Para ser del todo sincero, habría que empezar confesando que este viaje a Croacia surgió más como un apaño de última hora que como un proyecto de vacaciones largamente programado. Determinadas circunstancias –que no viene al caso enumerar– nos hicieron desistir de nuestras intenciones iniciales (que se encaminaban hacia propuestas un tanto más "exóticas", como Laos o Cabo
Verde) y nos obligaron a echar mano del mapamundi y a exprimir nuestros limitados conocimientos histórico-geográficos. El reducido tiempo de que disponíamos, dos semanas como máximo, nos indujo a inclinarnos por un destino no demasiado lejano ni extenso, y a ser posible con una decente red de comunicaciones; igualmente, pensamos que en esta ocasión era preferible algo tranquilo, sencillo, que nos evitase posibles problemas de desplazamiento o alojamiento. La información cada vez más abundante que circula a través de
Internet nos llevó a considerar por primera vez la opción de Croacia. Pero lo que de verdad nos empujó a decidirnos por el pequeño país del Adriático fue el hecho de que para las fechas en que deseábamos iniciar nuestro viaje, el mes de octubre bien entrado, la temporada turística ya casi habría llegado a su final y, por tanto, las probabilidades de encontrarnos con tumultuosas turbas de turistas ávidas de sol y
souvenirs descendían considerablemente. Sin embargo, seguía resultando imposible abarcar todo el país, pequeño en extensión pero denso en posibilidades, así que optamos por centrarnos en su parte más conocida, la costa adriática, donde no en vano se encuentran sus más hermosas ciudades medievales. Para hacer más ágil el recorrido, alquilamos un coche en el que nos trasladaríamos desde Dubrovnik, nuestro punto de partida, hasta Zagreb, destino final, desde cuyo aeropuerto emprenderíamos viaje de regreso a España. Entre ambas localidades diseñamos un itinerario más o menos ajustado pero, para no perder del todo la ocasión de experimentar sensaciones imprevisibles, también abierto a posibles cambios y a modificaciones y reinvenciones varias.
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CROACIA
La luz del
Adriático

DUBROVNIK
Uno ha oído hablar tanto y tan bien de Dubrovnik que parece difícil que
todavía pueda sorprenderse ante su primera visión. Y sin embargo es la sorpresa, transmutada a los pocos segundos en deslumbramiento y asombro, lo primero que se experimenta cuando se accede a la ciudad por la magnífica puerta de Pula en el instante justo en que la rojiza luz del anochecer empieza a cernirse sobre el pulido suelo de Placa –su calle principal– y las simétricas fachadas de las casas. Dubrovnik es tan cautivadora que a veces parece casi un decorado, un magnífico escenario de cartón piedra diseñado ex profeso para una fastuosa producción
hollywoodiense.
Perfectamente restaurada tras los criminales daños causados por la no menos criminal e
injustificable guerra serbocroata de hace ya más diez años, la singular armonía de sus edificios y plazas y su organizada red de callejuelas resulta siempre fascinante. La ciudad, pese a su reducido tamaño, alberga numerosos puntos que demandan cuando menos un alto y exigen del visitante una mirada comprehensiva,
participada por todo su ser. Igualmente, rodear la ciudad por su muralla exterior
–mejor a primera hora de la mañana, cuando la luz es más tenue y los visitantes menos numerosos– permite disfrutar de una vasta visión de su abigarrado casco urbano y comprobar cómo la mayor parte de sus tejados han sido restaurados tras la escabechina causada por las bombas serbias. No obstante, callejear sin rumbo ni destino constituye la actividad principal del visitante, ya que sólo así se puede apreciar
en su verdadera medida las dimensiones
estéticas de la ciudad.
A pesar de las fechas en que nos encontramos (segunda semana de octubre), la afluencia de turistas sigue siendo considerable.
La razón es bien sencilla: Dubrovnik figura en la mayor parte de las rutas que los cruceros hoy tan de moda hacen por el Mediterráneo, por lo que entre las diez de la mañana y las seis de la tarde, más o menos, cientos, quizá miles de turistas toman al asalto sus estrechas calles amenazando incluso con desbordar las
mismas murallas.
Por ese motivo, las únicas horas en las que se puede disfrutar de la ciudad con algo de calma son las primeras de la mañana o las últimas de la tarde.
La Dubrovnik medieval es una ciudad pequeña, demasiado pequeña para tal cúmulo de almas por metro cuadrado, y por ello su belleza se resiente, su carisma sufre, su misterio se anula. Se puede tratar de encontrar refugio rebuscando por algunas de sus callejuelas más escondidas,
por donde raramente se adentran los grupos organizados; no obstante, Dubrovnik es demasiado frágil para asumir sin inmutarse semejante
convulsión humana. Así pues, quien desee disponer de algo de tranquilidad o disfrutar de un simple paseo sin molestias ni agobios, deberá escaparse unas horas a alguna de las muchas islas que, a menos de una hora de distancia, jalonan la abigarrada costa adriática, aunque solo sea para tomar fuerzas, ampliar su visión de la costa dálmata y regresar de nuevo por la tarde, cuando ya la calma ha vuelto tras la tempestad y la ciudad consiente de nuevo ser vivida con respeto y admiración, con deleite, con amor incluso.
CATVAT
Catvat es una pequeña población costera situada a pocos kilómetros de Dubrovnik, adonde se puede llegar por carretera o por mar.
