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BULGARIA
Europa entre oriente y occidente

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Se supone que uno debe abordar el relato de un viaje sin alejarse demasiado de la ecuanimidad, a pesar de que en ciertos momentos, inmerso en el fragor de la batalla, la paciencia flojee y llegue a cuestionarse si ha hecho bien en llegar hasta determinada parte del planeta. Sea como sea, pasados los días, la memoria irá haciendo su trabajo y seleccionando aquello que ha tenido un peso fundamental en detrimento de lo meramente anecdótico. Además, un viaje es siempre una experiencia única e intransferible, y por tanto nunca habrá dos viajes iguales ni dos viajeros que cuenten lo mismo. Ni siquiera los motivos por los que se elige tal o cual país suelen coincidir. Con esta premisa, no sabría explicar muy bien por qué escogimos Bulgaria; tal vez porque todavía es un país no demasiado adulterado por las ofertas turísticas; porque en buena medida se ofrece como un espacio a medio camino entre oriente y occidente; por algún reportaje que habíamos visto en televisión donde aparecían ciertas localidades a priori atractivas; y porque viajar, en sí misma, es una actividad sumamente reconfortante y compensadora, no importa el lugar donde se recale: es en definitiva la mirada lo que hace cada viaje distinto, único, lo que le otorga su específica idiosincrasia. Con Bulgaria no sucede lo contrario.

 

Sofía - Monasterio de Rila - Melnik (1 de agosto de 2018)

No es Sofía un aeropuerto donde aterricen un sinfín de vuelos provenientes de todo el mundo. Las conexiones con España tampoco son cuantiosas. Y si uno elige los vuelos más baratos, como es mi caso, se ha de ver obligado a acomodarse a unos horarios extremadamente incómodos. Teníamos prevista la llegada a Sofía el miércoles 1 de agosto a las 2:10 de la madrugada, aun sabedores de que viajar con una de las compañías que más atrasos acumula al año implica un riesgo añadido. Fuera o no culpa de la compañía aérea, el caso es que al final tomamos tierra en el aeropuerto de Sofía una hora después de lo previsto. Presagiando las dificultades que se nos iban a presentar a esas horas, habíamos contratado un servicio de recogida con la misma compañía con la que realizamos el vuelo, la cual, para nuestra fortuna, estuvo al tanto de retraso y nos esperó el tiempo pertinente. Igualmente, habíamos reservado noche en hotel para, en la medida de lo posible, poder dormir aunque fuera unas pocas horas. La edad va haciendo mella en nuestra capacidad de resistencia y cada vez resulta más gravoso pasar la noche entera en vela. Fue, desde luego, una buena idea en todos los sentidos: apenas cuatro horas de sueño, pero suficientes para encarar el día siguiente con las energías adecuadas.

El aeropuerto de Sofía está conectado a la ciudad por línea de metro, lo cual evita tener que coger un taxi y exponerse a ser timado por algún conductor desaprensivo. Teníamos reservado nuestro coche a las diez de la mañana en el mismo aeropuerto, de modo que, nada más abandonar el hotel donde habíamos dormido, aún tuvimos tiempo para cambiar unos cuantos euros en moneda local, la leva, en una entidad bancaria, cuyo tipo de conversión suele ser más ventajoso que el que ofrecen otro tipo de entidades de cambio. Cabe decir que, incluso para un español, la vida en Bulgaria es realmente barata, y por ello preferimos ir cambiando dinero poco a poco, a medida que lo fuésemos necesitando, para no plantarnos el último día con una cantidad excesiva de levas que, fuera de Bulgaria, apenas poseen valor. Los bancos permanecen abiertos hasta media tarde, por lo que cambiar moneda no suele suponer ningún problema, excepción hecha de los fines de semana, como es lógico.

Nada más recoger el coche asignado por la agencia (un castigado Volkswagen Up con la carrocería bastante abollada), sin más dilación ponemos rumbo a nuestro primer destino, el Monasterio de Rila, navegador mediante. (No es sencillo moverse por Bulgaria sin el apoyo de un GPS actualizado, muchas indicaciones están en búlgaro y el nombre de las carreteras tampoco suele aparecer escrito en ninguna señal). En este punto del viaje todavía desconocemos cómo son las carreteras del país, aunque la información que hemos podido obtener de Internet nos advierte de que los recorridos no se deben medir en kilómetros, sino en horas. Eso nos ha hecho ser bastante cautos a la hora de diseñar las rutas que vamos a realizar cada día, seleccionando muy bien cada parada, pero aun así a los pocos días comprobaremos que incluso las previsiones más conservadoras se quedan cortas. El estado de las carreteras secundarias es bastante peor de lo esperado. El grado de conservación de la calzada alcanza, en mucho momentos, la condición de deplorable: baches continuos, casi auténticos socavones, falta de asfalto en los laterales, inexistencia de arcén, etcétera; las curvas se suceden una tras otra y a menudo toca esperar detrás de un camión de alto tonelaje —que apenas supera los 40 km/h— un tiempo considerable hasta que se encuentra una recta adecuada para adelantar. Como ejemplo de lo dicho, baste decir que el trayecto de Kovachevitsa a Plovdiv, de apenas 150 kilómetros, nos llevó completarlo un total de cuatro horas.

Sin embargo, la autopista que parte de Sofía con destino a Grecia nos va a permitir alcanzar el Monasterio de Rila en un tiempo aceptable. En realidad, hasta mañana no nos daremos de bruces con la cruda realidad de las carreteras locales búlgaras, en especial las que se extienden a lo largo y ancho del sur del país y cruzan los Ródope. Hoy, la experiencia al volante será más que aceptable.

El Monasterio de Rila es, por derecho propio, el complejo religioso más conocido de Bulgaria. No en vano es Patrimonio de la Humanidad desde 1983. Es fácilmente accesible desde Sofía, y de hecho son numerosas las excursiones que diariamente parten hasta aquí desde la capital búlgara. El día de nuestra visita no paraba de caer una lluvia bastante intensa y molesta, pero gracias a que el patio se encuentra rodeado por un largo y amplio pasillo porticado, nos fue posible visitarlo sin demasiados problemas.

Los monasterios son uno de los atractivos turísticos más reseñables de Bulgaria. Y el caso es que monasterios realmente antiguos quedan muy pocos; Bulgaria vivió durante muchos años bajo el dominio otomano y gran parte de los centros religiosos cristianos sufrieron daños graves, de manera que los que se pueden contemplar hoy en día suelen ser reconstrucciones realizadas a lo largo del siglo XIX, la época en que se fundó el actual estado búlgaro. Pero eso no quita para que la mayoría de ellos seduzcan tanto por su diseño constructivo como por la atmósfera que, a pesar de la asistencia masiva de turistas, todavía es posible respirar (especialmente si se frecuentan a primera hora de la mañana).

Saliendo de Rila con dirección al sur, atravesamos un par de tormentas realmente impresionantes, de esas que te obligan a levantar el pie del acelerador para evitar el temido aquaplaning. Hoy y mañana serán los únicos días en que nos acompañará la lluvia en todo el viaje, y eso es debido a que la zona que estamos atravesando, la montaña de Pirin, presenta uno de los índices pluviométricos más elevados del país. Aparte de eso, Bulgaria posee una enorme masa boscosa, lo que da a entender que agua precisamente no le falta.

Finalmente llegamos a la hora prevista a nuestro destino, Melnik, una hermosa y pequeña ciudad de no más de 200 habitantes cuyos edificios responden casi todos a un estilo arquitectónico endémico, originado entre finales del XIX y principios del XX, denominado «Renacimiento búlgaro», y en el cual se siguen construyendo las viviendas que se erigen actualmente, lo que hace de Melnik un lugar realmente atractivo. Cerca de aquí hay unas pistas de esquí por lo que dicen de buena calidad, aunque lógicamente en estas fechas no están en uso y tampoco nos interesa demasiado el tema.

