El 24 de noviembre de 1974, un equipo de
arqueólogos dirigido por Donald Johanson descubría los restos del
homínido más antiguo encontrado hasta la fecha, datado en más de 3
millones de años. Su nombre, Lucy, lo identifica desde entonces como uno
de nuestros más ilustres ancestros y representa uno de los hitos en la
historia de las ciencias humanas. Posteriormente, en 2006, un grupo de
arqueólogos alemanes anunciaba el hallazgo de lo que parecía ser el
fósil de una niña y que enseguida se catalogó como perteneciente a la
misma especie que Lucy: la llamada Astrolopithecus afarensis.
Entre ambos fósiles hay una diferencia de unos 200.000 años, mucho menor
de lo que pudiera parecer a simple vista, pero tienen otra cosa en
común: ambos fueron encontrados en la región de Afar, en el este de
Etiopía.
¿Podría decirse, entonces, que en el
territorio que actualmente delimita el Estado de Etiopia se sitúa el
origen del ser humano?
Obviamente, una
afirmación tan tajante es
absolutamente arriesgada y carece del menor peso científico, entre otras
cosas porque el homo sapiens, nuestro verdadero precedente, no
desciende directamente del Astrolopithecus afarensis. Aunque, no
sé si casualmente, ha sido en el valle del Omo, también dentro de las
actuales fronteras etíopes, donde se han hallado los restos más antiguos
conocidos de homo sapiens hasta ahora, los llamados Hombres de
Kibish. Con estos antecedentes, qué duda cabe de que si en algún momento
sintiéramos cierta inclinación llamémosla pseudoreligiosa por
peregrinar a aquellos lugares donde efectivamente se fraguó el largo
pero fascinante proceso que nos condujo de primates irracionales a homo sapiens
inteligentes (aunque no sé si más sensatos),
casi con toda seguridad habríamos de elegir Etiopia.
Sea como sea, y más allá de hipotéticas
suposiciones que no nos van a llevar a ningún sitio, la Etiopía actual
alberga tal cantidad de atractivos que incluso podríamos pasar por alto
este hecho para elegirlo como uno de los destinos viajeros más
atractivos del planeta. Por poner dos ejemplos: en Etiopía se hablan 82
lenguas distintas y solo en el valle del Omo conviven más de una docena
de grupos étnicos diferentes que todavía conservan buena parte de
sus tradiciones y ritos ancestrales. Por si fuera poco, Etiopia, el
único país de África que no sufrió la tragedia de la colonización, posee
en el norte uno de los más ricos legados artísticos y culturales del
planeta, cuyo punto álgido lo constituyen el conjunto de iglesias de
piedra de Lalibela.
Siendo esto así, ¿cómo es posible que
Etiopía no sea uno de los destinos preferidos de los siempre
avasalladores y omnipresentes touroperadores? La respuesta parece
simple: su carencia de infraestructuras turísticas. Y eso es
precisamente lo que, a mi juicio, hace este destino más deseable aún si
cabe. Pocas cosas en este país encontrará el viajero preparadas solo para
complacerle. Es difícil, por tanto –al menos a día de hoy–, encontrarse
con algún producto turístico artificial cuyo único propósito consiste en
agradar al viajero más cómodo dándole la falsa sensación de que penetra
en las verdaderas entrañas del África profunda. En Etiopía no hay
engaños ni falsificaciones. El país es tal como se muestra.
Etiopía es, en cualquier caso, un país
extenso (el vigésimo séptimo país
más extenso del mundo), imposible de abarcar en lo
que daría de sí un viaje de 3 o 4 semanas de duración. Por si fuera
poco, cada porción del país posee más de una singularidad que la convierte en un
bocado igualmente apetecible.
Otra salvedad: se pueden realizar ciertos
tramos de viaje en avión; lo cual, como es lógico, ahorra tiempo y permite llegar a lugares no programados en un principio. Pero si vas a
hacer todo el recorrido en vehículo todoterreno, como fue mi caso, hay
que asumir que habrá días que los pasarás enteros en la carretera. No en
vano, las distancias en Etiopía no se miden en kilómetros, sino en
horas.
Teniendo en cuenta todas estas
circunstancias, decidimos que nuestro recorrido se circunscribirá al
norte del país, situando la vieja ciudad de Gondar como frontera límite,
y al sur, poniendo especial énfasis en el excitante y maravilloso valle
del Omo, aunque dejando de lado por dificultades de desplazamiento uno
de los pueblos más fascinantes y fotogénicos del país: los surma. La
ciudad de Harar, de la que hemos visto fotografías que la señalan como
un espacio mágico y sugerente, y la peligrosa aunque hermosa región de Afar, un auténtico desierto surcado por amplias zonas de grava volcánica
y manantiales ardientes donde se llegan a alcanzar temperaturas
superiores a 50º, quedarán quién sabe si para una futura ocasión.
Para llevar a cabo el viaje propiamente
dicho, nos ponemos en contacto vía Internet con algunas agencias locales
y les pedimos presupuesto. Aunque parezca extraño, no nos contestan
todas (y eso que una vez en el país no tenemos la sensación de que anden
sobradas de trabajo, pero allá cada cual con su negocio); finalmente nos
decantamos por Abey Roads, una compañía digamos que “unipersonal”
dirigida por el muy eficiente Abey Seyum, que además hará las funciones
de guía durante la primera parte del recorrido. Tengo que adelantar que
durante todo el viaje no tuvimos la menor queja del servicio prestado.
Abey nos proporcionó exactamente aquello que habíamos acordado e
incluso, como he dicho más arriba, ejerció en diversos momentos de guía,
pese a que solo contratamos los servicios de chófer. Si a alguien le
interesa ponerse en contacto con él, su dirección web es esta:
http://www.abey-roads.com/pages/index.php. Eso sí, es importante
señalar que no habla español, aunque sí un inglés muy fluido y
fácil de comprender. En cualquier caso, puedo dar fe de que se trata de
una excelente persona.
DÍA 1 – 19 septiembre 2010
(domingo)
El avión nos deja en el aeropuerto de
Addis Abeba a las 3 de la madrugada. Hasta las 7 y media no hemos
quedado con Abey, nuestro guía-conductor, para iniciar el ansiado
periplo etíope. Debido al escaso número de aviones que llegan a la
capital a estas horas (no hay más vuelos programados hasta la siete de
la mañana),
tanto el trámite para la obtención del visado como el del
siempre lento y ridículamente enfático control de pasaportes apenas nos
ocupa unos minutos. Así pues, nos encontramos con unas cuantas horas de
espera por delante que no va a ser nada fácil llenar. El aeropuerto de
Addis, inactivo por la noche y demasiado minúsculo para lo que se
esperaría de una capital de Estado, no da para mucho. No obstante, nos
lo tomamos con tranquilidad y toda la paciencia del mundo. Al fin y al
cabo, ¿qué son tres horas comparadas con intensidad de las tres semanas
que tenemos por delante para adentrarnos en los abismos de una de las
naciones más antiguas y fascinantes del planeta?
Es domingo y el tráfico en
Addis Abeba apenas presenta alteraciones significativas. Hacemos una
parada en el Hotel Seraton para que Abey, nuestro chófer que con
puntualidad británica ha venido a recogernos, cambie el dinero que nada
más subir al coche (un viejo Land Crusier
que salvo algún problemilla en
Lalibela nos servirá aceptablemente a lo largo de la primera parte del
recorrido) le hemos entregado a cambio de sus servicios. Las primeras
impresiones vienen a confirmar la idea que traía sobre la capital
africana: fealdad estética, diversidad de estilos y nula homogeneidad de
sus edificios, avenidas amplias y poca limpieza. Pero, aun así, Addis da
muestras de ciertos retazos de prosperidad que, en alguna medida,
podrían llegar a refutar la repetida inclusión del país en las listas de
los lugares más pobres del mundo. Aunque no ignoro que la primera
impresión siempre es engañosa.