La
mayor parte de los visitantes proviene, por tanto, de la majestuosa localidad vecina. Numerosos barcos conectan cada día ambos enclaves, permitiendo que los
turistas agobiados por el estrépito de Dubrovnik encuentren en sus calles y en su atractivo paseo marítimo la tranquilidad y la calma imposibles de conseguir allí. No es Catvat una ciudad espectacular, pero justifica el esfuerzo de una visita: su calma engrandece el encanto de sus edificios y la luz suave del atardecer moldea su pintoresca silueta y la recorta sobre las suaves montañas del interior. Merece también la pena perderse por algunas de
sus callejuelas interiores, despobladas por completo de visitantes, aunque solo sea por el gusto de
apreciar la vida cotidiana de un pueblo costero.
LA COSTA DÁLMATA
La carretera que enlaza Dubrovnik con Makarska permite disfrutar de unas hermosas vistas del Adriático y proporciona un completo muestrario de las islas que bordean la costa. Es éste un paisaje abrupto, dominado por el intenso azul turquesa de las aguas y por la luz
siempre maravillosa que impone su dominio sobre todo el entorno. Apenas hay playas, y las que hay son de pedrisco y no de arena. El carácter montañoso de esta parte de la costa impide la
existencia de un litoral suave y extenso, pero en compensación ofrece unas vistas si no del todo espectaculares, sí al menos escarpadas y agrestes. La carretera, sinuosa y de circulación lenta –aspecto éste muy criticado por algunos turistas que parecen sólo deseosos de alcanzar su próximo destino apurando al máximo los motores de sus coches de alquiler–, se ajusta a la perfección a la idiosincrasia del lugar,
e incluso podría decirse que consigue formar parte de él sin alterar apenas el
paisaje.
A la hora de preparar el viaje habíamos explorado la posibilidad de
llegarnos hasta alguna de las islas más próximas, Korcula en concreto, y si el tiempo lo permitía, incluso
a Hvar o Brac. Sin embargo, la espectacular reducción que finalizado el mes de septiembre sufren las líneas de ferryes que realizan los trayectos nos hizo replantearnos seriamente esta opción. Visitar Korcula, por ejemplo, nos obligaba a tomar un ferry el martes en Split a las 6:00 de la mañana para regresar necesariamente dos días después. Comprendimos que si queríamos llegar a Istria con tiempo suficiente para disfrutar de esta península como sin duda se
merece debíamos despedirnos de las islas. Así que al final desechamos Korcula y nos decantamos por la isla de Krk, en el golfo de Kvarner, bastante más al norte, pero cuya conexión con el continente a través de un largo puente nos permitiría llegar por nuestros propios medios sin depender de horarios ni condicionantes ajenos.
MAKARSKA
De camino a Split hacemos un alto en la pequeña localidad de Makarska, un pequeño centro turístico en estas fechas apenas transitado por medio centenar de visitantes. La mayor parte de las
poblaciones de Dalmacia conservan su casco urbano y su perfil costero, sobresaliendo siempre de entre el conjunto la espigada torre de la iglesia principal. Como en Catvat, su paseo marítimo y la suave luz del Adriático confieren a la localidad una atmósfera cálida y tenue, casi embriagadora, que consigue llenar de dulzura hasta el rincón más apartado y modesto.
Para los aficionados al senderismo, justo detrás de la población se encuentra
el macizo de Biokovo, una cadena montañosa árida y escarpada que surge a
escasos metros del mar, ofreciendo algunas imágenes verdaderamente
espectaculares. También cerca de aquí se hallan algunos pueblos antiguos, como
Kokorici o Stilja, adonde es factible llegar en coche.
SPLIT
Split es, ante todo, la ciudad del Palacio de Diocleciano. No es que carezca de otros atractivos (al contrario, la ciudad ofrece mucho más de lo que
pudiera prometer a simple vista), pero la magnificencia de este espacio es tan abrumadora que por derecho propio se ha convertido en su símbolo más emblemático.
Diocleciano, emperador del viejo Imperio Romano de oriente a finales del x. III y, gracias a su victoria sobre Carino, también del de occidente, se retiró del poder antes de tiempo
y mandó construir cerca de Diocles, su ciudad natal, un inmenso palacio donde pasaría sus últimos años. A su muerte, el palacio sufrió diversos avatares, hasta que en el siglo VII varios grupos de refugiados provenientes de otras zonas saqueadas por tribus nómadas de Asia central se instalaron aquí y la transformaron en su lugar de residencia. Con el tiempo, los viejos límites del palacio fueron ampliamente superados y la ciudad se extendió hasta
formar el núcleo de lo que hoy es la parte antigua de Split.
En la actualidad, de lo que fuera el viejo palacio no queda mucho, aunque sí lo suficiente para que podamos hacernos una idea de la grandiosidad que llegó a alcanzar: aún se conservan en buen estado la espléndida fachada frontal, aunque con el aderezo de otras construcciones más recientes; una parte importante del peristilo, que fue luego la plaza pública; el viejo mausoleo del emperador, reconvertido en
catedral; o el pequeño templo de Júpiter, usado más tarde como baptisterio. También pueden recorrerse los bajos del imponente edificio,
que por cierto se conservan tal como eran en origen gracias a que cuando el palacio fue transformado en ciudad
los vecinos los utilizaron como basurero público haciendo unas pequeñas hendiduras
en el suelo por donde arrojaban los desperdicios.