MelnikDespués de dar una vuelta por sus calles y probar el famoso vino de Melnik, nos disponemos a cenar en el restaurante del hotel Bolyarka, que es donde estamos alojados. Mientras leemos la carta y tratamos de elegir los platos que más nos seducen, una chica se nos acerca y en un español perfecto —con cierto acento andaluz— nos pregunta si venimos de España. Nos cuenta que ella es búlgara, aunque hace años que se trasladó a vivir a España (de hecho, sus hijos son españoles de nacimiento). Es natural de un pueblo cercano a Melnik y está aquí de vacaciones. Por lo visto, en el hotel donde estamos alojados se conserva un antiguo baño turco, y ella misma se ofrece a enseñárnoslo. «Al contrario de lo que hubiera hecho cualquier otro», nos comenta, «es decir, tirarlo y ampliar el hotel con más habitaciones u otros servicios, el dueño ha preferido conservarlo tal como estaba, lo cual no es nada habitual en este país», nos dice, «donde lo único que interesa es el dinero rápido y poco más, a costa de lo que sea». Y a continuación, cuando estamos a punto de entrar a los baños turcos, se vuelve hacia nosotros y absolutamente seria nos pregunta: «¿Y vosotros qué hacéis en Bulgaria? ¿A qué habéis venido aquí?». Obviamente, su pregunta nos sorprende. «Estamos de vacaciones», respondemos sin pensar que haga falta dar más explicaciones. Su cara de extrañeza nos los dice todo. Es obvio que no guarda una imagen positiva de su país, e incluso le cuesta entender que Bulgaria presente algún tipo de atractivo para los extranjeros. Pero la opinión que tiene de sus gentes es aún peor. Hace dos o tres comentarios bastante poco elogiosos de sus compatriotas y de su poco aprecio por conservar los espacios históricos como el que en este momento nos está enseñando (los baños turcos). «A los búlgaros», insiste, «solo les interesa el dinero rápido, construir nuevas infraestructuras al precio que sea, autopistas y más autopistas, edificar sobre lo antiguo, pasar página». Que conste que son sus palabras, no las nuestras. En cualquier caso, ya había oído que la Bulgaria de hoy guardaba bastantes semejanzas con la España de los años setenta del siglo pasado, y esta puede que sea una de las coincidencias más evidentes; el tiempo nos irá confirmando o desmintiendo esta apreciación.

 

Monasterio de Rozhen - Leshten - Kovachevitsa - Plovdiv (2 de agosto de 2018)

Cuando llegamos al Monasterio de Rozhen, situado a pocos kilómetros de Melnik, a primera hora de la mañana, nos encontramos con que somos los primeros turistas. El silencio que se respira es, pues, absoluto. Como buena parte de los monasterios búlgaros, fue reconstruido en el siglo XIX tras ser sufrir graves daños a causa de un devastador incendio. Se conservan, en cualquier caso, algunas pinturas originarias de siglos anteriores, aunque personalmente debo hacer constar que, más allá de su valor histórico, no siento excesiva atracción por la iconografía de los templos ortodoxos; es obvio que los artistas de este estilo pictórico no buscaban expresar ningún sentimiento profundo ni se esforzaban en dotar de expresividad a los rostros que dibujaban, tan solo mostrar ciertas figuras representativas de la religión identificables para los creyentes, pero ello implica, a mi entender, una carencia de humanidad y un exceso de rigidez que lastran notablemente el valor estético de las obras. En cualquier caso, tanto la confección esmerada de los iconostasios como la visión del techo y las paredes totalmente cubiertos por las pinturas —¿horror vacui?— no pueden dejar de sobrecoger mínimamente a quien las contempla y justifican el mayor o menor esfuerzo que haya supuesto llegar hasta aquí.

Hoy tenemos previsto dormir en Plovdiv, la segunda mayor población de Bulgaria, pero antes, de camino, queremos visitar algunas localidades situadas en los Ródope occidentales, una zona solo accesible a través de carreteras remotas, pero donde se conserva un estilo constructivo realmente peculiar, lo que ha hecho que algunas de ellas hayan sido declaradas por el gobierno reserva histórica y arquitectónica. El problema es que justo cuando bajamos del coche nos vuelve a visitar la lluvia, aunque por suerte con menor intensidad que ayer. A pesar de todo, el encanto de las dos localidades que visitamos, Leshten y Kovachevitsa, es innegable. Todavía no ha llegado hasta aquí el turismo de masas, y aunque muchos de los edificios parecen encontrarse en un estado próximo a la ruina, otros se mantienen en buen estado de conservación. Sus viejas calles empedradas, aunque resbaladizas a causa del agua que aún sigue cayendo, ofrecen el acompañamiento ideal a la dureza pétrea de los bajos de las fachadas. Me digo que de haber tenido más tiempo o haber planteado el viaje de otra manera, no hubiera sido mala idea hacer noche en Kovachevitsa, y, a la mañana siguiente, partir temprano para Plovdid, y así poder disfrutar de este momento sin prisas ni agobios, gozando del placer de la soledad y la calma. Lo que en ese momento desconocía es que el trayecto hasta Plovdid nos va a llevar mucho más tiempo de lo que imaginábamos, y de que por tanto hemos hecho bien en reservar hotel para esta misma noche en la segunda capital del país.

Las carreteras de esta parte de Bulgaria se encuentran, como ya he dicho antes, en un estado bastante lamentable. A los continuos baches y las numerosas irregularidades que presenta el firme hay que añadir las interminables curvas que se suceden una tras otra y, por si fuera poco, los camiones de gran tonelaje que las recorren, lo que convierte el camino en una lenta y agotadora procesión a paso de tortuga (salvo que uno, emulando a un nada despreciable número de conductores locales, practique el adelantamiento temerario sin visibilidad, un deporte por lo visto bastante popular aquí).

A pesar del cansancio y las largas horas al volante detrás de no recuerdo cuántos paquidérmicos y flemáticos camiones, logramos llegar a Plovdiv antes de que anochezca, como era nuestro objetivo. En esta ocasión, el navegador ha cumplido a la perfección su cometido llevándonos justo hasta la puerta del hotel. Todavía nos queda una hora o poco más de luz, así que, tras dejar nuestras maletas en la habitación, salimos sin más preámbulos a tomar nuestro primer contacto con la ciudad.

Hemos dejado el libro-guía en la habitación, ya que nuestro propósito es merodear sin más por sus calles y embebernos de la atmósfera que nos rodea. Estamos alojados a pocos metros de la zona de más ambiente, así que lo primero que encontramos son unas cuantas calles peatonales repletas de terrazas y bares de copas que ofrecen un ambiente nocturno bastante apacible. No me disgusta lo que veo; Plovdiv, a primera vista, parece una ciudad moderna, activa, joven. Junto a la mezquita Dzhumata se hallan los restos del antiguo estadio romano de Philipopolis. De allí parte la que probablemente sea la calle peatonal más concurrida de la ciudad: la Alexander I, donde aparte de las tiendas más lujosas se ubican también varios teatros y salas de arte, y que tiene su final en la amplia y verde plaza Stefan Stambolov. A mitad de la calle, descubrimos un enorme cartel donde se indica que Plovdiv ha sido elegida Ciudad Cultural Europea para el año 2019. Un aliciente más, imagino, a la hora de proteger y realzar sus bienes históricos y artísticos.

 

Plovdiv (3 de agosto de 2018)

Dedicar un día entero a la ciudad de Plovdiv, tras la larga y tortuosa travesía de ayer, es algo que agradezco mucho; me vendrá bien un día sin el estrés de la conducción y la incomodidad de pasarme el día oliéndole el culo a los camiones. Nuestro libro-guía dedica un amplio apartado a esta ciudad, creo que acertadamente. El casco viejo es pequeño, fácilmente accesible e irregular en su ordenación. Abundan las casas estilo «renacimiento» y su nivel de conservación es más que aceptable. Varios de sus edificios más emblemáticos han sido convertidos en museos, e incluso uno de ellos conserva su interior exactamente igual a como estaba amueblado en tiempo pasados: los objetos y la decoración son los mismos que dejaron sus antiguos propietarios. O eso al menos nos asegura la persona a cuyo cuidado se encuentra la casa.

No voy a describir con detalle todos los atractivos que ofrece la vieja ciudad de Plovdiv; existen en Internet numerosas páginas donde hallar toda esa información, aunque yo recomendaría visitar el portal oficial de turismo de Bulgaria (http://www.bulgariatravel.org/es). Solo puedo decir que dedicar un día entero a esta localidad no resultó en absoluto excesivo. No son pocos los edificios que reclaman nuestra atención; a tal fin, se puede adquirir una entrada conjunta que incluye la visita a varios de ellos, y a mi juicio merece la pena cumplimentarlas todas. Otra de las joyas de la ciudad, el teatro romano, se conserva en un magnífico estado de conservación, aunque durante nuestra visita estaba siendo acondicionado para la celebración de un festival de música folclórica que tendría lugar por la tarde. Poco antes, en la plaza Stefan Stambolov, pudimos disfrutar de la actuación de unos cuantos de estos grupos mientras paseábamos apaciblemente por una de las zonas más frescas de la ciudad. (A diferencia de ayer, hoy el calor ha apretado lo suyo).

 

Asenova Krepost - Monasterio de Bachkovo - Sozopol (4 de agosto de 2018)

Por diversos motivos, hoy será otro aterrador día de carretera. Recientemente se ha construido una autopista que enlaza Sofía con Burgas. Dicha autopista es fácilmente accesible desde Plovdiv, y a pesar de que la distancia que tenemos previsto recorrer hoy es la más larga de todo el viaje, el hecho de poder realizar su mayor parte por autopista nos anima a continuar con el itinerario previsto.