Nuestro primer contacto con las
carreteras dará la medida de lo que nos vamos a encontrar a lo largo de
todo el viaje. Debido a la falta de medios de transporte tanto públicos
como privados, la gente no tiene más remedio que desplazarse a pie de un
sitio a otro.
Esto significa que las carreteras están llenas de viandantes, especialmente al norte del país. Y no solo
de gente: junto a ellos, como no podía ser de otra manera, circulan burros,
caballos, carros y toda clase de medios de transporte preindustriales, así como
rebaños de cabras, vacas, ovejas y demás animales domésticos que
uno pueda imaginar.
Las carreteras de Etiopía, como el más complejo
ecosistema natural, dan cobijo a su peculiar fauna autóctona.
No hemos desayunado todavía, apenas un
café que nos tomamos en el aeropuerto, así que se hace imprescindible
realizar una parada en un punto cualquiera del camino. Será además
nuestro primer contacto con la comida etiope, y más concretamente con la
injera, una especie de crepe muy fina hecha de harina de
teff (un cereal endémico de Etiopía) y de sabor amargo, que
constituye la base alimenticia de los habitantes de este país. Como
iremos comprobando a lo largo de los días, la injera se come
todos los días y en cualquier momento, generalmente acompañada de carne,
verduras, cereales, pescado e incluso pasta, pero también muchas veces
sola. Hay que decir, en cualquier caso, y más allá de su sabor (la mayor
parte de los occidentales que conocimos lo rechazan), el teff es un
cereal de gran contenido proteínico y sus propiedades saludables son
reconocidas internacionalmente. A mi juicio, el gran inconveniente de la
comida etiope no es el teff, a cuyo sabor me acostumbraría pronto, sino
la calidad de la carne que suele acompañarla: como es habitual en buena
parte de los países africanos y asiáticos, no se suele comer carne de
animales jóvenes;
se prefiere siempre sacrificar a un cordero o a una
vaca adulta, con más peso y más carne, pero de sabor menos agradable y,
sobre todo, de textura enormemente correosa y dura. Personalmente, me
resultaba mucho más sugestivo consumir la injera acompañada de
shiro (un guiso hecho a base de harina de guisantes), tortilla o
pescado –este sí realmente delicioso–, que con carne. Aunque, como ya he
dicho, pocos occidentales vi comiendo injera.
La impresión en estas
primeras horas es que la población se muestra amistosa con nosotros,
aunque no dejan de sentir asombro más que curiosidad ante nuestra
presencia. Tomar un simple café en un pequeño restaurante de carretera
supone que, acto seguido, varias decenas de personas se detengan frente
a nosotros con el único fin de observarnos, de mirarnos fijamente sin el
menor reparo, como si fuésemos seres extraños llegados de repente desde
lejanos y desconocidos planetas (lo cual, de alguna manera, no deja de
ser cierto). Lejos de sentirme incómodo por semejante falta de lo que un
occidental denominaría “tacto”, la situación se me hace divertida y
simpática. Un poco más adelante pararemos en una localidad donde se está
celebrando un mercado local (de ganado y productos agrícolas sobre
todo) y donde la situación antes descrita se repetirá de nuevo. Lejos de
molestarme, como ya he dicho, el ambiente que se crea a nuestro
alrededor me divierte mucho: son siempre momentos como estos, de
exquisita cotidianidad, los que mejor sabor de boca me dejan de todos
los viajes, los que me ofrecen la verdadera medida del alma autóctona,
los que me compensan de futuros sinsabores y problemas.
Tras una breve visita al Monasterio de
Debre Líbanos, cuya estructura actual es completamente nueva y donde
para entrar, por cierto, hay que cumplir una serie de requisitos que,
como todos los preceptos religiosos, me parecen ridículos, extravagantes y
absolutamente estúpidos (no haber mantenido relaciones sexuales en los
últimos días o, en el caso de las mujeres, no tener la regla, por
ejemplo), seguimos camino a través de las gargantas del Nilo, un paraje
espectacular y hermoso donde la naturaleza más agreste se da la mano con
la armonía y la calma propia de los espacios abiertos. Hacemos un par de
breves paradas por el camino, pero la conveniencia de llegar a nuestro
destino a la hora prevista, antes de que anochezca, nos impide disfrutar
de este paisaje con la intensidad y la serenidad que merecería.
Esta misma mañana, justo al abandonar Debre Libanos, ha llovido un poco, pero ahora empieza a caer sobre
nosotros una auténtica tempestad. La carretera, aunque de asfalto,
atraviesa extensas zonas rurales donde miles de vacas pastorean sin
importantes demasiado las inclemencias climatológicas que a nosotros
tanto nos agobian. Es cierto que no ha terminado todavía la temporada
de lluvias, pero tenía la esperanza de encontrar un clima más
benigno.
El agua que cae desde las colinas arrastrando la tierra forma
auténticas torrenteras junto al camino. Por un momento, llego a temer
que, si sigue lloviendo así, la carretera quede anegada en algún tramo y
tengamos que dar marcha atrás en busca de refugio. Felizmente, aunque
todavía bajo los efectos de la lluvia, unos kilómetros más tarde
llegamos a nuestro primer destino, la localidad de
Debre Marcos.
No hay mucho que decir sobre esta
población, salvo que para nuestra desgracia ese día se estaba celebrando una boda que para más inri, y sin ningún pudor,
imitaba los más horrendos excesos propios de una celebración occidental,
limusina incluida. Y digo para nuestra desgracia porque eso supuso que
la mayor parte de los hoteles estuviesen ocupados y, por tanto, no nos
quedara más remedio que pasar la noche en un hotel sucio y maloliente de
ínfimo nivel en cuyo bar, por si teníamos poco, la música no dejó de sonar
hasta bien entrada la madrugada. Sobre este particular, debo decir que si hay
algún aspecto que personalmente me desagradó de la sociedad etiope fue
su tendencia a escuchar música –una música, por otra parte, repetitiva,
insípida y machacona sin atractivo alguno– a todo volumen, siempre a
todo volumen, sin importar el lugar y la hora. Eso es algo a lo que,
esté donde esté, no me acostumbraré jamás: la insistencia de
determinadas personas por obligar a los demás a oír la música que a
ellos les gusta –que, por cierto, suele ser siempre una música
horrorosamente fea y desagradable–. En estas circunstancias, mi
capacidad de adaptación decae vertiginosamente.
DIA 2 – 20 de septiembre de 2010
(lunes)
A diferencia de ayer, hoy el buen tiempo
nos acompañará toda la jornada. La sorpresa inicial al comprobar la
belleza de los paisajes que vamos atravesando, una zona húmeda y
extremadamente verde, llena de campos de cultivo y atractivas
estribaciones montañosas, se va a ver confirmada a medida que avanzamos con
nuestro Land Crusier. Como he dicho, estamos en los estertores de la
época de lluvias, pero aun así no me esperaba tanta exhuberancia
vegetal; supongo que las imágenes que invadieron nuestros telediarios en
los años ochenta y la terrible hambruna que devastó parte del país han
quedado grabadas con demasiada fuerza en nuestras mentes. Etiopía pasó a
ser relacionado desde entonces con las hambrunas y la miseria, y aunque
es cierto que se trata de uno de los países más pobres del mundo, su
riqueza agrícola (son numerosas las plantaciones de teff, trigo y maíz
que vemos a nuestro paso) parece contradecir continuamente esa idea. No
obstante, la mayor o menor riqueza de un país no tiene que ver
directamente con sus potencialidades económicas, sino con su adecuado
desarrollo y con el avance de sus procesos productivos y sus
infraestructuras.
Y es ahí tal vez donde las carencias de este país se
hacen más evidentes.