Hoy en día, Split, segunda capital de Croacia por número de habitantes, es una ciudad activa y
moderna que ha crecido al amparo de su magnífico puerto. A pesar de la fealdad de las edificaciones que rodean el centro urbano –algo por otra parte más que
normal en la mayor parte de las ciudades españolas, ejemplo del más repugnante
desarrollismo que pueda imaginarse– ha sabido conservar un casco viejo apacible y vivo, así como un acogedor paseo marítimo que al atardecer se cubre de un luminoso manto dorado que embellece aún más la silueta de sus edificios. Existe la posibilidad de alojarse dentro del propio Palacio, aunque es conveniente tener en cuenta que en temporada alta los precios de las habitaciones sufren un considerable incremento y el ruido nocturno puede llegar a resultar algo molesto, sin olvidar el prolongado repiqueteo de campanas que todos los días tiene lugar a las siete en punto de la mañana. Tampoco es difícil encontrar buenos restaurantes donde saborear una buena comida local, aunque si alguien agradece alguna pista al respecto, yo le recomendaría acudir al Buffet
Fife, situado en la calle Trumbiceva, en uno de los extremos del paseo marítimo, un lugar muy frecuentado por locales y de precios más que asequibles.
TROGIR
Trogir se encuentra a tan sólo veintisiete kilómetros de Split, y en 1997 fue declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, una distinción a mi modo de ver un tanto excesiva a pesar de su indudable
encanto y de su bien conservado trazado medieval. La ciudad mantiene una estructura más o menos
rectangular, está surcada por numerosas callejuelas que se entrecruzan a modo de sencillo laberinto y rodeada de canales por sus cuatro costados, de modo para acceder al núcleo urbano se hace necesario cruzar alguno de sus puentes. En uno de sus flancos, la pequeña fortaleza de Kamerlengo se erige en uno de sus estandartes más característicos. Pero lo que sin duda alguna merece destacarse del conjunto es la Plaza de la Catedral, donde como es obvio se ubica la maravillosa Catedral de San Lovro, construida en el s.
XIII (periodo de mayor apogeo de la ciudad), y cuyo pórtico
presenta unas maravillosas figuras del artista medieval Radovan. Además, en la plaza se encuentran varias edificios realmente admirables, como el ayuntamiento, la extraordinaria logia de 1471, la iglesia de Sta. Bárbara o el Palacio Cipiko, éste de clara inspiración veneciana.
Cuando el tiempo acompaña, el más modesto paseo por Trogir entre calles llenas de encanto se convierte en todo un placer. El pequeño islote donde se asienta aparece
dividido simbólicamente en dos por la calle Augustina Kazotica, donde también se
ubican diversos restaurantes. Como curiosidad, en una de las entradas que desde el paseo marítimo conduce al entramado de callejuelas característico del lugar, la conocida como puerta de la Ciudad, se conserva una pequeña logia donde antiguamente los visitantes estaban obligados a esperar antes de ser autorizados a
entrar en el interior de la población.
SIBENIK
La carretera que conduce a Sibenik, tras internarse algunos kilómetros por el interior de la costa, cruza junto a Primosten, una pequeña población erigida sobre una lengua de tierra que se adentra a modo de fino estilete en las azules aguas del Adriático. Desde la carretera la visión es como poco espectacular: la ciudad parece haber sido erigida directamente sobre las aguas creando una imagen delicada a la vez que irreal y fantástica. No obstante, declinamos la posibilidad de visitar el pueblo; queremos alojarnos en Sibenik, en concreto en un amplio complejo turístico situado a tres kilómetros de la ciudad, denominado Solaris, y para evitarnos problemas a la hora de
localizarlo queremos llegar antes de que se nos eche la noche encima. Así pues, tras disfrutar holgadamente del paisaje y de las
estupendas vistas, continuamos nuestro camino sin más dilación.
Sibenik no es una ciudad excesivamente
influida por el turismo, lo que le confiere un encanto añadido. En general, son pocos los autocares que se detienen aquí de camino a Dubrovnik o de regreso de allí.
No obstante, la ciudad no carece de atractivos. Si hubiera que escoger sólo un enclave, por derecho propio merecería destacarse su plaza de la República, donde se encuentran la Catedral de Sv. Jacob (reconocida por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad), el viejo Ayuntamiento y la preciosa logia
que lo recorre. Aquí nace un seductor entramado (y, dependiendo de la dirección que se tome, también empinado) de callejuelas que conecta muchos otros puntos de interés, hasta llegar al viejo castillo de San Ana, bastante en ruinas pero desde donde se puede disfrutar de unas magníficas vistas de la ciudad y su entorno.
La calle principal de Sibenik, donde se encuentran la mayor parte de los comercios y adonde los croatas suelen acudir en masa a partir de media tarde, es la Tomislava, que enlaza la plaza de la Catedral con el viejo Teatro. Junto al teatro se encuentra también el antiguo cuartel general del ejército yugoslavo, hoy felizmente transformado en una moderna y muy bien diseñada biblioteca que ha sabido integrar en su construcción los restos de las viejas murallas medievales.
Tal vez a consecuencia de la escasa presencia de visitantes, no resulta sencillo encontrar buenos restaurantes donde comer, más allá de las consabidas pizzerías o de las cafeterías donde también se sirven bocadillos. Sin embargo, a pocos metros del centro, junto al abarrotado mercado central, y por tanto algo difícil de encontrar por casualidad, se encuentra uno de los mejores establecimientos que pisamos en nuestro viaje, el restaurante Penkala, exactamente en la calle Jeronima Milete, 17, donde se puede disfrutar de una genuina comida croata. No por casualidad está mayoritariamente frecuentado por locales, lo que dice mucho en su favor.
ZADAR
Tras
considerar brevemente la posibilidad de visitar el Parque Nacional de Krka, ubicado a apenas quince kilómetros de
Sibenik,
y dado que las gargantas y cascadas que conforman el parque responden al mismo fenómeno natural que los lagos de Plitvice –los cuales tenemos intención de visitar mañana mismo–, decidimos seguir viaje hacia Zadar, tomarnos la visita a esta ciudad con tranquilidad y disponer luego de tiempo suficiente para llegar a Plitvice antes de que anochezca.