Antes de eso, cumplimentamos sendas visitas a dos lugares ubicados a pocos kilómetros de Plovdiv: la Fortaleza de Asen y el Monasterio de Bachkovo, ambas muy recomendables. Llegamos a la fortaleza a las 9 menos cuarto. No hay más turistas que nosotros, aunque la taquilla de entrada no se abre hasta las 9 en punto. Por suerte, la persona encargada de la misma llega a las 9 menos diez, lo que nos permite ser los primeros visitantes de ese día. Lo primero que me llama la atención son las vistas que se disfrutan desde allí, realmente espectaculares. También me resulta curioso, dicho sea de paso, la cantidad de personas que nos hemos encontrado paseando tranquilamente por la estrecha carretera que conduce hasta la fortaleza. En ese momento desconocía si se dirigían allí o se limitaban a disfrutar de una agradable caminata matutina, aunque lo cierto es que no me parecieron turistas. De hecho, durante el tiempo que estamos visitando la fortaleza, las únicas personas que coincidirán con nosotros serán una pareja de franceses. Nadie más entra en todo este tiempo.

Bachkovo es uno de los monasterios más visitados de Bulgaria y también fue restaurado en el siglo XVII. Consta de dos patios interconectados, en cada uno de los cuales se ha edificado su correspondiente templo. Pero lo más interesante del conjunto es el refectorio (cuya entrada es de pago), decorado en su totalidad por una serie de frescos de temática religiosa —obviamente— en magnífico estado de conservación. Aparte de la entrada al refectorio, más cara de lo que suele ser habitual en este país, te añaden un «impuesto revolucionario» si quieres tomar fotografías. (No entiendo bien por qué has de pagar más por hacer fotos, como si con eso hicieras un uso especial del espacio o más exclusivo. Imagino que lo único que se pretende es sacar dinero, no le veo otra explicación). Nosotros nos abstenemos de pagar por las fotos, pero una vez dentro, dado que no hay vigilancia, nos animamos a tomar unas cuantas instantáneas.

Ya en la autopista en dirección a Burgas, a los pocos kilómetros de entrar, notamos que nuestro coche empieza a botar repetidamente, aunque solo lo hace cuando circulamos por el carril de la derecha. La autopista, aparentemente recién construida, presenta un firme irregular, con ciertas ondulaciones en el asfalto. El límite de velocidad es de 140 km/h, pero en estas circunstancias no parece muy prudente alcanzar esa velocidad. Nuestro automóvil, un Volkswagen Up que apenas pesa y que carece de buena estabilidad, tampoco es el vehículo más apropiado para forzar el cuentakilómetros. Por ello, cansados del movimiento incesante a que estamos sometidos y temiendo incluso que en una de estas demos un brinco demasiado grande y perdamos el control del coche, optamos por pasarnos al carril izquierdo y continuar el tiempo que nos sea posible por él, para al menos tener la sensación de que estamos anclados a tierra firme. Por suerte, la irregularidad del carril derecho desaparece unas cuantas decenas de kilómetros más adelante. No sabemos si se trata de un fallo en la construcción del asfalto o problemas derivados del propio terreno, pero para ser una carretera de 140 km/h nos parece un problema que no carece de cierto peligro.

Muy poco después nos damos de bruces con un atasco. Por lo que podemos observar, la retención alcanza bastantes kilómetros. No sabemos qué pasa, pero los coches que nos preceden avanzan con una lentitud exasperante. Algunos vehículos usan el arcén para adelantar con toda la desfachatez del mundo. No sabemos si más adelante algún coche de la policía les penalizará por esta acción, pero la impresión que uno se lleva después de trece días circulando por las carreteras búlgaras es que este tipo de comportamientos está más que aceptado por todos (no me refiero solo a usar el arcén de las autopistas para adelantar, sino a saltarse alegremente las normas de circulación). Quitando unos cuantos controles de velocidad que veremos en algunos tramos, no me da la sensación de que a la policía le inquiete demasiado estas cosas, lo que al final acaba dando como resultado una conducción poco respetuosa con las normas básicas de circulación (ni, por añadidura, con el resto de automovilistas que comparten la vía, un poco en plan «sálvese quien pueda»).

El motivo del atasco, descubrimos minutos después, es un accidente que ha debido tener lugar a primera hora de la mañana, porque cuando llegamos al punto clave los vehículos siniestrados ya han sido retirados. Calculamos que el retraso acumulado no habrá sido superior a los tres cuartos, por lo que todavía mantenemos la esperanza de llegar a Sozopol, nuestro destino, más o menos en el plazo previsto.

El problema más grande lo tendremos, sin embargo, a causa de que la dirección del hotel que hemos reservado en esta población del Mar Negro no aparece en nuestro navegador. De hecho, la dirección que figura en la página de Internet hace referencia a un área o una zona, sin concretar el nombre específico de la calle (por la razón de que, en estos momentos, todavía no lo tiene). Sin embargo, sí que figuran las coordenadas en que aparentemente se encuentra, así que decidimos introducir ese dato en nuestro navegador con la confianza de que de esa forma llegaremos al lugar deseado.

Craso error. Las coordenadas están mal. Son erróneas. Y lo peor es que tardamos demasiado tiempo en darnos cuenta de que nos está llevando a una zona alejada de Sozopol, más al interior, donde las carreteras desaparecen y son sustituidas por caminos a medio asfaltar en los que cada bache es una amenaza para la integridad del vehículo. En determinando momento, se hace indispensable dar marcha atrás y regresar por donde hemos venido. Por fortuna, el coche ha salido intacto del envite.

Al final hacemos lo que deberíamos haber hecho desde el principio. Localizamos el hotel que tenemos reservado en la página correspondiente de google maps y buscamos una de las calles próximas. La introducimos en nuestro navegador como destino y ¡voila!, enfilamos el camino de regreso a Sozopol (de donde nos habíamos desviado unos cuantos kilómetros o, lo que es lo mismo, una hora de recorrido). Sin embargo, el problema subsiguiente será dar con el hotel propiamente dicho. Una vez que alcanzamos la calle a la que nos ha dirigido nuestro navegador, no vemos la menor señal que indique la existencia del hotel donde nos alojamos. Tras preguntar infructuosamente a varios viandantes (nadie parece conocer la existencia del dichoso hotelito), finalmente la dueña de un restaurante cercano se ofrece a llamar por teléfono a recepción y, de esa manera, nos informa de lo que debemos hacer para llegar hasta allí. Así visto en frío, este cúmulo de incidencias puede parecer más bien un asunto banal, tontamente anecdótico, pero metidos en faena, con los nervios propios de la conducción y la paciencia bastante maltrecha, puedo asegurar que llegó a sacarme de quicio.

El hotel es bastante más básico de lo que esperábamos, aunque tiene piscina, así que cansado de un viaje más cargado de incidencias de lo que esperábamos, me doy el gustazo de disfrutar de un agradable baño y relajar en la medida de lo posible mi alterado sistema nervioso. Son las cuatro de la tarde todavía. Tenemos muchas horas por delante. En la piscina, un grupo de muchachas búlgaras está participando en una celebración que tiene toda la pinta de ser una despedida de soltera. Más tarde, casi de noche, las veremos a todas ellas desfilar en dirección a la zona de bares embutidas en los atuendos festivos de rigor. Es asombrosa la rapidez con que las costumbres más ramplonas se extienden a lo largo y ancho del planeta, cómo se copia siempre lo más chabacano.

Sozopol, por encima de cualquier otra cosa, es una localidad turística, con todo lo que eso conlleva. Destaca en primer lugar el turismo local, muy numeroso, pero ya se empieza a ver una buena cantidad de visitantes de otros lugares de Europa. Se trata sobre todo de turismo familiar o, lo que es lo mismo, turismo de sol y playa. Nosotros no hemos venido hasta aquí por eso, sino por su casco antiguo, declarado reserva arquitectónica y arqueológica en 1974. La parte vieja se halla situada en una península a la que se accede por un amplio parque, donde se han instalado ya los primeros comercios para turistas. Los negocios nacidos a lomos del turismo se han impuesto en Sozopol, y eso, inevitablemente, merma el atractivo de la ciudad (la vulgariza, la estandariza, le resta personalidad). Aun así, dedicamos lo que resta de tarde a dar una vuelta por sus callejas, disfrutando de la vista de algunas de las viviendas tradicionales que aún permanecen en pie, de sus vías aún empedradas y del hermoso azul oscuro del Mar Negro que aquí nos deleitamos en contemplar por primera vez.

 

Nesebar - Varna (5 de agosto de 2018)

No hemos dormido excesivamente bien. La música de los resorts que nos rodean ha sonado a todo volumen hasta bien entrada la madrugada: el sábado parece ser en todo el planeta el día por antonomasia para la fiesta. Una prueba más de que Sozopol es, ante todo y por encima de cualquier otra circunstancia, un enclave turístico, algo así como el «Benidorm» de Bulgaria. Por otra parte, nos encontramos en pleno mes de agosto. Nos guste o no, es lo que hay. Si queremos descanso, tendremos que buscarlo en otro tipo de lugares.

