinaria soledad, de la miseria compartida... vuelan las sonrisas batidas por las alas del amor y la esperanza: sonrisas que al tocar los extenuados callejones, se transforman en remolinos de carcajadas. En Delhi, en esta Delhi de vidas agostadas en los pavimentos de la enfermedad, de la infección..., los brazos amigos, brazos que no saben de castas, se agachan para levantar en un último intento de salvación los cuerpos moribundos que Delhi asesinó en un arrebato de indiferencia. Es, en esta Delhi, de lo malo y lo peor, donde los niños juegan con cometas elaboradas con fibras del alma: cometas que se enredan, que se lían, que voltean, que se divierten, que se rompen, que se pierden y que desaparecen en el firmamento de la vida.

Caminar por Delhi es llegar a la esencia de una India que abrió sucursal en cada rincón de la ciudad. Perderse en Delhi es asomarse a nuestro interior. Vivir en Delhi es morir en su vida. Y a mí Delhi, me estaba «muriendo».

En Delhi, en mi Soul Delhi se escuchan las voces de negros que susurran canciones Soul: tonadas del alma.
 

HACIENDO ZAPPING

Otra forma de conocer India y hacerse una idea de los gustos y preferencias de la población es tomar el mando del televisor y comenzar a pasar de canal en canal deteniéndose, preferentemente, en aquellos en los que el idioma sea el hindi o los diferentes dialectos y lenguas que se hablan en India. Gracias al cable, la oferta es amplia pero no variada. Además de películas americanas —algunas de ellas censuradas—, la programación de la Televisión India se limita a películas nacionales, programas religiosos, retransmisiones de criquet y algún concurso «despistado»; telediarios y poco más. No suelo ver televisión, pero cuando viajo a un país procuro mirarla un rato con fines meramente instructivos y con el ánimo de comprender, un poco mejor, el entorno donde estoy metido. Las películas, sean en blanco y negro o en color, de la década que sean, son iguales. Muestran de forma fidedigna el alma India. En ellas, el esquema y el guión se repiten: siempre hay un bueno, un malo, una buena, una mala malísima y un tonto. Los dioses siempre andan por allí pululando. Películas aderezadas con canciones en las que las mujeres cantan como los Bee Gees. Como los actores son muy exagerados, puedes identificar, rápidamente, el papel de cada uno, siendo estas actitudes extrapolables a las que ves en la calle. Por ejemplo: los malos en la India, son «malos de película». Sus ademanes y sus expresiones están sacados del mundo del celuloide, lo que viene muy bien a efectos de saber con quien te la juegas en la calle. Se les ve venir.

En los programas religiosos, no me enteraba de nada, pero me entretenía observando los gestos estudiados y aprendidos de los gurúes que pronunciaban sermones que confortaban el espíritu. Esas actitudes me resultaban demasiado familiares: ya las había visto. Pero lo que realmente me descolocaba y me hacía pensar en que me había equivocado de canal o de país, eran los anuncios; tan absurdos como la mitad de los anuncios del mundo, que más parecen obra de diseñadores y directores de cine frustrados que de publicistas cuya obligación es resaltar y vender un producto o una marca, y no ganar premios. En estos anuncios, podías ver las tendencias de moda, las preferencias gastronómicas, o descubrir que lo más importante de la higiene personal son los dientes —había más de seis anuncios diferentes—, que los indios se mueren por tener un móvil, por conducir una moto... Me preguntaba una y mil veces de dónde sacaban los figurantes, los decorados para realizar los anuncios, porque en las calles, la gente no era así.

Haciendo un ejercicio mental, llegaba a la conclusión, de que los anuncios tienen un público objetivo en torno a veinte o treinta millones de consumidores —un dos, máximo un tres por ciento de la población—, consumidores que viven en las grandes ciudades. El resto, no tenía dónde caerse muerto, y los productos anunciados, tan inalcanzables como la luna.

Otra de las peculiaridades y contradicciones indias.
 

EN LAS PUERTAS DEL DESIERTO

Mi chofer estaba puntualmente esperando en el hotel. Demasiado puntual para mi gusto: a las siete de la mañana estaba llamando a la habitación cuando nuestra hora de partida eran las nueve. Después de presentarnos —se llamaba Dinesh Soni y apenas hablaba inglés— iniciamos mi viaje por Rajastán. El ruido y tráfico de Delhi iban quedando atrás. Imaginaba la música que me acompañaba, mientras absorbía el paisaje y vivía la carretera. No me había despedido de Delhi; sólo un hasta luego. En un mes pasaríamos juntos unos días.

— ¿Primera vez en India? —preguntó Dinesh, con el fin de tantearme y romper el hielo. Pregunta absurda por otra parte: se veía a leguas que era primerizo.

— Sí, primera vez.

— ¿Está casado Señor?, ¿tiene hijos? —seguía indagando—. Yo sí: una niña y un niño.

— No, no estoy casado y no tengo hijos.

— Su novia está en España y no ha podido venir, ¿verdad señor?

— No, no tengo novia, estoy solo —contesté escuetamente a unas preguntas que no venían a cuento.

Dinesh se quedó pensativo. No entendía que no tuviera mujer. En una sociedad como la india eso es casi impensable, y por momentos la admiración que le había podido causar, pareció esfumarse. Su expresión era de incredulidad y de fastidio por tener que llevar a un cliente tan raro.

— Debería casarse señor —me aconsejó antes de callar y centrarse en la conducción por una autopista llena de camiones y autobuses sobrecargados de cosas y personas; una carretera que dibujaba en línea recta la vida del país. Un país en el que todo se mezclaba sin que te dieses cuenta de ello: la carretera era una masala de humo, asfalto, metal, madera y calor.

Tras unas horas en las que comprendes lo fácil que es morir, nos detuvimos en un dhaba, que básicamente es un restaurante de carretera donde paran los camiones y los autobuses. Era la hora del almuerzo de Dinesh. Sólo comía él: yo no almorzaba por una razón de seguridad. Posiblemente, mi estómago no estuviese preparado para comer lo que allí se cocinaba: los dhabas solían estar bastante sucios, llenos de moscas, y por el calor que hacía, intuías que las condiciones de salubridad no eran las más adecuadas para un occidental acostumbrado a comer una manipulada y aséptica comida. Aún así, la comida no tenía mala pinta: chapati —pan de tandori— y dhal—una sopa de lentejas que a veces mezclaban con yogur, cebolla cruda y limón—.

Mientras él comía, yo bebía agua mineral, estiraba las piernas y abría los ojos mirando a ambos lados de la carretera. Disfrutaba viendo el paso de carros tirados por camellos que transportaban troncos de tamaño de vigas o enormes fardos que ignoraba que contenían. Los camellos circulaban de paso pesado y acompasado, como si fuesen de paseo, saludando sonrientes con leves movimientos de cabeza. Nos desviamos de la carretera, y tras cruzar una primera aldea en la que los hombres charlaban, andaban o vendían sus mercancías, advertí que me adentraba en un mundo más lento, que llevaba una velocidad pausada, suave, de cámara lenta, reflexiva. A medida que avanzábamos, asomaba el ambiente rural de Rajastán.