A media mañana alcanzamos
Bahar Dar, ciudad en la que pernoctaremos hoy y mañana y que nos
servirá de base para recorrer al día siguiente el lago Tana, donde se
hallan una serie de monasterios históricos que han hecho de la ciudad
parada obligada en todas las rutas del norte. De la ciudad en sí poco es lo que puedo decir, solo la recorrimos de noche. Pero la sensación
general tras terminar el viaje es que, salvo muy pocas excepciones, no
son los núcleos urbanos lo más destacable del país, al menos en su
aspecto estético. Así pues, tras un breve descanso en el Hotel Tana,
situado a orillas del lago del mismo nombre, y después de comer en su
restaurante, nos dirigimos al encuentro de las cataratas del Nilo azul,
un salto de agua de casi 40 metros que, dependiendo de la época del año
y de las necesidades de la central hidroeléctrica construida en 2003
a
la que el río abastece, puede convertirse en un maravilloso espectáculo
o en la más amarga de las decepciones.
En cualquier caso, el camino por el que
se accede a las cataratas está lleno de atractivos. Durante el recorrido
no dejamos de cruzarnos con grupos de personas que van y vienen, niños
que conducen ovejas y cabras, feligreses que regresan de una celebración
religiosa y mujeres cargadas de fardos que casi nunca nos niegan una
sonrisa. Atravesamos el río Abai por el llamado puente portugués, una
hermosa construcción de piedra del siglo XVI que nos permite llegar a un
pequeño poblado de apenas una docena de cabañas, casi deshabitado a esas
horas, pero de donde en segundos surgirán una docena de niños para
montar a toda velocidad unos humildes tenderetes con la esperanza de que
los recién llegados se dignen a adquirir alguno de sus modestos
souvenirs.
Estamos de suerte: hoy las cataratas
lucen en todo su esplendor, el caudal del Nilo apenas sufre merma alguna. El espectáculo es todo lo grandioso que se puede esperar de unas
cataratas a plena capacidad. El agua rebosa por el precipicio con
violencia y generosidad, formando una especie de cortina humeante al
chocar con el agua del fondo; la imagen es sin duda alguna memorable. No
hay más turistas que nosotros (más tarde, a la bajada, nos cruzaremos
con un grupo que sube); por ello, la sensación de estar inmersos en un
espacio natural espectacular y puro es total.
A la vuelta, y antes de regresar al
hotel, contratamos con un empleado del hotel Ghion –recomendado
por nuestro guía– el recorrido que haremos mañana por el lago Tana. El
precio me parece excesivo (me lo pareció entonces y me lo sigue
pareciendo ahora: 1.500 birrs), aunque incluye el día completo y, por
supuesto, una barca en exclusiva para nosotros. También comprende
la visita a uno de los monasterios más alejados de Bahar Dar, el
monasterio de
Narga Selassie, situado en Isla Dek, aproximadamente a mitad de
lago, y adonde apenas llegan turistas. Aunque llevamos pocos días de
viaje, ya vamos siendo conscientes de que no son precisamente las
ciudades el reclamo turístico más interesante de este país. Quizá un día
entero navegando por el inmenso lago Tana nos ofrezca nuevos alicientes.
DIA 3 – 21 de septiembre de 2010
(martes)
Madrugamos mucho para salir a primera
hora de la mañana en dirección al primero de los monasterios, el más
alejado de nuestra ruta. Van a ser tres horas y media de navegación ininterrumpida, un tiempo largo y pesado en el que apenas se puede hacer
otra cosa que contemplar la inmensa extensión del lago y tomar
fotografías de las
escasas balsas de papiro con las que nos cruzamos, barcas cuyos tripulantes,
como casi siempre, lejos de sentirse ofendidos, nos responden con una
sonrisa.
Lo bueno de empezar por el monasterio de
Narga Selassie es que la mayor parte de los grupos turísticos no
sobrepasan los límites de la península de Zegue, próxima a Bahar Dar.
Ello tiene varias ventajas: la primera de ellas es que la visita resulta
todo lo pausada y relajada que el sitio se merece: este primer
monasterio se caracteriza por su estructura de piedra, poco habitual en
esta zona, y por las magníficas pinturas que la decoran; y segunda y más
importante, los monjes que están a su cuidado nos colman de atenciones,
esforzándose para que podamos tomar las mejores fotografías y poniendo
todo su esfuerzo en comunicarse con nosotros. La visita, en
consecuencia, compensa las inmensas tres horas y media de aburrimiento
que la han precedido. Como curiosidad, habría que decir que la isla
donde se halla el monasterio está plagada de hormigas, por otra parte
muy agresivas, de manera que no es raro que varias de ellas consigan
trepar por nuestras piernas y acaben picándonos en las partes menos
deseables.
Aunque la ruta acordada incluye varios
monasterios más, a estas alturas del día andamos ya algo cansados de
tantas horas de bote, de modo que decidimos finalizar nuestro
recorrido con la visita al monasterio de Ura Kidane Meheret, el más
visitado del lugar pero a pesar de ello tan vacío y solitario durante
nuestra visita como el anterior de Narga Selassie.
El resto de la tarde la dedicamos a
descansar tranquilamente en la maravillosa terraza de nuestro hotel,
situada a orillas del lago Tana, y a dar un breve paseo por el camino
que rodea la parte más próxima del lago. Y es que un poco de reposo
nunca viene mal. Además, el precio pagado por la habitación, algo más
elevado de lo que tendremos por costumbre a lo largo del viaje, nos anima a
regalarnos estos pequeños respiros. Ya nos quedarán por delante más días de carretera y
polvo.
DIA 4 – 22 de septiembre de 2010
(miércoles)
La etapa que nos lleva a
Gondar es la más breve de las que hemos hecho hasta ahora. En apenas
unas horas nos plantamos en la vieja ciudad palaciega. Aunque no
llevamos muchos kilómetros recorridos (todavía nos queda lo más duro del
viaje), agradezco poder disfrutar de otro día de descanso. No obstante,
el camino hasta aquí rebosa de alicientes y agradables sorpresas. Cada
vez que detenemos el coche para hacer alguna fotografía o simplemente
para orinar o tomar el aire, aparecen de pronto de no se sabe dónde un
montón de chiquillos que, no sin cierto pudor e indecisión, se acercan a
nosotros para pedirnos bolígrafos, caramelos, camisetas o cualquier otro
objeto de los que habitualmente les regalan los turistas. Como he oído
muchas versiones acerca de si es o no conveniente dar regalos a los
chiquillos (aunque parezca mentira, hay a quien le parece
contraproducente, ya que los convierte automáticamente en “pedigüeños”,
como si los niños de nuestras sociedades opulentas no fueran,
por encima
de cualquier otra cosa, pedigüeños profesionales), le pido su opinión a
Abey, nuestro guía-conductor. Su respuesta es todo lo sensata que
esperaba. “No veo ningún problema en regalarles camisetas, bolígrafos,
cuadernos o cosas que les puedan servir”, me dice, “lo que nunca veré
bien es darles dinero. Dinero no; regalos sí”. Aunque no siempre las
personas que sufren problemas o adolecen de ciertas carencias son los
que están en mejores condiciones de analizar su situación, en este caso
hago caso a sus palabras, porque a mí me faltan datos y referencias para
realizar un análisis riguroso del tema y sobre todo porque las considero
muy razonables.
El hotel en el que nos alojamos en
Gondar se llama Aste Bekafa, bastante barato pero que cumple con las
condiciones mínimas exigibles en este país. Además, está situado justo
en el centro de la ciudad, lo que le añade un punto positivo más. El
problema, como ya nos sucedió en Debre Marcos, es la música: ni por la
noche consienten en bajar el volumen a niveles no ofensivos para el oído
humano. Somos conscientes de que es una carga con la que no nos queda
más remedio que apechugar vayamos donde vayamos, al menos en los hoteles
cuyo bar se encuentre a escasa distancia de las habitaciones, así que a
resignarse tocan. Para eso precisamente me he traído tapones de España.