Hoy es domingo, así que cruzar Burgas, que en principio podía suponer un serio inconveniente en cuestión de tiempo (aparte de los nervios que hago conduciendo por ciudades repletas de tráfico), tampoco reviste mayor gravedad. Es pronto y no hay demasiados coches circulando. Hemos madrugado mucho: queremos llegar pronto a Nesebar, cuyo casco histórico ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad, ya que suponemos que, dado que es festivo, recibirá la visita de un buen número de visitantes. El casco antiguo de Nesebar está cerrado al tráfico rodado, así que, una vez allí, aparcamos el coche en una calle cualquiera al poco de entrar en la ciudad, a varios metros del centro. Nos hemos propuesto ocupar toda la mañana en esta localidad, por lo que tampoco tenemos prisa alguna, y las distancias son fácilmente asumibles.

El casco antiguo de Nesebar se encuentra ubicado en una pequeña península a la que se accede a través de un estrecho istmo por el que pueden circular los automóviles, ya que dentro del pueblo viejo hay dos aparcamientos a ambos extremos de la península. Hoy el calor aprieta de lo lindo. Nesebar, como Sozopol, ha sido invadida por multitud de comercios nacidos al calor del turismo y prácticamente no hay calle que no albergue varios de ellos. Aquí se conservan más viviendas construidas a la manera tradicional que en Sozopol, pero sobre todo posee varias iglesias de estilo bizantino realmente notables, algunas de ellas erigidas en los siglos XII y XIII y en perfecto estado de conservación. Ese es, sin duda, el mayor atractivo de Nesebar. Si alguien quiere más información respecto a estas iglesias, puede consultar alguna de las muchas páginas relativas al asunto que hay por Internet o la misma Wikipedia (https://es.wikipedia.org/wiki/Nesebar). Vale la pena, en cualquier caso, acceder al interior de varias de ellas y contemplar las encantadoras pinturas que las decoran.

Gracias a que hemos llegado a Nesebar relativamente temprano, alrededor del mediodía ponemos rumbo a Varna, nuestro próximo destino. (Tres, cuatro horas son más que suficientes para ver el casco viejo; el resto de recursos turísticos —mar y playa— no nos interesan para nada). Aparentemente, la distancia que separa ambas localidades no es excesiva, por lo que decidimos que ya comeremos cuando lleguemos a nuestro siguiente destino. Existe una carretera que bordea la costa y que conecta ambas poblaciones. Sin embargo, ignoro realmente el motivo, nuestro navegador nos manda por otra carretera interior, con menos tráfico, eso sí, pero en un estado absolutamente cochambroso. Puedo afirmar que es la carretera con más baches e irregularidades por la que he conducido en Bulgaria. Es cierto que apenas nos cruzamos con otros automóviles, pero la abundancia de curvas y sobre todo la mala conservación de la calzada nos impide alcanzar velocidades superiores a 50 km/h. En esta carretera el límite máximo de velocidad es siempre de 90 km/h, algo sencillamente imposible de lograr. No exagero si digo que en muchos momentos llegué a temer por la integridad del vehículo y de los neumáticos. A pesar de que los últimos kilómetros de recorrido los hacemos por autopista, el tiempo que hemos invertido en este trayecto ha sido muy superior al esperado. Cuando llegamos a Varna, ya hemos entrado plenamente en horario de tarde.

Nuestro hotel se encuentra ubicado justo al lado de catedral, un espectacular edificio de cúpulas doradas erigido en el clásico estilo ruso-ortodoxo. Justo al otro lado de la avenida comienza el paseo peatonal, que unos metros más adelante conecta con la zona de ocio de la ciudad, que no por casualidad está situada junto a la playa. En uno de los bulevares por los que transitamos hay instaladas diversas casetas dedicadas a la venta de libros; por lo visto, aquí también se celebran las clásicas ferias del libro. No es Varna una ciudad bonita, no destaca ni por sus fastuosos edificios ni por poseer una atmósfera especial, pero comparte con Plovdiv una innegable tendencia a la modernidad, a la vida epicúrea y placentera, y eso es algo que se percibe con solo caminar unas horas por el centro. Tras el jardín Marítimo se accede a un largo edificio de primeros de siglo XX que delimita la zona de playa y donde hay abiertos numerosos bares de copas y unos cuantos veladores, a los cuales a última hora de la tarde los grupos de jóvenes irán acudiendo en procesión para disfrutar de la diversión nocturna. Como en cualquier otra ciudad europea, añado.

 

Varna - Monasterio de Basarbovo - Ruse (6 de agosto de 2018)

Teníamos previsto visitar hoy una de las tumbas tracias más importantes de Bulgaria: la de Svechtari, que se encuentra situada de camino a Ruse, nuestro destino de hoy. A tal fin, iniciamos el recorrido por una autopista recién construida que, además de permitirnos reducir notablemente el tiempo de desplazamiento, me ofrece la posibilidad de conducir con cierta relajación y evitar los tramos bacheados de las carreteras locales. De ese modo, llegamos relativamente temprano a Svechtari, dispuestos a disfrutar de nuestro primer contacto con el legado de los tracios, un pueblo indoeuropeo que habitó estas tierras hasta el siglo III a.C. (Una prueba más de que nada es eterno, ni los pueblos, ni las culturas ni las delimitaciones geográficas, y que obsesionarse con estas cosas de la territorialidad responde a una cuestión de empecinamiento irracional muy primario). Queda poco del legado cultural de este pueblo, o al menos que se haya descubierto hasta ahora, exceptuando los diversos túmulos funerarios que se reparten por el país. El de Svechtari, por lo que hemos leído, es el único que conserva en su interior figuras esculpidas, unas cariátides con formas mitad humanas, mitad vegetales. Pero resulta que los lunes y los martes (hoy es lunes) la tumba permanece cerrada al público. O sea, que nos quedamos con las ganas. Parece un poco excesivo que un espacio como este, declarado patrimonio de la humanidad en 1985, cierre dos días seguidos, pero así son las cosas en Bulgaria. De modo que no queda más remedio que darse media vuelta y regresar por donde hemos venido. Otra vez será.

Nuestro segundo punto en el recorrido previsto para hoy eran las iglesias rupestres de Ivanovo, por lo que señalamos en nuestro navegador el nombre de esta localidad y enfilamos en la dirección que nos marca. El GPS, sin demasiadas incidencias de por medio, nos conduce hasta un pueblo cuyo nombre no vemos pero que puede que sea Ivanovo. Lo que sucede es las iglesias que buscamos se encuentran, por lo visto, a cierta distancia de aquí. Tratamos, pues, de obtener información de algún vecino, y la sensación que nos da es que no estamos realmente en Ivanovo, porque nos envían de nuevo hacia la carretera por la cual hemos venido para dirigirnos a otra localidad próxima. Seguimos sin ser capaces capaces de descubrir ni una sola señal que indique la cercanía de las iglesias rupestres; vemos, sin embargo, un cartel que marca la dirección de Ivanovo, así que tomamos el camino indicado. Sin embargo, unos pocos kilómetros más adelante, volvemos a toparnos con la carretera principal (de donde procedemos) y en la que, oh casualidad, sigue sin haber la menor indicación que nos conduzca a la iglesias rupestres ni a Ivanovo.

Tras los dos fracasos de hoy, un poco cansados de circular por unas carreteras locales que se conservan en bastante pésimo estado y hastiados de la mala información de las señales, decidimos abandonar nuestro plan y poner rumbo a Ruse sin más dilación. Sin embargo, casualidades del destino, a los pocos kilómetros vemos frente a nosotros un cartel lo suficientemente grande que indica la proximidad del monasterio rupestre de Basarbovo, que en principio no teníamos previsto visitar, pero del que sí teníamos conocimiento, así que enfilamos hacia allá sin pensárnoslo dos veces.

El monasterio consta de un par de salas y un recinto eclesiástico escavados en la roca, a los que se asciende por unas empinadas escaleras también construidas sobre piedra. Tiene el encanto propio de este tipo de lugares, ese punto de tosco primitivismo que hoy en día nos resulta tan romántico, aunque su construcción se remonta al siglo XV. No era el sitio que andábamos buscando, pero nos compensa sobradamente del esfuerzo realizado para llegar hasta aquí. Sin duda, el monasterio rupestre de Basarbovo es un buen sustituto de nuestro objetivo inicial. Nos damos por satisfechos.

