{HOME} {SOCIOLOGÍA} {FOTOGRAFÍA} {VIAJES} {CITAS}

SOUL INDIA (2)

por Fernando López


ESTELA DE ARENA Y RAJPUTAS

Habíamos madrugado. Nos esperaba un largo trayecto de cinco horas, cinco horas de reloj de arena, cinco horas indias. Nos alejábamos del desierto. En el coche, con un aire acondicionado puesto a máxima potencia que congelaba —quitarlo era peor—, intentaba recordar las experiencias que había vivido los últimos días. Era muy afortunado. Estaba consiguiendo realizar uno de esos viajes que al regresar se añoraban, un viaje que marcaba, un viaje ideado con el alma. En los días que llevaba, ya me había perdido y encontrado a mí mismo varias veces: despistado que es uno. Uno creé que todo lo tiene controlado, que sabe cómo es. Ocultamos nuestras debilidades, inventamos nuestras fortalezas, nos mostramos seguros, «a mi no me afecta nada», soy un tipo duro. Actuamos según el público, somos gregarios para no ser rechazados, y nos avergonzamos de ser lo que somos: muy español, muy humano. Y, cuando te alejas de todo eso, cuando eliminas ruidos y ves la vida con una perspectiva de desierto, te das cuenta de que las cosas que te preocupan, muchas veces no merecen la pena porque están manejando tus pensamientos como el viento maneja la arena del desierto. En esos momentos debes ser tormenta, un huracán de arena que apenas deje una estela; por aquello de que siempre algo queda.

Aunque en ocasiones pensaba que me hubiese gustado compartir el viaje con alguien, creo que India es un país para descubrirlo solo o con personas que sepan sacar partido a la vida, que no les importen ni las incomodidades ni los horarios ni los contratiempos y, sobre todo, no estén buscando referencias inexistentes tal y como decía el Sr. Singh: personas capaces de ser tormenta.

Abandonaba un desierto de mil rostros, de miradas reflexivas, de niños corriendo hasta el último pozo, de mujeres de colores moviendo el viento, de rebaños de cabras y ovejas concentradas. Me alejaba de días de camellos, de rutas de la seda, de cargamentos de especias y noches nacidas del lamento de una flauta y ritmos de una tabla. Algún día volverían las caravanas, algún día Scherezade y, ese día, yo estaría allí. Todo esto cavilaba cuando arribamos a Jodhpur tras dejar mi propia estela de arena.

Jodhpur es una de esas ciudades del Rajastán que pueden pasar desapercibidas si uno se ciñe a los circuitos más turísticos. No es tan mítica como Jaisalmer ni tan romántica como Udaipur ni tan monumental como Jaipur; pero sin lugar a dudas merece una parada y fonda.

Una de las características de las ciudades del Rajastán es la existencia de fuertes en las ciudades más importantes: fuertes que servían, en muchos casos, para protegerse de las continuas invasiones, enemistades y rivalidades provocadas por las rutas de las caravanas. Bastiones que mostraban el poder de unos reyes rajputas que vivían de los impuestos que cobraban a los mercaderes por pasar sus territorios. En el caso de Jodhpur, el fuerte Meherangarh que corona la ciudad ofrece unas vistas espectaculares del barrio azul y otras áreas de Jodhpur; un mirador que se precipita a un abismo de casas bajas donde poder observar detalles de la vida de los maharajás, de estos reyes rajputas que se creía, eran descendientes directos de los dioses.

Actualmente los maharajás han perdido parte de su poder, pero siguen de alguna manera gobernando las ciudades. La sociedad rajastaní es una sociedad extremadamente cerrada, anclada en machistas costumbres y tradiciones, en la que cualquier idea sobre las igualdades es evitada y rechazada: otra paradoja más de una India que se muestra amable y comprensiva con las ideas ajenas, pero hermética con las propias.

Con la creación del actual Estado Indio, el poder de los maharajás, aunque siguen siendo los dueños de las tierras, ha quedado disminuido. Aún así, continúan siendo respetados, temidos y venerados por los habitantes de las ciudades. Antes eran reyes en su tierra. Hoy, además, son empresarios o viven de las rentas, pero en cualquier caso siguen teniendo una influencia política y social enorme. Desde luego, ya no se repiten las escenas que en cualquier palacio puedes ver sobre tapices y pinturas en miniatura, en las cuales se los ve cazando o en escenas de la vida cotidiana mostrando toda su omnipotencia.

Las vistas del fuerte desde Jaswant Thanda, un pequeño templo de mármol construido a la memoria del rey Jaswant —un rey bueno por lo visto— dejaban en la retina una sensación de temor y respeto, de vasallaje hacia el maharajá. El atardecer en el templo ofrecía un necesario respiro al ajetreo de los mercados y calles: si uno no quiere volverse loco en la India, precisa de lugares donde poder sentarse tranquilamente y disfrutar de unos momentos de calma.

Decidido a relajarme, me senté en una posición parecida a la del Loto —lo único que tengo flexible es el cerebro y no siempre—, y estuve meditando un buen tiempo sobre un mármol que se templaba con el día, dejando volar la imaginación mientras, con los ojos cerrados e interiorizando el fuerte escuchaba, lejano, el bullicio de la Ciudad azul.
 

MIND GAMES

El fuerte Meherangarh, un fuerte que ignora la fuerza de la gravedad, es de los más ricos de Rajastán y solamente por las vistas y la conservación del mismo hay que pasarse unas horas en él.

A mí, las parrafadas que te sueltan en los sitios históricos me dejan generalmente frío. No por desinterés, sino porque se me hace difícil procesar fechas, acontecimientos y nombres que acaban en el olvido: me hago un lío. Las guías de viaje o los guías muchas veces quitan todo el encanto de los monumentos al obligarte a memorizar la retahíla de algunos hechos que carecen de interés. ¿A alguien le importa si fue un trece de marzo del año mil y pico el día que la marahajaní rodó escaleras abajo, se lastimó un pie y se hizo una brecha cuya sangre se puede apreciar en esa columna...? Además, la historia está adornada con mucha fantasía por lo que me centro en aspectos prácticos, sucesos que realmente te ayuden a comprender las cosas. La historia no es un Trivial ni un antiguo examen de profesor limitado ni un barrer para casa todo el rato. De ahí, mi frialdad y desinterés hacia esa tratamiento frívolo de la historia que no aporta más que cifras y «batallas».

Todo esto viene a cuento, de que cuando ya mis neuronas estaban para pocas, con tanta cifra, tanto nombre difícil de pronunciar y menos de recordar, le pegaba una vuelta de tuerca a mi cerebro y me ponía a jugar con la mente.

Esto, que parece una idiotez, y en realidad lo es, es entretenidísimo y yo invito a cualquiera a practicarlo: el método es sencillo; las instrucciones las creas tú, siempre ganas y además es totalmente gratis. ¿Hay quien dé más? Es el juego de la imaginación histórica, un juego que admite infinitas combinaciones, cualquier estado de ánimo: el único y verdadero juego de rol.

Imaginaba, por ejemplo, como sería la vida en la época de mayor esplendor del fuerte Meherangarh y jugaba con la mente dibujando personajes, representando su vida y la mía y, por supuesto, poniendo música al asunto. Fantaseaba viviendo dentro del fuerte, y no solo siendo el maharajá, sino también un sirviente, un soldado, un músico... Sentía el frío, el dolor, cualquier sensación. Esta es la ventaja de quienes intentamos ver el mundo desde cualquier ángulo, con lo cual siempre podemos disfrutar más de una vez las cosas. Y lo de ser dos personajes a la vez, nivel avanzado, ¡eso ya es la bomba!

Ojalá mi mente albergase un ordenador que pudiese procesar todo lo que veo para archivarlo adecuadamente y guardar las partidas de la vida. No sé si a otros les pasará lo mismo que a mí: ante las cosas bellas y hermosas que voy viendo —que son muchas—, nunca tengo el tiempo suficiente para saborearlas. Podría pasarme horas mirando un cuadro, una escultura, admirando un palacio o disfrutando del panorama que ofrece una ciudad desde una ventana, pero la urgencia del tiempo muchas veces lo impide, teniendo que conformarme con una vista general que oculta los detalles, los sacrificios y los sueños de quien realizó la obra. Y hay tantas cosas para ver.

Los indios, por ejemplo, no entendían que me quedase clavado, boquiabierto, mirando una casa o viendo cómo holgazaneaba ó curraba —sí, currar, que allí también se curra— la gente, o que no me centrase en lo más importante según su criterios. Me regocijaba con cada cosa que veía y la hacía mía. Disfrutaba por igual de una obra de arte o de un monumento que de la técnica comercial de una persona que mercadeaba verduras, o de un búfalo comiendo. No sólo me pasa cuando viajo, me pasa en cualquier sitio. Para mí, es como si todo tuviera su propia vida. Una calle vacía al amanecer, para mí, tiene vida. No es solamente una calle, y cada edificio, cada rincón, la luz... son vida.

Alguien puede pensar que estoy loco por esto que estoy escribiendo. Lo admito, es verdad, y no seré yo quien, en inútiles explicaciones, trate de justificarlo. Es así y punto; ó punto pelota —que parece más taxativo—: para mí, los paisajes, el entorno... tienen su significado; puedo pensar las cosas en varias dimensiones. Al igual que en el fuerte, me imaginaba viviendo en la India como ellos, jugando a inventarme, a crearme. ¿Qué haría durante el día?, ¿cuál sería mi trabajo?, ¿quiénes mis amigos?, ¿ cómo llegaría a fin de mes? Y aunque sabía que era absurdo, irreal, una fantasía de la mente y que no me acostumbraría a ello, me veía sentado en un banco o dentro de una tienda hablando con otros hombres y contando historias imposibles que nunca sucederían.

La mejor forma de saber si un sitio te gusta o no, es meditar en esto que estoy contando, y si uno es capaz de imaginarlo la respuesta sobra: la mejor manera de disfrutar un viaje es estar un poco loco.
 

EL BAZAR DE JODHPUR

A medida que pasaban los días, mi necesidad de integrarme en la vida de la India y poder compartir las inquietudes, las preocupaciones, las conversaciones con la población aumentaba: en ocasiones el coche, los monumentos, los hoteles te aíslan. Quizá eres tú el que sin darte cuenta te alejas o construyes unos muros, unas barreras que nunca quisiste poner.

En un momento de lucidez, le dije a Dinesh que parase, que yo me bajaba en ésta, no en la próxima, que me esperase en la torre del reloj en tres horas, quizá en tres diez, que pasase una buena tarde. No le di tiempo a reaccionar. Se quedó con la boca abierta: esta vez era él, el que no entendía nada. Yo ya era como India, un hombre de contradicciones al que no había que buscarle explicaciones. Cuando fue a decirme algo, ya estaba desapareciendo en una ciudad pintada de azul.

Quería bifurcarme, desdoblarme en cada calle, ser sombra atrapada por el alma de un país que me estaba envenenando; quería llamar a la puerta de cada casa y escuchar Namasté. Anduve kilómetros de laberintos. La gente, sentada de forma dejada, caprichosa, intercambiaban palabras de tono apagado, y los niños jugaban a saludar casi de militar.

Los bazares asomaban a escasa distancia, y como burro de zanahoria, mis pasos seguían una única dirección. Me perdí por ellos, introduciéndome en el bazar de las especias, donde por primera vez durante mi estancia en India pude aspirar los aromas que desprendían las especias expuestas en desgastados costales. Quise hundir mis manos en los ordenados sacos de las coloridas especias, ansiando en ese instante apresar la tierra manchándome de algo puro. El bazar, organizado por gremios y actividades, era un continuo ir y venir de gentes cuya voz se fundía con el bullicio de la música que provenía de pequeños tenderetes donde se vendían «casettes» pálidas del sol y la intemperie: pasé del bazar de los textiles, en el que centenares de telas enrolladas en enormes cilindros se sostenían en la pared a la espera de ser cortadas por las manos de unos sastres, que tumbados, charlaban a la espera de clientes, al multicolor de frutas y verduras donde la piña, el plátano y el mango eran olor de zumo recién exprimido. Los vendedores de trigo aventaban el cereal bajo deshilachadas carpas de esparto que eran pabellones con sabor a pan y polvo; al punto que los latoneros golpeaban el brillante metal que en horas se convertiría en enormes cajas. Las zapaterías, de tres modelos, se anunciaban en carteles traducidos, cerca de los asépticos joyeros que, en humildes vitrinas de cristal, exponían sortijas de oro color huevo frito, pendientes y brazaletes de plata mate engarzados con piedras semipreciosas. Las joyerías, estaban vacías de gente y llenas de miradas. Todo lo contrario que los puestos de pulseras que, por miles, se apilaban en estanterías y que eran probadas y comentadas por mujeres que regateaban el precio, con vendedores de bigote turco que procuraban mantenerse firmes en los precios: ver cómo compraban y vendían era tan atractivo como husmear en el mismo bazar. No regateaban árabe; eran regateos de silencios, regateos reflexivos, regateos de única compra.