Profundizamos en la árida y desolada sierra de Sheknawati, cerca del desierto del Thar. Se divisaban pequeñas aldeas cada pocos kilómetros; hombres y mujeres en mitad de la nada, lejos de cualquier ambición, pastoreando sus despendolados rebaños de cabras y ovejas; mujeres en fila india que cargaban, en su cabeza y espalda, leña de los pequeños árboles. Eran acompañadas por traviesos niños que, de vez en cuando, correteaban a su alrededor. Otro rebaño.

Dinesh hubiese preferido hacer un recorrido clásico del Rajastán, el de las grandes ciudades y comisiones, y no entendía que le hiciese parar en una ladera de la montaña o en una aldea inhabitada; pero yo no era Dinesh.

Esta era una de las razones por las que había alquilado el coche: estaba interesado en ver el ambiente rural, intentar comprender un entorno nuevo para mí; muy diferente de lo que había conocido hasta ese momento.

En cada giro de rueda, asomaba un paisaje desgarrado por los siglos; un paisaje que murmuraba cuando lo mirabas, cuando contemplabas la interminable postal en la que se convertía; un paisaje que se metía dentro de tu cuerpo y te hacía comprender lo lejos que quedaba todo... Estaba en Sheknawati, puerta del desierto del Thar. En un espejismo imaginado, me engañaba viendo pasar las caravanas de camellos que siglos atrás habían convertido la región en una de las más prosperas de Rajastán. El ferrocarril había acabado con aquello. Como si se tratase de un desafío al «progreso», aún se veían pequeñas caravanas de no más de cuatro o cinco camellos y esta vez reales, que eran azotadas por el viento del desierto.

Ese día, con gran suerte para mí, Dinesh se perdió varias veces, teniendo que parar en pueblecitos y aldeas que no debían tener ni nombre para preguntar por una dirección que no venía en ningún cartel. La gente se acercaba, nos rodeaba, nos estudiaba. Debía parecer la persona más extraña que habían visto en su vida, «un alien con gafas»... No dejaban de observarme, con ojos tímidos, de curiosidad; miradas de niños. Éramos la comidilla del pueblo.

Hacía calor, un calor que ahogaba y que abrasaba el rastrojo, que no pelos, que quedan en mi cabeza: hubo un tiempo que tenía cabello, forma cursi de decir que tenía mucho pelo ¡Menos mal que teníamos aire acondicionado!; sin él, hubiese sido difícil aguantarlo.

Perdidos ya del todo, con un Dinesh contrariado, disgustado; de primer día con el cliente y la cago, y ¿ahora cómo salgo de ésta? y yo, que con mi serenidad le ponía más nervioso, consumíamos un día de esos en los que la planificación es mala compañera de viaje. Ignoraba si llegaríamos a Mandawa antes del anochecer pero, sin saber cómo, aparecimos de casualidad frente a un cartel que indicaba la proximidad de nuestro destino.

Estaba en las puertas del desierto y lo demás no me importaba.
 

BOCETOS DEL RAJASTÁN

Tras más de seis horas de viaje llegamos a Nawalgarth, una pequeña ciudad rodeada de arena del desierto. Después de la atronadora Delhi, me pareció un paraíso. Le dije a Dinesh que aparcase, y me dispuse a hacer lo que más me gusta cuando viajo: perderme y vagar.

En el mercado local de verduras, bajo tenderetes de telas granates y verdes, las mujeres ordenaban una variedad limitada de hortalizas, verduras y tubérculos: el resultado de un esfuerzo de azadón y muchas horas de cuidados. Sentadas en el suelo, con una mano en la cabeza —esa mano que ponemos todos cuando el sol molesta y no nos deja ver—, las mujeres departían con sus compañeras o con sus vecinas de puesto. La venta era lo de menos. Ellas presentaban algo que ofrecer y si nadie compraba, al menos tendrían para llenar el estómago.

Las inevitables moscas, revoloteaban alrededor de vacas que hacían ronda por unas calles llenas de havelis y casas abandonadas a su suerte. De vez en cuando, asomaba alguien y saludaba: «Namasté»; una unión de manos llevadas al pecho en un ligero movimiento, que significaba bienvenida, saludo y respeto: un «tres en uno» que en occidente hemos olvidado.

Las havelis son mansiones o pequeños palacios construidos por los mercaderes en los tiempos en los que las caravanas de camellos eran uno de los pocos nexos de unión entre Oriente y Occidente. Las de Nawalgarth, si bien no son las más grandes de Rajastán, si son las que quizá tengan más historia. Según me contaron en una de ellas, hoy convertida en museo, los mercaderes competían en ostentación, buscando la admiración, el respeto o la envidia de unos habitantes que jamás lograrían poseer esas riquezas. La construcción y el tamaño delimitaban las diferencias entre unos y otros. ¿Cuántos tratos se hicieron en ellas?, ¿cuántos mercaderes celebraron sus fiestas y sus éxitos en sus patios?, ¿cuántas historias de amor, posesión y celos silenciaban sus paredes?

En una, curioseando en una húmeda sala, avisté unos muñecos que encerrados en vitrinas por parejas, representaban cada una de las Ciudades Estado de Rajastán. El guía, un guía de gafas de culo de vaso que veía menos que Pepe Leches al que, por cierto, no tengo el gusto de conocer, me explicó la posición social que ocupaban los hombres y mujeres de Rajastán en función de su vestimenta, de las joyas y de los adornos: el turbante, por ejemplo, era una pieza fundamental, en el caso de ellos, para identificar su oficio y condición: en Rajastán el hábito hacía al monje.

Muchos oficios en India, sobre todo lo que sugieren es ternura. Los sastres, que como única compañía tienen su vieja máquina de coser, cosían pacientes en unos talleres que no ocupan mas de cuatro metros cuadrados, las telas que los clientes llevaban. Suelen ser personas mayores, vestidas con un humilde pijama blanco o con el dhoti, una tela blanca atada en la cintura y anudada por entre las piernas. Sus caras no expresaban alegría ni tristeza, sólo un gesto de resignación de quien sabe que el día que no pueda dar más puntadas está destinado a vivir pendiente de un hilo: del hilo de la caridad, que es tan frágil y escurridizo como el hombre. Los herreros y forjadores que lo mismo hacían un caldero que limaban piezas de automóviles o camiones, eran de raza grasa; los latoneros, que moldeaban con mimo enormes planchas de metal que se convertirían en cajas, en baúles, en cubos... eran otros de los personajes más frecuentes en las calles indias.

Feliz e ilusionado, desfilaba ante una serie de gente que vivía de una economía básica, alejada de los caprichos, de las necesidades. Era en estos pueblos, donde menos se apreciaban las diferencias sociales porque parecía que todos tenían lo mismo: poco.

De camino a Mandawa, nos sorprendió una breve tormenta de arena que reavivaba el paisaje moviendo lo que antes permanecía fijo. Durante el trayecto, de apenas veinticinco kilómetros, dos hombres, resguardados bajo un árbol, dialogaban ausentes del mundo y de la tormenta. Entre el ronroneo del coche y el silbido del viento, pensaba en esos hombres y en lo maravilloso que es el arte de la conversación que, en su caso, debía enriquecer con palabras sus vidas. Muchas veces me hubiera gustado comprender su idioma, porque estoy convencido que en estos sitios cuando hablan, saben de qué.