Gondar es famosa por los castillos y
palacios edificados dentro de la ciudadela de
Fasil Ghebi, un recinto real que data del siglo XVII. Ciertamente,
la visita es de todo punto recomendable. La arquitectura de los
edificios, más allá de su belleza estética o su grandiosidad, nos remite
a construcciones típicas europea, lo que no deja de sorprender al
visitante; en cualquier caso, el que
Etiopía haya permanecido a lo largo de su historia indemne al colonialismo occidental, atropello que sí
sufrieron el resto de países del continente, no le libró de recibir
influencias árabes y portuguesas en diferentes fases de su historia. Lo
cual, por cierto, creo que siempre aporta más cosas positivas que
negativas. Lo de la influencia, recalco, para evitar suspicacias.
La magnífica ubicación del hotel donde
nos alojamos me permite mantener un contacto más directo con la ciudad.
A pesar de que la distribución urbana de Gondar apenas ofrece
semejanzas con lo que sería una ciudad europea, se puede decir que posee un centro
urbano alrededor del cual orbitan los cafés, tiendas, bares y demás
puestos callejeros, lo que hace que aquí se concentre a todas horas un
buen número de personas. El contacto con la población no puede dejar de
ser superficial y frívolo, pero aun así se agradece. No es fácil tomar
fotografías de la gente, no se suelen dejar (los niños, como en casi
todos los sitios, son una excepción). Aun así, caminar por algunas de
sus calles, observar la pobreza y humildad de sus hogares, ver cómo
viven, su día a día cotidiano, sin apenas interferencias, es uno de los
mayores lujos que me puedo permitir cuando viajo.
Aquí en Gondar consigo
hacerlo con bastante libertad. Algunos niños nos persiguen y nos rodean,
nos piden bolígrafos, camisetas, cuadernos, un birr... Los más
espabilados tratan de ganarse nuestra simpatía nombrándonos diversos
jugadores de la selección española (hace poco que ha tenido lugar el
mundial de fútbol). Somos un entretenimiento para ellos; aparte de eso,
les hacemos caso y les prestamos atención. Es cierto que en algún
momento puede llegar a resultar cargante tanta insistencia, pero cuando
das muestras de querer estar tranquilo e insistes en que dejen de
seguirte, en general lo aceptan sin inconveniente y el asunto no pasa de
ahí. A pesar de todo, en Etiopía los faranjis (extranjeros) no
tienen demasiados argumentos para quejarse de la población local. El
respeto suele ser la norma, no solo en Gondar, sino (con alguna
lamentable excepción) en el resto del país.
DIA 5 – 23 de septiembre de 2010
(jueves)
Una de las cosas que parece común a
todos los restaurantes y hoteles de Etiopía es la lentitud tanto en la
preparación de los platos como en el propio servicio de mesa. Hoy, por
ejemplo, hemos tardado más de media hora en desayunar, aunque hay que
decir en su descargo que los platos estaban realmente buenos (yo había
pedido unos huevos revueltos y, para mi sorpresa, lo que me han
preparado han sido dos estupendos huevos fritos que me han sabido a
auténtico manjar). Es importante, en cualquier caso, tener en cuenta
esta circunstancia, la lentitud en el servicio, para organizar mejor el
día y no llegar tarde (como nos sucederá hoy) a nuestra cita con el
conductor y empezar el día con algo de retraso.
Volvemos por la misma carretera de ayer
hasta que tomamos el desvío a Lalibela. El paisaje sigue sorprendiéndome
por su inmenso verdor. Cruzamos junto a numerosos campos de labranza,
todos ellos arados con bueyes. Ya sé que no resulta sorprendente, pero
echo en falta algún que otro tractor. Está claro que la mecanización del
trabajo agrícola todavía no ha llegado ni siquiera de manera incipiente
a este país. En estas condiciones, es comprensible que una larga sequía
o una mala cosecha tengan consecuencias nefastas para todo el país.
El paisaje va haciéndose más y más
atractivo. Atravesamos las montañas Lasta, impresionantes desde la
distancia y verdaderamente abrumadoras cuando se está en ellas. Veo por
primera vez en Etiopía plantaciones de
chat. Ya había visto chat en Yemen (aunque allí recibe el nombre de
qat); allí todo el mundo lo consume de una manera casi enfermiza.
Por ese motivo, nada más ver la planta la reconozco. Abey, el chófer, se
sorprende de que lo conozca. Le digo que hace años estuve en Yemen.
“Aquí”, me dice, “solo lo toman los musulmanes”, con un deje un tanto
despectivo. La división social originada por las dos religiones
predominantes, el cristianismo y el islam, apenas se deja notar a simple
vista. No obstante, a tenor de ciertos comentarios que parecen caer
“involuntariamente” de labios de nuestro guía, creo que en la práctica
no hay una mezcla real entre ambas comunidades.
Se aceptan con respeto
pero manteniendo las distancias, lo cual, dicho sea de paso, tampoco me
parece poco. Al menos, conflictos graves por diferencias religiosas no
se suelen dar a menudo.
Tras recorrer un sendero de tierra de 64
kilómetros, aunque en bastante buen estado, llegamos a
Lalibela sobre las 4:30 de la tarde. Es este uno de los puntos
álgidos de nuestro viaje: aquí se encuentran los famosos monasterios de
piedra construidos bajo tierra que la Unesco declaró Patrimonio de la
Humanidad en 1978. Pero hoy, de momento, tras instalarnos en el
confortable aunque modesto hotel Los siete olivos, nos conformaremos con
dar una vuelta por el pueblo e ir tomando contacto con sus habitantes.
Lalibela, como casi todas las
poblaciones etíopes, es extensa y amplia, organizada alrededor de una
gran avenida donde se concentran la mayor parte de los hoteles, restaurantes y comercios; de aquí surgen un montón de senderos, muchos de ellos abruptos, que van alejándose poco a poco entre
casas, desniveles y campos de labranza. No obstante, hay algo en Lalibela que te hace sentirte bien. A pesar de que es el lugar donde más
turistas hemos visto, en general los lugareños no nos prestan demasiada
atención. Además, hay una luz terriblemente hermosa a esas horas, una
suave y sutil luz de tormenta, y creo que eso también contribuye a
acrecentar mi estado de leve euforia.
Como en Gondar, a la gente no le
gusta ser fotografiada, muy pocos consienten. Aun así, no puedo
resistirme y hago uso del limitado teleobjetivo de mi cámara para robar
algunas instantáneas y varios retratos. Entiendo que para la mayoría sea
muy difícil comprender el porqué de mi insistencia en hacer fotografías
de casi todo, su incapacidad para entender que probablemente jamás
volveré a poner mis pies aquí, y que tengo miedo de que la memoria vaya
borrando lentamente todo este mundo de sensaciones y vivencias que
capturo con la mirada y los sentidos. Querría estar yo en cada una de
las imágenes que tomo, volver a sentir lo mismo cada vez que las vea,
comunicar a los demás todo lo que este espacio único y extraordinario me
sugiere. Por eso no puedo evitar tomar fotografías de casi todo. Es la
única forma que conozco de apresar lo efímero, lo fugaz, lo perecedero,
de volver en definitiva aquí cuando ya esté de regreso en España.
DIA 6 – 24 de septiembre de 2010
(viernes)
De
nuevo nos toca esperar más de media hora a que nos preparen el desayuno.