Para descansar de los bazares, me senté junto a dos policías: uno de tráfico, el otro local, que interrogaban a Dinesh sobre mí. Dialogamos unos minutos, y a pesar de que no sabían prácticamente nada de España —ni puñetera falta que les hacía—, se los veía ilusionados porque alguien venido de tan lejos visitase su ciudad.

— ¿Cómo es la policía allí? —me preguntaban—. ¿Es como aquí?

— Más o menos —respondía—, más o menos.

— ¿Cuánto ganan los policías en España?, ¿viven bien?

— No sé, no puedo responder —decía yo, viendo cómo se quedaban con una cara de «este tío es tonto», «mira que no saber eso».

La policía es un tema delicado para hablarlo con ellos, e ignoraba cómo funcionaba la de allí. No sabía de qué porra cojeaban. Explicarles lo de la Guardia Civil me hubiese llevado su tiempo, así que cambié el tercio y me despedí.

Según me dijo Dinesh en el coche, la policía de los pueblos y ciudades pequeñas es buena. No tenía la misma opinión de la de las ciudades grandes.

Hice unas fotos, y prometí enviarles una copia: promesa que cumpliré si consigo entender la dirección que el de tráfico escribió con letra de médico sobre mi pequeño bloc de notas. No querían que me fuese, querían seguir hablando conmigo, pero el día había sido largo, de ropa sucia y sudor seco. Necesitaba un tiempo para escribir y hacer planes —que la mitad de las veces no cumplía—, para los días siguientes: India era un mundo de conversaciones breves.

Cuando llegué al hotel seguía oliendo a bazar. El hotel en el que me alojaba tenía unos cuidados jardines plagados de frondosos árboles en los que anidaban juerguistas aves que cantaban saltando de copa en copa, como si fuesen de bares, y las ardillas jugueteaban y corrían por un nivelado césped en el que había una pequeña fuente cuyo chorro se precipitaba desde el surtidor a la base, creando una melodía de ecos acuáticos. Las habitaciones eran cabañas con un porche: la mía, tenía unos banquitos, una mesa y un columpio que se me hacía un poco cursi; un columpio de niña de tirabuzones y vestido blanco. Me duché, me cambié, pedí un té y, al atardecer, me dispuse a redactar parte de las experiencias vividas. Con la anochecida, telefoneé a mi madre, que seguía alucinada por lo bien que se me oía. No podía creer que estuviese tan lejos y que mi voz sonase tan cercana: ella no sabe que yo siempre estoy cerca aunque me encuentre lejos.

El que alucinó fui yo, un mes después, cuando me llegó la factura del móvil.
 

DELICADEZA JAIN ESCULPIDA EN MÁRMOL

Las ráfagas de arena quedaban atrás. El amarillo del horizonte, cada pocos kilómetros, mudaba a ocre y verde. Después de haber superado una semana de calor intenso, en la que la media de litros de agua trasegados superaban ampliamente los cinco diarios, ascendíamos hasta Mount Abu, al sureste de Rajastán y fronterizo con el estado de Guajarat, donde las temperaturas se suavizaban, aunque persistía el calor del infierno indio.

Mount Abu es el asentamiento más alto de Rajastán, y la subida de treinta kilómetros por una carretera de curvas que acababan en el abismo ahogaba a un coche que demandaba oxígeno. Renunciamos al aire acondicionado y subimos de ciclista: esforzados y llenos de sudor.

Por lo visto, Mount Abu era un localidad donde los maharajás se retiraban a descansar y aprovechar las brisas de las montañas. Actualmente, es un centro turístico al que acude la clase media de Delhi y de Rajastán huyendo del calor. Asimismo, según me contaba Dinesh, una zona donde acuden los recién casados en su luna de miel.

Mount Abu fue la etapa más apacible y relajada de cuantas visitaría, a excepción de Mandawa que es muy pequeño y sólo estuve una noche y unas horas.

La idea de venir hasta Mount Abu no fue por ver parejas de recién casados ni enterarme de cómo se divertía la clase media india. Mi curiosidad no alcanzaba a tanto. El principal motivo había sido admirar los templos jainistas de Dilwara.

Cuando planifiqué el viaje, pensé que era un capricho que me haría perder tres días de mi apretado programa de viaje: otra cruzada de cables. Pero viajar es también cambiar, dejar de pertenecer por unos días a esa Europa de manual que inevitablemente llevamos dentro y volver a ser como nos parieron, no como nos hicieron. Una vez que has visto los templos, juzgas que el instinto a veces es el mejor consejero.

Los jainies, cuya religión impide dañar cualquier jiva —alma—, se caracterizan por su pacifismo, llegando a barrer el suelo que pisan con delicadeza, con el fin de no dañar el alma de ningún ser vivo. Para ellos, el agua, el aire, el fuego, las plantas, son seres vivos que deben ser respetados. La naturaleza es alma y cada alma es pura. Se someten a una férrea disciplina en la que para alcanzar la liberación del ánima siguen la vía del ascetismo, la meditación, el rechazo a las pasiones, a los apegos... No creen en las castas y los negocios deben hacerse de forma justa y honrada; tendríamos que tomar nota de esto último. Algunos de ellos van desnudos como símbolo de pureza, y en las comunidades se admiten monjas que pueden verse en los templos orando o haciendo puja ante sus deidades. Este ascetismo contrasta con los templos: si bien desde el exterior no muestran ningún signo de riqueza, una vez que traspasas el umbral, te encuentras en un interior profusamente decorado con esculturas de mármol que tardaron más de catorce años en esculpirse por una legión de albañiles.

Son templos con aire de monasterio en los que pedirías asilo espiritual. Son realmente espectaculares: cinco templos elaborados con mármol, hechos con la devoción de quien considera que el trabajo es creación. Templos en los que cada friso, cada columna, son esculturas intrincadas en la piedra, talladas con una perfección tal, que los dioses, los bailarines, los animales, las escenas religiosas, parecen tener vida. Imágenes que explican más que las palabras; imágenes que aunque pasases años contemplándolas serías incapaz de asimilar. Tus ojos no están preparados para tanta belleza: Dios nos hizo imperfectos.

En el mundo, hay monumentos a los que se les da una importancia exagerada cuando los de Dilwara deberían figurar entre los más hermosos del mundo. Al ser templos jainistas no se puede entrar con nada de piel ni las mujeres en época de menstruación ni, en éstos, con la cámara de fotos.

Es curioso, en India se pueden clasificar los templos de dos maneras a efectos de saber si el culto tiene la máxima importancia o aprovechan el templo para hacer negocio, como ya ocurre en casi toda Europa. Es fácil: si a los extranjeros no les dejan pasar ni les piden dinero para entrar, se puede decir que los aspectos religiosos priman sobre cualquier otro.

En Dilwara sólo piden respeto y, a pesar del turismo, son religiosos: hermosos.
 

DIA DE PLAYA

A ultima hora de la tarde, en el crepúsculo, cuando el día anaranjeaba, Mount Abu se disfrazaba de población de playa, de día de agosto de verano, de crema solar, ropa nueva y maquillaje. Hordas de familias se paseaban en los alrededores del lago Nakki. Las calles que desembocaban en el lago eran tenderetes de estío y puestos de verbena, donde las músicas atronaban en cualquier rincón. La vía principal, un improvisado bazar que ofrecía mercancías de días de vacaciones, de esas que adquieres sin tener en cuenta las recomendaciones del ministro de economía de turno; de esas que endeudan hasta las cejas: mercancías caprichosas. Las mujeres se detenían en las joyerías con premeditación, alevosía y casi nocturnidad, persuadiendo a unos maridos que intentaban escaquearse de soltar unas rupias que, con seguridad, desestabilizaría la economía familiar. No lo tenían nada fácil: los niños, aliados con sus madres, demandaban un helado de color chillón, un plastificado juguete, tirando con insistencia del bolsillo del paterno pantalón. Al final, una mano mostrando una sortija y una lengua lamiendo un helado. ¡Qué se le iba a hacer! Él se desquitaría durante la cena.

Los adolescentes se reunían en torno a la orilla del lago, envidiando a esa pareja de novios, de enamorados que se posaban en mitad del lago embarcados en un hortera patín de cisne, emulando a los actores de películas «Made in Bollywood».

También se veían otras parejas que andaban hacia ninguna parte: eran parejas de recursos limitados que carecían de dinero para comprar. Lo habían gastado todo en el viaje, en el hotel y se conformaban con pasear por la orilla. En su fuero interno reinaba el sinsabor de quien se sabe fuera de lugar: él, apenado por no poder ofrecer nada mejor a su mujer. Ella, por ver la desazón en el alma rasgada de su marido. Los dos, porque en ese momento hubiesen deseado ser otras personas.

Los olores de las fritangas se mezclaban con el de las pastelerías, los restaurantes voceaban los menús: la competencia obligaba a los camareros a aventurase en las calles para convencer a un risueño gentío de que la mejor comida se servía en su local. Los vendedores ambulantes agitaban con insistencia sus mercancías, ante los ojos seguros y duros de un padre de familia que más que rechazar, las despreciaba.

La ropa se podía encontrar en el mercado tibetano. Con expresiones cansinas, de llevar toda la existencia encajados en pequeños cubiles, los tibetanos despachaban ropa falsa occidental. Todo a precio fijo, como sus caras que no concedían una oportunidad a la mueca, a la sonrisa: eran hielo.

En mi décima vuelta por Mount Abu —era un pueblo de circuito—, presencié la única bronca seria entre indios. Sucedió en un vulgar restaurante que servía thalis vegetarianos a discreción por veinte rupias, bebida aparte. Ese día había decidido arriesgarme, exponerme a una diarrea, castigarme un poco, solidarizarme con aquellas parejas de presupuesto escaso y futuro repleto de ilusiones: durante la cena, imaginaría violines, pondría las velas, vestiría las mesas y serviría los lassis en vasos de plata.

Esto que imaginaba hacer, se fue al traste cuando un hombre de mediana edad, casado con esposa y suegra, se enzarzó en una discusión tan absurda como las reverencias que me hizo el camarero al entrar en el cochambroso restaurante. Por lo que pude entender, el jaleo se había iniciado por el punto de cocción de unos chapatis y, a pesar del cambio y las disculpas del dueño —que se preocupaba más por lo que yo pudiera estar pensando que del gilipuertas fanfarrón en cuestión—, el sujeto insistía en no sé qué gaitas, llegando a arrojar infantilmente la bandeja del thali contra el suelo. Provocó tal estruendo que el restaurante entero enmudeció. Un hasta aquí hemos llegado, un tú de qué vas, paga y vete, cuatro gritos y doce brazos para ayudar, hicieron reconsiderar su actitud al cliente pendenciero. Aún así, continuaba despotricando, buscando apoyo en una suegra que le reprendía con la mirada —«anda deja de hacer el canelo Lalit»— y una mujer abochornada, de esas que ruegan comprensión por la estupidez de su marido.

Cuando afiné el violín, las parejas habían huido. Y es que hay gente que no se relaja ni estando de vacaciones.
 

SUBIDA HACIA EL CIELO

En la visita del templo de Adhar Devi, Dinesh decidió guiarme. Era la primera vez que lo hacía. Creo que su propósito, aparte de rezar, era instruirme en aspectos prácticos de su religión. Tras ascender más de doscientos metros por unas empinadas escaleras cuyos peldaños se hacían interminables —momento en el que, asfixiado y con piernas rezagadas, te acordabas de lo de dejar de fumar—, coronamos el templo. Lo primero que hicimos fue cumplir con el ritual de la unción. El tilak esta vez era amarillo, en lugar del más usual rojo. En las puertas del santuario se despachaban comida, flores y cocos enteros que posteriormente serían tajados por los sacerdotes del templo y ofrecidos a los visitantes.