En Mandawa, me alojé en el Mandawa Castle, un antiguo castillo, el mejor hotel del pueblo y casi el único. Era el único forastero no sólo en el hotel sino en el pueblo. En el hotel —un hotel como la India, venido a menos—, aparte de mí, se alojaba una pareja de recién casados. En India, en varios hoteles estuve solo. No había mucho cliente. En alguno, fui el único.

Mandawa, en medio del desierto del Thar, contaba con espléndidos templos y havelis. Se recorría en muy poco tiempo. Cuando me quise dar cuenta estaba fuera del pueblo: en el desierto. La sensación que tenía era la de esos días de calor, de bochorno que aumentan la soledad y la nostalgia.

El repique de unas de unas campanas me habían atraído hasta un templo. Entre el polvo y el humo de sándalo, se celebraba una alborotada ceremonia. La gente murmuraba sus rezos y los sacerdotes hacían sonar campanas y carillones. Era una liturgia rápida, breve; como si la religión requiriera de urgencias. No entendía nada. Días más tarde, ya nada me parecía raro.

Cenaba en la azotea del hotel, con la única compañía de un camarero nepalí, una lámpara de luz triste —que de vez en cuando se ausentaba— y un monótono e interminable cri cri, cuando se presentó Lalit, el jefe de Dinesh, acompañado de otras dos personas para que le pagase el total del alquiler del coche. Eran un poco mafia: habían hecho el viaje desde Jaipur —algo más de ciento treinta kilómetros de carretera india, con lo que eso significaba— con el único objetivo de cobrarme. Estaba cenando, así que los insté a que esperasen media hora: después me reuniría con ellos en la recepción del hotel. Ese tiempo me vendría muy bien para preparar la estrategia con ellos: al igual que ellos no se fiaban de mí, yo no me fiaba de ellos.

En India hay que andarse con mil ojos, incluso con los que dicen que son tus amigos: sería más correcto decir tus mejores vendedores. India puede relajar en extremo y aunque es un país sumamente fácil para un extranjero, conviene tomar ciertas precauciones. No se trata de ser desconfiado, huraño o esquivo; más bien de aplicar el sentido común y el instinto.

Cuando aparecí en la recepción, estaban sentados en un rincón del hall, charlando animadamente. Al verme, callaron y durante unos segundos nos examinamos con aires de película del Oeste. Cambié el lugar de reunión. No me gustaba. Elegí una mesa cercana al mostrador de recepción, y les dije, señalando unos sillones de mimbre, que tomasen asiento. Lo hicieron rodeándome, estudiando mis movimientos, casi hurgando en mis bolsillos. Después de un tira y afloja sobre las cantidades a pagar y los lugares donde se efectuarían los pagos, sacamos yo, la pasta —que en estos negocios se llama así—, él, el cambio y contamos los billetes como si fuéramos contables o tratantes de ganado. Cerramos el trato con un apretón de manos y sonrisas afiladas que eran avisos de «ni se te ocurra jugármela». El acuerdo fue fácil; de un té: ellos, pretendían el pago total; yo, al final; ellos, exigían algo más de la mitad en Mandawa y el resto en Jaipur, quince días después. Al final, la mitad al principio y la otra, cuando dejase el Ambasador en Khajuraho: un «ni pa ti ni pa mí»; un pacto de caballeros.

Me acosté tranquilo. Mi paleta ya tenía unos primeros colores, mi cabeza unos recuerdos, unas ideas para pintar, pinceladas del desierto. Bocetos del Rajastán.
 

CAMINOS, OLORES, CIUDADES

El desayuno en el hotel lo tenía incluido: fue un desayuno sombrío, de sonido de cucharillas de fondo y un único rayo de sol que penetraba por la estrecha ventana de una sala llena de clientes invisibles; un desayuno servido por niños que no llegaban a los doce años, que eran todo voluntad y profesionalidad, pero que transmitían la tristeza de quien fue obligado a ser adulto antes de tiempo; un desayuno de café solo amargo. El camarero nepalí, cuando le di la última propina me reverenció como si toda su vida hubiese sido muelle. Bajó mi mochila al coche entre palabras y gestos de agradecimiento, y me deseó un feliz viaje. Y eso es lo que esperaba tener: un feliz viaje.

El trayecto Mandawa-Bikaner a través del desierto fue muy relajante: no acostumbro a hablar en los coches, me gusta mirar el paisaje y pensar en mis cosas. Jugaba con la mente, intentaba adivinar cómo era la vida en esos caminos. La naturaleza tenía vida..., los árboles, las piedras, el aire... sentían. Parece absurdo, lo sé; pero imaginarlo me entretenía y relajaba. Cambiaba el chirrío de las ruedas y el ruido del motor por música mental, que unas veces era clásica, otras pop y otras, la componía, me la inventaba. Me arrepentía de no haber continuado con mis estudios de solfeo para poder escribirlo con notas: uno, a menudo, tiende a arrepentirse y a no arrepentirse de las cosas; de las palabras dichas y las omitidas; del pude hacer y no hice; del si lo llego a saber y realmente lo sabías. Yo, en ese momento de paisajes y carretera, sólo me arrepentía de lo del solfeo: fue una oportunidad perdida en los días que crees que por salir del cascarón y ser joven sabes más que el mundo, cuando en realidad eres un ingenuo, un arrogante y un perfecto majadero que metido en esa secta que a veces es la adolescencia cree estar en posesión de las verdades de la vida: las absolutas y las relativas.

Me arrepentía de ello. Con frecuencia, los paisajes son para mí como libros en los que tu decides el decorado, la temperatura, las caras y las voces de los personajes e incluso las sensaciones que te produce el argumento. Con mi música hubiese sido mejor.

Atravesamos Fatehpur envueltos en aromas deprimentes. Las calles eran basura y agua estancada de las últimas lluvias. Una de las calles, al lado de una haveli tatuada de vistosas pinturas, estaba completamente anegada. La sensación de pasar con el coche entre los desperdicios, el agua y el olor, era de angustia, como si vivieras un sueño agobiante del que deseas despertar. ¡Quería salir de allí!

Un camello en mitad de la carretera que empezaba a ser devorado por perros, cuervos y águilas, y que nadie apartaría hasta que fuese huesos, recordaba la estrecha relación que hay entre la vida y la muerte en la India y cómo la entienden.

Llegamos a Bikaner a media mañana. El calor era insoportable. Los continuos golpes de calor intentaban derrotarme e impedir que conociese los secretos que escondía la ciudad. La actividad en las calles era inusual para ser domingo.

Bikaner cuenta con unas havelis majestuosas; havelis de ciudad, altivas, enormes. Fotografiando la de Rampuriya, siete u ocho niños, que no pasarían de los cinco años, jugaban al criquet en un improvisado campo. Me sonrieron de una manera tímida, pero alegre. Me pidieron dinero, chocolate, bolígrafos... peticiones que escucharía más a menudo de lo que hubiese deseado. A estos niños, los llevarías contigo y muchas veces me sentía mal cuando les negaba algo, y se quedaban fijos delante de mí, o con sus naricitas pegadas al cristal de la ventanilla del coche, con ojos humedecidos y suplicantes que martillaban el fondo del alma; miradas de ternura que eran prólogo de un inmenso puchero. Y pienso que tanto ellos como yo perdimos una oportunidad: una más. Aún así, ellos saben perfectamente cuál es su papel, y a pesar de ello, ríen o juegan como cualquier otro niño. Creo también que no puedes ceder a todas las peticiones, ya que estás creando unas expectativas que sabes que nunca llegarán a ver cumplidas.