Zadar ofrece mucho más de lo que en un principio parece prometer. La ciudad vieja, construida sobre una amplia lengua de tierra, está conformada por un
extenso entramado de callejuelas que rememoran su pasado medieval. Desde la Puerta de la Tierra Firme, coronada por un imponente león veneciano que delata su origen italiano, hasta la impresionante plaza del Foro, donde se encuentra la no menos impresionante Iglesia de San
Donat, construida en el siglo IX en claro estilo bizantino, la ciudad presenta un importante número de
monumentos y enclaves más que notables (la plaza Petra Zoranica, las iglesias de San Miguel, de Ntra. Sra. de la Salud y de San Simeón, o la misma plaza del Foro, por citar sólo unos ejemplos), y tiene en la plaza
Narodni, con su pequeña pero vistosa torre del reloj, el centro simbólico y administrativo de la ciudad.
En el pequeño muelle que transcurre junto al puente peatonal se alternan pequeñas barcas de pesca que venden su producto directamente al público. El animado mercado que se asienta junto a la calle Vukcica también merece unos minutos. Los croatas parecen
en general de carácter animado, les gusta el aire libre y las terrazas, y es habitual encontrarlos tomando café o cerveza en muchos de los bares y cafeterías que abundan en las ciudades. Casi a cualquier hora del día, las calles son un auténtico
hervidero de gente que va y viene o simplemente que tomar el sol, sin ninguna otra pretensión aparente, al amparo de las buenas temperaturas de estas fechas. Zadar no constituye una excepción: las numerosas vías que se entrecruzan y conectan los diferentes puntos de la ciudad aparecen a media mañana dominadas por un alegre bullicio, mecidas al compás de un continuo trasiego de idas y
venidas y surcadas por decenas de comercios que aportan
la parte lúdica a la ciudad. Para quien disfrute observando con calma la vida cotidiana de las ciudades, Zadar constituye todo un espectáculo. Para mí, al menos, representó una de las sorpresas más agradables del viaje.
KORENICA
Proseguimos camino a Plitvice, lo que nos obliga a abandonar por primera vez la franja costera y a adentrarnos en el interior del país. Los lagos de Plitvice se encuentran en la Krajina, una de las áreas en más candente litigio durante el pasado conflicto serbocroata. Aquí, comandada por el criminal de guerra Milan Babic (condenado a 50 años de cárcel por el Tribunal de la Haya, que no llegó a cumplir ya que se suicidó en mayo de 2006), como respuesta a la declaración de independencia croata y ayudada por el todopoderoso ejército regular serbio, la población serbia se escindió a su vez del nuevo estado croata, "limpió" el territorio de cualquier atisbo de presencia "enemiga" y acto seguido proclamó la República de Krajina, que pasó a presidir el propio Babic. No en vano, aquí residían alrededor de 200.000 ciudadanos de origen serbio, los cuales casi en su totalidad abandonaron la zona tras la ofensiva croata de 1995.
Por el camino todavía pueden verse
varias fachadas donde se observan los daños causados por las bombas y las balas, aunque la recuperación del enclave por parte del ejército de Zagreb no contó con excesiva resistencia serbia. A causa de todo esto, hoy en día la zona
ofrece una baja densidad humana, y escasean los pueblos y las agrupaciones de casas. El paisaje del que hemos disfrutado hasta ahora ha cambiado por completo: aquí predomina el páramo y el pastizal, y han desaparecido los macizos escarpados. Habíamos calculado un promedio mucho más bajo del que en realidad estamos haciendo, ya que las carreteras se encuentran en bastante buen estado y el tráfico es escaso, inexistente por momentos. De
esa manera, alcanzamos nuestro destino, el Parque Nacional de los Lagos de Plitvice, bastante antes de lo que habíamos previsto.
En el mismo parque hay varios hoteles donde encontrar alojamiento; asimismo, a lo largo del camino abundan los carteles en los que se ofrece
sobe, es decir, habitaciones. Sin embargo, nosotros preferimos alojarnos esa noche en una población situada a 20 kilómetros del parque,
Korenica, ya que
pensamos que al menos nos permitirá conocer de primera mano algo de la vida cotidiana en un enclave rural.
A pesar de su proximidad a los lagos, y de que aquí existe un hotel de cierta categoría y hay varias viviendas que ofrecen habitaciones, la vida en Korenica parece desarrollarse al margen del propio parque. A nuestra llegada se respira una tranquilidad absoluta; se ven pocas personas pululando por el pueblo, e incluso los bares aparecen medio vacíos. A media tarde, sin embargo, los niños regresan del colegio a sus hogares y, de repente, un soplo de energía empieza a extenderse por sus escasas y hasta entonces monótonas calles. A lado de las casas, los lugareños han acumulado importantes cantidades de leña en previsión del duro invierno que les espera. Nosotros proseguimos con nuestro paseo, que casi sin que nos demos cuenta nos lleva a las lindes mismas del espacio urbano.
Aunque el tamaño del pueblo no parece excesivo, hay dos grandes supermercados y numerosos bares, que a estas horas comienzan a registrar una significativa afluencia de clientes. Nosotros vamos de un punto a otro sin que tengamos la sensación de estar llamando la atención de nadie. Cuando el sol desaparece, el frío propio de estas latitudes comienza a cernirse sobre el pueblo. Mañana tenemos intención de madrugar; el parque se abre a las ocho de la mañana y quisiéramos estar allí justo a primera hora. Antes hemos visto a las puertas de un restaurante cómo asaban a fuego lento un cerdo entero, así que nos dirigimos hasta allí con la esperanza de disfrutar de una genuina comida local. Sin embargo, la costumbre de asar la carne más de lo que aconsejan nuestros paladares occidentales convierte la cena en una experiencia no excesivamente reseñable. Así pues, una vez satisfechas nuestras necesidades alimenticias, nos retiramos a dormir.