El templo de Adhar Devi está esculpido en la roca y se accede, agachado, pasando por debajo de otra. El templo más bien asemejaba una cripta. Era interesante ver como los devotos oraban: en realidad no sabía si rezaban o se trataba sólo de peticiones a su Dios —en la India hay miles de dioses como en España hay miles de santos— y para distinguirlos, hay que ser muy practicante o un experto en religión; no era mi caso.

Realmente no sé si rezaban, pero lo trascendental era la actitud: normalmente sentados, tampoco demasiado concentrados en lo que hacían, como si hubiesen ido allí a tomar café. Acto seguido dejaban un donativo y tomaban pedazos de comida sagrada que masticaban departiendo unos instantes con el sacerdote. Una vez finalizado el ritual, atizaban un golpe seco a una bronceada campana, y abandonaban el templo. Yo acostumbraba a sentarme en el suelo y allí me quedaba observando y absorbiendo todo. A veces hasta rezaba, pero no sé el qué ni de qué religión. Es posible que sólo fuesen deseos.

Luego de ocho kilómetros de ascensión por una carretera en la que las posibilidades de despeñarse se multiplicaban en cada curva, nos llegamos a Achalgar, un santuario hindú. Traspasado el umbral de un templo flanqueado por elefantes azules, donde una niña de ojos infelices se cortaba la mano al hacer collares de flores, los feligreses se arremolinaban en torno a una figura dorada de Shiva que era protegida por el toro Nandi, el toro que siempre permanecía a su lado. Le contaban sus problemas, sus inquietudes, le hablaban a Shiva como quien habla a un amigo íntimo; cosas muy personales. Reanudaban su peregrinación adentrándose en los templos; tocaban la base de la entrada como si se persignasen, como si se humillasen. En el interior de uno, en un pequeño cubículo repleto de flores naranjas y aromáticos humos, el maestro espiritual procuraba consejos a los feligreses. En otro, remontando más de dos kilómetros de cuesta, y donde sorprendentemente no había más de tres personas, se jadeaba al arribar, un ambiente de paz y relajación envuelto de luz. Sólo me hacían compañía uno o dos gorriones que revoloteaban dentro del templo y se posaban en el «Lingam», el símbolo fálico que representa a Shiva, que se encuentra en los lugares de culto hinduistas sobre la base del «Yoni», símbolo de los genitales femeninos en el altar.

Cuando abandoné el templo, repuse fuerzas tras calzarme. Charlé con dos hombres que por primera vez en mi viaje no estaban interesados ni en mi vida ni en mi trabajo ni en nada en particular. Sentados en un banco de piedra, un chorro de agua acompañaba una conversación acerca del santuario, de los templos, en medio de una naturaleza que se hacía sentir con el cántico de los pájaros, el zumbido lejano de insectos de verano y una leve brisa que susurraban los árboles cercanos. Sus sosegadas explicaciones, lejos de cualquier apasionamiento, me ayudaron a comprender que la fe no es una cuestión de confianza sino un estado del alma.

Había estado cerca del Cielo.
 

RAJA YOGA

El hombre está sufriendo por la guerra, por la corrupción, por el crimen, por los conflictos interiores, por los desastres naturales. El hombre ha intentado solucionar los problemas económicos, científicos, políticos, religiosos, pero no ha sido capaz de alcanzar una paz y prosperidad duradera. La razón de ello es que el hombre no tiene pureza mental, correctos valores, rectas actitudes y carece de cualidades. El dios Shiva está renovando moralmente el mundo a través de las enseñanzas del Raja yoga, cuyo conocimiento proporcionará la pureza, la paz y la prosperidad.

Con esta extensa parrafada, recitada lentamente, palabra a palabra, me recibían en el centro espiritual de la secta Brahma Kumaris, en las inmediaciones del lago Nakki. Dinesh se había empeñado en que fuésemos, no sé con qué propósito, y yo con una mañana saturada de templos y montañas no me encontraba en la mejor disposición para escuchar los sermones de unos individuos que aseguraban poseer la solución a los problemas del mundo en general, y a los míos en particular. No me arrepentí en absoluto. Eran tipos que no imponían ideas, sólo las explicaban como para niños, en grandes vitrinas con muñecos de «Mariquita Pérez», muñecos pálidos de cara acartonada y coloretes. Circulando por el complejo, averigüé que el yoga, del cual desconocía muchos aspectos, no sólo consistía en complicadas posturas que llevaban a la relajación sino también a perfeccionar nuestro alma, dotándonos de la energía y virtud necesaria que posibilite alcanzar la paz interior y la felicidad. En murales de dibujos de posguerra, de «florido pensil», se enumeraban los beneficios que el yoga producía en aquellos que lo practicaban. A saber: el yoga ayuda a eliminar las adicciones y los malos hábitos, instaura la virtud y expulsa los pensamientos negativos; transforma para bien la personalidad de uno, sin realizar terapia alguna; ayuda a controlar la mente y, en último extremo, permite establecer un vínculo con Dios para alcanzar la completa felicidad.

Intrigado por la lectura de los paneles explicativos, me enfilé hasta el que yo creí el encargado y le rogué que me ampliase la información.

— ¿Qué hace falta para practicar yoga?

Meditó la respuesta antes de responder:

— Acabas de dar el primer paso. Lo primero es ser consciente de que se quiere alcanzar un estado de serenidad, de claridad. Todo en el mundo está cambiando permanentemente. Un día el pájaro que alegra la mañana con sus trinos deja de cantar; un día las flores que deleitan nuestra vista, marchitan; un día nuestros cuerpos dejan de ser jóvenes y apetecibles para convertirse en reos de un tiempo que los desdeña y los relega a la muerte. El hombre es esclavo de los sentimientos y de las cosas materiales, y olvida que nada permanece. Se ha hecho dependiente de sus emociones, de sus posesiones, hundiéndose en la depresión y sufriendo desequilibrios mentales que lo enferman .

— La mente es difícil de controlar —comentaba yo.

— No, no es difícil —continuaba—. El estado de la mente está formado por los pensamientos que albergamos en ella. Los problemas aparecen cuando no somos capaces de discernir, cuando nos ofuscamos con pensamientos negativos. Un ejemplo: un hombre está leyendo un libro en una habitación. De repente, entra un viejo amigo que porta una pistola en la mano. Instintivamente el hombre arroja el libro y corre a resguardarse detrás de un sillón. Si es un amigo... ¿Por qué se oculta tras el sillón?, ¿qué provocó su temor?... ¿La pistola?... No: fue su mente, fueron sus pensamientos negativos. La pistola por si sola no es peligrosa. Se trata pues, de intentar eliminar esas inclinaciones negativas, esas voces interiores que nos fustigan. Practicando el Raja yoga se logra un alma consciente, un alma en comunión con Dios, un halo de paz, de amor, de conocimiento.

— ¿Cómo se práctica? —me interesé.

— Tienes que ser capaz de abstraerte de todo y pensar en Dios. No importa cual sea tu religión. Todas las religiones aspiran a lo mismo, pero el enfoque es diferente. Hay que concentrarse y desear conseguirlo. No es fácil, y al principio puede ser frustrante, pero se puede conseguir. Millones de personas abandonan porque creen que los efectos son inmediatos y nunca llegan a coger la idea de que el yoga también es renuncia. El segundo estado es el de la meditación y la concentración en el cual y teniendo a Dios en nuestra mente, vamos abandonando las inclinaciones impuras, desintoxicando de disturbios emocionales nuestro alma para llegar a un éxtasis que la transforma en amor, y que nos trae la realización personal, donde reside la paz.

— ¿Es necesario adoptar una postura determinada?

— Hay muchas teorías sobre ello, pero cualquier postura es buena, solo tiene que ser cómoda y permitir la iniciación y la abstracción. De todas maneras, en la tienda encontrarás las respuestas a tus preguntas. Debo irme, pero si realmente quieres practicar yoga debes disponer de tiempo. No hagas ningún curso de corta duración. Sería igual que pretender tocar el piano con unas pocas lecciones.

Animado por su pausada disertación, compré unos cuantos libros, que espero algún día poder leer con tranquilidad: sonaba bien.
 

KILÓMETROS DE CONFUSIÓN

Antes de partir de Mont Abu, había tenido una pequeña discusión con Dinesh sobre cuál era el mejor itinerario para llegar a Ranakpur, un lugar donde se pueden admirar el templo jainista de Adinath y otros templos menores —más que nada porque son más pequeños— que pueden estar a la altura de los de Dilwara. La discusión era sobre la carretera: él quería llegar cuanto antes a Udaipur. Razonaba que el camino más corto era el más rápido, y yo le decía que la mejor ruta era la más segura; la más rápida. Finalmente, circulamos por donde él consideró; total, a mí qué más me daba. Nos extraviamos por una maraña de pistas que nos hizo multiplicar los kilómetros y el tiempo, y yo, lógicamente, me quedé encantado.

En esos momentos de carretera y paisajes, de aldeas y ojos de curiosidad, me hubiese dado lo mismo acabar en Bombay. Me recreaba en las llanuras del Rajastán. Las cabras eran pastoreadas por turbantes de colores que, a menudo, acorralaban nuestro Ambasador en los cruces de los caminos. En esas circunstancias Dinesh se «despistaba», desviándose de los preceptos de su religión, sacando el conductor cabreado que muchos llevan dentro, y despotricaba contra las cabras, los pastores y la madre que los parió. Nuestro flamante Ambasador tornaba el color de blanco a crema y quedaba sucio. Dinesh gesticulaba y lanzaba improperios, con una ligereza impropia de quien no se distinguía por su rudeza verbal.

El asunto es que llegamos a Ranakpur con dos horas de retraso sobre el horario previsto, pero durante ese tiempo en el que la carretera nos «engañaba», tuve la ocasión de errar por las solitarias aldeas del «oeste americano-indio» y de observar cómo a Dinesh se le pasaba el enfado cuando devoraba unos buñuelos de cebolla y pimiento que le habían servido en un mugriento cucurucho de letras impresas en sánscrito, en un dhaba perdido del mundo, mientras yo pastoreaba con la imaginación los rebaños de cabras.

Ranakpur asomaba encerrado en montañas. La temperatura de la zona era más baja, más húmeda, más del norte. El verde lo forraba todo. No se avistaban animales; pero se oían. No se veían apenas personas, se presentían, y en algún momento me dio la sensación que el alma de África había viajado hasta la India.

Concienzudamente esculpidos, los templos de Ranakpur son otra de las maravillas de la arquitectura jainista de la India. Divagar descalzo sobre el mármol mientras te deleitas en cada detalle, te hace arrinconar el tiempo y el cerebro: los rayos de luz, que penetran por los huecos, son torrentes que abrillantan el mármol tallado transmitiendo vida.

Siempre admiré a la gente capaz de inventar y crear sólo con su cabeza y manos, pero en este caso, cuando miles de personas consiguen, cincelando el mármol, una total armonía entre las proporciones y el estilo, solamente puedes descubrirte, decir «olé» o «chapeau».

Arrancamos tras beber agua. En lugar de tomar la carretera principal, Dinesh ascendió por las peligrosas curvas de las escarpadas laderas de la montaña. Nunca retornaba por el mismo sitio, como recordando que no se debe mirar al pasado, como sugiriendo que lo esencial es avanzar, conocer lo desconocido, sin importar cuan tortuoso sea el camino.

Antes de llegar a Udaipur, nos detuvimos a beber dos chais reflexivos, dos ardientes infusiones que eran silencios de días contradictorios. Udaipur nos esperaba abajo.
 

EL JUGADOR DE AJEDREZ

Hay días que se nos hacen más largos. No es una cuestión de horas ni de tener ocupada la cabeza en algo que los acorte. Son días en los que el tiempo parece no tener prisa por pasar y decide apurar cada segundo. No hemos aprendido que es el tiempo el que dispone de nosotros y no al revés: el tiempo nunca sobra ni falta aunque así lo creamos y lo afirmemos. Compramos relojes para controlarlo cuando él, libre y eterno, maneja las manecillas de nuestras vidas.

En la India hay muchos días largos. Es un país en el que el tiempo no pasa volando sino planeando. En esos días, yo le hacía un guiño cómplice y me convertía en su mejor aliado. Procuraba aceptar su invitación y caminaba, caminaba, caminaba... Buscaba un café o un lugar donde detenerme a observar la vida; pero no había. Existían pequeñas tiendas donde se vendía un poco de todo y mucho de nada, y que serían el equivalente a nuestros antiguos ultramarinos de olor a bacalao desecado, jabón de lavar y lejía; los dhabas nunca aparecían cuando los buscabas.