La zona del mercado mantenía una gran actividad. Nos metimos en mitad de la calle principal del bazar, y estuvimos parados más de quince minutos esperando que pasase el tren que cruzaba el centro de la ciudad. Por un momento, dentro del coche me sentí aislado, y tuve unas ganas enormes de bajar y pasear por la zona, pero no quería confundir más a Dinesh obligándole a buscar un improbable aparcamiento dentro del gran atasco que el paso del tren había provocado. Me conformé con bajar la ventanilla. Instantáneamente vinieron a mí los olores de la India.

Los países árabes, Asia en general e India en particular, evocan aromas de especias, de perfumes, incienso, sándalo y otras cosas que se queman. Quien vaya pensando en encontrar esas fragancias en la India de forma aislada, que lo vaya olvidando. En India no sólo se respiran estos olores, sino éstos y otros mezclados con otros menos agradables. Una descripción real del olor de muchos rincones de India podría parecerse a esta nauseabunda receta: un poco de pimienta, azafrán y cilantro, un fuerte y lejano perfume, el aroma de una barrita de sándalo o similar quemándose en cualquier templo, mucha contaminación, porquería, olor a vaca, cerdo, otros animales y algunas dosis de aguas fecales y basura. Mezclar, batir, concentrar y reducir a una temperatura de cuarenta o cuarenta y cinco grados en el «horno indio».

Ese es el olor de India, un olor agrio y penetrante. Al menos el que yo viví. Uno, que buscaba aromas agradables, se encontraba, en muchos casos, aguantando la respiración. No obstante, siempre aparecía un oasis en el que respirar el aroma de las flores, los olores de las especias, de los perfumes...; un oasis que embriagaba la mente, llenándola de placenteros recuerdos y sensaciones.

Continuamos hasta el fuerte Junagarh, que sería el primero de los monumentales fuertes de Rajastán que tuve la oportunidad de ver, y que hacía intuir la grandeza y el poder de las antiguas ciudades del estado. Un poco más tarde, intenté conectarme a Internet, pero las conexiones eran muy lentas. El problema —me decían— es que el servidor está en Jaipur y hoy es domingo, ya sabe... Y bueno, pues me lo creía. Al no poder leer mi correo, me fui a descansar antes de visitar la granja de camellos más grande de Asía y el templo de Karni Mata, uno de los más impactantes. Un templo que cuando te preguntan lo cuentas en presente porque todavía estás viviendo la experiencia.
 

KARNI MATA, EL TEMPLO DE LAS RATAS

Prácticamente no pude ver la granja de camellos. Una virulenta tormenta de arena difuminaba la visión, barriendo imágenes y cuanto estaba alrededor. Nos dirigimos a Deshnok, unos treinta kilómetros al sur de Bikaner, para ver el templo de Karni Mata, «El Templo de las Ratas».

Alguien que personalmente no conozco, me lo había recomendado. En los diferentes correos electrónicos que me había enviado previos a mi viaje, insistía siempre en que el templo era impresionante. No daba más explicaciones. ¿Qué efecto fascinante le habría producido?, ¿qué significaba exactamente eso de impresionante?

Intrigado por sus comentarios, consulté en Internet y en varias guías: prácticamente, se limitaban a contar la historia del templo, según la cual, las almas que mueren son salvadas de la ira de Yama, el dios de la muerte, reencarnándose en ratas. Estas ratas sagradas moran a sus anchas por el templo, y son veneradas y alimentadas por los visitantes: se considera un privilegio que una rata pase por encima de uno, y un buen augurio comer prasad —alimentos ofrecidos por los fieles que se encuentran en al altar— una vez que lo han mordisqueado las ratas. Esto, leído, puede tener hasta su gracia, pero una vez dentro del templo, como escribía mi desconocida amiga, impresiona.

Cuando entras, lo primero que piensas es que hiciste bien en llevar calcetines: el suelo está lleno de orines y cagadas de ratas y palomas; que son ratas con alas lo demuestra el hecho de que vivan en armonía. Lo segundo: «¿Dónde me he metido?» Inatentas mirar a cualquier lado, pero cualquier lado está lleno de ratas y cualquier lado puede estar muy cerca de ti. El desagradable olor, acentuado por el calor reconcentrado, los chillidos de las ratas y esas cosas que hacen las palomas —que no se cómo se llaman, pero cuyo sonido, al menos a mi me desagrada—, ponen a prueba todos tus sentidos y el equilibrio de tus nervios. Así que lo tercero que piensas es: «¿Tu estás tonto o qué?»

Una vez pasado ese primer momento, intenté tranquilizarme desviando la vista hacia la bonita arquitectura del templo. Duró poco: dos fieles, a los que yo definiría los «pata negra» del templo por razones estéticas y filosóficas, se acercaron para contarme la historia del templo, y para que realizase una pequeña donación. También para interrogarme o hacerme la ficha: muy habitual entre los indios.

Tras contar a grandes rasgos quien era —no había tanta confianza—, el más entusiasta me aseguró que yo estaba casado. Decía que en mis ojos veía una mujer y no creía que fuese soltero, pero como esto no se lo creía ningún indio, decidí inventarme una para no tener que dar largas explicaciones: me estaban empezando a preocupar.

Continuamos conversando sobre sus dioses y religión. Confieso que no me enteré de nada de lo que me explicaron, debido, en gran parte, a que en India las religiones admiten miles de variaciones y formas, y a que mis ojos vigilaban, un poco mosqueados, los movimientos de los asquerosos roedores. Instantes después, pasábamos al momento culminante de mi visita, que fue cuando fui obligado o castigado, que uno a esas alturas ya no sabía si tenía más aversión a las ratas o a esos tipos llenos de roña que acosaban como hienas, a degustar la comida mordisqueada por las ratas: cinco negativas fueron insuficientes para evitar introducir en mi boca una especie de pastel amarillo hecho con trigo, lleno de polvo y dulce que, a pesar de que comí apenas un pedacito, se me hizo bola; pero tratándose de un asunto que podía ofender no sólo a mis nuevos amigos sino también a las ratas del lugar acepté, guardándome en un descuido de ellos, el resto del dulce de textura de serrín que aún no había digerido.

Al concluir tan repugnante y forzosa ceremonia, me estamparon la tradicional marca de tilak en la frente y en sus caras se dibujaron unas sonrisas hinchadas de regocijo.

Desde la distancia, ignoro si su alegría era debida a lo que ellos entendieron como un nuevo converso para la causa o a «otro primo que pica». Sólo sé que salí tocado.

La experiencia de esta visita me recuerda a la de la montaña rusa: primero decides subir. A medida que te das cuenta dónde estás, quieres bajar, y una vez que arranca, estás sujeto a ella sin margen de maniobra. Cuando desciendes, todavía estás trastornado y te repites eso de nunca más, aunque siempre acabas montando otra vez.

De vuelta al hotel me acordé de que jugaba «El Madrid». Era el último partido de liga y esperaba que la ganasen. En India solo gustaba el criquet.