En esta ocasión, no obstante, hemos madrugado más, así que a las 8 en
punto vamos en busca del guía que ayer mismo contratamos para hacer
hoy por la mañana
el recorrido de los templos. Como el día de la
visita a los monasterios del lago Tana, el acuerdo económico al que hemos
llegado es muy superior a lo que se suele pagar normalmente, teniendo en cuenta
sobre todo el nivel de vida en este país: 400 birr para hoy, incluyendo
todos los monasterios de Lalibela (11 o 12 en total, dependiendo de cómo
se cuentan) y 300 birr para mañana, en que visitaremos algunos
monasterios situados en las montañas Lasta, en los alrededores de
Lalibela.
No me entretendré en describir
extensamente el
conjunto de iglesias talladas en roca que ha hecho de esta ciudad un
lugar de fama universal.
Para ello, remito al ocasional lector a
cualquiera de las guías de viaje que existen sobre el país o a visitar
la innumerable información que puede encontrarse en Internet. Solo diré
que dedicar un día completo a recorrer estos conjuntos
histórico-artísticos no es que sea algo recomendable, sino que resulta
absolutamente imprescindible. Las iglesias están agrupadas en dos
conjuntos algo separados; dentro de cada bloque, unos estrechos pero por
eso mismo seductores pasadizos van uniendo los diferentes templos. El
más conocido, la iglesia de
Bet Giorgis, está un poco apartado del resto. Nosotros visitamos el
primer grupo por la mañana y dejamos el segundo para la tarde. En este
segundo grupo el camino es realmente laberíntico (atravesamos incluso un
pasadizo a oscuras, carente de la más mínima iluminación natural o
artificial). Algunas iglesias de este segundo grupo muestran un nivel de
deterioro bastante alarmante, pero en general se las ha protegido bien.
Casi todas están cubiertas por una techumbre construida por la UNESCO
para detener la erosión. Los interiores de las iglesias, sin resultar
sorprendentes, poseen ese encanto indefinible de lo antiguo, vestidos
con una mínima ornamentación y largos cortinajes de colores.
Antes de entrar, nuestro guía nos ha
ofrecido la posibilidad de contratar a un guarda-zapatillas, ya que no
se puede entrar calzado a los templos y hay que dejar las botas a la
puerta.
Más por lo que supone de ayuda para unas gentes necesitadas de
dinero que por precisarlo realmente, aceptamos contratar uno, el cual
tendremos a disposición nuestra todo el día por 50 birrs (en el momento
de nuestro viaje, unos 2,5 euros).
Otro detalle importante que hay que
tener en cuenta antes de la visita, sobre todo para los extranjeros, es
el riesgo elevado de llevarte unas cuantas pulgas de regalo a la salida
y que pueden acabar por amargarte un poco la estancia. Las
“lustrosas” alfombras extendidas sobre el suelo de piedra se han
convertido en el hábitat ideal para este tipo de insectos. En cualquier
caso, es difícil que a lo largo del viaje uno no sea víctima en algún
momento de pulgas, chinches, garrapatas u otra clase de parásitos
infectos (sin ir más lejos, en Bahar Bar, todavía no sé qué insectos,
probablemente chinches, se cebaron conmigo picándome por todo el cuerpo;
3 o 4 días después todavía sentía los efectos de las picaduras). Cuando
las personas y los animales conviven en el mismo espacio, el riesgo de
contagio de esta clase de parásitos es elevado.
DIA 7 – 25 de septiembre de 2010
(sábado)
Antes de partir hacia los monasterios
situados en las montañas Lasta, desayunamos en un café que hay situado
cerca de nuestro hotel. Después del tiempo que tardaron en servirnos
ayer, decidimos probar suerte en este lugar más modesto, donde
habitualmente se ve a bastantes etíopes tomar café y zumos y comer una
especie de bollos que, a simple vista, podríamos identificar como
panecillos.
Como tampoco tenemos muchas otras alternativas, decidimos
pedir lo mismo para nosotros. Para nuestra sorpresa, los bollos en
cuestión tienen un sabor muy parecido al de nuestros churros, aunque la forma sea
distinta. Acompañados de unos extraordinarios y copiosos zumos naturales
y del siempre bienvenido café local, suponen un desayuno magnífico, muy
superior a las tostadas con mantequilla que nos proporcionan en el
hotel. Y mucho más barato.
El camino por el que nos vamos alejando
del pueblo, aunque de tierra, se encuentra en bastantes buenas
condiciones. El paisaje, como ya observamos el día de nuestra llegada,
es realmente espectacular. Si de nosotros dependiera, pararíamos
constantemente para tomar fotografías. Pero el tiempo apremia, y Abey,
nuestro conductor, que se conoce trayecto a la perfección, sabe que más
adelante el sendero empeora notablemente y que hacer 10 kilómetros puede
consumir muchísimo tiempo.
En
un momento dado, observamos una interminable
hilera de personas a pie o montadas en carros, cargadas de bultos y
trastos y con todo tipo de ganado, que se dirige a un mercado local. Los
mercados locales se suelen celebrar un día a la semana; es el momento
perfecto para que los lugareños intercambien los productos que producen
ellos mismos y compren aquello que necesitan. También supone un auténtico
rito social donde amigos, familiares y conocidos, que con el tiempo han
ido dispersándose a lo largo de la región o a los que sus tareas
habituales mantienen alejados, puedan tomar contacto periódicamente y
cuidar las relaciones. También, por supuesto, es el lugar idóneo para
los cotilleos y también para transmitirse las últimas noticias sobre
cualquier asunto. A la hora a la que pasamos nosotros, el mercado apenas
cuenta con un pequeño número de asistentes. A la vuelta, nos promete
nuestro chófer, podremos parar más tiempo para verlo.
Es justo a partir del pueblo en el que
se celebra el mercado cuando la carretera empeora notablemente. De
hecho, el último tramo del camino hasta el monasterio de
Yemrehanna Kristos, nuestro destino, debemos hacerlo a pie: el coche
no puede seguir trepando por unos caminos que las lluvias recientes han
convertido en impracticables incluso para un 4 x 4. Lo cual, lejos de
representar un inconveniente, nos permite disfrutar mejor del paisaje y
observar con más detenimiento la vida de las gentes de aquí. Supongo que
porque no serán muchos los grupos de turistas que visitan este
monasterio, la población nos acoge con cierta sorpresa. Creo que ellos
nos miran a nosotros con más atención que nosotros a ellos. Lo cual,
como he dicho antes, lejos de molestarme, me resulta enormemente
divertido.
Entrar al monasterio de
Yemrehanna
Kristos cuesta 150 birrs por persona. Teniendo en cuenta lo
pagado en otros lugares, como por ejemplo en las iglesias de piedra de
Lalibela (la visita al conjunto de 11 templos cuesta en total 300
birrs), me parece abusivo. Pero una vez llegados hasta aquí, resulta
estúpido no entrar (de ahí, supongo, el precio tan elevado). En
cualquier caso, la iglesia, construida al amparo de una montaña e
incrustada en una de sus cavidades, es realmente hermosa y seductora. El
estilo es algo diferente de lo que hemos visto hasta ahora, puede que
incluso más atractivo. Según dicen, está inspirado en el estilo
arquitectónico de Axum, antigua capital del reino del mismo nombre.
Después descansamos un rato en el poblado que se asienta a escasos
metros del monasterio, donde además de reponer líquidos tenemos ocasión
de confraternizar con algunos miembros de la comunidad local, y a
continuación iniciamos el regreso.
Ya de vuelta,
todavía tenemos la oportunidad de
visitar una vieja iglesia cuyo nombre, lamentablemente, no recuerdo,
situada a pocos metros del sendero y cuyo estado de conservación es
bastante deficiente. Su construcción, según nos cuentan, data del siglo XI;
es por tanto el más antiguo de todos los templos que hemos visitado hasta ahora.