Tal vez sea Ruse la localidad que menos nos impresionó de todas las que visitamos. Está situada a orillas del Danubio, río que hace frontera con Rumanía. Estamos, por tanto, en la parte más septentrional de Bulgaria. Muchos de sus edificios presentan un estado de conservación bastante deficiente, aunque se adivina el presumible destello que la ciudad pudo ofrecer en el pasado. Después de haber estado en Varna, uno es incapaz de percibir en la atmósfera de Ruse esa especie de vitalidad y alegría que sí emanaba la capital del Mar Negro. Se perciben diferencias incluso en la forma de vestir de algunos individuos, en su apariencia física, en el cuidado de sus propios cuerpos. A estas alturas, una de las cosas que más me llama la atención de Bulgaria es la cantidad de hombres gordos que se pueden ver por la calle (más hombres que mujeres, no podría asegurar el motivo, pero sí que esa gordura es consecuencia de una alimentación abundante en grasas y azúcares: a lo largo del viaje tuvimos ocasión de comprobar el elevado consumo diario de productos hipercalóricos y grasas saturadas que se acostumbra a ingerir) y en Ruse esta circunstancia resulta más evidente si cabe. Es palpable que el desarrollo económico en Bulgaria se está produciendo de manera desigual, y que las localidades tocadas por la varita mágica del turismo gozan de una considerable ventaja. De todas formas, Ruse es un lugar lo suficientemente amable como para permitirnos pasar una tarde agradable y reponernos de los inconvenientes sufridos a lo largo del día. Al fin y al cabo, no todas las jornadas pueden ser igual de intensas.

 

Arbanasi - Veliko Tarnovo (7 de agosto de 2018)

Poco a poco, vamos reduciendo el número de paradas intermedias que teníamos previsto realizar cada jornada. El mal estado de las carreteras, la conducción un tanto peculiar de los búlgaros (está bastante generalizada la costumbre de trazar las curvas invadiendo el carril contrario, lo cual ya nos ha deparado más de un susto a lo largo de estos días) y el cansancio acumulado nos aconsejan ser algo más modestos en nuestros objetivos. Desechamos en consecuencia visitar las localidades de Zheravna y Elena, que teníamos anotadas en nuestro plan de viaje, y adelantamos un día el paso por Arbanasi. De ese modo, podremos recorrer esta población con más calma y pasar la tarde apaciblemente en Veliko Tarnovo, uno de los lugares a priori con más encanto del país. Pasado el tiempo, y vistos los resultados, puedo decir que nuestra decisión fue acertada, aunque obviamente resulte imposible compararla con los resultados que habríamos obtenido de haber continuado con el plan previsto; como sucede siempre en estos casos, nos movemos en el terreno de las hipótesis.

Sin embargo, el camino a Arbanasi supondrá para quien esto suscribe el instante más fastidioso de todo el viaje. El motivo: unas obras en la carretera de acceso a esta localidad que impiden el paso al tráfico rodado. Hasta ahí, todo bien; es normal que debido a las obras de mejoramiento de la calzada se corte una carretera. El problema surge cuando nuestro navegador se empeña en llevarnos una y otra vez por el tramo inhabilitado, a lo que hay que añadir que en dicho punto no hay colocada ni una sola indicación que avise de la existencia de un camino alternativo; solo una señal de prohibido el paso y nada más. Preguntamos a uno de los trabajadores de la obra y lo único que conseguimos sacar en claro es que debemos tomar un desvío, aunque por muchas vueltas que damos alrededor, no vemos ninguna señal que indique la existencia de ese desvío. La situación, por momentos, va alcanzando la categoría de lo grotesco: no paramos de dar vueltas y más vueltas por el pueblo donde nos encontramos —el tramo cortado se encuentra a la entrada de una población— a la búsqueda de una carretera alternativa que nos dirija a Arbanasi, pero es inútil. Ni siquiera podemos dar marcha atrás porque ignoramos la carretera por la que hemos accedido hasta aquí (hemos seguido las indicaciones de nuestro navegador sin fijarnos en el nombre de la carretera) y en el lugar donde nos encontramos ahora somos incapaces de localizarla (lo intentamos, pero acabamos de nuevo en el mismo tramo cortado). Por mucho que nos esforzamos en evitarlo, parecemos condenados a vagar sin destino por los mismos lugares, atravesando las mismas calles una y otra vez, rebasando los mismos cruces continuamente. Finalmente, casi un kilómetro más allá del tramo cortado, vemos una señal donde se indica que para llegar a Arbanasi hay que continuar por esta misma carretera. No habremos estado más de media hora dando vueltas como si hubiéramos caído presos en un bucle, pero la sensación de hartazgo, de cansancio, de mala hostia, es inmensa. Todos tenemos algún momento en que los nervios nos superan. A mí me suele suceder cuando el mundo entero parece haberse conjurado en mi contra.

Tampoco nos resulta demasiado fácil orientarnos en Arbanasi. A pesar de ser una localidad muy pequeña, no encontramos indicaciones sobre cómo movernos por ella. Las calles, además, son estrechas e irregulares, por lo que no es nada fácil saber adónde conducen. De casualidad (hemos apartado el coche bastante cerca), damos con la Iglesia de los Santos Arcángeles Miguel y Gabriel, aunque el edificio más interesante sin duda alguna es la Iglesia de la Natividad, cuyo interior está profusamente decorado con pinturas religiosas datadas en el siglo XVI y adonde llegamos gracias a las indicaciones de unos lugareños. Aunque solo se pueden hacer fotografías si pagas el canon correspondiente, no podemos evitar disparar las cámaras con cierto disimulo, ya que por suerte el interior carece de vigilancia. En Arbanasi también abundan los edificios civiles construidos en piedra y madera, pero la mayoría están protegidos por anchos muros y resulta muy complicado verlos siquiera. Es lo que tiene ser una población aún viva: sus casas están habitadas, la ocupación laboral de los vecinos no tiene que ver con el turismo, así que es lógico que sus hogares permanezcan cerrados. Una excepción es la casa Konstantsalieva, abierta al público como museo y a la que se puede entrar previo pago de la entrada correspondiente, claro está.

En Veliko Tarnovo nos alojamos en el hotel Priyateli Guest House (https://www.hotelpriyateli.com/es-es), algo parecido a lo que sería una pensión o un hostal en España. Hemos pernoctado en varios alojamientos a lo largo del viaje, pero me apetece destacar este por su reducido precio (22 euros la habitación doble) y la exquisita amabilidad de sus propietarios, pero sobre todo por el impresionante desayuno con que nos reciben al día siguiente: aparte de los productos consabidos (embutido, pan, dulces, café, fruta, etc.), ofrecen unas excelentes tartas preparadas por la propietaria realmente exquisitas. Un desayuno mucho más completo que el que pueda encontrarse en muchos hoteles de 4 estrellas, sin la menor duda.

Veliko Tarnovo merece la tarde completa que le dedicamos, aunque parte de la ciudad está en obras; se están asfaltando algunas calles del centro y la maquinaria usada para la renovación urbana desluce un poco su atractivo. Destaca en primer lugar la fortaleza de Tsarevets, cuya muralla ha sido reconstruida en su totalidad, aunque en su interior no queden demasiados edificios en pie, y el entramado de calles que se extiende sobre la avenida Samovodska Charshiya, donde se encuentran las fachadas más bellas (con el añadido de que, cuanto más te introduces en esta área, menos turistas encuentras). También resulta impresionante observar la ciudad desde el otro lado del río Yantra y disfrutar de las vistas del hermoso barrio de Varosha, cuyas casas se superponen unas a otras como si trataran de escalar la colina.

Cada viajero debe encontrar su ritmo, la medida de su propio tiempo. Con los años, el deseo de abarcar el máximo territorio posible se ha visto remplazado por el más modesto de disfrutar con calma de lo logrado, de avanzar pasito a pasito, sin prisas innecesarias. A veces, menos es más. Curiosamente, a nuestra vuelta a España conoceremos a un grupo de jóvenes que en apenas 15 días ha visitado la friolera de 7 países (no recuerdo todos, pero sí que el viaje comprendía Croacia, Serbia, Bosnia, Albania y Bulgaria, y probablemente también Montenegro). Si quince días ya me parece un tiempo demasiado breve para apreciar siquiera superficialmente la realidad búlgara, no quiero ni pensar en lo que supone dedicar dos o tres días a un país enero. Por eso, a estas alturas de viaje nos planteamos que quizá hubiera sido más adecuado reducir el recorrido que habíamos planeado a una parte concreta del país, dejar para mejor ocasión las zonas más alejadas de Sofía. Por suerte, esta segunda semana de viaje las distancias que tenemos previsto recorrer van a ser sensiblemente inferiores. Y, por si fuera poco, una de las últimas jornadas de viaje, que debería habernos llevado hasta la localidad de Belogradchik, situada en el noroeste de Bulgaria, adonde habíamos de llegar tras un recorrido de casi 300 km, la sustituimos por una apacible tarde de relax en un balneario termal en la mucho más próxima Hisarya. Viajar no es solo ver: por encima de cualquier otra circunstancia consiste en disfrutar, en dejarse dominar por los sentidos, en abandonarse a las sensaciones. O esa es al menos mi filosofía.