De vez en cuando, me acomodaba en una piedra, en una escalera vacía, en la entrada de una casa, y permanecía allí sentado, contemplando a los lugareños, contando los segundos en los que alguno de ellos se dirigiera a mí. En una de estas paradas, me quedé mirando cómo un grupo de hombres jugaba al ajedrez. Cuando notaron mi presencia, fui inmediatamente invitado a jugar. Yo, que no soy muy dado a molestar ni a interrumpir cuando alguien está jugando, decliné la invitación; pero me moría de ganas por jugar. Debieron leerme, porque el más anciano dio por finalizada su partida recogiendo del tablero las pocas piezas que quedaban y, en un gesto de esos que solo se ven a la gente que tiene autoridad y que infunden respeto o miedo, su rival se levantó y me cedió el sitio, mientras un corrillo de gente, que cada vez se hacia más grande, me abría paso hasta el tablero.

El ajedrez, un ajedrez de cuadros grandes, de miles de partidas, de estrategias infinitas, conservaba el sabor de las cosas que se convierten en reliquia. Colocamos las desgastadas piezas sobre un tablero, que no acompañaba, él negras, yo blancas, de una forma pausada, milimétrica, y empezamos, ante un expectante público, la lección más grande que he recibido en mi vida jugando al ajedrez. En un exceso de soberbia, de confianza mal entendida, quise ganar pronto, intuitivo, nada analítico y poco reflexivo: la intuición es para momentos de todo o nada, de rojo o negro, de par o impar; no para un juego en el que se requiere paciencia, análisis, estrategia y control sobre las emociones. Perdí.

Olvidé los principios básicos de gestión empresarial que durante años aprendí en las diferentes empresas en las que había trabajado: sólo utilicé la intuición. Y él, que el único master que había hecho era el de los años, cuando me vio hacer tres movimientos supo que iba a ganar. ¿Cuántas partidas habría jugado en su vida?, ¿cuántas noches imaginando un ataque, una defensa...?, ¿cómo salvar a la Reina?

En realidad, había aplicado muchos rasgos de la personalidad india. A saber: hospitalidad al ofrecerme blancas; paciencia para esperar; control sobre mente y cuerpo; fe en sus posibilidades y humildad al no regocijarse ni en su victoria ni en mi derrota.

No fueron más de quince o veinte minutos lo que duró la partida de ajedrez y, la verdad, me dolió no haberla alargado porque ese día recibí una lección de señorío, de gestión, de humanidad que nunca podré olvidar. En mi retina quedará para siempre la imagen de una calurosa tarde de verano en la que dos personas sentadas en un banco de piedra y ajenos al devenir de la ciudad, dos personas alejadas social y culturalmente, disfrutaban y compartían un interés común: el ajedrez; la vida.

Y ésta, es la buena globalización; la necesaria.

El tiempo, satisfecho con el día, se estaba poniendo en el lago Pichola.
 

ARLEQUÍN

Había amanecido con bruma, una bruma templada que emergía del desaguado lago Pichola y que, horas más tarde, sería humo de montaña. Desde el ventanal de la habitación que negocié en la haveli Jagat Niwas, perdía la mirada en el lago, en los ghats, en el hotel Lake Palace. Me gustaba, antes de tomar un café en la azotea, regodearme con un paisaje al que sólo le faltaba más agua: la lluvia, el monzón, habían pasado de largo los últimos tres años y los lagos eran agua y estepa verde donde los búfalos pastaban de sabana africana. Era uno de esos días al que le sobra temperatura y le falta un jersey en el que contraerse mientras te llenas de montaña o de mar: un día de Comillas, de Santillana; un día de Cantabria.

Llevaba casi quince días en India y ya casi todo me era familiar: los enormes candados con los que se cerraban las puertas de las habitaciones; unos candados tan grandes como una mano que se podían encontrar en cualquier bazar; los pequeños reptiles, lagartijas indias, que limpiaban tu habitación de insectos; los camareros-espías que vigilaban la propina que iba a dejar; el café granulado, asqueroso, pero necesario, y la dejadez: el desaseo general y abandono de un subcontinente que aguantaba hasta la próxima reencarnación. Pero como India era contradicción —a veces nosotros también—, la visita del imponente Palacio Real de Udaipur me vapuleó en las ideas que subjetivamente concebía, confirmando lo que el señor Singh me apuntó en el aeropuerto de Delhi.

— India es un país contradictorio para aquel que no ha nacido aquí.

La Ciudad Palacio se erguía a la orilla del lago Pichola. Construida en piedra pajiza alberga once palacios edificados por los monarcas de la dinastía Mewar, la más antigua de Rajastán, que nunca se doblegó ante los invasores mongoles. Alguno de ellos convertidos en museos, otros en hoteles, se caracterizan por la riqueza de su interior: Udaipur es uno de los centros más importantes de pintura en miniatura de la India y en el Palacio Real se pueden saborear por centenares, en numerosas dependencias que divulgan la historia de la región.

Son pinturas que narran las biografías de los maharajás, biografías sobre paisajes, paisajes con figuras, figuras desiguales, desiguales escenarios, escenarios de pasión, pasión y tigres, tigres escorzados, escorzados en costados de elefantes, elefantes engalanados, engalanados de batallas, batallas ensalzadas, ensalzadas por artistas, artistas que fueron cronistas, cronistas que fueron pintores, pintores que fueron ojos, ojos que escribieron estampas, estampas en miniatura, miniaturas de la historia...

Zarandeado por las aclaratorias escenas que me devolvieron momentáneamente la objetividad, me introduje en una sala en la que las vidrieras y espejos venidos de Bélgica vestían los rayos de sol de sicodelia de los sesenta e iluminaban un fingido teatro en el que yo encarnaba a un arlequín de mil colores: un criado, un bromista, un individuo anónimo, un comodín, un personaje que volvía el mundo del revés haciendo malabares con los deseos y la realidad, representando una farsa en la que cuestionaba, en histriónicas risotadas, el ser o no ser; una pantomima de la vida en la que todos actuamos movidos por las dudas y por las hostilidades de un mundo que cada día complicamos más; un monólogo sobre el miedo, un poema sobre el yo, un recito sobre el deseo, una lectura interior...

Una nube ocultó el sol. El escenario y mi disfraz se desvanecieron. Sonaron los imaginados aplausos: había acabado la función.

Salí del palacio. La máscara de arlequín se quedó junto a los vidriados pavos reales del Mor Chowk.
 

UNA HISTORIA DE SHILPGRAM, UNA VERGÜENZA DEL MUNDO

A mí se me hace difícil entender determinadas actitudes de los hombres: no por el hecho de comprenderlas sino por lo absurdo de las mismas. En Shilpgram, un centro de artes tradicionales, el coordinador, un maestro jubilado, me estuvo explicando algunos aspectos de la vida del Rajastán rural: cómo construían las viviendas utilizando para su edificación los más variados materiales; cómo levantaban los muros que cierran las viviendas pensando en la música que produce el viento; la organización familiar de la casa, en la que pueden convivir varias generaciones; las diferentes estancias, aisladas unas de otras..., pero lo más sorprendente, lo más indignante del relato, era el funcionamiento de la relación hombre–mujer; por ejemplo: el hombre es el único que duerme sobre una cama, durmiendo la mujer y los niños en el suelo a una distancia prudente. La mujer sólo tiene derecho a acostarse sobre el lecho en los momentos de lujuria. Después, al suelo.

Ignoro si todo empezó con la historia de Adán y Eva, si empezó con el resentimiento de un marido abandonado o el despecho a un juez enamorado que dictó una sentencia de odio que durante siglos nunca se pudo apelar. El hecho es que en Rajastán, en India, en el Mundo, la mujer quedó relegada a una vida de esclavitud, de aparato reproductor; un juguete de entretenimiento, un alivio para la calentura del cuerpo, un trofeo no ganado... Todavía hay cazurros que piensan que son cargas que solucionan problemas domésticos. El paso de los siglos ha suavizado la situación, pero aún queda mucho camino por recorrer.

En India, no se ven muchas mujeres por la calle en comparación con el número de hombres. Esto obedece a sus costumbres, no muy diferentes de las de algún europeo prehistórico por las cuales la mujer debe permanecer en casa y tener obediencia ciega al marido o a ocultarse detrás de un velo confeccionado con la tela de la vergüenza. Aunque oficialmente el Sati —inmolación de la mujer tras la muerte del marido— está prohibido, muchas siguen muriendo en las piras funerarias de sus esposos o son arrojadas al infierno del desprecio, a las esquinas de la humillación. No tienen derecho ni a la indiferencia, que les permitiría ser ignoradas; pero no señaladas ni obligadas a ser despojo de una sociedad cruel disfrazada de buen rollo y espiritualidad.

Todas estas cosas me parecen tan lamentables, tan absurdas que no entiendo como las mujeres se siguen casando con hombres que actúan así, aunque en la India no se casan, las casan.

Y esto ocurre por desgracia en casi todo el planeta: que los hombres y mujeres somos distintos es obvio; tanto en el plano físico como en el emocional; que reaccionamos de forma diferente según las circunstancias y los estímulos, también; que tanto unos como otros no acabamos de entender la igualdad de sexos, lo demuestra el hecho de que ni los hombres ni las mujeres estamos preparados para ello: el hombre por simpleza de quien ve cómo pierde el poder de algo que nunca le correspondió. La mujer «liberada» en la sociedad occidental, porque dependiendo del dónde y del cuándo elige la baraja con la cual quiere jugar.

La igualdad no consiste en compartir las tareas de la casa ni las responsabilidades familiares ni tan siquiera en igualar los grados de libertad, sean éstos en uno u otro sentido. La igualdad consiste en eso y mucho más: en el mutuo respeto entre personas, sean estos hombres o mujeres. Y mientras esto no ocurra seguirán existiendo las desigualdades, las reivindicaciones, los problemas y los asesinatos cometidos por gente con neuronas descerebradas.

El maestro, que sabía que ya había sido derrotado por la vida y que recordaba con ojos vidriosos, ojos rojos de fondo amarillo, tiempos mejores en los que había estado hasta en Estados Unidos, en Vermont, durante seis meses dando clases, me explicó el significado que algunos animales tenían para ellos: el elefante representaba la felicidad; el camello, la ley, la justicia, la fidelidad; el caballo, la riqueza. Había más animales, pero ya me perdí. Intentaba comprender por qué los animales eran portadores de valores, estados de ánimo y símbolos de la suerte. ¿Las mujeres?, ¿qué eran las mujeres para ellos? No entendía nada.

Esto era India, todo tenía su significado y cada significado podía ofrecer diferentes interpretaciones.

Uno, que no está acostumbrado a las complicaciones, piensa que para aprender o comprender esto harían falta cursos enteros.

Soy una cabeza dura y hay cosas que no me entran por mucho que me las expliquen.
 

TÍTERES

Llamaron a mi habitación. Tres toc-toc y un «¿se puede señor?», interrumpieron mi ducha de agua fría. Ciego de jabón, enrollado en una toalla colocada de griego, de romano en las termas de Caracalla, me deslicé como patinador hasta la puerta, dejando tras de mi un reguero de agua y espuma que sugerían hubiese sido babosa en mi anterior reencarnación. Una avergonzada voz se escuchó cuando entreabrí la puerta:

— «Mister no sé qué» desea hablar con usted. En el hall del hotel, a las nueve. Al lado de la recepción.

Sin tiempo a reaccionar solté dos «okey». No sabía quien era «Mister no sé qué», no había escuchado bien el nombre. ¿Quién sería? Especulaba sobre la identidad del desconocido personaje. ¿Sería el jefe de Dinesh?, ¿el jugador de ajedrez?, ¿el anciano de Shilpgram?, ¿el Armani de Udaipur, que había intentado venderme trajes de seda por doscientos dólares, y al cual ayudé a escribir una carta en español para un cliente que tenía en Barcelona...? La policía no podía ser, y el alcalde de la ciudad tampoco: demasiado honor. Dispuesto a salir de dudas me reduché, me vestí y aparecí puntual en el hall donde se encontraba «Mister no sé qué», que resultó ser Mister Sachin, el dueño del hotel: alguien le había soplado que había trabajado en el sector turístico y quería intercambiar impresiones sobre el mismo conmigo. Compartimos un té profesional, de trabajo, en el que Mister Sachin comentaba que el turismo en Udaipur en general y el español en particular había caído en los últimos años. Lo achacaba al «11-S», a la guerra de Irak, al Sars, que si bien eran razones suficientes para desviar los flujos turísticos a otros países, él ignoraba que un destino turístico se conforma no sólo con monumentos e infraestructuras hoteleras, sino también con una oferta complementaria adecuada y, sobre todo, con una correcta comercialización: lo que no ocurría con el destino India. A pesar de tener el hotel al diez por ciento —es decir, dos franceses y yo—, era optimista y estaba renovando algunas zonas del hotel. De vez en cuando, se ausentaba para dar órdenes a unos albañiles y pintores que yo hubiera jurado eran los camareros que me servían el café por la mañana en la azotea del hotel.