Nos recibe un sacerdote con el aspecto de no tener
perfectamente cubiertas sus necesidades básicas. No obstante, parece
orgulloso de tener a su cuidado el templo y sobre todo de poder
enseñárselo a los extranjeros. Sin duda alguna, los etíopes son un
pueblo orgulloso de su patrimonio. En algún lugar incluso he leído que
no se sienten parte real de África; ellos se dicen descendientes de
Salomón, su origen descansa en otras culturas milenarias nacidas en
tierras lejanas. De todos modos, siempre me he sentido escéptico ante
esta clase de generalizaciones tan radicales. Si algo he podido sacar en
claro en mis viajes es que las personas no encajan bien en los clichés
y los estereotipos en los que se los trata de encuadrar (dicho sea de
paso, en un lamentable ejercicio de pereza mental); por el contrario, en lo sustancial los individuos no
difieren en exceso de una parte a otra. Al final, a todos los mueve los
mismos principios básicos, las mismas ilusiones, los mismos deseos: la búsqueda de una vida mejor, asegurarse la
descendencia, el bienestar de los suyos (la familia, el clan, la tribu)…
Finalmente, la prometida visita al
mercado por el que hemos pasado a la ida nos devuelve a la realidad
etíope menos edulcorada y más material que hemos ido percibiendo en
diversos momentos del viaje. Aquí no hay nada para el turista; de hecho,
aquí nunca paran turistas. Le pregunto a Abey si los extranjeros suelen
detenerse a ver estos mercados y su respuesta no deja lugar a dudas:
“no, solo vosotros”. Le digo que somos unos turistas un poco raros, y él
vuelve a confirmar mis sospechas: “sí, muy raros”.
Su rotundidad me
sorprende un poco; personalmente, detenerme a contemplar un mercado
autóctono me parece lo más natural del mundo, creo que cualquier turista
disfrutaría con ello. En cualquier caso, la actitud de la gente, que no
deja de mirarnos sin reaccionar, como si no creyeran muy bien lo que
están viendo (y no exagero lo más mínimo; creo que fue el lugar donde
pude hacer fotografías con más tranquilidad, nadie hacía ningún gesto o
movimiento despectivo hacia nosotros, tan solo nos miraban asombrados,
casi diría que incrédulos), confirma las palabras de Abey.
Cuando casi estamos entrando ya en
Lalibela, nuestro coche se para de repente. El motor, que ya lleva
unos cuantos kilómetros renqueante, falla definitivamente y no puede
continuar; hay que llamar a un mecánico. Nos encontramos a muy poca
distancia de la ciudad, podemos continuar a pie hasta el hotel sin
ningún problema. Caminar, además, como he dicho repetidas veces, te
permite acceder sin mediaciones a la realidad circundante, casi como si
formaras parte circunstancial de ella. No obstante, Abey se empeña en
avisar a un minibús para que nos venga a buscar; somos sus clientes y su
obligación es dejarnos en el mismo sitio donde nos recogió. Está
bastante abatido, creo que este pequeño inconveniente le ha afectado
mucho, aunque para mí apenas reviste importancia. Yo intento hacerle ver
que no pasa nada, que ya estábamos terminando la etapa de hoy; entre
tanto, las gentes que van y vienen de Lalibela se detienen junto a coche
para observar no sé si divertidos o embobados a los extranjeros que se
han quedado tirados en mitad del camino. No sé si se sorprenden de la
situación, de vernos allí parados o simplemente se detienen para
mirarnos un rato. Yo, para no perder la costumbre, y creo que en justa
correspondencia, aprovecho para tomar unas cuantas fotografías.
DIA 8 – 26 de septiembre de 2010
(domingo)
Volvemos a desayunar al café del día
anterior y repetimos menú: café, batido y esa especie de donut
etíope cuyo nombre local no recuerdo: mucho más barato y, lo que es más
importante, más sabroso que
en la cafetería del hotel. Hoy va a ser un día largo, de muchas horas de
carretera. Después de los magníficos días pasados en Lalibela y Gondar,
la verdad es que no me preocupa demasiado. Puede ser, además, una buena
manera de descubrir otros aspectos poco conocidos del país.
Mañana lunes se celebra en Etiopía la fiesta
del
Maskal o Día de la Cruz Verdadera. Es uno de los días sagrados del
calendario etíope, sobre todo para la población cristiana. El motivo de
la fiesta, al menos para mí, es lo de menos (se conmemora el hallazgo en
siglo IV de uno de los maderos de la cruz en que fue crucificado Jesús
de Nazaret gracias al humo de un fuego encendido por Santa Elena, el
cual indicó el lugar exacto donde estaba enterrada la susodicha pieza);
en cualquier caso, el evento más importante de la celebración tiene
lugar hoy, es decir, un día antes del propio Maskal. Como primer hito,
en todos los pueblos se celebra una procesión en la que se traslada una
reproducción del madero sagrado y durante la cual los fieles, dirigidos
por los sacerdotes oferentes, no paran de rezar y de cantar con
manifiesta alegría (nosotros presenciamos la procesión en uno de los
pueblos que atravesamos, procesión que dicho sea de paso parecía secundada por el
pueblo al completo). Finalmente, se prenderá fuego al susodicho madero
mientras la gente, casi dominada por una especie de arrebato extático,
continúa con sus cantos y sus bailes, como si lo que estuvieran celebrando
en realidad fuera el triunfo de una selección deportiva o la consecución
de una victoria electoral.
La fortuna hará que lleguemos a
Combolcha justo cuando está ardiendo una de estas hogueras. Aunque el
fuego ha consumido en su mayor parte el madero erigido al efecto, los
bailes y los cánticos están en pleno apogeo. Tratamos de acercarnos lo
más posible a la hoguera. La gente nos acoge con agrado, en modo alguno
nos sentimos mal recibidos, todo lo contrario. No es Combolcha un
destino turístico importante, así que tampoco creo que sea habitual ver extranjeros
tomando parte en este acto religioso-festivo. Poco a poco, nosotros
mismos vamos cogiendo confianza. Aunque no sé cómo se lo van a tomar,
finalmente decido sacar la cámara y tomar algunas fotografías. Lejos de
ofenderse, algunas personas me piden que les haga fotos y varias familias
posan voluntariamente para mí. La mayoría va vestida de blanco y no
dejan de saltar y de bailar. Es de noche y la única luz que alumbra los
rostros alborozados de los congregados es la que proviene de la hoguera.
Cuesta avanzar. Aunque algunas personas se van retirando lentamente,
todavía quedan varios cientos (tal vez miles, no lo sé con
seguridad) dando vueltas a la hoguera, ya en sus estertores.
Un poco más
allá, un grupo de los más activos enciende otra hoguera y empieza a
danzar alrededor de ella.
Es hoy un día de alegría, una fiesta en
toda la extensión de la palabra. Los restaurantes están llenos, la gente
abarrota las calles, no paran de bailar y de cantar. Entramos en un
restaurante local que hemos visto antes.
Parece limpio, de una discreta
elegancia, y de cualquier manera nos apetece seguir confraternizando con
la población local.
Nadie en el restaurante habla inglés, así que no nos queda
más remedio que levantamos y comprobar in situ qué es lo que está
comiendo el resto de la clientela. Un grupo de jóvenes me ofrece probar
su plato (una injera, que es lo que en realidad comen todos),
aunque rehúso su ofrecimiento ya que tengo que hacerlo directamente de
sus propias manos. Al final, pedimos lo mismo que ellos. La calidad de
la carne, como hemos venido comprobando hasta ahora, deja bastante que
desear. Creo que el motivo reside en que solo se mata animales viejos,
más grandes y, por tanto, abastecedores de una cantidad de carne mayor.
El inconveniente, al menos para un paladar como el nuestro, acostumbrado
a piezas jóvenes y tiernas, es lo correosos y duros que llegan a
resultar los trozos. Realmente cuesta masticarlos. Por no hablar de su
sabor rancio y poco agradable.