PLITVICE
Tanto por extensión como por la afluencia de visitantes, el Parque Nacional de los Lagos de Plitvice es el espacio natural más famoso de Croacia. De hecho, en 1979 la Unesco lo declaró como Patrimonio
Mundial Natural, una distinción a todas luces merecida. La extensión reconocida como parque nacional alcanza los 294 kilómetros cuadrados, aunque la parte que se puede visitar es algo menor, pero incluye los lagos y cascadas más espectaculares. Se pueden realizar diversos recorridos de distinta duración y complejidad, aunque ninguno exige poseer unas condiciones físicas especiales. Todos ellos están perfectamente señalizados y discurren por una pequeña pero
perfectamente integrada senda de madera que impide a los más insensatos dañar las áreas protegidas al tiempo que facilita
la visita a los lugares más reseñables. Como mínimo sería recomendable dedicar cinco o seis horas a este lugar, un tiempo para nada excesivo dada la extensión del área abierta al público y la belleza extrema de los numerosos manantiales, arroyos y torrentes que lo conforman. Fuera de temporada, además, se puede disfrutar casi en completa soledad de las miles de sensaciones que un espacio tan agreste y hermoso como éste proporciona. Los lagos a su vez están rodeados de una ingente y profunda maraña boscosa –fuente inagotable de frescor en los calurosos días de verano– de la que destacan por su abundancia las hayas y los abetos. También –al menos según se indica en guías y folletos– merodean por aquí diversas especies de animales, incluidos varios ejemplares de oso pardo, pero como es fácil suponer resulta impensable encontrarse con cualquiera de ellos en algún recodo del camino.
Tras un pequeño descanso y el alto preceptivo para comer –existen diversos restaurantes próximos al parque, pero nosotros preferimos llevarnos nuestra propia comida, unos modestos aunque nutritivos bocadillos–, iniciamos el recorrido de vuelta al Adriático a lo que será nuestro próximo destino, es decir, a la isla de
Krk.
KRK
El camino que conduce a Senj –localidad de paso obligado hasta Krk pero que no tenemos intención de visitar– nos vuelve a mostrar algunos ejemplos (escasos, no obstante) de hasta dónde alcanza la sinrazón y barbarie de las guerras. Sin embargo, a lo largo de la carretera se puede observar también ciertas construcciones de madera de estilo tradicional que, aunque generalmente aisladas de los núcleos urbanos, todavía se mantienen en pie. En general, la actividad económica predominante parece estar relacionada con la ganadería; no por casualidad abundan los pastos y las zonas verdes, al tiempo que escasean los campos de cultivo. Poco después atravesamos la localidad de
Otocac, y aunque a simple vista parece ofrecer ciertos atractivos –en especial algunas de sus fachadas y edificios–, la necesidad de llegar a Krk antes del anochecer nos impide hacer un alto.
La visita a Krk viene motivada por nuestro deseo de llegar hasta alguna isla del Adriático. Una vez abandonada la idea de visitar Korcula o
Hvar, Krk se convierte en el único territorio no continental donde pondremos nuestros pies. Es la isla más grande del Adriático y se encuentra situada en el Golfo de
Kvarner, una zona que goza de un clima peculiar y que hace que
posea una mayor masa boscosa que en el sur de Croacia, donde iniciamos nuestro recorrido. En efecto, como comprobaremos personalmente, el paisaje que ofrece dista mucho de ser seco o agreste. En su parte sur, por ejemplo, la naturaleza es extremadamente fértil –nosotros comprobamos en primer persona que las lluvias no son cosa rara por aquí–, y las vistas que se obtienen desde la carretera que lleva a Baska son realmente espectaculares.
La ciudad de Krk (de pronunciación difícil, algo así como
Kerk) es un bonito enclave medieval cuyo mayor atractivo es sin duda la vista que, con su monumental torre-campanario a modo de estandarte y las viejas murallas medievales modelando su silueta, ofrece desde la distancia. La Plaza Vela constituye su punto central, el corazón donde confluyen las principales arterias y donde se puede encontrar a los escasos habitantes que merodean por la calle. Más allá de eso, Krk parece no ofrecer muchos más atractivos: ni sus calles poseen el encanto indudable del paso del tiempo ni la belleza de sus edificios consigue sustraer el aliento al visitante. Por ese motivo, Krk supone la primera decepción seria del viaje: finalizada la temporada turística, apenas surcada por unos cuantos visitantes más despistados que entusiasmados ante lo que se les ofrece, la ciudad
se asemeja un espacio exangüe,
escaso de vida y de atractivos incapaz de despertar emoción alguna. A todo esto hay que añadir que esa misma noche y buena parte del día siguiente nos veremos acosados por una fuerte lluvia que echará por tierra nuestro propósito de disfrutar de una tarde de playa y esparcimiento, ofreciéndonos a cambio un día gris y plomizo que vendrá a agrandar aún más las pobres sensaciones del principio.