 

Bozhentsi - Tryavna (8 de agosto de 2018)

Llegamos a Bozhentsi sin el menor incidente. Justo delante de nosotros, una camioneta turística ha venido haciéndonos compañía hasta nuestro destino, aunque en realidad nosotros no hemos hecho más que seguir las indicaciones de nuestro navegador. Por lo que luego sabremos, la camioneta que nos precede traslada a un grupo de españoles que se dedican a recorrer Bulgaria a través de diversas rutas senderistas. Por ese motivo, ellos tomarán un camino distinto al nuestro, y de ese modo durante buena parte de nuestra visita seremos prácticamente los únicos visitantes de la localidad, lo que nos permitirá apreciar en su máxima pureza la atmósfera de este sitio y su vida cotidiana. (Hay que decir, no obstante, que los comercios orientados al turismo han proliferado mucho y copan prácticamente todos los locales abiertos al público. Sea como sea, aún es muy temprano y la mayoría de las tiendas se encuentran cerradas).

Bozhentsi es una localidad realmente encantadora cuyos edificios se mantienen en un magnífico estado de conservación e integrados en el espacio natural que los rodea. No por casualidad, Bozhentsi es reserva arquitectónica desde 1964. Los techos construidos con piedra plana y las pulcras paredes blancas, erigidas sobre una resistente base de piedra, se repiten con pocas variaciones a lo largo de su extensión; y, sin embargo, uno nunca se cansa de verlas. Es un lugar ideal para perderse, para caminar sin rumbo fijo, para disfrutar de ese aroma único que despide cada esquina, cada sendero. Andando por sus callejuelas, sin asfaltar en su gran mayoría, descubrimos un maravilloso hotel rural con piscina incluida (una piscina algo artesanal, pero con abundante agua natural). Quizá, pienso, Bozhentsi hubiera sido un lugar ideal para llegar a media tarde y disfrutar de la enorme armonía que se debe respirar aquí al anochecer, cuando el grueso de turistas se ha ido y solo quedan sus verdaderos habitantes. Por si alguien tiene ganas de andar un poco, de uno de los caminos parte un sendero de unos 10 km que lleva hasta Tryavna. Otra opción más para quien prefiera disfrutar de unas vacaciones alternativas en Bulgaria.

Tryavna, la localidad donde pernoctaremos hoy, es también un lugar tranquilo, que rezuma cotidianidad por los cuatro costados. No hay demasiado turismo, lo cual favorece el paseo relajado por sus calles. Nosotros dormiremos aquí hoy y mañana; tiempo más que de sobra para empaparnos de la esencia de esta hermosa ciudad, cuyo centro histórico presenta un magnífico estado de conservación. Hay varias casas visitables en Tryavna, así como la vieja escuela. El elemento arquitectónico más llamativo es la torre del reloj, de 21 metros de altura, desde cuyos altavoces se hace sonar cada noche a las 10:00 en punto una curiosa canción, cuya letra por lo visto fue escrita por el poeta Pencho Slaveikov, titulada «Nerazdelni».

Tras varios días de viaje, se agradecen las jornadas tranquilas como esta, que no exigen más esfuerzo que caminar y disfrutar de lo que vemos y sentimos. Aun así, nos planteamos para mañana (tenemos ese día reservado para visitar las tumbas tracias del Valle de las Rosas y los reyes de Tracia) hacer algún pequeño recorrido al atardecer por los bosques que rodean la ciudad. En el centro del pueblo hemos visto un cartel donde se señalan diversos senderos de diferente dificultad y longitud. Nos decantamos por uno cuya duración está estimada en un par de horas, y para que mañana no tengamos que perder tiempo tratando de localizarlo, esta misma tarde nos dirigimos adonde, según reza el cartel, da comienzo el recorrido. El problema es que una vez allí no vemos rastro alguno ni señal que indique el comienzo del sendero. Por no haber, no hay ni sendero propiamente dicho: solo puro y denso bosque, nada más. Derrotados una vez más por las circunstancias, desistimos de nuestra intención: si es verdad que alguna vez hubo un camino en esa parte del monte, a día de hoy está completamente devorado por la maleza.

 

Kazanlak (tumbas tracias) - Tryavna (9 de agosto de 2018)

Asumido nuestro fracaso de hace unos días al intentar visitar las tumbas tracias de Svechtari, hoy toca afrontar el segundo intento, esta vez en el llamado Valle de los Reyes Tracios, de camino a la localidad de Kazanlak. En esta ocasión, por fortuna, todas las tumbas en las que nos detenemos están abiertas al público. Muy cerca de aquí se hallaba una de las poblaciones tracias más importantes, Seutópolis, y en el valle que la circunda se dio sepultura a diversos monarcas de la época. Si no recuerdo mal, alcanzamos a visitar hasta seis tumbas, sin incluir la que se encuentra en la propia ciudad de Kazanlak, que haría por tanto la número siete, aunque esta en realidad se trata de una reproducción, ya que la tumba original está cerrada al público por cuestiones de preservación (se conservan unas impresionantes pinturas murales que la presencia humana amenazaría con hacer desaparecer). A pesar de provenir de la misma cultura y el mismo periodo, no hay dos tumbas iguales, por lo que es acertado visitarlas todas. Son, en cualquier caso, espacios pequeños, muchos de ellos erigidos bajo cúpulas, enclavados en pequeños túmulos visibles desde cierta distancia. Si tenemos en cuenta que estas tumbas fueron edificadas alrededor del siglo IV a.C., el valor histórico de las mismas está fuera de toda duda y las convierte en uno de los principales atractivos de Bulgaria.

Antes de regresar a Tryavna, damos una vuelta por la localidad de Shipka, cuya espectacular iglesia ortodoxa es perfectamente visible desde la carretera debido al imponente brillo de sus cúpulas doradas. Me sorprende el gran número de tours turísticos que tienen parada aquí. Más allá de la aparente grandiosidad de sus formas y de la viveza de los colores que la definen, no me parece que, en sí misma, merezca tanta atención, salvo que su proximidad a Kazanlak (visita obligada por la tumba tracia que alberga y también por ser la ciudad donde más Rosas de Bulgaria se cultivan) sirva de excusa para incluirla en el programa de visitas. Imagino que su gran tamaño es la principal razón de que muchos turistas se sientan fascinados por ella.

Igualmente, de regreso a Tryavna hacemos un alto en el llamado monumento a la libertad, una torre erigida en lo alto del pico de Shipka, a más de 1300 m de altitud, para conmemorar la victoria del frente ruso-búlgaro ante al imperio otomano y adonde se puede acceder cómodamente en automóvil o por unas interminables escaleras cuyo final parece no llegar nunca. Para no desentonar, nosotros elegimos subir por las escaleras; se ve que nos atrae el sufrimiento. Lo más interesante, sin duda alguna, no es el monumento en sí, sino las extraordinarias vistas que se disfrutan desde allí, incluyendo el Valle de los Reyes Tracios, que es de donde venimos. Tras el enorme esfuerzo que supone subir 890 peldaños a patita, un rato de relax disfrutando del paisaje no nos viene nada mal.

 

Monasterio de Troyan - Koprivshtitsa (10 de agosto de 2018)

Nueva etapa relativamente breve, de 190 km, que también discurre por carreteras decentes. Por esta parte del país, el firme de las carreteras parece bastante estable. Nos encontramos también con numerosos tramos que están siendo asfaltados, lo que pone en evidencia que las autoridades búlgaras prefieren atender antes las comunicaciones que enlazan Sofía con otros enclaves urbanos que los abandonados caminos del sur. Las medias que podemos alcanzar a la hora, por tanto, son algo superiores a las que hemos venido registrando durante la primera semana. Nuestro destino es Koprivshtitsa, algo así como la «capital simbólica» del estado búlgaro, ya que fue aquí donde tuvieron lugar los primeros movimientos nacionalistas en el siglo XIX. Pero antes de eso, de camino nos detenemos a visitar el Monasterio de Troyan.