Por la noche, negocié el precio de un auto rickshaw para ir al hotel Laxmi Villas, un hotel de lujo que en parte seguía siendo residencia del Maharajá de Bikaner. Muchos palacios han sido convertidos en hoteles gracias a los incentivos económico-fiscales que ofrece el Gobierno de Rajastán. Los maharajás ya no son tan reticentes a que sus propiedades se conviertan en hoteles y museos, lo que está permitiendo la restauración de numerosos edificios, la ampliación de la oferta y el aumento de la calidad en los servicios. El hotel, de postal. Se celebraba una fiesta privada en el jardín. Me vi obligado a cenar en el restaurante del interior, en compañía de los ventiladores, un camarero lejano y una vela, que como detalle romántico habían encendido. Estas iban a ser muchas de mis veladas indias: cenas solitarias, cenas de viento mecánico.
 

CARRETERAS INDIAS: LA MUERTE EN EL ARCÉN

Si hay algo que realmente se puede considerar aventura en India, son sus carreteras, una aventura gráfica de «Play Station»; con la diferencia que en ellas sólo tienes una vida: no hay posibilidad de repetir, grabar o reiniciar partida. Mal asfaltadas, llenas de socavones, irregulares, en ellas apenas se ven coches. Autobuses y camiones son dueños absolutos de estas rutas de la muerte, donde no impera la ley del más fuerte, sino la ley del que tiene más suerte; suerte de no morir en un choque frontal, de no atropellar a un animal, de no ser expulsado de la maltrecha carretera, de no reventar las ruedas con una piedra olvidada del último accidente.

Circular por ellas es jugar a una ruleta rusa en la que la última bala es un camión no esquivado, un autobús que no pudo adelantar o un animal despistado que ignora que en la carretera no son sagrados. Dentro de la recta monotonía de la carretera, cada poco tiempo encuentras de frente, y a escasos treinta metros, autobuses, camiones y coches que vienen juntos, en brutal estampida sonora; vehículos, que hasta unos instantes de estrellarte contra ellos, no sabes quién va a ceder en el estrecho margen de la carretera. Parece que la muerte espera en un volantazo: se pasa miedo.

A ambos lados de las desgastadas pistas, multitud de carteles invitan a la prudencia en la conducción. Son campañas de tráfico emocionales, que recuerdan que es mejor llegar que no, que alguien te espera y que la vida es maravillosa. Campañas que no son leídas, porque los conductores están pendientes de no atropellar un animal o finalizar la partida de la vida en un crash, pluf, plaf................clonk.

Todos los camiones tienen en la parte trasera un mensaje que viene a decir más o menos: «por favor, toque el claxon». Es la forma de adelantar, y así se hace en general, hasta que los que pitan son ellos avisando que en breve verás un accidente. En esos casos, reducen la marcha para, lentamente, maniobrar entre los amasijos de hierro y humo de accidentes de pocas horas; a veces de minutos. Los reventones son frecuentes, y los triángulos de señalización son piedras que se sitúan alrededor del vehículo reventado.

En las carreteras indias, todo aparece por sorpresa: el más experimentado conductor extranjero lo pasaría francamente mal. Si lo llega a pasar, claro. No existe la lógica, no existe la prudencia. Esto era India.

Camellos, vacas, búfalos, ovejas, cabras, palomas, perdices, perros, gatos, ciervos y pavos reales se cruzan en el camino. A veces, ya muertos en mitad del asfalto, semidevorados por aves carroñeras. Los animales ni se inmutan, y los conductores indios tratan de esquivarlos añadiendo más emoción a un corazón que ya está próximo al infarto. La paradoja es que estas carreteras de la muerte te hacen sentir más vivo. Son carreteras que inyectan adrenalina.

Los restaurantes y áreas de descanso son tristes, mugrientos, pero son ideales para tomar aliento y reposar un estresado corazón que, cuando desciendes del coche, sigue siendo tambor: el restaurante de carretera indio es un montón de pucheros ennegrecidos, llenos de comida indescifrable hasta que la examinas en un thali o bandeja donde la sirven. La única nota de color la ofrece el logotipo de «Pepsi» que suele estar en casi todos los dhabas; cuatro sillas de plástico, que algún día fue blanco y mesas llenas de herrumbre que hacen compañía a unos camastros en los que los somnolientos y aburridos camioneros descansan tumbados o sentados: no hay más.

Allí, parábamos Dinesh y yo. Él almorzaba su buen plato de dhal con chapati, y otras verduras: lo hacía con la mano derecha, a toda velocidad. Era una comida de dibujos animados. Restregaba el chapati por la comida y lo introducía en su boca que quedaba brillante por los diferentes aceites o salsas con las que pringaba. El agua, la bebía como si bebiese de un botijo o una bota: los indios nunca tocan el gollete con la boca. Después, eructaba varias veces y se lavaba las manos con el resto de agua que había quedado en su vaso de metal.

En estos calurosos dhabas, me limitaba a beber agua mineral, un refresco o un té. No me apetecía comer nunca. Lo más que hacía era probar del plato que siempre me ofrecía Dinesh.

Comer y conducir son las dos únicas cosas que los indios hacían a toda leche.

Observaba a la gente que bajaba de los autobuses: unos autobuses de ventanillas rotas, de equipaje sujeto al techo, atestados de gente; eran «infiernos en movimiento». Jugaba a adivinar cómo sería su vida ¿Quién los esperaría al final del trayecto?, ¿por qué subían a ese autobús...? Me miraban con ojos de quien no entiende qué se me había perdido allí. Ellos, con suerte, llegarían a su destino.

Como en la vida, cada carretera te lleva a un destino. En el caso de estas gentes queda limitado a uno, que no va generalmente más allá del depósito de gasolina o de la muerte en el arcén.
 

DONDE NUEVA YORK NO EXISTE

Al igual que en días anteriores, a ambos lados del asfalto, el desierto. No era un desierto como en los «cómics» de Tintín donde siempre acababa seco y alucinando el Capitán Haddock. El desierto del Thar no era un desierto de muchas dunas; era un desierto de arena y árboles Khejri: los árboles Khejri son vitales para la vida de los habitantes de esta zona del Rajastán, imprescindibles para su subsistencia: las hojas son forraje para camellos y cabras; los frutos se cocinan en curry; la madera se usa para construir arados y la savia, como remedio para la artritis; además de dar sombra, que por esos lares no viene nada mal. También son venerados por los habitantes. La religión siempre está presente.

Cruzar el desierto permite reflexionar, interiorizar. El silencioso y cálido desierto, el Gran Desierto Indio, te transporta a un mundo de cámara lenta, en el que cualquier matiz es signo de vida. Un mundo donde hombres o mujeres, bajo la sombra de un árbol, custodian un deshidratado ganado o simplemente hablan, mientras un fondo árido e infinito es removido por el viento. Cada pocos kilómetros, mujeres seguidas de sus hijos acopian o transportan leña de un sitio a otro, o se dirigen hacia no se sabe qué destino; otras, con la azada en las manos, arrancan a la tierra su último tesoro. Es una exhibición multicolor de tonos alegres que armoniza con la bicromía del paisaje.

En estos yermos parajes sabes que Nueva York no existe ni Madrid ni Dublín. Sólo ellos y su entorno: un mundo que gobiernan, conviven y se valen de él. Aquí viven en armonía naturaleza escasa y hombre. El perfil solitario de estas mujeres, con sus coloridos vestidos, te hace pensar en lo sujetos que estamos a todo tipo de bienes, caprichos... Ya no podríamos vivir como ellos. Primero deberíamos limpiarnos.