Era mi tercer día en Udaipur y, prácticamente, me orientaba sin ninguna dificultad por la ciudad. Recorría las calles como un udaipurense más, sorteaba los auto rickshaws en el último momento y me acodaba parlanchín en las pequeñas tiendas donde repostaba de agua mi cuerpo y mi garganta. Me acerqué a Bharatiya Lok Kala, el museo folclórico de Udaipur. Allí, en una pequeña sala, asistí a una representación de títeres: el espectáculo, sin complicados argumentos, como deben ser las historias de títeres, consistía en la representación de una fiesta en el palacio del maharajá en la que títeres de madera con vestidos enjoyados de purpurina, bailaban y cantaban con movimientos casi humanos, al tiempo que el maharajá y sus súbditos comentaban con escandalizados gestos las ocurrencias y libidinosas posturas de los títeres–bailarines: un alborotador niño no paró de reír y gritar durante la función y esto, en un país como India, era un lujo. Me divertí mucho.

Siempre me gustaron los títeres. Recuerdo que en casa teníamos un guiñol en el que mis hermanas representaban historias y los pequeños dejábamos nuestra paga de los domingos. Eran funciones de cinco de la tarde, funciones que se hacían con mimo, con cariño: se dibujaban entradas; unos días antes del espectáculo se anunciaba, e incluso se vendían «chuches» contadas. En ellas, lo importante no era la representación, lo realmente importante era el compartir esas tardes de imaginación infantil donde los muñecos siempre eran los mismos; pero las historias diferentes. Años más tarde, supe que las inocentes representaciones infantiles que me entretenían en casa, en el colegio o en las calles escondían, a través de la voz y los gestos de los muñecos, los siete pecados capitales del ser humano: la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia, la pereza. En realidad, las manos que los movían, como si de un espejo se tratará, duplicaban nuestra imagen. Eran reflejos del alma.

Ese día, en la vieja sala del museo quise volver a ser niño, regresar a la infancia, y me olvidé de buscar un sentido a la representación.
 

AGUA Y COLOR EN UN SUEÑO DE MUJER

Dicen que Udaipur es una de las ciudades más románticas de la India. No obstante, se podrían diferenciar dos áreas: por un lado, la parte de los bazares, el ayuntamiento y la ciudad nueva y, por otro, la zona del lago Pichola y Fatakhar Sagar. Esta última es la que justifica quedarse varios días en Udaipur, y también su merecida fama. Las vistas del lago Pichola con el hotel Lake Palace al fondo son extraordinarias; y eso que hacía tres años que no llovía y el lago estaba semivacío por la sequía. Cuando el lago, los lagos, estén llenos el panorama debe ser grandioso.

A pesar de los vendedores que cada poco tiempo te invitaban a conocer sus pinturas —en Udaipur parece que todo el mundo es artista y pintor de miniaturas—, conseguí descansar. Desde la ventana de mi habitación, en una restaurada haveli, me bebía el paisaje disfrutando de las panorámicas que ofrecía el lago y, sobre todo, de los grupos de mujeres que bajaban a los ghats a bañarse o hacer la colada... El calor me obligaba a recluirme en los hoteles unas horas. Durante ese tiempo, aprovechaba para escribir, lavar ropa o dormir una siesta. En Udaipur no fue posible.

Desde mi habitación las vistas del lago me hipnotizaban: pasaba las horas viendo cómo bajaba el sol a beber el agua del lago hasta que desaparecía entre las montañas, cuando ya estaba saciado de día. Hubo una imagen, sobre todas ellas que me retuvo, permaneciendo inmóvil detrás de los cristales: la de las mujeres en el lago. En grupos de cinco o seis se bañaban o lavaban la ropa. Las que lavaban la ropa, golpeaban una y otra vez la ropa sumergiéndola cada poco tiempo en las pardo azules aguas, mientras comadreaban de una forma relajada. Los niños en la orilla del lago jugaban a la nada; pero lo imaginaban todo. El ritual del baño fue uno de los más sensuales que pude ver. Con sus vestidos de colores mojados, el pelo negro y unas sonrisas de dientes blancos que se reflejaban en las aguas, las mujeres se refrescaban de una forma acompasada, lenta, mágica, acariciando el agua... De vez en cuando se salpicaban y volvían a ahogarse en un agua que las buscaba. Me enamoré de esa pintura.

Allí pasaban las horas formando un arco iris de libertad en movimiento que chocaba con las aguas. Yo sólo las veía a ellas: eran mujeres de documental, de una sola pantalla, de solo mirar. Al anochecer, volverían a ser las mismas mujeres que quedan apartadas o sometidas por hombres que en la India siguen siendo extremadamente machistas; pero en esa tarde de colada y juegos, de luz pincelada, humedecían sus sueños: sueños de mujer vestidos de agua.
 

FIESTA, LUJO Y UN SUIZO

Como final de mi estancia en Udaipur y parte de mi cambiante programa, había reservado una noche para cenar en el mítico hotel Lake Palace. Salí de la haveli intentando esquivar una paloma que había hecho del pequeño túnel de entrada su hogar, y que cada vez que lo atravesaba, batía las alas pegándome unos sustos de muerte. Remontando la calle que me conducía hasta el templo de Jagdish, me extrañó ver los comercios, que en días anteriores estaban abiertos, con el cierre echado; continué doblando esquinas repletas de hoteles y restaurantes que anunciaban «Octopussy» —la película de James Bond que fue rodada en Udaipur y otras ciudades de la India— y cuya proyección era reclamo para turistas. Llegando al templo de Jagdish, percibí que algo estaba pasando: el templo de Jadgish, iluminado de árbol de navidad, rebosaba de gente que aguardaba la llegada de algo parecido a una procesión. Las escaleras del templo estaban atiborradas de mujeres que lucían saris de todos los pantones imaginables. Esa noche, todas las mujeres de Udaipur debían estar en la calle. Los llamativos saris —el de diario siempre era más triste— se alineaban en bulliciosas calles a la espera del paso de una carroza sagrada que medía más de veinticinco pies trabajada en plata, y en cuyo interior reposaba la azulada figura de Vishnu. Un verdadero acontecimiento en una ciudad controlada por una policía y ejercito que, serios, arrimaban a la gente a las aceras de una ciudad que se había vestido de fiesta. Los niños galopaban en avalancha por la calle y se adelantaban con alegres alaridos a la procesión para avisar al gentío de la llegada de Vishnu —El manifestado en la tierra nueve veces— y su comitiva, convirtiéndose en improvisados pregoneros que anunciaban la llegada del dios de cuatro brazos. Estaban contentos, muy excitados, de sudor sucio en las mejillas y olor caliente. A lo largo de la calle había unos tableros con vasos colmados de un líquido rosa que debía ser lassi de fresa y que era refrescante avituallamiento para los niños. Tras su paso, sólo quedaban berretes y vasos de plástico. A modo de cordón de seguridad, la policía había pintado en los bordes de la calzada una línea rosa que era más decorativa que otra cosa: la línea era constantemente rebasada por la muchedumbre que parecía que, de un momento a otro, iba a entrar en trance. El aire era tensión y, por momentos, creí que el mundo iba a explotar como fuego artificial cuando la procesión se acercaba al lugar que había elegido para observar su paso. El desfile, procesión, paseo del Dios o como lo llamen allí, iba precedido de un hombre que portaba un estandarte, seguido de un elefante pintado; después carretas tiradas por camellos o remolcadas por tractores y cientos de mujeres con una especie de vasija, similar a las que se utilizaban para las ofrendas en el templo. Había varias orquestas de música, lo que significaba que la procesión era importante: he de aclarar que la orquesta consistía en un pequeño camión con altavoces que emitía música por unos megáfonos, y no más de ocho músicos que tocaban la misma música: al menos eso es lo que creían ellos, porque no había visto orquesta más desafinada en la vida. Lo más divertido era ver el generador eléctrico que llevaban detrás del camión para iluminarlos. Como si fuese un paso de procesión más, tirado por dos hombres de la orquesta, el deteriorado generador desprendía a partes iguales humo y carraspeos. Una imagen cómica, tierna y de risa: Otra India. Las niñas bailaban como peonzas. Eran círculos de saris que aún no habían perdido la inocencia. Con el paso de los últimos carros abandoné mi privilegiada posición de primera fila: había elegido una curva donde podía ver, desde diferentes ángulos, el paso de la procesión.

Me fui a cenar al Lake Palace. Una inspección ocular y una llamada fueron suficientes para salvar las reticencias del empleado de un hotel que se jactaba de ambiente elegante y exigencia de corbata. Por supuesto, no la llevaba. Un polo y un vaquero, no nuevo ni demasiado descolorido fueron suficientes para franquear la puerta del lujo que en India siempre es decadente: seguramente en temporada alta hubiese sido rechazado sin contemplaciones. Para llegar allí, me recogieron en una lancha y fui atravesando el lago Pichola mientras el Palacio Real y otros edificios parecía que iban a caer sobre el lago en cualquier momento.

En la mesa más cercana a los músicos, terminando de cenar y siguiendo unos dedos que jugaban con el traste de un sitar, estaba Marc, un suizo al que había conocido cenando en el restaurante del hotel Sayat Niwas la noche anterior. Al finalizar su cena, y en un descanso de los músicos, me pidió permiso para sentarse a la mesa y charlar un rato conmigo. Estuvimos conversando un buen rato; en inglés primero y luego en francés al ver que en esta lengua tanto él como yo hablábamos con más fluidez. Marc era una persona a la que el mundo Internet lo había dejado en el paro como a mí: aunque en realidad pienso que quienes nos dejaron en el paro fueron esos analistas y adivinos económicos que, previo pago de importantes sumas, juegan con negras bolas de cristal a desdecirse cuando se equivocan en las previsiones, sin importarles un comino cuántas familias, cuántos cadáveres dejan en el camino. Analistas de salón que no bajan a la arena para que nunca les salpiquen los problemas que, en ocasiones, ellos mismos crean; pero el mundo funciona así: raro...

Después de Udaipur, Marc se dirigía a Bangalore. Allí, se encontraría con antiguos compañeros con los que había estado cruzando correos electrónicos durante los dos últimos años: India es el segundo exportador de software a nivel mundial, y algunos de los mejores programadores se encuentran allí. Había aprovechado ese parón laboral para conocer a aquellos con los que había estado «tirando código» y analizando los requisitos de un nuevo software de Internet que acelerase la descarga de archivos multimedia y, de paso, conocer las Cuevas Ajanta y Ellora en el vecino estado de Maharashtra. En Suiza era solo trabajar.

Nos despedimos de compromiso. Sabíamos que no nos volveríamos a ver. Era un buen tío, buen conversador, muy inteligente; aunque bastante suizo, bastante reloj. De regreso a la haveli, caminaba por unas calles apagadas y vacías, donde dos horas antes, miles de personas adoraban a Visnhu. Las únicas almas vivientes éramos las vacas, los cerdos, los perros y yo.
 

TEMPLO DE NATHWARA

Me había preguntado Dinesh día atrás si no me importaba que su mujer y su hija pequeña nos acompañasen desde Udaipur a Ajmer, donde ellas tomarían el autobús hasta Jaipur. Le dije que sí, y allí estaban los tres, esperándome en la puerta de la haveli para arrancar. La mujer, muy bajita, muy tímida, sin mirarme nunca directamente a los ojos ni acercarse demasiado a mí. La niña, más curiosa, me miraba con la cabeza inclinada y las pupilas hacia arriba: ¿Por qué los niños miran así...? De vez en cuando se dirigía a su padre para comentarle cualquiera de mis movimientos. Dinesh, que generalmente no hablaba cuando conducía, ese día habló mucho más, pero pienso que fue porque quería demostrar a su mujer que él hablaba inglés. Y la realidad es que no tenía ni pajolera idea. Yo no sé mucho, para ir tirando, pero es que lo que él hablaba, lo hablaba mal y con acento hindi: muchas veces no me enteraba de nada y tenía que preguntarle varias veces, cosa que no me ocurrió con otros indios que hablaban inglés. Es más, algunos decían que yo lo hablaba bien: ¡Qué cachondos!; y, además, ¡pelotas!