Tras una tarde-noche espléndida, llena
de emociones todavía vivas, regresamos al hotel sin que los ecos de la
celebración hayan desaparecido por completo. Afortunadamente, el hotel
se encuentra a las afueras de Combolcha, por lo que presumimos que
podremos tener una noche tranquila, Sin embargo, en los jardines del
hotel se ha
preparado una imitación de la ceremonia del Meskal, supongo que
destinada a los extranjeros que se encuentran alojados aquí y que no han
querido sumarse a la celebrada en el pueblo, y a su finalización a alguien se le ha
ocurrido poner la música a todo volumen para que los escasos asistentes
puedan bailar y sumarse simbólicamente a la celebración nacional. Como
creo haber repetido ya, es este el aspecto que personalmente más me
desagrada del país: el volumen a que hacen sonar la música. Quiero
insistir en que el problema no es tanto la ínfima calidad de la música
que hemos escuchado hasta ahora (ritmos machacones y breves motivos que
se repiten constantemente sin ninguna alteración vocal o tonal
significativa), sino el volumen estruendoso al que la hacen sonar. Ya
nos pasó en Debre Markos y también en Gondar. Supongo que en la cultura
y los usos sociales etíopes no tiene demasiada importancia el respeto al
prójimo (al menos en el sentido que se le da en los países occidentales,
aunque en España este respeto sea muchísimas veces despreciado y
ridiculizado por muchos). Es pues imprescindible no olvidar los tapones cuando se
viaja a Etiopía si uno pretende descansar apaciblemente después de cada
jornada. Al menos cuando se pernocte en ciudades grandes y en hoteles
con bar.
DIA 9 – 27 de septiembre de 2010
(lunes)
Hoy, a pesar de ser lunes, es fiesta en
Etiopía. Se celebra el día del Meskal o de la Cruz Verdadera.
Casualmente, hoy será también nuestro día más duro hasta ahora. La distancia entre Combolcha y Addis Abeba es de 385 kilómetros. A pesar de
que una carretera
asfaltada y en no demasiado mal estado une ambas capitales, completar el
trayecto viene a costar un día entero. Las razones de semejante desfase
son varias: una de ellas –en realidad una constante en el país– es el
enorme tráfico humano y animal que invade a casi cualquier hora del día
las carreteras; además, el camino atraviesa un macizo montañoso cuya
mayor altitud supera los 3.800 km.; la propia sinuosidad de la carretera
es otro de los obstáculos que impiden alcanzar velocidades digamos que
razonables. El caso es que, a pesar de haber madrugado bastante,
tenemos asumido que no llegaremos a Addis antes de las cinco de la tarde.
A diferencia de los
otros trayectos realizados hasta el momento, en los que apenas había
tránsito de vehículos motorizados, hoy nos cruzamos
con un gran número de autobuses que vienen en dirección contraria. Esto,
en principio, no tendría mayor incidencia si no fuera porque la regla
internacional de circular por la derecha no está demasiado extendida
entre los etíopes.
Trazar una curva se convierte, a veces, en un
ejercicio de temeridad, en el que hay que agudizar al máximo los
reflejos para no ser arrollado por otro vehículo sin demasiado sentido
del riesgo. Esa es otra de las razones por las que no es conveniente
circular a una velocidad excesiva por las carreteras etíopes.
El motivo de esta avalancha de autobuses
reside en que en pocos días tendrá lugar en una localidad del norte
–cuyo nombre lamentablemente no recuerdo– la celebración de una fiesta
religiosa que atrae a numerosos fieles de todo el país, especialmente de
la capital. Según nos cuenta nuestro conductor, son miles las personas
que se congregan allí; duermen donde pueden, muchas veces en los propios
templos, que permanecen abiertos día y noche, para asistir al día
siguiente a las celebraciones y misas correspondientes. Etiopía es un
país cuya población es profundamente religiosa; lo atestigua la
vehemencia con que la gente acude a cualquier acto de ese tipo y la
excitación con que toma parte en él. Aunque siempre habrá quien se
mantenga al margen de todo esto y, por tanto, quede fuera del campo de
observación. Y es que, como he comprobado en numerosas ocasiones, la
sola percepción puede
en ocasiones
acabar llevando a engaño.
Paramos a comer en uno de los pocos
restaurantes que encontramos en todo el trayecto. Debido a la
coincidencia con el traslado de los fieles a la fiesta religiosa arriba
comentada, el restaurante se encuentra abarrotado de comensales; cuesta
horrores conseguir una mesa libre. Así pues, esperamos a que alguien se
levante y tomamos entonces posesión del sitio recién desocupado como si
nos fuera media vida en ello. Independientemente de la comida (la dureza
de la carne que acompaña a la injera hace que esta sea la peor
comida degustada hasta ahora), el lugar se descubre todo lo fascinante
que se pueda imaginar. Los cientos de peregrinos que copan el
local se mueven con la prisa y la agitación propia del momento:
hay que comer y hay que hacerlo deprisa, el viaje es largo. Hay familias
enteras con niños y abuelos, grupos de amigos, gente de toda clase y
condición. Los camareros que van de un sitio a otro con rapidez y algo
de precipitación tratan de abrirse paso como pueden entre tanto caos.
Nosotros, una vez tomado asiento, preferimos observarlo todo con
tranquilidad, como si nuestra presencia allí –y de hecho lo es– fuese
tan circunstancial que apenas tiene incidencia en el conjunto. Lo cierto
es que la mayor parte de los clientes ni siquiera parecen reparar en los
tres faranjis que, sentados a una mesa cerca de la puerta, a
duras penas pueden con la carne correosa y dura que se les acaba de
servir. Lo cual, como he dicho repetidas veces, me ayuda a disfrutar más
aún de la situación.
Al poco de nuestro regreso a la
carretera, Abey, nuestro chófer, para de nuevo.
El paraje donde nos
encontramos es realmente hermoso, así que salimos a hacer unas
fotografías. Los niños que como siempre aparecen en segundos ante
nuestra presencia nos rodean para tratar de vendernos unas bolsitas de
orégano. Sin embargo, el motivo por el que Abey se ha detenido aquí es otro:
la posibilidad de contemplar un grupo de babuinos gelada, una especie de
primates endémica de Etiopia y Eritrea y solo visible en las montañas
Simien y algunos otros pequeños enclaves como este. Los propios
muchachos que han salido a nuestro encuentro nos llevan hasta ellos. Los
gelada –al menos el grupo que se mueve por aquí– son bastante asustadizos y nos cuesta mucho
acercarnos a ellos. La principal característica que los define es el
hermoso y abundante pelaje de los machos y el vivo colorido de su
abdomen. Por suerte, la especie gelada todavía no está en peligro de
extinción, y su número total se calcula alrededor de los 50.000.
Llegamos a Addis Abeba justo a las 5 de
la tarde, la hora más o menos prevista. A pesar de haber aterrizado
aquí, hoy va a ser nuestro primer encuentro real con la capital de
Etiopía. El hotel donde nos alojamos está bastante cerca de Piazza, el
centro simbólico de la ciudad.
Hoy es fiesta y las calles, plazas y
restaurantes están a rebosar. Vemos una enorme cola en una de las
callejuelas alrededor de Piazza y sentimos curiosidad por ver adónde
conduce. Como podía esperarse, están esperando a la entrada de un cine.
Apenas se ven edificios interesantes ni
construcciones atractivas, tan solo algunas casas levantadas durante la
ocupación italiana (el propio nombre de la zona, Piazza, remite
inequívocamente a ese periodo). Como curiosidad, vemos unas carnicerías
que, en su interior, son también restaurante. El procedimiento es
sencillo: uno compra la carne en el puesto de afuera y luego pasa al
interior para que se la cocinen. Después del largo y cansado trayecto de
hoy, apetece tomarse las cosas con tranquilidad. Aprovechamos para mirar
los correos en un Cibercafé (extremadamente barato, casi diez veces
menos de lo que hemos llegado a pagar en otros lugares) y cenamos en un
restaurante de estilo occidental aunque frecuentado por
locales, donde tras la poco agradable experiencia culinaria del
mediodía nos reconciliamos con la irregular comida etíope. No
trasnochamos demasiado, mañana toca madrugar mucho: empezamos el para mí
ansiado recorrido del sur.