En las carreteras indias, los camiones aparecían y desaparecían constantemente. Prácticamente eran iguales: camiones Tata policromos, camiones vestidos de fiesta, de carnaval de pueblo y circo ambulante, con dibujos y frases por todas partes. Había unos que eran inclasificables. Transportaban leña y circulaban sobrecargados, aumentados. Eran globos hinchados de lona que ocupaban casi el ancho de la carretera, lo que imposibilitaba la visibilidad. Y esto, que como fotografía quedaba muy bien, se convertía en acrecentado riesgo a una conducción atestada de animales, de baches que, en ocasiones, quedaban cubiertos por los mantos de arena que el viento depositaba enterrando el desgastado asfalto. Los rajastaníes, de forma parsimoniosa, intentaban retirar la arena con unas pequeñas escobas hechas con ramas de árboles. Dudo que lo consiguieran: y ellos también.

Un autobús, engalanado de boda, nos acompañó durante todo el camino. Más tarde, coincidimos en un dhaba. El autobús cargado de muebles y otros enseres iba amueblado.

En realidad, cualquier medio de transporte en India estaba sobrecargado, como si fuese un constante desafío a la las leyes de la física. Al bajar del autobús, los hombres se turnaban para tumbarse en los deteriorados camastros, mientras un «turbante añil», al que yo investí como el cabecilla de la expedición, racionaba comida entre los escandalosos pasajeros.

En los dhabas, me ocurría una cosa curiosa: me limpiaban la mesa con un indefinible trapo; a ellos nunca, salvo que lo solicitasen. Hay que decir que en muchas de ellas, el «inglés» no paró nunca por allí, por lo que cuando me presentaban escrito en un mugriento papel los importes de las consumiciones, a menudo no sabía que me estaban cobrando: era tan barato que me daba lo mismo.

De camino a Jaisalmer y cerca de Pokaran nos detuvimos en el templo de Ram Bar, donde mujeres, niños y viejos me acorralaron gritando «bakish, bakish»; limosna o propina. La sensación era de agobio amargo: me sentía impotente ante la avalancha de gente que me agarraba, me gemía, me miraba, me imploraba y me estrangulaba la circulación de la sangre... Cada mano, cada lamento ambicionaba su parte. Siempre se solucionaba con unas monedas dadas al azar: quizá no al que más lo necesitaba, pero no podías hacer mucho más. Lo más cruel era negárselo a los niños. Sus pupilas, puras y frescas atravesaban mi alma; pero cuando entregabas una moneda a uno, tenías a diez o quince más que esperaban obtener, como mínimo, lo mismo que el anterior: el dinero nunca era para ellos, acababa en las manos de alguien que lo reclamaba, escondido, codicioso, cobarde... a unos metros de distancia. Del templo apenas me quedaron imágenes. Estaba mas impresionado con lo que había vivido antes de entrar, y que volví a revivir cuando salí del mismo.

Aquí Nueva York no existe.
 

LA CIUDAD DE ARENA

Mas kilómetros de arena y desierto nos acercaban a Jaisalmer. Nunca le revelaba a Dinesh el hotel o la Guest House que había elegido hasta que nos aproximábamos a la ciudad. Era una forma de evitar que en las paradas telefonease reclamando una comisión no ganada y que, desde luego, pagaría yo. Otras veces, no tenía ni idea cual iba a escoger.

En Jaisalmer, me hospedé en un vetusto palacio del maharajá: un lugar bonito, escondido, cubierto de polvo y tiempos mejores; habitaciones grandes y muebles de época, desordenado y un poco sucio. Como de costumbre, el único cliente: dos vascos llegarían al día siguiente.

Jaisalmer es un lugar que debió inventarse en un cuento. Tiene una calle principal abarrotada de pequeños comercios y oficios de antiguo. Alrededor de ella, afloran decenas de callejuelas estrechísimas donde solo caben una o dos personas, y que en el caso de encontrarte con una vaca perezosa tendida en el suelo, tienes que dar media vuelta. Calles de la vaca o tú, siempre de la vaca: no te deja pasar.

Los habitantes del Rajastán rural son muy acogedores. De mirada azabachada, sonrisa de marfil y alegre voz, comprenden que todo, menos el desierto, tiene un límite. Los vendedores, por ejemplo, no eran tan insistentes como en Delhi, Agra o Khajuraho, olvidándose de que eran mercaderes para convertirse en amigos urgentes y de un rato.

De Jaisalmer dicen que es una ciudad muy turística. No tuve esa sensación. Es posible que no fuese época de turistas, que no me fijo mucho en los carteles cuando se ve movimiento, y de ahí quizá, esa subjetiva impresión. El caso es que no coincidí con más de cuatro o cinco turistas en los tres días que permanecí allí. Y lejos de ser un aburrimiento, fue una bendición.

Una fortaleza color de miel, que se hace lejana y cercana sin saber muy bien por qué, corona y domina la Ciudad de Arena: hay murallas o fortalezas, que si las miras de lejos parecen grandes, pero cuando te acercas son imponentes. La de Jaisalmer es de talla única, la mires desde donde la mires. En el interior, en sus anárquicas callejuelas, aún habitan cerca de quinientas personas, lo que no ocurre en otros fuertes de Rajastán. Puedes observar perfectamente cómo viven, cómo trabajan, cómo lavan, cómo «vecinean», piden «un poco de sal» y justifican un «se me ha acabado el aceite». Es una ciudadela de puertas abiertas, un pueblo de andar por casa en zapatillas.

El interior de la fortaleza se recorría en muy poco tiempo, pero merecía la pena pasarse horas y horas, paseando por un pavimento tortuoso que brotaba de la tierra. Los templos jainies, las havelis dejadas, arruinadas por la vida, o las abundantes atalayas desde las que se obtenían magnificas vistas, no solo del pueblo, sino de la frontera de Pakistán, hacían de Jaisalmer el escenario perfecto para las Mil y una noches. Deambulaba intentando acumular nuevos recuerdos: hablaba con niños traviesos que se asomaban al vacío y me señalaban con los brazos los límites de la India, los límites de la locura. Reparaba en los burros de lechero que, tozudos, invariablemente andaban por donde no debían, en tanto que uno de esos perros indios de anorexia obligada, dudaba si controlar la situación o volver a su postura de león zanganeado: me hallaba en el pasado.

Me acodaba en un tenderete de refrescos y helados: ¿Cómo explicar que los bares y cafés no existen...?, y pedía una botella de agua que me era dispensada congelada: agua que angustiaba beber porque el deseo de trasegarla punzaba en la boca y la garganta; agua que duraría unas cuantas conversaciones. Conversaciones como la que mantuve con un anciano de Bikaner que, muy preocupado con la situación de Irak y la posible incorporación de fuerzas indias a la coalición, hablaba como aquel que ya tiene experiencia de días de balas, de sangre, de muerte y de sufrimiento.

— ¡Qué desastre!, ¡qué desastre! —duplicaba las palabras desazonado.

— Su país está en la coalición. ¿Qué opina la población sobre ello?, ¿están de acuerdo con la guerra? —continuaba lanzándome una batería de preguntas que esperaban respuestas precisas, técnicas, documentadas.