Este monasterio es el tercero de mayor tamaño del país después de los de Bachkovo y Rila. Como he dicho más arriba, los monasterios ortodoxos constituyen uno de los principales reclamos turísticos de Bulgaria, y normalmente suelen recibir un número considerable de visitas al día. En esta ocasión, se están realizando unas obras de adecuación en uno de los laterales del monasterio; hasta ahí todo bien. Pero resulta que los trabajadores de la obra, por aquello de ahorrarse unos 100 metros de camino como mucho (en realidad la distancia hasta el exterior del recinto es bastante menor que eso) y de que la frase que parece definir la idiosincrasia búlgara es «total, qué más da», no se les ha ocurrido otra cosa que plantar la camioneta justo a la entrada del templo, rompiendo por completo la atmósfera sacra y el encanto que este lugar debería tener. Tras unos cuantos días de recorrido por el país, uno tiene la sensación de que estas cosas, tales como el cuidado en no entorpecer la vida de los demás, no alterar demasiado el estado natural de las cosas o considerar que del comportamiento propio pueden derivarse ciertos perjuicios para los demás, tiene poco valor en general. Se dejan los coches aparcados donde a uno le da la gana, incluso en batería en una carretera nacional; fachadas de edificios de notable valor histórico son cubiertas sin el menor cuidado con muestras de los objetos que se venden en el comercio instalado en la planta calle; en los restaurantes, es habitual que se sirvan los platos de una misma mesa una diferencia considerable entre unos y otros, de manera que los últimos comensales en ser servidos tengan que esperar diez o quince minutos una vez que los primeros han acabado sus consumiciones. Hay un punto de dejadez en el cuidado de los detalles, en la consideración del prójimo, que tampoco ponen interés en disimular. No es que esta circunstancia alcance un nivel realmente preocupante; el país del que yo procedo, España, es bastante semejante en ese aspecto: casi nadie tiene cuidado de no molestar o importunar a los demás. Imagino que son los problemas inevitables que surgen en toda transición brusca de una sociedad eminentemente rural a otra urbana; y, en cualquier caso, nada que al final afecte gravemente a la vida cotidiana de sus gentes. A nosotros, como turistas que somos, no nos queda más que adaptarnos a lo que hay.

Koprivshtitsa es una de las localidades más hermosas de Bulgaria. Y, sin embargo, al final del día me quedará un regusto un tanto amargo, no excesivamente dulce, a pesar de su innegable belleza. Me llevo la sensación (puede que errónea, hablo de algo absolutamente subjetivo) de que buena parte de sus habitantes no acogen a los turistas con especial agrado. Apenas bajarme del coche, percibo dos o tres detalles que, quizá en un exceso de suspicacia, me dan a entender que no simpatizan demasiado con nosotros; uno de ellos, el desmedido enfado de un conductor que maneja su vehículo sin ningún cuidado por unas calles empedradas y sin aceras que, como no puede ser de otra manera, los turistas recorren con despreocupación porque están disfrutando del entorno; creo advertir también cierto punto de desidia en sus miradas, en sus gestos, en su manera de atendernos en el restaurante donde comemos e incluso en el hotel donde nos alojamos. Pero, como digo, son meras percepciones imposibles de cuantificar y menos aún de hacer extensibles a los demás.

El mayor atractivo de Koprivshtitsa son sus casas, unas viviendas construidas en el llamado estilo renacimiento de mediados del siglo XIX, la mayoría de las cuales se ha conservado perfectamente. Hay varias de ellas que están abiertas al público —previo pago de la correspondiente entrada y tras ser convertidas en pequeños museos de la vida cotidiana—, pero el resto están habitadas por sus propietarios o han sido transformadas en hoteles y restaurantes. Es probable que el natural afán del turista por verlo todo implique a menudo la violación del derecho a la intimidad de algunos vecinos, y tal vez derive de ahí esa cierta antipatía por los visitantes que me ha parecido advertir. La verdad es que no lo sé. Pero a diferencia de Tryavna, por ejemplo, donde pasear por sus calles constituye en sí misma una actividad sumamente placentera, en Koprivshtitsa hay algo indefinible, sutil, muy complicado de concretar, que me dificulta esa sensación y me impide conectar con el hermoso entorno que me rodea. Igual solo fueron sensaciones mías, pero ese regusto incómodo no me abandonó en toda la tarde.

Por otra parte, el horario de visita a las viviendas que están abiertas al público finaliza en algunos casos a las 17:30, lo que unido a nuestra hora de llegada y a los problemas que hemos tenido para dar con ellas (carecemos de plano y las indicaciones, en general, no son demasiado clarificadoras, por no decir que son inexistentes), hace que nos las encontremos cerradas. Teníamos previsto salir mañana a primera hora con dirección a nuestro siguiente destino, pero dado que, una vez llegados hasta aquí, nos parece bastante triste dejar la visita a mitad, preferimos retrasar la hora de la salida del día siguiente y disfrutar a primera hora de las casas-museo que aún nos quedan por ver. Gracias a ello, el paseo matutino por Koprivshtitsa al día siguiente me dejará una sensación bastante más agradable que el vespertino del día anterior. Muchos grupos de turistas llegan a Koprivshtitsa a media mañana, traídos desde Tryavna o Plovdiv, por lo que hasta las diez y media o las once prácticamente caminamos en soledad por sus calles. Es, desde luego, un paseo enormemente placentero y agradable, que al final consiguirá reconciliarme con esta hermosa población búlgara, reserva arquitectónica e histórica nacional desde 1971.

 

Tumbas tracias de Starosel - Hisarya (11 de agosto de 2018)

Como creo haber comentado ya, el trayecto que habíamos planificado para hoy debía llevarnos a la población de Belogradchik, situada a casi 300 km de Koprivshtitsa, en el noroeste del país. Pero debido al estado de las carreteras y al tiempo que es necesario invertir para completar un recorrido así, habíamos decidido sustituir nuestra estancia en esa localidad por una agradable tarde de relax en uno de los muchos balnearios que se levantan en Bulgaria. De camino, además, tendríamos ocasión de visitar otros restos arqueológicos tracios, en este caso los templos de Starosel, para compensar de alguna manera el desencanto sufrido con nuestro fracasado primer intento.

Aunque en esta zona se localizan un número considerable de túmulos funerarios, son solo dos los templos que se pueden visitar a día de hoy. El más interesante, sin la menor duda, es el Templo Chetinyova, cuya cámara circular es la mayor de las encontradas hasta la fecha y a la cual se accede por unas escaleras. Está decorado, además, con 10 semi-columnas y habitada por una nutrida colonia de murciélagos. A poca distancia se encuentra el montículo Horizont, el único templo tracio con columnata hallado hasta la fecha.

Mañana domingo tenemos que devolver el coche que hemos venido usando hasta ahora. Se termina, pues, el recorrido por Bulgaria para centrarnos únicamente en su capital, Sofía. Pero antes, es decir, esta tarde, hemos reservado habitación en un hotel-balneario de Hisarya, y nuestra intención es pasarnos toda la tarde refocilándonos en sus aguas termales.

El complejo donde nos alojamos dispone de dos piscinas, una descubierta y otra cubierta. La descubierta es de libre acceso (previo pago, obviamente), por lo que la afluencia de público es digamos que bastante considerable. Así que nos decantamos por la piscina cubierta, adonde por lo visto solo tienen acceso los clientes del hotel. Aunque las normas de acceso a esta piscina exigen el uso de gorro de baño, nadie lo lleva. De hecho, hay incluso usuarios que ni siquiera llevan ropa de baño: se meten en el agua vestidos con ropa de calle, y alguna chica incluso con su propio sujetador. Aunque se trata de una piscina termal, el comportamiento de la mayoría de los usuarios es el mismo que si estuvieran en una piscina pública: usan flotadores, saltan al agua desde el borde, chapotean como si estuvieran en una playa… Quizá no tengan demasiado claro qué significa un baño termal o cuál es la diferencia con una piscina de recreo. En cualquier caso, yo voy a lo mío: me he traído un libro para ocupar el tiempo relajadamente y disfrutar de la tarde, y entre capítulo y capítulo aprovecho para darme un chapuzón y beneficiarme de los anunciados efectos saludables de las aguas. No todo a va a ser visitar restos arqueológicos o monumentos históricos.

La localidad de Hisarya, en cualquier caso, también posee sus propios atractivos. Alberga una nada desdeñable cantidad de restos romanos y su parque central, donde se sitúan las fuentes de agua termal con la que algunos vecinos se afanan en rellenar enormes recipientes de plástico, es un lugar magnífico para pasear a la caída de la tarde. Hisarya está construida sobre los restos de la antigua ciudad romana de Diocletianopolis, y todavía son visibles las ruinas de algunos de los edificios que se levantaban en este antiguo emplazamiento, como los baños públicos y el anfiteatro. Se echan en falta carteles explicativos que sitúen al paseante ante el significado de los diferentes vestigios que va encontrando en el camino, aunque la mayor parte de los restos son visibles desde el exterior y no se hace necesario adquirir ninguna entrada para verlos. Valga una cosa por otra.

 

Sofía (12-13-14 de agosto de 2018)

Antes de nada, he de decir que Sofía me sorprendió muy gratamente. Los dos días que dedicamos a la ciudad en absoluto acabaron resultando excesivos. Sofía no es una ciudad demasiado grande y además su casco histórico abarca un espacio más bien reducido. Pero es una ciudad amable, cómoda y con bastantes atractivos. Nosotros pasamos aquí la tarde del domingo 12, el lunes 13 entero y la mañana del martes 14, lo que en realidad hace un total de dos días. Tiempo más que suficiente para disfrutar de la ciudad con despreocupación y sin agobios.