BASKA
Por el contrario, la población de Baska, al sur de la isla, representa una sorpresa más agradable. El mismo camino que conduce hasta aquí y que atraviesa el elevado y frondoso macizo de Velebit supone en sí mismo un aliciente. Aunque llegamos en plena borrasca matinal, el
color pastel de las casas y las vistas que ofrece desde su paseo marítimo consiguen alegrar nuestro ánimo, un tanto decaído y cansino. Por suerte, la lluvia cesa en unos minutos, así que nos decidimos a callejear por el interior ilusionados ante lo que nos ha parecido entrever minutos antes. Y en efecto, aunque fuera de toda espectacularidad, la ciudad resulta agradable, coqueta y generosa, y muchas de sus fachadas presentan esquinas levemente moldeadas, de formas suaves, algunas pintadas en vivos colores. No esperábamos gran cosa de Baska, y quizá por ese motivo la satisfacción es doble. Aquí se encuentra también una de las pocas playas de arena de Croacia, pero debido al mal tiempo nos
es imposible dar fe de su calidad.
RIJEKA
En un principio, hoy sólo teníamos intención hacer una parada en
Opatija, un viejo enclave turístico del siglo XIX muy frecuentado por la aristocracia austrohúngara del momento, y finalizar en Pula, ya en plena península de
Istria. Es decir, preveíamos tener un día tranquilo poco propenso a las sorpresas. Por no sé muy bien qué razones –tal vez por el hecho de que en las guías aparezca reflejado más como un importante nudo de comunicación fluvial que como una hermosa y refinada ciudad mediterránea, o quizá influidos por el extendido error de que una ciudad que no ofrece un acervo monumental sustancioso no es merecedora de atención–, habíamos desechado de antemano visitar Rijeka. Sin embargo, el paso obligado por esta ciudad nos permite entrever que se trata de una localidad mucho más atractiva de lo que habíamos imaginado. Probablemente porque mi primer viaje verdaderamente trascendente fue a la extinta Checoslovaquia, hace ya más de 15 años, muestro cierta tendencia a dejarme seducir por los viejos edificios decimonónicos de estilo austrohúngaro, por sus fachadas imponentes, casi lindantes con la grandiosidad, y sus columnas neoclásicas. Y Rijeka posee de todo ello en abundancia. Según cuentan, la ciudad fue duramente castigada durante la II Guerra Mundial; aún así, su pasado convulso e inestable –hasta 1947 formaba parte de Italia– le permite poseer un legado arquitectónico en modo alguno despreciable. Y no sólo eso: aunque es domingo por la mañana, desde muy temprano la ciudad parece bullir de actividad. La céntrica calle
Korzo, una hermosa vía peatonal presidida por la barroca torre de la Ciudad, tarda poco tiempo en llenarse de mesas y veladores y en ser tomada por cientos de viandantes que no parecen tener otro fin que el disfrute mundano de una hermosa mañana de otoño. Pocas ciudades –a excepción de Zadar– nos habían dado hasta ahora una muestra más intensa y colorida de cotidianidad que Rijeka.
A pesar de que, como he dicho antes, hoy es domingo, el mercado central está en pleno apogeo.
Los puestos de verduras, carnes y pescados surgen envueltos en una vorágine de movimiento y fragor que acaba subyugando al más indiferente. La mirada inquieta va de un puesto a otro tratando de reconocer los productos que se ofertan, mientras los olores se entremezclan con la luz suave de un sol timorato que todavía no sabe muy bien qué camino tomar, creando un ambiente cálido y acogedor. Para quien llegue aquí a mediodía, es importante señalar que junto al mercado se encuentran un significativo número de restaurantes donde saborear una genuina comida croata. Rijeka se descubre así como un lugar ideal para penetrar el modo de vida croata; podría pasarme horas por aquí, viendo y sintiendo, dejándome seducir por la rutina cotidiana de unas gentes que, más allá de ciertas actitudes políticas y religiosas con las que se puede no coincidir –e incluso detestar con acritud–, se dedican a la actividad más común del ser humano: la vida diaria.
Creo que es ése uno de los grandes alicientes de los viajes, más allá de admirar determinados paisajes espectaculares o ciertas ciudades de belleza inenarrable: no sólo la posibilidad de acceder a la vida pura y genuina en sus más variadas manifestaciones, sino llegar hasta el punto más alejado del planeta y constatar que en lo fundamental el ser humano es el mismo en todos los sitios, que compartimos las mismas pulsiones básicas y
semejantes anhelos. Las aspiraciones y los ideales que nos mueven no son tan opuestos como muchas veces queremos (o nos hacen) creer. Fuera de las diversas adscripciones simbólicas, religiosas y nacionales de las que con tanto ahínco se hacen eco los medios de comunicación, en el día a día compartimos muchas más cosas de las que nos separan. Uno puede llegar a un gran mercado en Croacia, Hanoi, Atenas o
incluso Sanaa, y descubrirá que, más allá de los productos que se venden, las ropas que se usan o el idioma en que tienen lugar los intercambios, el funcionamiento es prácticamente idéntico porque responde a una misma necesidad
primigenia y a un mismo rito social. Y sin embargo, al mismo tiempo observará que hay miles de matices que convierten cada uno de estos espacios en un universo único e irrepetible, en un lugar genuino capaz de despertar al unísono todos nuestros sentidos. Es ésa otra de las grandes enseñanzas de los viajes: el valor del matiz, la fuerza del detalle,
hasta hacer realidad aquella famosa frase que dice: "hay otros mundos, pero están en este". Viajar, entre otras cosas, es acceder a algunos de esos mundos. Casi nada.