Yo, que no tengo mucha idea de lo que pasa en el mundo desde que a todos les da por mentir, tergiversar, contar a medias y utilizar las desgracias ajenas como estandarte de su verdad y plan de jubilación anticipada, lo único que pude declarar fue lo siguiente:

— Hay división de opiniones: somos un país de cincuenta por ciento. Cincuenta por ciento a favor de una cosa y el resto de otra. Y esto no se hace por convencimiento sino por llevar la contraria. Ya ve que raros somos. En cualquier caso —proseguí—, mi país se hastió hace mucho de las guerras, tanto de las propias como de las ajenas.

Al advertir que yo no podía dar más juego en disertaciones sobre alta política internacional, se levantó, me estrechó la mano y siguió su camino moviendo la cabeza de tal manera que, por un momento, me hizo sentir culpable de no saber cómo funciona este mundo.

Me apetecía saber cómo trabajaban las agencias de viajes en India —la cabra tira al monte—, y me metí en una pequeña agencia de viajes. El dueño masticaba paan, un estimulante hecho con especias dulces y tabaco y lo escupía en una papelera. Cuando hablaba, sus labios y dientes estaban manchados de líquido rojo, como si le hubiesen dado de puñetazos. Me detalló su sistema de trabajo, mostrándome un pequeño díptico y enseñándome fotos de las excursiones que organizaba; excursiones de noches de fuego, música y té en el desierto. Durante la entrevista, un perfumista nos invitaba a probar las esencias que guardaba en pequeños frascos de cristal. Al salir, no sabía a lo que olía, pero salía divertido; lo había pasado bien. Hacía calor, mucho calor. Regresé al hotel atufando a mil aromas.

— «Very hot , very hot» —me confirmaban como si no me estuviese enterando de la que estaba cayendo los habitantes de una ciudad que se cobijaba gradualmente en el interior de las viviendas y los comercios.

A media tarde, y antes de salir a conectarme a Internet oí una voz. Desde unas dependencias cercanas a un patio lleno de ocas, vacas, un caballo viejo y algún que otro cerdo que hozaba despistado en el barro, la sombra del encargado del hotel me hizo una seña para que me aproximase.

— Señor, venga, aquí se está bien.

Deseaba invitarme a tomar té con él. Acepté inmediatamente: hay invitaciones que son auténticos regalos. Allí, sentados, casi a oscuras, hablamos de todo, de nada en particular. Queríamos saber cosas sobre nuestros países, sobre nuestras vidas. Nuestra conversación era ordenada, de escucha. El té nos lo trajo, en bandeja tintineante y nerviosa, uno de los chicos que vigilaban el hotel, mis sueños y mi equipaje. Abanicándonos, él con una hoja, yo con un folio lleno de garabatos, bebimos despacio, sin prisas, un aromático té con leche y cardamón que yo no quería que se acabase nunca. Más palabras, mas viento y un cigarro. Había olvidado el calor.

Antes de cenar entré en un Cybercafé, aunque en realidad se trataba de una habitación con cuatro ordenadores y algunas imágenes hinduistas que, bajo una luz de «chinos de todo a un euro» y aroma de incienso, se veían por todas partes.

En India, Internet es de gran ayuda. Muchas veces elegía el hotel en función de lo que veía, o re-planificaba parte de mi viaje. Además, me servía para mantener el contacto con la familia y con los amigos y era una forma de no sentirse sólo en algunas horas que te quedaban muertas. Las conexiones, muy lentas, desesperantes. Lo gracioso era fijarse en cómo los indios ojeaban lo que hacías. Bueno, gracioso al principio, luego era un auténtico rollazo sentirte espiado.

Los indios no actuaban así porque fuesen muy cotillas: son curiosos y todo lo que haga un occidental les fascina. Sigo pensando que son como niños. Al finalizar mi sesión, el dueño pasó una barrita de sándalo o similar por todo el local y, yo, presumí que lo que urdía era desinfectarlo: de mi presencia, claro.

Cené en el restaurante Trío, en un terrado con vistas a mi hotel y al fuerte, deleitándome con el sonido de una tabla y las voces de unos niños rajastaníes que creaban una atmósfera de espiritualidad imperceptible para quienes la música es un disco de verano.

Me encontraba muy bien: estos eran los detalles que justificaban cualquier viaje.
 

ARENAS DE SAM

A media tarde, cuando la temperatura descendía —soportábamos cuarenta y seis grados de fuego seco—, nos acercamos a Sam, a unos cuarenta kilómetros de Jaisalmer para ver sus famosas dunas y la puesta del Sol. Al llegar, los camelleros ofrecían sus servicios con histéricos alaridos. Me los quité de encima. En lugar de alquilar un turístico camello, preferí errar por la arena. No me apetecía montar en camello: yo era niño de playa y tierra en el cuerpo.

Sin enterarme, me adentraba en las dunas y poco a poco las ondulaciones se hacían silencio. Un silencio amarillo de sombras ocres; un mar de arena que exponía su apacible manto de paz.

Seguido a cierta distancia por Dinesh, en ocasiones me dejaba caer y contemplaba cómo ondeaba la arena. Sentía cómo las serpenteantes dunas distanciaban los problemas, las ambiciones: como en el mar, las olas de arena continuamente se renuevan y nos sorprenden con una perspectiva diferente. Ocurre en nuestras vidas: el viento o los acontecimientos la van transformando, no pudiendo vaticinar cómo será el futuro.

Sólo miraba. Dinesh se colocaba a mi lado. No hablábamos; no era necesario. Nuestra compañía, el choque del viento en la arena y una melodía lejana de músicos que se ahogaban en profundas canciones rajastaníes: canciones que salían del alma del desierto. Mirábamos como el sol se estaba poniendo, discreto, silencioso, pálido... Un sol que se despedía, un sol que viajaba a España, un sol de luna llena.

No podíamos regresar por las mismas huellas. En el tiempo que contemplamos el ocaso, la acuarela de arena había cambiado. Quizá nuestras vidas: a veces no es bueno volver sobre caminos pisados.

Regresando a Jaisalmer me recreaba en el sol y la polvorea tierra, y filosofaba sobre lo que acababa de presenciar: el desierto es un lugar que equipara a los hombres. Allí no hay pobres ni ricos; ni listos ni tontos; ni guapos ni feos. No existen ni el tú ni el yo ni el él y los nosotros, vosotros y ellos son un espejismo. De pronto olvidas muchas de tus turbaciones: la arena, siempre la arena... lo absorbe todo. Esa sensación no era exclusiva de las arenas de Sam, también se tenía en otras zonas desérticas del Rajastán, donde si bien podías encontrar árboles y vida animal, el paisaje te absorbía de tal manera, que te regalaba con una perspectiva lejana de todo y cercana al corazón.

No había zorros Lourdes: sólo estabas tú.
 

VACAS Y OTRAS ESPECIES. LA CALLE ES SUYA

Una ciudad, un pueblo sin animales en la calle no se concibe en la India: es como un jardín sin flores, como un mar sin olas, como un árbol sin ramas, como un mundo sin mamones... La fauna de las calles indias está compuesta principalmente por vacas, cerdos, perros, búfalos y burros. Todos, excepto los burros y los búfalos, van por libre, «a su bola»; pero mientras los cerdos necesitan un espacio vital —unos metros de seguridad—, las vacas y los perros lo abarcan todo. Y cansa. Cansa porque tienes que tener cuidado ya no de que te roce una vaca, si no de que en un momento de relajación se cague literalmente en tus narices: aparecen en cualquier callejuela impidiéndote pasar si están tumbadas y te obligan a sortear patas, cuernos y rabos mientras a escasos centímetros tienes un perro sarnoso, agua estancada o simplemente un montón de porquería. Deseas que no se muevan. Las ves tranquilas, seguras, «con poderío», entrando en las casas, en los comercios, saliendo de los urinarios públicos, metidas en los atascos, a tu lado, buscando su hueco para pasar. Van sobradas.

