Reseña de Cicatrices, de Carlos Manzano
Las cicatrices son esas marcas de piel de las que nos avergonzamos porque profanan la belleza de nuestra piel y, aunque la herida que las ha generado ya no supura, nos avergonzamos de ellas e intentamos ocultarlas de miradas indiscretas. Pero este libro no se ocupa de ellas, porque esas cicatrices ya están cerradas, y lo que le interesa a Carlos Manzano son otro tipo de cicatrices; las que se apelmazan entre los pliegues de nuestras acciones, las que suben sigilosamente a través de nuestros actos y nos desenmascaran, o sea, las cicatrices parasitarias, capaces de chuparnos emociones o sentimientos. Esas son las que mueven los hilos subterráneos de nuestra autoestima hasta taponarla, hasta provocar que nos desfoguemos.
Los personajes de estas historias se han cargado sus cicatrices a la espalda y se pasean por la vida con esa joroba incómoda que aletarga sus movimientos, como si el lado oscuro de la fuerza les impeliese a caminar de costado, achicando su vida hasta atraerlos al gran espejo que todo lo ve y desnuda sus obsesiones más íntimas. No todas las cicatrices encierran la autoestima de la misma manera, incluso algunas cicatrices –como la que acompaña al protagonista de La chica que follaba con todos– es un recuerdo dulce que permanece limpio. También existen las que inmortalizan un instante, como el aterrizaje de una mosca en el suelo, tras un manotazo certero; tras ese movimiento, nos cercioramos de que el universo es agujero negro donde la realidad hace zigzag, hasta el ser más insignificante se mueve, tiene su sentido, perece. También una conversación puede volverse una comedia bufonesca si la persona con la que estamos hablando es incapaz de mantenernos el pulso, incluso el juego erótico más inocente es capaz de pinchar esa burbuja de buenaventura que nos habíamos construido.
Sin duda las historias que más conmueven al lector son aquellas donde el personaje es zarandeado, las que sueltan lo pretérito y lo adhieren lastimosamente al presente hasta que se contorsiona la dignidad. El polvo del camino provoca claustrofobia y la permanencia inalterada nos conduce a la inanidad, nos roba tiempo y se zampa los sueños. Es lo que le sucede a María, la protagonista del primer relato (El desierto), que siente que es preferible lo desconocido a la postración perpetua y el aletargamiento. A través de las impresiones de los protagonistas conocemos cómo respiran, quién entra y sale, quién ha usurpado su intimidad. La historia que más me ha impactado es la del niño que asiste a las relaciones que mantiene su padre con una prostituta, que resulta ser la hija de uno de sus compañeros de trabajo. Los lazos afectivos se desbocan y nos metemos en sus pensamientos y fantasías, en sus sensaciones físicas e insospechadas. La conciencia es subjetiva, privada y ahí accedemos para cerciorarnos de que nadie podrá usurparnos lo que sabemos. Hasta la trasgresión puede ser bella e inalcanzable.
Los motivos temáticos se hilvanan gracias a un lenguaje que logra el punto de intersección necesaria para desnudar a los personajes y desenmascarar sus actos. Las relaciones personales entre padres e hijos, la falta de autoestima, el afán de mirar al otro sin que este sospeche que hemos hecho un agujero en su intimidad, la falta de diálogo o las relaciones sexuales se afilan de manera que las informaciones se infieren lentamente. Cada historia pasada por el cuello de una escritura pensada al milímetro: uso acertado de los adjetivos, cartas, confesiones; todo ajustado a su propósito. Personajes lanzados al límite de la existencia, cuyas transiciones son polisémicas. Es justo ahí, en esa transición o cicatriz, donde el autor despliega toda su belleza.
Aghata