OPATIJA
Opatija es una localidad turística por los cuatro costados. Sin embargo, y a diferencia de otras poblaciones mediterráneas que se han visto sacudidas por similar circunstancia hasta perder por completo todo encanto, en Opatija es precisamente
este hecho el que le otorga su más preciado valor. A finales del siglo XIX, dado su especial clima –según decían, muy útil para el tratamiento de la tuberculosis– y su privilegiada situación, la nobleza austrohúngara eligió este emplazamiento para erigir un auténtico centro vacacional y a tal efecto
ordenó construir un buen número de residencias y palacetes donde pasar largas temporadas de descanso. Por suerte, la ciudad surgida al amparo de este importante flujo de aristócratas no ha sufrido apenas deterioro –salvo alguna salvajada arquitectónica cometida al borde mismo del mar– y ha sabido conservar ese aroma elitista pero delicioso tan característico de las viejas clases acomodadas centroeuropeas. No es, por tanto, un lugar recomendable para pernoctar para quien viaje con recursos económicos limitados, pero sin duda merece la pena dedicar unas cuantas horas a pasear por sus lujosas avenidas o a recorrer el estrecho pero magnífico paseo marítimo que, construido ya en el año 1885 por cierto club turístico
austriaco, con sus doce kilómetros de longitud enlaza la vecina población de Volosko (también merecedora de una visita, aunque solo sea por su simpático puerto pesquero) con la algo más lejana de Lovran (todavía en estas fechas, un auténtico remanso de paz).
PULA
Hay ciudades que, como si fueran entes vivos con capacidad de decisión y voluntad propia, desde el primer momento no nos caen bien, parecen rehuir nuestro afecto y se empeñan en mantenernos fuera de yo más íntimo y afable. Con Pula nos sucedió algo así. Es una ciudad en absoluto exenta de incentivos: posee un importante legado romano y un atractivo centro histórico, así como un significativo número de monumentos y edificios notables. Sin embargo, es la ciudad que más decepción me causó de todo el viaje. Habría que empezar diciendo que el primer encontronazo lo tuvimos nada más descender del coche: a diferencia de otras localidades, la mayor parte de los alojamientos particulares han de contratarse a través de agencias privadas, y dado que llegamos aquí en domingo, en ese momento todas las agencias
permanecen cerradas. Tampoco en la oficina de turismo parecieron muy interesados en ayudarnos con el problema; ni siquiera se dignaron en darnos una sola indicación acerca de por dónde buscar o adónde recurrir. Ya cuando todo parecía indicar que íbamos a vernos abocados a alojarnos en el extrarradio de la ciudad (donde sí habíamos visto abundantes carteles ofreciendo
sobes, aunque eso nos obligaría a depender del coche más de lo que era nuestro deseo), junto a la estación de autobuses dimos por fin con una vivienda –magnífica, por otra parte– donde pudimos satisfacer nuestras necesidades de hospedaje. De aquí en adelante, sin embargo, las decepciones no irían sino en aumento.
En primer lugar, Pula me pareció la ciudad más descuidada de las que visitamos. Desde luego, me llevé la impresión de que vive a espaldas de sus numerosos vestigios históricos y de su pasado. Por ejemplo, en las paredes del mismísimo Pequeño Teatro Romano habían
pintado numerosos y horrendos
graffitis y abundaban los desperdicios arrojados al suelo (colillas, bolsas de plástico, envoltorios, trozos de papel etc.); no en balde,
ni el teatro estaba cerrado ni nadie parecía estar al cuidado del mismo, de modo que cualquiera podía entrar y causar los destrozos que le viniera en gana. Además –aunque esto sea más bien una cuestión de mala suerte– a nuestra llegada, la plaza del Foro, donde se encuentran algunos de los más importantes monumentos de la ciudad (como el Templo de Augusto y el Ayuntamiento), se encontraba en obras, y para proteger el lugar se había extendido una horrorosa red de plástico rojo que contaminaba visualmente todo el entorno. A diferencia de otras localidades croatas de parecido tamaño, a las ocho de la tarde Pula se había convertido
ya en una ciudad casi muerta: apenas se veían paseantes por la calle y las plazas aparecían sumidas en un frío silencio, incrementando así la sensación de vacío. También por casualidad –o eso quiero creer– en un mismo día observamos tres accidentes de tráfico casi seguidos, algo que no habíamos presenciado hasta ahora. Y aunque en general en el país se tiende a no respetar las líneas continuas –aunque en contrapartida se circula a velocidades prudentes–, desde luego la conducción aquí resultaba visiblemente más agresiva e irrespetuosa que en otros
lares.
Obviamente, se trata de impresiones personales, de observaciones absolutamente particulares surgidas de una visita de un par de días, pero en definitiva todas las conclusiones obtenidas en un viaje se sustentan en ese tipo de impresiones, que son las que al final dan la medida de lo poco o mucho que acaba por gustar un lugar. Y lamentablemente, serán éstas las que queden en mi recuerdo cuando vuelva a pensar en Pula.
ROVINJ
Por suerte, a pocos kilómetros de Pula se encuentra
Rovinj, una encantadora población marinera de clara influencia veneciana que destila romanticismo por los cuatro costados. También por suerte, en esta época del año el turismo desciende notablemente –como en casi todo el país–, así que
podemos pasear con absoluta tranquilidad por sus plazas y callejas gozando sin impedimentos de su atmósfera dulce y halagüeña. Ya desde la estación de autobuses, la coqueta calle Karera conduce entre distinguidos edificios de corte italiano al núcleo de la ciudad antigua, un pequeño entramado de callejuelas cada vez más estrechas que a través de un recorrido ascendente llevan a la iglesia de Santa
Eufemije, en lo alto de la roca, desde donde los días despejados se puede disfrutar de unas maravillosas vistas del Adriático.