Todo el mundo las respeta y, es curioso, reciben menos bocinazos —o ninguno— que el resto de los mortales. Las hay de todos los tipos: pequeñas y grandes, flacas y gordas; huesudas, sucias, locas... Veneradas por los hinduistas son reinas de la calle, emperatrices de cuatro patas de un mundo fascinante e incomprensible. Y yo, en uno de esos juegos de la mente en los que de vez en cuando me paraba a descansar, deducía que en India, la colorada vaca que ríe moriría de uno de sus ataques de hilaridad viendo como los humanos estamos a su merced. La primera vez que ves una te hace ilusión, la segunda vez exclamas: ¡Es verdad que las vacas son sagradas! A partir de ahí, se acaba el romanticismo y empieza el hastío de ver tanto vacuno. Estas vacas indias no tienen ese aire fresco de vaca de pueblo español ni su gracia en el andar. Huelen distinto. Son por lo general vacas grises o blancas que al verlas, te planteas seriamente hacerte vegetariano.

Los cerdos son jabalíes sin colmillos y nunca conseguí adivinar la utilidad que tenían en India, donde excepto en la zona de Goa la población, por la influencia portuguesa, los come. No verás nunca un lechón en la carta de un restaurante y si lo ves, el cerdo tiene pedigrí: es australiano. Los cerdos parecen haber copiado el parsimonioso paso de las vacas y andan igual. Menos los cochinillos, que sin previo aviso y sin pedir permiso ni perdón, corretean a tu alrededor y se cuelan entre tus piernas cuando el estrepitoso sonido de un vertido de despojos anuncia su hora de comer. Son puercos de color pardo o gris y olor agrio: cerdos con suerte.

Los perros son de mil razas, ninguno ganaría un concurso porque no hay dos iguales. Son perros masala que nunca obtendrán árbol genealógico. Son animales de castas bajas a los que no se les conoce ni padres ni dueños. Algunos están en unas condiciones de desnutrición alarmantes. Además se los ve llenos de mordeduras, sarna o vaya usted a saber qué. Son los parias de este zoo andante que exhiben las ciudades y pueblos de la India. Un zoo para el que no hace falta sacar entrada, pero que, a veces, pagarías por la salida: agota.

Los animales indios tienen un denominador común: son indios y como tales son pacíficos, resignados, sosegados y lentos. En ocasiones creía que eran «reencarnación»: inquietaba.

Menos mal que había pocas gallinas. Eso hubiera sido bastante para mí.
 

NOCHES TRISTES DE LA INDIA

Había estado lavando ropa en el cuarto de baño: un baño sin bañera, sin plato de ducha, un baño de ventana arelada y bombilla de luz tenue; un baño indio donde el mayor lujo eran dos grifos de agua fría; la caliente inexistente, a pesar de que el Mandir Palace era un hotel con «Hot water» y «Fully air conditioned». Mis coladas rajastaníes eran siempre iguales, metódicas: primero la selección: esto sí, esto puede aguantar, a esto no le da tiempo a secarse, esta camiseta está para tirar... Luego, colmar el lavabo de agua, un agua color arena de playa cuando atardece, y taponar el desagüe con un calcetín para evitar la perdida del agua. Introducía la ropa recordando el principio de Arquímedes, el único que nos aprendíamos aquellos que nacimos de letras: la espolvoreaba con los sobrecitos de detergente que por una, dos o tres rupias adquiría en las tiendas y hundía mis manos en el agua una y otra vez estrujando, retorciendo, golpeando, emburruñando y aclarando una ropa que día a día iba mudando en harapo. Con las manos aún lubrificadas y pegajosas, analizaba la mejor ubicación para colgar la ropa en el improvisado tendedero en que convertía mi habitación.

Ya de noche, y después de reorganizar unas notas y ducharme, salí a cenar. Ese día ya sabía dónde: en un foro de viajes en Internet alguien recomendaba un restaurante en el que se podía disfrutar de excelentes vistas y sabrosa comida rajastaní, y donde, según escribían, se podía tomar la mejor cerveza de Jaisalmer. Era un restaurante conocido, tenía su propio cartel; era un restaurante «recomended» por las más prestigiosas guías de viaje. Yo, que me esperaba un lleno total, ambiente internacional, alguien con quien cenar, algo distinto para variar, me encontré con un establecimiento vacío, desolado, lúgubre, grimoso. No sabía si quedarme o irme, pero al final me quedé, por la admirable perspectiva que la azotea tenía de una calle que lentamente iba bajando su volumen.

La cena, de carta plastificada, de ventilador engrasado; la cerveza, de chico de los recados. El ambiente internacional eran banderas de varios países pintadas en los laterales de unas paredes teñidas de verde cuarto de baño; de bar de botellín, cacahuetes, embutido y queso rancios.

Fue una cena aburrida, desganada, una cena de derrota. Como pájaro que come porque no puede cantar, engullí una especie de alpiste que sirven los indios al final de las comidas para refrescar la boca, pagué sin esperar la vuelta, y bajé las escaleras del destartalado edificio deseando encontrarme a alguien con quien hablar: nadie, solo las vacas que paseaban o dormitaban en medio de unas vías que como única luz tenían mi pequeña linterna: no había comerciantes, no había tráfico, no había ruido, no se escuchaban voces. Sólo mis pisadas.

El cierre de los comercios, las gradas sin gente, dos metros más de espacio para caminar y el silencio, daban la impresión de que estuvieses no en una ciudad del desierto, sino en el desierto mismo. ¿Dónde estaban las fiestas de los mercaderes?, ¿dónde moraban los músicos?, ¿dónde Scherezade? Deambulé una y otra vez con la esperanza vana de tropezar con un refugio, un buenas noches, un hasta mañana, un por favor ven: nadie, sólo la noche y yo. En un intento desesperado, extendí mis brazos en cruz para abrazar a Scherezade, recogerla y arrullarla sintiendo unas mejillas que yo imaginaba de seda. Quería ser yo el que todas las noches contase cuentos, historias bonitas, divertidas, historias perfectas: no mil y una, sino dos mil, tres mil... todos los amaneceres, todos los ocasos, toda la vida... No liberarme nunca de unos labios que acariciaban cuerpo y alma, de unos ojos que inyectaban pasión, entrega, comprensión, devoción, amor. Pero ella no estaba.

Al llegar al hotel, al lado de mi habitación, en un patio, dos muchachos dormían al aire libre bajo un techo de estrellas mustias. Como cama la insensible piedra, como sábanas sus manos cruzadas. Con apenas quince años, eran los que de alguna manera custodiaban el hotel y hacían funciones de botones.

Dicen que el desierto del Thar tiene uno de los cielos más estrellados del mundo; pero ese día las estrellas estaban muertas, apagadas, recogidas en las dunas de la tristeza al ver la soledad de las calles negras.
 


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