India no es un cajón de sorpresas: es la sorpresa constante. Visitando el templo de Nathwara, un templo dedicado a Krishna, tuve otra de esas experiencias que algunos calificarían de místicas, pero que yo las clasifico del tipo ¿dónde me he metido?

Según la leyenda, y la India es historia escrita en la leyenda, una imagen de Krishna estaba siendo trasladada desde Mathura a Udaipur y el carro que la transportaba quedó hundido en el fango. Esto fue interpretado como una señal y entonces construyeron el templo de Nathwara. Así de sencillo. ¿Para qué adornarlo?

Al final, todas las religiones tienen sus milagros y hechos transcendentes.

Para visitar el templo contraté a un fulano que, por supuesto, no sabía inglés y se tenía que apoyar en Dinesh para la traducción. En ocasiones, no sé por qué, entendía lo que quería decir y no sé hindi. Milagros de la comunicación.

A la entrada del templo, y tras dejar los zapatos, me rodearon nuevos mendigos —mendigos de siempre—, gente hecha polvo que se llevaba la mano a la boca en señal de petición de dinero: deformes, humildes, expresivos, sinceros, los mendigos de la India viven la vida a ras de suelo, como si su condición de casta baja no les permitiese levantarse más que para suplicar unas pocas monedas.

A mí con los mendigos, con los niños, con la gente que pide, se me puede dilatar o contraer el corazón en cuestión de segundos. Dependiendo del instante puedo ser desproporcionado llenando las manos de monedas o negarme en rotundo a dar una mísera rupia: llega un momento que no puedes repartir limosna a todo el que la pide. Me gustaría en esos momentos tener sacos en lugar de bolsillos, sacos llenos de monedas que no se vaciasen nunca; pero lo que no puede ser, no puede ser.

Cuando me estaba descalzando sentado en el suelo, me acordaba del templo de las ratas, y la limpieza de éste no era muy diferente, por lo que al quitarme los calcetines me dije: ¡De perdidos al río otra vez! Al principio me sentía incómodo caminando descalzo por el templo, pero a medida que andaba sobre el negro gris pavimento, me sentía mucho mejor. Una sensación rara, de libertad, de energía. Visité todas las dependencias, incluso las oficinas del templo donde se administraban las donaciones que se hacían con dinero, con alimentos, aceite, leche...

Y hablando de leche, reconozco que soy una de las personas más torpes del mundo y que puedo crear situaciones absurdas o divertidas según se mire. A mi gran capacidad para tropezarme con cualquier obstáculo, asunto que a los que lo ven les suele producir una profunda hilaridad, y que personalmente no me hace mucha gracia; pero que tan poco doy demasiada importancia —toda vez que puedo hacer feliz por unos momentos a la gente— se une ya la torpeza en estado puro, que en el templo de Nathwara estuvo a punto de crear un conflicto de religiones o, cuanto menos, un total desprecio por parte de los numerosos hindúes que vieron la escena. Mientras visitaba el templo, y antes de esperar cerca de una hora para la ceremonia final de la adoración a Krishna a la que asistiría —no me la podía perder, repetía Dinesh—, se me acercó un hombre con una especie de vasija o cántaro similar al que llevan los Shadus para solicitar su óbolo. Me habló en hindi como si yo fuese un experto en la lengua local. Ante la insistencia de lo que yo entendí como una petición formal y en toda regla de una donación para el templo, accedí a echarle unas monedas en la vasija, que en lugar de contener monedas, contenía ¡leche! Ver la cara del tío y después la mía debió ser todo un poema: él miraba consecutivamente al interior de la vasija y a mí, con movimientos de cine cómico —de Harold Lloyd y Buster Keaton—, con una expresión parpadeante en su rostro que no creía lo que acababa de ocurrir; era imposible que hubiese sucedido. Yo, por mi parte, mantenía una cara de ojos agrandados, cándidos, que suplicaba perdón por la metedura de pata, aunque confieso que a punto estuve de partirme de risa cuando vi como intentaba sacar las monedas pescándolas una a una, mientras un improvisado ayudante sujetaba la vasija. Afortunadamente no se lo tomó muy mal: los indios son muy pacíficos. Conseguí saber que lo que estaba pidiendo era dinero para llenar la vasija de leche y ofrecerla al templo. Aclarado el malentendido, y después de rellenar el recipiente, fuimos juntos agarrando conjuntamente la vasija al lugar donde en enormes cántaros —cántaros de los de lechero antiguo— se vertía la leche de las ofrendas para su posterior reparto. Para rematar la faena, nos hicimos una reverencia de despedida que acabó en choque de cabezas, mutua disculpa y contradicción. Un poco confundido por lo que había ocurrido, y antes de poder asimilar lo que había pasado, Dinesh me llevó al lugar donde se hacía la puja, ofrenda o saludo a los dioses: en muchos templos visten, enseñan, pasean y acuestan a los dioses. Algo parecido a lo que hacían en España las mujeres solteronas, y cuya tradición se está perdiendo, excepto en algún pueblo o donde existen imágenes muy veneradas; solo que en los templos hindúes, son los sacerdotes del templo. El caso es que, de repente, nos vimos absorbidos por una multitud enfervorizada que nos adentraba en el templo sin posibilidad de huida, sin posibilidad de marcha atrás: éramos un inmenso puzzle formado por músculos y huesos que resbalaban por el sudor de unos cuerpos cada vez más histéricos. Sentí miedo: las avalanchas nunca me han gustado, y menos cuando uno es el único que mantiene la cordura y ve, impotente, como puede morir aplastado en un momento de exaltación de la fe. Afortunadamente, esta muestra de devoción no duró más de dos minutos y consistió, básicamente, en gritar y decirle cosas a Krishna. Vamos, como lo de ¡Macarena guapa!, pero en versión masculina e India.

Mientras Dinesh y su familia comían, me entretuve en ver cómo cocinaban en el restaurante —por llamarlo de alguna manera— donde almorzaron.

La cocina India se caracteriza por la rapidez en la preparación: primero fríen la cebolla, y luego, poco a poco, van añadiendo especias y otras verduras, dejando para el final el tomate y mezclándolo todo en menos de tres minutos. Mientras esto ocurre, en un horno Tandori, similar a una gran tinaja recubierta por todos lados, se van preparando los chapatis y algunas patatas. Los no vegetarianos hacen allí el famoso pollo Tandori: cocina india versión «fast food».

Antes de continuar nuestro camino di permiso a Dinesh para que fuese a comprar con su mujer. Yo necesitaba tiempo para digerir el Templo de Nathwara.
 

DEUDAS QUE NUNCA SE PAGARÁN

Todavía nos quedaban tres horas para llegar a Ajmer. La carretera se hacía pesada por el tráfico y la dureza de unas curvas que obligaban a reducir la velocidad. De vez en cuando quitábamos el aire acondicionado: la hija de Dinesh no se encontraba muy bien. Estaba inquieta, tosía. En ocasiones acercaba la cabecita al respaldo de su padre y comentaba algo. Por lo que pude oler y colegir, tenía una urgente necesidad de ir a un aseo. Nos desviamos un kilómetro de la carretera hasta llegar a un desastrado dhaba. A pesar de la tardía hora, un grupo de camioneros almorzaba verduras deslucidas y arrugadas por el fuego en unas pequeñas bandejas metálicas y las moscas abrevaban en los restos de las mesas que aún no habían sido ni recogidas ni limpiadas. Cogida de la mano de Dinesh y seguida a una prudente distancia por su madre, la niña se perdió en el interior del mugriento restaurante. Encargué té. Un chico se acercó a la pringosa mesa restregando un trapo que conservaba restos de comidas pasadas y que dejaba un olor repugnante, de vómito. Le hice limpiar otra vez.

Viendo la imagen de Dinesh y su familia me acordé de un poema de Johnny Welch, un ventrílocuo mexicano que en una de sus estrofas decía así: «He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño por primera vez el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre» ¡Qué gran verdad! Y qué injustos somos los hijos con los padres. Pensaba en lo difícil que es la educación de los hijos; en los complejos mecanismos que conforman el carácter de los seres humanos desde que nacen hasta que mueren; en lo crueles que todos hemos sido alguna vez con nuestros padres cuando no estábamos de acuerdo en algo; en las preocupaciones que hemos creado... Aunque también pasa al contrario y muchos niños quedaron, quedan y quedarán marcados por la intransigencia de unos padres que obligan a sus hijos a convertirse en clones suyos o a ser robots sin más ambición que la de sus progenitores.

Me acordaba de mi padre, fallecido años atrás y cuyo espíritu en mí siempre seguirá vivo. Imaginaba la soledad de una madre preocupada por las andanzas de un hijo que le salió viajero. Enumeraba los valores que me habían transmitido desde pequeño y con los que hoy me siento muy confortable: de mi padre aprendí la honradez, el respeto por las ideas y las personas, la humildad, el sentido común, la justicia y la generosidad. De mi madre la pasión, el sacrificio, la adaptación a las circunstancias, a aguantar con resignación la derrota, a creer en la esperanza, a ceder cuando es necesario y a imaginar un mundo mejor. De los dos, el gusto por las cosas hermosas, por la vida.

Cuando regresaron, Dinesh se disculpó. No había de qué disculparse. Pedimos más vasos y fuimos mareando y haciendo malabares con el té pasándolo de vaso en vaso para enfriarlo. Lo bebimos rápido. Su mujer podía perder el autobús hasta Jaipur. Pregunté qué se debía; pero Dinesh no me dejó pagar.

Sólo tenía una deuda pendiente, una que nunca podré saldar, ni nadie me exigirá: es una deuda con mis padres, una deuda de gratitud que por muchos años que viva nunca podré ya pagar.

Si algún día tengo hijos, procuraré transmitir esos y otros valores llenos de humanidad. Serán el mejor legado que pueda dejar.
 

EN TIERRA DE BRAHAMANES

Pushkar es uno de los lugares más sagrados para los hindúes. Fuera de la India, es más conocido por su grandiosa feria de camellos que tiene lugar en noviembre durante la fase de luna llena y en la que se juntan ganaderos y comerciantes de todo el Rajastán.

Pushkar se hizo historia cuando Brahma arrojó una flor de loto para matar un demonio. En los lugares donde cayeron los pétalos brotó agua en medio del desierto, formando tres lagos. Según la tradición, en el más grande de ellos Brahma consiguió reunir a todo el panteón de seres celestiales: unos ochocientos mil, dios más, dios menos según cuenta mi guía. A partir de ahí, Pushkar se convirtió en un lugar de peregrinación. Existen más de quinientos templos y cincuenta y dos ghats, uno por cada maharajá de Rajastán. Los sacerdotes Brahmanes, cuando paseas por los ghats, te «invitan/obligan» a hacer un donativo que, en algunos casos, puede ser desproporcionado, para realizar puja en alguno de los templos que asoman a la orilla del lago. Una vez que has hecho el donativo, te colocan una pulsera, de tal manera que ya ningún sacerdote más te pedirá dinero y podrás circular libremente sin ser molestado, por otros ghats. Se podría considerar un salvoconducto, un «éste ya ha pagado».

Había decidido quedarme un día menos en Pushkar sobre los tres previstos, más que nada porque se ve en unas horas, porque es muy turístico y por contar con un día de «por si acaso»: por si acaso me quedaba tirado en algún lado, por si acaso enfermaba... Pushkar es un lugar precioso, mediterráneo: rodeado de montañas y desierto. Pushkar es un lago rodeado de ghats y templos en blanco que se reflejan en las aguas y que serenan tu espíritu mientras al fondo se oyen cánticos de las numerosas ceremonias que tienen lugar en los atardeceres del pueblo. Desde el jardín del hotel, escribía esto o aquello. Desde mi habitación, las vistas eran tan cautivadoras que quería envejecer viendo solo los cambios de luz y movimientos de los fieles en los ghats. Este deseo no tuvo nada que ver con el bhang lassis que, en compañía de dos catalanes, probé en un arrebato de experimentación y «a ver qué pasa».