Empezaría diciendo, como me pareció advertir en Plovdiv y Varna, que Sofía presenta diferencias sustanciales con el resto de Bulgaria, sobre todo en lo que se refiere al modo de vida, a la vitalidad que transmite, a los bares y comercios que la pueblan (por ejemplo, en Sofía no es fácil encontrar una mehana para comer, algo así como una taberna donde se sirve comida tradicional) y a las maneras de sus gentes. También es una ciudad con una afluencia mayor de turistas que otras partes del país (exceptuando la costa del Mar Negro), lo que se hace evidente a los pocos minutos de llegar. El centro histórico de Sofía se mantiene en un excelente estado de conservación; todavía se mantienen buena parte de los edificios construidos en los últimos 150 años, los cuales conviven con las mastodónticas construcciones de estilo estalinista que se levantan en el enclave denominado El Largo, como la antigua Casa del Partido y la actual residencia presidencial, y que, dicho sea de paso, tampoco desentonan demasiado. No toda la arquitectura de la época comunista ha de ser necesariamente fea.

No voy a describir los distintos atractivos turísticos que ofrece la ciudad, para eso ya están las guías de viaje y las páginas de Internet, aunque sí diré que me llamó la atención el hecho de que la vieja mezquita de construcción otomana y la sinagoga judía se encuentren la una junto a la otra, apenas separadas por una avenida, compartiendo el mismo espacio simbólico. Supongo que, aunque ahora resulte cuando menos chocante, en el momento de su construcción era de lo más normal, pero tampoco olvidemos que el origen del conflicto religioso actual tiene lugar tras la IIª Guerra Mundial con la creación del Estado de Israel. Cada época tiene sus propios odios y sus propias filias.

Fuera del casco urbano de Sofía se encuentra uno de sus mayores tesoros artísticos de la capital: la iglesia de Boyana. Hay varias maneras de acceder hasta allí, aunque las más comunes son el transporte público o el taxi. Nosotros nos decantamos por el autobús urbano; junto a nosotros viaja un matrimonio ruso que se dedica a seguir el trayecto asistido por una aplicación instalada en su móvil. A nosotros nos ayuda una señora que, con exquisita amabilidad —y tal vez interpretando que no tenemos las cosas nada claras—, se esfuerza por explicarnos la parada en la que debemos bajar, para lo cual no duda en solicitar la colaboración de una muchacha para que esta le diga las palabras en inglés que ha de transmitirnos. Todo un gesto que agradecemos sinceramente.

El principal interés de esta iglesia reside en los extraordinarios frescos que decoran su interior, algunos de ellos realizados en el siglo XIII. El daño que la presencia humana causa a las pinturas exige que la visita sea realizada con extremo cuidado, en grupos que nunca deben superar las 10 personas a la vez. Normalmente, ello da lugar a largas colas que pueden retrasar perfectamente la visita hasta una hora o más. Pero la contemplación de esas magníficas pinturas, mucho más expresivas de lo que suelen ser los habituales iconos que decoran las iglesias ortodoxas, compensa sobradamente la espera. Nosotros, como he dicho, hacemos el recorrido de ida en autobús, pero a la vuelta una chica francesa y otra alemana nos ofrecen compartir un taxi, y sin pensarlo mucho aceptamos. Según nos van comentando durante el trayecto, ambas chicas —aunque en realidad tampoco son tan jóvenes— están alojadas en Sofía, desde donde realizan varias excursiones de un día a otros lugares en transporte público. Me consta, además, que este procedimiento es bastante común entre muchos de los turistas que llegan a Sofía; no son demasiados los que se animan a alquilar un vehículo y lanzarse por su propio pie a recorrer el país. Tampoco me parece mala alternativa si no se dispone de demasiados días. Tengo que decir también que, a pesar de nuestra inicial desconfianza, el taxista completa el recorrido sin alargar innecesariamente el trayecto y nos cobra exactamente lo que marca el contador, que dividido para cuatro es muy poco más de lo que cuesta el precio del billete sencillo de autobús. Señalo este hecho porque, a pesar de lo que habíamos leído en distintos foros y no pocos espacios virtuales acerca de los precios excesivos que se suelen cobrar a los turistas a su llegada al aeropuerto o los abusos de que son víctimas en algunos lugares, debo decir que en ningún momento a lo largo de todo el viaje, y muy especialmente en Sofía, tuvimos la sensación de estar siendo estafados en ninguna forma por nadie. De hecho, en casi todos los sitios donde pagamos en efectivo nos proporcionaron un recibo, y siempre ateniéndose al precio que figuraba previamente en la carta. Tampoco en las calles de Sofía sentí la menor sensación de peligro o de riesgo. Ni siquiera durante la visita al popular mercado de Zhenski Pazar (mercado de las mujeres), que es el lugar donde los locales con escaso poder adquisitivo suelen hacer sus compras y que, según cuentan, anda plagado de carteristas, tuvimos la menor sensación de ser observados o vigilados por nadie; todo lo contrario, hasta nos permitimos comer en uno de sus puestos de comida con toda la placidez del mundo. Como en cualquier otro lugar del planeta, uno se encuentra a menudo con gestos de amabilidad o de indiferencia, puede que hasta de simulado desprecio, pero lo que no percibí en ningún momento es la sensación de estar siendo engañado o timado. Tal vez el único caso que podría reseñar se dio en Veliko Tarnovo, donde preguntamos a varias personas cómo llegar a la fortaleza Tsarevets, dado que no venía demasiado bien detallado en nuestra guía. Uno de ellos, en lo que deberíamos haber considerado un exceso de amabilidad, nos acompañó a lo largo de un buen trecho hasta llevarnos justo a la puerta de entrada. Una vez allí, nos pidió que le obsequiásemos con algún euro «como regalo para su hijo». Obviamente, no nos tragamos la excusa, pero aun así preferimos no complicar las cosas y le dimos el par de monedas que nos pedía. Salvo ese caso, que a pesar de todo no deja de ser discutible, la honestidad de los búlgaros con respecto a nosotros fue total a lo largo del viaje.

Me resulta muy complicado —como siempre que tengo que relatar un viaje, sea el que sea: este género literario, en sí mismo, me parece el que más complicaciones presenta de todos los que podrían considerarse dentro de la narrativa— resumir de una manera fácil y sencilla lo que ha dado de sí este viaje. Como se ha apuntado en diversos foros, Bulgaria es un país que todavía conserva en ciertas partes un estilo de vida eminentemente campesino que se ha integrado de manera irregular en el ya avanzado siglo XXI. La herencia otomana se percibe claramente en algunos lugares, e incluso su tradición musical podría encuadrarse dentro de un estilo más bien oriental. Es el país con menor renta per cápita de la Unión Europea, lo cual resulta ya bastante significativo, aunque el dinero que va recibiendo de esta organización parece —en principio— bien destinado a dotarse de grandes infraestructuras viales, que buena falta les hace. (Más tarde, ya en España, me enteraré de la polémica construcción de una autopista que amenaza con acabar con el valle fluvial de Kresna, una de las reservas naturales más importantes de Bulgaria (http://foeeurope.org/save-Bulgaria-stunning-Kresna-gorge), lo que me hizo recordar las palabras de la chica búlgara a la que conocimos durante nuestro primer día de estancia aquí). En la zona del Ródope occidental todavía se pueden ver algunas mujeres vestidas en un estilo peculiar, con unos curiosos pantalones tipo bombacho, tal vez heredado de los tiempos de dominación otomana, y no son pocos los carros tirados por caballos que transitan las carreteras del país, ralentizando aún más la marcha del tráfico rodado. Imagino que la progresiva afluencia de turistas (Bulgaria es un país muy barato y sus enclaves playeros del Mar Negro atraerán a cada vez más turistas centroeuropeos aficionados al binomio sol y playa) significará también la llegada de divisas y una cierta prosperidad económica para sus gentes. Sea como sea, creo que merece la pena volar hasta aquí y dedicar unos cuántos días a recorrer el país, siendo conocedores, eso sí, de los condicionantes a los que hay que hacer frente y aprovechar que, a día de hoy, el turismo de masas aún no ha llegado a la mayor parte de Bulgaria y que, dentro de lo que cabe, el turista todavía puede encontrar ciertas formas de vida que se aproximan bastante a lo que podría ser la vida tradicional en un país del este de Europa. Más allá de eso, como digo siempre, cada viaje es único y las experiencias que se pueden obtener de él son difícilmente extrapolables. Así que mejor que cada cual lo descubra por sí mismo.

© 2018 Carlos Manzano

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