Muchas fachadas han sido pintadas en tonos pastel, lo que acrecienta aún más su calidez y su encanto. Al otro lado del puerto, especialmente en la calle Rakovca, se sitúa la zona de bares y restaurantes, o lo que es lo mismo, el nuevo
guetto de turistas. Pero la belleza de Rovinj lo aguanta todo. Un pequeño paseo por la plaza Valdibora permite disfrutar de una vista única de la ciudad, con la magnífica torre de Santa Eufemije al fondo. Después del fiasco que nos ha supuesto Pula, Rovinj se asemeja casi a un pequeño paraíso. Se podrían pasar horas aquí; no hace falta hacer nada, únicamente sentir. Y son pocas las ciudades que te
lo permiten con entera libertad. Rovinj, sin duda alguna, es una de ellas.
ZAGREB
¿Por qué casi nunca se nombra a Zagreb cuando se enumeran las grandes capitales centroeuropeas? Quizá
todavía pesen demasiado los graves conflictos étnicos que asolaron este país
hace no mucho, aunque da la sensación de que para sus habitantes aquello
sucedió muchos años atrás. Y sin embargo la belleza de esta vieja ciudad supera con mucho las expectativas más benévolas. Desde la estación de tren hasta las últimas y más elevadas callejuelas de Gradec, los imponentes edificios neoclásicos de inspiración austrohúngara, las grandes avenidas y los espaciosos bulevares que se ofrecen a los habitantes como un patio extenso y humano donde campar a sus anchas, las bulliciosas plazas bien surtidas de espacios verdes y de amplias aceras, o los concurridos veladores en los que el café y la cerveza se consumen con la parsimonia de quien sabe que el tiempo debe ante todo correr a
su favor, toda esta amalgama de vida, de cotidianidad incesante, de pura vitalidad, puebla el magnífico espacio que da forma al amplio centro de Zagreb y lo convierte en un lugar maravilloso para deleite de nuestros sentidos.
Los barrios de Kaptol y Gradec
constituyen la parte más antigua de la ciudad. En origen, se trataba de dos municipios completamente diferenciados
(el civil y el religioso) cuya rivalidad en ocasiones derivaba en la más brutal enemistad. Hoy son dos espacios sumamente tranquilos donde
se puede pasear en absoluta laxitud. Entre ambos, tras ejercer en el pasado de absurda frontera, la calle Tlalčićeva se ha convertido en el centro lúdico por excelencia de la ciudad, un lugar que jóvenes y no tan jóvenes han transformado en el espacio idóneo para sus horas de asueto y para poner en práctica los diferentes ritos de relación social. Los cafés que acoge esta calle no desvirtúan en modo alguno la belleza de muchas de sus fachadas, algunas de factura notable y bastante antigüedad. A última hora de la tarde, el ambiente que se respira es tan genuino que uno podría pasarse horas sentado en cualquiera de sus terrazas
sólo para ver ir y venir de un extremo a otro de la calle a las parejas un tanto apocadas de enamorados o a los siempre poco revoltosos grupos de amigos.
Tampoco convendría perderse el mercado Dolac, tanto el exterior, de frutas y flores, como el interior, de carnes y pescados. La vitalidad que desprende cualquier día por la mañana recuerda a los viejos mercados rurales de épocas pasadas. Ni dejar de pasear aunque sólo sea unos minutos por las grandes y ajardinadas plazas de Tomislajov, Strossmayerov o Marsala Tita, por ejemplo, donde además se encuentran los más hermosos edificios neoclásicos
e historicistas de la ciudad.
Pero el centro simbólico de la ciudad lo constituye sin ningún género de dudas la plaza del ban Jelačić. Aquí confluyen las principales avenidas que cruzan la ciudad y sirve de enlace entre la Zagreb medieval y la moderna. Muchos de los tranvías que conectan los diferentes barrios pasan por aquí, así que quien se aloje al sur del río Save –donde predominan los hoteles de bajo presupuesto– probablemente tendrá
en este punto su parada más habitual.
Aquí nace también la calle Ilica, antigua vía romana y actualmente la más
larga de la ciudad, con casi seis kilómetros de longitud.
Como he dicho antes, Zagreb
supuso otra de las sorpresas agradables del viaje. El único
pero que cabría ponerle es la basura visual que asola buena parte de sus fachadas. Las pintadas feas y salvajes parecen haberse puesto de moda en todo el este de Europa y aparecen en cualquier parte del entorno urbano, sin respetar siquiera los edificios más emblemáticos. La estupidez humana nunca tiene justificación, y la imitación de otros modelos culturales ajenos a los propios pero consecuentemente promovidos por los grandes medios de comunicación de masas pueden extender las costumbres más absurdas y perniciosas a cualquier parte del planeta. Croacia es, hasta la fecha, un país bastante seguro; no obstante,
en la capital comienzan a observarse ciertos comportamientos poco respetuosos con el entorno que podrían derivar en casos más flagrantes de incivilidad.
Siempre resulta difícil encontrar el punto justo entre insatisfacción y resentimiento, entre rebeldía y gamberrismo, pero, por desgracia, la ignorancia y la necesidad de imitar otros
roles más básicos y más fáciles de identificar que caracteriza a los jóvenes inmaduros suele inclinar la balanza hacia su lado más negativo.
Pero, a pesar de todo, la imagen que quedará de Zagreb es la de una capital amable y hermosa, que poco a poco va recuperando el amor a sí misma y la dignidad propia de una gran
ciudad. Estoy convencido de que en pocos años entrará a formar parte de las grandes rutas europeas, y que junto a Praga o Budapest acogerá buena parte del turismo que desde la parte más occidental de Europa desea redescubrir las viejas ciudades que una vez formaron parte del magnífico y solemne Imperio Austrohúngaro. Alicientes, desde luego, no le faltan.
© 2006 Carlos Manzano

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