DIA 10 – 28 de septiembre de 2010
(martes)
Hoy, como ya he dicho, toca madrugar. A
las seis en punto de la mañana, nuestro coche nos espera a la puerta del
hotel. Addis Abeba, a esas horas de la madrugada, es una ciudad vacía.
“A los etíopes no nos gusta madrugar”, nos dice sonriente el que será
nuestro nuevo chófer a partir de ahora (no recuerdo su nombre,
lamentablemente no lo anoté en libreta alguna, y tampoco sé si el que
usábamos durante el viaje para dirigirnos a él era realmente el suyo).
Parece una persona abierta, algo más mayor que Abey, y también con un
inglés más deficiente. Me temo que la comunicación entre nosotros no va
a ser tan fluida. Abey nos dejó sin duda alguna un buen recuerdo.
No solo Addis es una ciudad muerta a
esas horas; las carreteras, para nuestra fortuna, también aparecen
completamente desérticas: ni una mísera oveja cruza frente a nosotros.
Nada. Nadie. Eso nos permite superar un buen número de kilómetros en
relativamente poco tiempo. El asfalto, además, se encuentra en buenas
condiciones. Al poco tiempo de haber salido, paramos a desayunar. Por
primera y última vez, pagamos el desayuno de nuestro chófer. A
diferencia de Abey, este prefiere sentarse siempre en una mesa aparte.
Es un conductor profesional (Abey es en realidad guía, su comportamiento
tenía más que ver con esta actividad que con la de mero conductor); su
propósito es interferir lo menos posible en el día a día de sus
clientes. No tardamos mucho en comprender que entramos en una nueva fase del viaje en
todos los aspectos. Incluido este.
Hasta Sodo,
la carretera se conserva en bastantes buenas condiciones, aunque a
partir de las 9 de la mañana más o menos la presencia de ganado, gente,
carros y un sinfín de objetos animados más vuelve a sus niveles
habituales, entorpeciendo notablemente nuestro ritmo. En las fechas en
que realizamos nuestro viaje se está construyendo
la nueva carretera que en un futuro próximo enlazará Addis Abeba con Arba Minch, centro
neurálgico de donde parte la mayoría de las excursiones al sur profundo. Eso significa que muchos tramos están en obra y, por tanto, que a la
lentitud y exasperación consiguientes hay que sumar polvo y suciedad. El viaje es duro y muy largo, aunque
no más de lo que esperábamos. Nuestro destino es Chencha, el poblado más
importante de la etnia Dorze. Chencha se haya situado en un alto, a 2.900 metros de
altitud, y el camino que lleva hasta él consiste en un sendero de tierra no muy
bien conservado. Cuando empezamos a subir nos atrapa una densa niebla
que complica bastante la ascensión. En uno de los laterales del camino
vemos un autobús completamente destrozado que parece no llevar allí mucho tiempo. La pendiente es muy pronunciada, y la mala conducción de
muchos chóferes (hemos visto suficientes pruebas a lo largo de nuestro
periplo) puede derivar en un accidente en cualquier momento.
Pasaremos la noche en campamento, en una
cabaña de estilo tradicional. Aunque previsiblemente ha sido construida
para alojar turistas, en la práctica carece de cualquier tipo de
concesión a la comodidad. Los baños y las duchas se encuentran en otra
choza situada en el exterior, aunque preferiremos dejar nuestros
rituales de higiene diarios para otro momento. En cualquier caso, como
tendremos ocasión de comprobar pronto, la construcción de las cabañas
sigue punto por punto el diseño de las famosas casas de los Dorze que
los han hecho famosos entre las diferentes tribus del país. Estas
cabañas, con una leve forma de elefante (algo más teórico que real, todo
hay que decirlo), están construidas con hojas de falso banano y bambú.
Son muy elevadas y de base aproximadamente circular. En la parte
delantera, donde se haya la puerta, hay construido un pequeño saliente
que semeja (o eso dicen) la trompa de un elefante. La altura de la
cabaña viene motivada por la lenta pero progresiva destrucción de su
base que llevan a cabo las termitas; de ese modo, las casas se habitan
durante 70 o 80 años como mucho, debiéndose abandonar entonces para
construir otra nueva.
La niebla que nos ha acompañado durante
toda la ascensión y que se ha ido haciendo por momentos
más y más densa, por fortuna va
despejando algo. La visita al poblado cuesta 50 birrs por persona, pero
incluye bastantes más atenciones de las que recibiremos en ningún otro
poblado.
Está anocheciendo, así que aprovechamos para dar una vuelta por
Chencha y descubrir por nosotros mismos la vida cotidiana de estas
gentes. Nos
acompaña un guía que nos han puesto los del campamento. Aunque en un
principio desconfiamos un poco de su compañía (solo deseamos andar un
poco, ver lo que hay y tomar unas cuantas fotografías), su compañía nos
permitirá realizar un recorrido muy completo, imposible de hacer por
nosotros mismos, así como confraternizar en algún que otro momento con
la población local.
Durante esta semana está teniendo lugar
una celebración local, algo así como la fiesta mayor de los Dorze (de
hecho, en el campamento donde nos alojamos hay unos emigrantes
que han venido de Italia precisamente para tomar parte en la fiesta). La
gente está alegre, bebe vino de miel, se saludan unos a otros con
efusión y participan en mayor o menor medida en las correspondientes
celebraciones religiosas.
Cuando llegamos a lo que se supone que es el
bar del pueblo, algunos parroquianos, que van ya bastante borrachos, nos
invitan (es un decir, porque luego habremos de pagar religiosamente
nuestras consumiciones) a probar un fuerte licor que, por lo que vemos,
tiene una graduación muy elevada. No obstante, todo se desarrolla con
cordialidad. En una amplia explanada que hace las funciones de plaza
mayor, un grupo de chicos y chicas, bastante jóvenes en su mayoría,
intentan que tomemos parte en sus rituales festivos. No obstante, lo que
en principio parece una invitación amistosa, en pocos segundos se
convierte en un acoso bastante desagradable donde empezamos a recibir
empujones y codazos sin mucho sentido, como si nos tomaran por simples
peleles o por los tontos del pueblo a los que hay que ridiculizar. Por
suerte, con la ayuda de nuestro guía conseguimos salir de aquel
incidente y continuar sin más inconvenientes nuestro por lo demás afable
paseo vespertino.
Para poner fin a esta pese a todo
entrañable visita, en el campamento nos preparan una copiosa cena que
nada tiene que envidiar a los buffet de los más lujosos hoteles.
Poco a poco, unos niños trasmutados en eficientes camareros van sacando
de no sé muy bien dónde unas enormes bandejas con diferentes contenidos
para colocarlos en un amplio aparador junto a la mesa. Obviamente, nos
tenemos que servir un poco de cada cosa, lo que deseemos, hasta
hartarnos. Es la comida más abundante y copiosa que disfrutaremos a lo
largo del viaje: hay salsas de todo tipo, carne, pescado, legumbres, verduras... y
todo muy abundante. Y no solo eso: también está magníficamente
preparada. Incapaces de terminar con todo y una vez saciado nuestro
apetito, los mismos chicos que nos han traído la cena se van sirviendo
en sus platos respectivos lo que nosotros hemos dejado. Supongo que es
la manera habitual de proceder, pero yo hubiera preferido que todos,
personal del campamento y nosotros, turistas, hubiéramos comido al mismo
tiempo y alrededor de la misma mesa. Sin duda hubiera sido más familiar.
© Carlos Manzano 2011 |