Pushkar es un lugar totalmente vegetariano y no se encuentra carne en ningún lado, además de estar prohibido el alcohol. Ocurre en muchos lugares de India, lo que a mí no me importaba, si bien, de vez en cuando me apetecía una cervecita. Lo que sí encontrabas era bhang lassis que te era ofrecido en cualquier puesto de la calle; nada de estraperlo.

El lassi es una especie de batido de yogur o requesón. Es muy popular entre la población india. Se suele tomar frío y admite varios sabores y combinaciones, siendo los más caros el de banana y el bhang lassis que contiene marihuana y por lo que cuentan sólo se toma en Pushkar y Varanasi de forma totalmente legal: curiosamente dos de las ciudades más sagradas de la India.

El bhang lassis es un lassi hecho con hojas de marihuana molidas y puedo asegurar que te deja un poco trastornado: no es que pierdas el sentido, ni tan siquiera un mareo, pero te da la sensación de que no tienes nada controlado y esto, en India, se puede convertir en un problema.

Rajú, el camarero del restaurante que nos lo sirvió, lo preparó suave, previendo los efectos que nos podría causar. A diez metros, unos americanos a los que se lo había preparado más fuerte, con más «maría», desvariaban en borrachera tonta, de adolescente baboso. Estaban bastante idos, bastante «distraídos». De vuelta al hotel, las piernas me flojeaban un poco, así que, en cuanto llegué, me duché y me tumbé en la cama. Me costó dormir. A la mañana siguiente, con la resaca de una boca de gusto seca, recorrí los ghats, los templos, las calles... A pesar de los inevitables comisionistas, los vendedores y otros personajes que creen que van sobrados por la vida, Pushkar era un sitio muy tranquilo. Me llamó la atención que fue el único lugar donde las mujeres quisieron darme la mano. Y después, la brasa.

Paseando por la calle principal, me detuvo un peluquero-masajista. Tenía curiosidad por saber qué era un masaje de cabeza; lo había visto anunciado en numerosos carteles, y Baba, que así se llamaba el peluquero, tan insistente y simpático que no pude resistir la tentación de probar tan eficaz remedio para mi cabeza. Después de una negociación relajada, de risas, de esas que pareces decir «si ya me has convencido», en la que ampliamos el masaje a espalda, cuello, brazos y manos, nos introdujimos en su vieja peluquería.

La peluquería era de las de cliente único: solo un cliente y otro en espera. No había más espacio. En las paredes, varios carteles de dioses coloreados tapaban las agrietadas paredes; un armario amarillo pintado de líneas de flores, un sillón de barbero y un espejo, que reflejaba borroso, como toda decoración.

La experiencia no sé si fue terapéutica; pero divertida sí lo fue: mientras Baba —con su cara de niño con bigote— me daba el masaje y comentaba las bondades de sus tratamientos, intercalaba ofertas de hachís, piedras preciosas y, en general, cualquier cosa que se pudiese vender en el pueblo. Como no demostré interés por ninguna de las especiales ofertas que hacía a sus mejores clientes, y yo ya lo era, la conversación derivó hacia otros temas menos comerciales pero más interesantes. Cuando acabó el pringoso servicio —los dos teníamos el día por delante y hablador—, me invitó a té y compartimos mi último cigarro en caladas lentas y profundas. Me pidió que recomendase sus servicios a otros turistas. Quería ganar dinero para que sus dos hijos estudiasen. No quería que acabasen en la peluquería; peluquería heredada de su padre, que a su vez la había heredado de su abuelo que a su vez...

Me gustaba que me timasen así. Me cobraban a precio de diez y pensaban que me sacaban el dinero, sin saber que yo les sacaba el alma. Y eso, no se pagaba con dinero.
 

GENTE CON MALA SUERTE

Reposaba en el jardín del hotel tomando un té, escribiendo mi India, la que estaba viviendo, la mía. El calor hacía incómodo el día y no había tenido más remedio que salir de mi habitación, que se había convertido en un infierno; los apagones y los cortes de suministro de electricidad eran habituales. Pasaba en cualquier sitio, en cualquier momento, estuvieses en un hotel de cinco estrellas o en una pensión: no había electricidad; desconozco si por decisión gubernamental o por deficiencia del sistema eléctrico. El Pushkar Palace, el mejor hotel del pueblo, que sinceramente elegí por las vistas del lago, no era una excepción. Soy un caprichoso: lo sé, pero mientras lo pueda hacer lo haré.

Había quedado con los catalanes para cenar y como aún faltaban algunas horas para nuestro encuentro, escribía bajo una despalmada palmera, que no ofrecía más que compañía. El calor y el sudor emborronaban mis intentos de reorganizar mis apuntes, mis ideas. La tinta se corría y convertía en acuarela abstracta un cuaderno que guardaba en desordenada caligrafía no los recuerdos sino los pensamientos de un alma que cada vez era más India. Sabiendo que la electricidad aún tardaría en llegar, me quedé en el jardín del hotel dando palique al camarero que me había servido el té, el cual estaba más interesado en utilizar mis prismáticos que en responder a mis preguntas sobre el funcionamiento del sistema energético en la India. Lo intenté con la feria de camellos y nada; sus respuestas eran lacónicas. Viendo que eso se iba a convertir en un monólogo de besugo, me fui a mi habitación con la intención de darme un remojón que enfriase la temperatura de un cuerpo que había permanecido más de tres horas en la sauna: la sauna india. Para mi sorpresa, había luz en la habitación. Me rocié de lluvia enlatada y puse el aire acondicionado a media potencia, no fuese que por un exceso, produjese un apagón.

Cuando ya era de noche fui a buscar a los catalanes. Al llamar a su puerta, la voz de él sonaba apagada, insegura. Me dijo que aguardase, que iba a ponerse algo. Me abrió. Una cara inexpresiva me comentó que estaban hechos polvo; habían pasado una tarde muy mala. No sabían si saldrían a cenar. Les dije dónde tenía intención de hacerlo. Si se animaban bien; si no, buen viaje. Antes de cenar, me acomodé en una «tienda-bar-restaurante-aquí hay de todo» donde el dueño y yo nos saludábamos ya con el juego de manos de quien se conoce de toda la vida. Sin pedir, me trajo una botella de agua, ni caldosa ni helada: una botella perfecta para ver pasar a medio Pushkar y a los pocos turistas que paseaban por las terrosas calles. A muchos se les notaba el miedo en el andar cuando alguien se acercaba a ellos. Era entretenido ver como alternaban la mirada unas veces hacia el suelo, otras hacia el cielo acelerando el paso sin saber, que esa era la mejor manera de entrar en la gran emboscada india, la de «tú actúa así, e irás dado». El trago final, el paso de una boda, con el novio subido a un caballo que era jaleado por un grupo de hombres mientras los músicos, vestidos de retales de orquesta de circo, intentaban seguir la música que salía de los megáfonos de una especie de camioneta, cuya música ya hacia rato que había pasado.

Cuando llegué al restaurante, me senté en el jardín. Los camareros italo-tibetanos me trajeron una carta mitad italiana, mitad india, mitad china, mitad indescifrable. Cuando interpretaba el menú, llegaron los catalanes y comenzaron a pormenorizar lo que había pasado: habían decidido comer en el restaurante de Rajú otra vez y, por supuesto, tomarse un bhang lassis, pero de los fuertes, de los que realmente ponían. Contentos con la experimentación, decidieron tomar dos y habían regresado al hotel en las horas de mayor calor; unos cuarenta y seis grados. El gran subidón les debió dar en la habitación cuando se fue la luz, y por lo visto fue una autentica pesadilla. Ella, con ojos de quien acaba de traspasar el umbral de la casa del terror, me contaba que se había tirado en el suelo del cuarto de baño y en desorbitada alucinación veía volar sus piernas. Le entraban risas y depresiones alternadas, en tanto que él vivía y revivía una y otra vez las escenas. Había llamado a la recepción para que arreglasen el problema de la luz, ¡Iluso! y cada vez que abría la puerta, se encontraba al mismo camarero que le decía que en media hora estaría solucionado el problema. ¿Su expresión?; no tenía. Durante la cena, aún estaban bastante tocados, y al relatarme su experiencia descordinaban bastante al hablar; especialmente ella. Ya sabían lo que era el panco. Era buena gente, pero India ya les había jugado otras malas pasadas. Habían llegado desde Jaipur, donde permanecieron convalecientes más de cuatro días en el hotel con goteo por una intoxicación; tuvieron algún problema en Agra, y en Delhi habían sufrido con la miseria y la confusión de la ciudad: unos tipos con suerte. Tenían intención de coger un autobús hasta Jaisalmer y luego hacer escala en Jodhpur antes de tomar un tren hasta Kerala. Permanecerían más de cuarenta y ocho seguidas en el tren. Una auténtica burrada. Ojalá les fuese bien. ¡Parecían tan vulnerables!

Regresando al hotel, disfruté de una de las estampas que me parecieron más conmovedoras de cuantas vi: ver a la gente mientras miraba la televisión. En la oscuridad de la noche india, y en diferentes puntos del pueblo, se sucedían los sonidos y las imágenes de televisores, generalmente en blanco y negro, que eran contemplados por grupos de niños que observaban cómo los héroes del celuloide ganaban batallas, al tiempo que ellos gesticulaban pegando teatrales puñetazos al aire. Era un corte de «Cinema Paraíso», un extracto del Nodo, una evocación a la posguerra, de cuando el mundo, a pesar de la derrota, tenía ilusión. Aquellos que no tenían televisor o no habían sido invitados a la sesión miraban a una cierta distancia. No sólo niños sino también adultos que seguramente nunca dejaron de ser niños.
 

EN LA CIUDAD DEL MAHARAJÁ

Hay días en los que uno vuelve a vivir sin estar muerto. La carretera de Ajmer a Jaipur es una de las más transitadas de la India. Es la principal vía entre Delhi y Bombay; lo que quiere decir que si con diez vehículos la carretera es peligrosa, con cientos de vehículos la conducción es aterradora. Por centímetros, no fuimos estadística de accidente y crónica local, y si bien con el paso de los días creías acostumbrarte, cada vez que a escasos metros de ser insecto contra el cristal, de chocar con un autobús, un coche o un camión, Dinesh viraba en volantazo de arte marcial hacia un lado, respiraba. Durante el trayecto pasé miedo, mucho miedo... Los autobuses, los camiones abandonados en la cuneta no contribuían a calmar un cuerpo que era tensión. Los animales cuyas tripas alfombraban el asfalto, las aves carroñeras que aguardaban el momento de limpiar el recuerdo de que allí algo pasó, eran ya tan familiares como el sol abrasador.

JaipurDinesh me había contado que en esa carretera ocurrían más de cien accidentes diarios; me parecían pocos: en las estadísticas del país se manejan cifras por encima de los doscientos mil accidentes anuales.

Cincuenta kilómetros antes de llegar a Jaipur, nos detuvimos a echar gasolina y a tomar un té en un dhaba atestado de hombres con turbantes rosas que hablaban de forma muy animada. En ese momento me hubiera gustado ser uno más de ellos: son cosas difíciles de explicar. Cuando entramos en Jaipur, Dinesh me dio la bienvenida a su ciudad. Se le veía contento, orgulloso de mostrarme la capital de Rajastán. Al fin y al cabo, iba a dormir en casa. Hablaba un poco más. Me daba la impresión de que se limitaba a leer los letreros porque chapurreaba su inglés, más ligero. Días antes, le había dicho que el programa y los horarios en Jaipur los planificase él. Sin embargo, finalmente lo tuve que hacer yo. Le faltaba iniciativa para ello. Procuré dejarle bastante tiempo libre para que pudiese estar con su familia y, de paso, poder descubrir cosas por mi cuenta.

Jaipur es una ciudad agobiante. Hay más de dos millones de habitantes que viven al borde de una histeria colectiva. Viniendo como veníamos de zonas más tranquilas, Jaipur me recordó al primer día de Delhi: un lío. Es una de las pocas ciudades urbanizadas de India, con cuadrículas casi perfectas y, como muchas otras, tiene su propio color; en este caso el rosa, un rosa embarrado.

JaipurVivían y viven bien los maharajás de la India. Paseando por la Ciudad Palacio de Jaipur y por el observatorio de Jantar Mantar, uno se da cuenta del poder que tenían y tienen y que contrasta con el resto de la población que les respeta y venera. Son como señores feudales, como reyes de ciudades o príncipes de cuentos que saben que no deben someterse a las urnas para seguir gozando de sus privilegios. Practican el mecenazgo, más para alimentar el ego que para admirar el placer de una obra de arte aunque, como en todo, hay excepciones; se rodean de los mejores artistas que los representan muy cerca de los dioses, siempre victoriosos, siempre más grandes: todo un ejercicio de marketing clásico. A los últimos y actuales maharajás se los puede ver posando en fotos junto a figuras políticas como es el caso de Ghandi, de Indira Ghandi, o Bill Clinton, al que en muchos pueblos siguen considerando el presidente de Estados Unidos. Incluso llegué a ver una foto en Fort Amber del anterior maharajá junto a Franco.

Le había dejado elegir a Dinesh mi alojamiento, y aunque tenía pensado dormir en un lugar que me costaba la mitad y tenía buenas referencias, opté por su sugerencia: una haveli propiedad de familiares del Maharajá que era un remanso de paz en medio del bullicio de la ciudad. Una de las razones por la que me quedé fue por la acogedora biblioteca victoriana, que albergaba cientos de libros encuadernados en tapas duras, y un mullido sillón de color rojo en el que intencionaba sentarme en algún momento a tomar el té y leer alguno de esos libros de lomos grabados a fuego que allí se encontraban.

Por la tarde, y después de haberme bañado en la piscina, subimos a Tiger Fort, un palacio situado en la cima de una montaña y cercano al complejo Amber desde el que se veía perfectamente la ciudad en todo su grandiosidad: era una pena el estado en el que se encontraba el palacio, con estancias en ruinas, paredes con garabatos, manchas, cascotes y, en algunas áreas, basura. Otra vez una India dejada, abandonada. Amenazaba lluvia y parecía ser inminente porque los ocultos pavos reales eran ya silencio entre la maleza.

Atravesamos, entre un tráfico agobiante, la ciudad hasta llegar a Galta, un lugar lleno de templos y de monos: otra vez los animales cerca de la religión. Llovía, y el calor húmedo se metía en los huesos haciendo incómodo el caminar. Un universo de monos malolientes aguardaban en la puerta, esperando que pagases la entrada en plátanos y frutos secos. Saltaban y gritaban como posesos, buscando el lugar donde ocultabas la comida. Los primates habían hecho del lugar su particular palacio y se los veía por todas partes, encaramados de acróbatas en los templos. Templos por otra parte repletos de pinturas con una riqueza asombrosa, cuyos motivos en algunas partes no parecían hindúes. Subiendo hasta el manantial que se encontraba en la cima, había dos pequeños estanques a modo de alberca en el que los hindúes se bañaban y divertían. Un lugar muy especial.

Cenando en el terrado de un restaurante, cayó un aguacero que nos obligó a camareros y a mí a refugiarnos en una deprimente sala contigua al comedor. Me consolé bebiendo dos cervezas. Cuando abandoné el restaurante, la calle por la que había llegado, además de negra, estaba anegada. Tuve que buscar con mi linterna puntos de apoyo donde pisar y escapar dando saltitos. El agua venía acompañada de flotas de nauseabundos desperdicios que encallaban en los laterales, creando nuevas costas e islas, no precisamente de vegetación: más basura.

Como en India —supongo que fuera de tu entorno— te tomas las cosas de forma diferente, esta aventura me recordaba al juego ese que jugaban las niñas hace ya muchos años y que consistía básicamente en dar saltitos sobre una cuadricula dibujada, después de dar una pequeña patada a una piedra. La piedra no podía salir de la cuadrícula. Yo tampoco. «La pieza» creo que se llamaba el juego.

En el camino de regreso a la haveli, en las aceras; miseria y cadáveres vivos.
 

CUANDO LOS NIÑOS SUEÑAN CON LA MÚSICA

JaipurOlvidados por las ciudades y los hombres, en India hay miles de niños que como única familia se tienen a ellos mismos. Amigos, en muchos casos, no saben lo que son: sólo compañeros de miserias, de cama de asfalto o tierra y sábana de cartón; se los ve en Delhi, en los soportales de Conaught Circus acurrucados al lado de fumadores de opio que agotan sus últimas esperanzas en el humo agrio de una lenta muerte, o a escasos metros de hombres que sobrevivieron a la niñez, y que siguen durmiendo bajo un cielo contaminado.

Se los ve en ciudades grandes, haciendo recados, por menos de una rupia, por un trozo de comida, por las sobras de un plato vacío...; son parte de una sociedad que les niega la vida y los obliga a buscarse el día siguiente trabajando a escondidas de otros pobres que, más organizados, impiden que puedan limpiar un coche, o barrer casi con las manos la última mierda evacuada por un animal.

Su futuro está en los vertederos que revuelven ya con más maestría que los cuervos, que los cerdos, que las vacas... Su esperanza, en instituciones caritativas que les alimentan cuando pueden ofrecer algo más que comprensión. No saben lo que es llorar, lo olvidaron el día que se dieron cuenta que nadie escuchaba su llanto. Ni tampoco qué significa una caricia. Los golpes ya no duelen.

Solos y desamparados, saben que cada día es una oportunidad de seguir vivos y procuran estar en lugares donde nadie les pueda hacer más daño o cicatrices de las que ya llevan. Son héroes que sobreviven a la prostitución, a la esclavitud, a las palizas cobardes o a las garras de cualquier mafioso sin escrúpulos que convierta sus órganos en piezas de casquería para dar vida a otras personas, o en eunucos de verso castrado.

Pero hay un momento cada día en el que estos niños son felices. Es ese momento en el que la noche silencia la amargura y, vencidos por el sueño y el cansancio, duermen.

Cuando estos niños sueñan con la música.
 

LÁGRIMAS DE ELEFANTE

Los domingos en India se diferencian de otros días en que hay menos tráfico y gente en las calles. A mí me pasaba una cosa muy extraña cuando viajaba en domingo: no me parecía que fuese domingo y, días que eran lunes, parecían viernes: un poco raro.

El complejo de Amber, con su fuerte y su palacio, es una verdadera joya arquitectónica. Lo malo es que lo que no han conseguido los ejércitos ni el paso del tiempo lo van a conseguir las palomas, que por miles habitan en cualquier rincón, y que día tras día agotan las piedras y desdibujan las pinturas de estas maravillas. En ocasiones, las encuentras muertas en las calles, descompuestas, inertes, vacías de sus vuelos: nadie recoge un animal muerto, por lo que uno se puede hacer una idea de la cantidad de focos de infección que hay en cualquier sitio. Tomar precauciones es necesario cuando se viaja a la India y vacunarse, y ser más cauteloso que de costumbre también. ¡Que se le pregunten a los encantadores catalanes de Pushkar¡, que pasaron cuatro días en cama y con goteo por una intoxicación; con una diarrea que debió destrozarles todos los músculos del cuerpo.

En el Palacio de Amber, los elefantes esclavizados por la mano del hombre, paseaban a los turistas por la entrada del recinto vestidos de payasos. Ellos, que fueron fieles servidores de los reyes Rajputas, temor de ejércitos invasores y símbolo de poder, se ven injustamente relegados en, muchos casos, a tareas indignas de quienes durante siglos fueron guardianes de fortalezas, templos y palacios medievales.

La desconocida amiga de Internet, en uno de sus amenos correos, me había dicho que había visto llorar a uno después de que su dueño lo golpease, aunque yo creo más bien —y visto lo visto— que las lágrimas no fueron el resultado de los golpes de una vara, sino de la añoranza de mil batallas vencidas, de cuando los elefantes tenían memoria y eran trono enjoyado, afecto de maharajás y admiración del mundo y no comparsas de circos turísticos. Verlos así me produjo una profunda tristeza.

Todos, en algún momento, hemos sido lágrimas de elefante.
 

¿COMPRAS?, NO DE MOMENTO

En la Ciudad Rosa vuelves a un pasado que alguna vez creíste haber vivido. En las cuadriculas de los barrios, diseñados de acuerdo a las castas, a la religión, en los ordenados bazares, rememorabas cosas que hacía muchos años desaparecieron de tu mente. Se veían cachivaches que ignorabas para qué servían. Aún haciendo un tremendo ejercicio de imaginación, no te explicabas qué utilidad podían tener determinados artilugios. Cuando preguntabas su utilidad, la población no sabía responder porque no te entendían. Si insistías en saber, en segundos tenías dos o tres niños, vigilados de cerca por sus madres, que te tiraban de cualquier parte para que entregases unas monedas; o tres ricksawhs wallash que se disputaban el honor de pasearte por la ciudad; o un amable y risueño jaipurense que, después de poner la ciudad a tus pies, quería hacerte millonario escoltándote a un taller de joyería —«el negocio del siglo»— de donde seguro saldrías con menos de lo que entraste.

Dinesh, en no pocas ocasiones, insistía en llevarme a tiendas. Lo sugería de una forma discreta porque sabía que no le iba a hacer caso. Aún así, y mientras circulábamos por las saturadas avenidas de Jaipur, apuntaba señalando con el dedo índice: «aquí se venden las mejores alfombras, en este taller de joyería trabajan mis primos, este el mejor emporium de Jaipur; todo bueno, nada falso, barato, very cheap».

En Jaipur, percibí alguna de las diferencias que existían entre los pueblos y ciudades. Si bien en los pueblos tienes menos actividades para realizar, ya que prácticamente no hay nada, el ambiente que se respira es mucho más sano. Las miradas son hospitalarias, la vida es más natural. En las ciudades es diferente, y muchos ojos esconden la codicia; son miradas que esperan turno para intentar una venta. Yo, que no soy un gran comprador —al contrario que mi amigo Paco, uno de mis maestros en eso de la vida; un negociador capaz de desquiciar a los mercaderes de medio mundo—, y que para comprar me vuelvo loco hasta que encuentro algo que me guste, me metí en una tienda con el objetivo de tener referencias de precios para mi hermano. Por supuesto, fui acompañado del estudiante de turno en su día libre que sólo pretendía practicar inglés conmigo. Y practicar inglés conmigo es como practicarlo con los indios Tabajara: era obvio que el único interés que tenía en mí era el de mi cartera. El caso es que accedí; ese día por lo visto necesitaba marcha. De vez en cuando viene bien ir a esas escuelas de ventas que son los zocos, los bazares. Me mostraron tres destartalados pisos repletos de todos los tejidos imaginables, al tiempo que el dueño, simpaticote a más no poder, me agasajaba y halagaba su mercancía: «¿Quiere un té?, ¿quizá un refresco?, ¿bonito eh? Esta calidad no se encuentra en otros lugares de Jaipur, ¿cuántas se lleva?, precio indio, me ha caído bien». Unos minutos más y me sacan el género de la tienda de al lado. Aburrido de tanta sin razón en los precios, de ser percha de vestidos, maniquí de pasminas y Aladino de alfombras, decidí irme. No era posible; seguían desplegando mercancías para ver y regatear. Tejidos, por otro lado, que parecían bastante falsos; tan falsa como la afectación de los comisionistas de «no comprar, solo mirar, es gratis».

Los precios de las alfombras y textiles en India, más asequibles que en España, son elevados para presupuestos escasos sin son buenos, y el que pretenda venderte una pasmina de cachemira por menos de tres euros te la está colando. Eso es imposible allí y en Sebastopol. En India se puede adquirir de todo; pero también es cierto que para hacer una buena compra hay que entender bastante; que no era mi caso. Las calidades pueden variar considerablemente, lo que dificulta la distinción de la mercancía. En cuanto a la bisutería y artesanía no hay gran cosa que merezca la pena. Supongo que alguien que lea esto no estará de acuerdo con esta afirmación. Es cuestión de gustos y yo de esto, sí que escribo.

En todos los comercios, tenían montañas de artículos para turistas. Comprar esos recuerdos se me hacía ciencia-ficción. Es como si en España me agenciara una muñeca vestida de flamenca, unas castañuelas, o un abanico de mala calidad. Algo que ni en un exceso de Jumilla haría. Abundaba la horterada y lo de los dioses ya clamaba al cielo. En carteles de colorines, en bronce o plástico inundaban las tiendas y eran una de las preferentes «maravillas» que procuraban colocarte los vendedores: eran dioses de baratillo que parecían sacados de una portada de un disco de heavy metal.

Y es que, a veces, aunque quieras es imposible comprar.
 


Página siguiente