Reflexiones sobre la indivisibilidad de los derechos humanos: el problema de los derechos económicos, sociales y culturales

Tomás Ojea Quintana (*)
http://www.iigov.org/documentos/?p=4_0103


1. Introducción

La doctrina de los derechos humanos nos enseña que todos los derechos de las personas son indivisibles, es decir, que integran una unidad total cuya razón reside en la dignidad del hombre. Este atributo de la persona, la dignidad, padecerá una menoscabo cuando alguno de los derechos sea conculcado. Cualquiera sea la materia sobre la que recayera la limitación –vida, salud, educación, libertad personal, libertad de expresión, etc.– y sin orden de importancia, el hombre sufrirá en su dignidad. La indivisibilidad de los derechos humanos reconoce que sin el goce de los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos civiles y políticos se reducen a meras categorías formales y que, a la inversa, sin la realidad de los derechos civiles y políticos, los derechos económicos, sociales y culturales carecen, a su vez, de verdadera significación. Se sostiene así la indivisibilidad de los derechos humanos.

La aceptación y la defensa de este principio debería implicar para los estados un mismo nivel de compromiso en el respeto y el cumplimiento de todos los derechos humanos, sean civiles y políticos o económicos, sociales y culturales. Sin embargo, el largo recorrido que va de la postulación del principio a la realidad está surcado de escollos muy difíciles de superar, y descubre los problemas que presentan los derechos económicos, sociales y culturales en su realización y ejercicio efectivos.

A diferencia de lo que ocurre con los derechos civiles y políticos, los derechos económicos, sociales y culturales no son referentes de derechos subjetivos susceptibles de reclamación concreta. Es cierto que cualquiera que pueda afirmar que la libertad personal es un derecho humano, también puede fácilmente sostener que el derecho a la salud es un derecho humano. Sin embargo, la brecha en términos de una conciencia subjetiva y práctica entre uno y otro derecho es casi infranqueable. Este fenómeno no es exclusivo de la sociedad civil, sino, sobre todo, del sector de los dirigentes y representantes.

Una violación a un derecho civil, como la libertad de expresión, connota una serie de consecuencias jurídicas, todas ellas identificadas como pertenecientes a un sistema de protección de derechos humanos. En ese sistema encontramos la prevención y los recursos jurisdiccionales internos de protección, los mecanismos internacionales y las medidas de reparación. Sin embargo, la violación a un derecho social como la salud, no desencadena el funcionamiento de ese sistema de derechos humanos tal como se describe. Dado el carácter programático de muchos de esos derechos, se torna ilusoria su exigibilidad frente el órgano de justicia interno o internacional. Deben lograr un “desarrollo progresivo”, en la “medida de los recursos disponibles” (según las fórmulas estipuladas en los tratados). Por ello carecerían de “justiciabilidad”. Hasta hoy esta circunstancia se presenta como una profunda diferencia entre las dos categorías de derechos.

Ante esto se debe dejar sentado que el hecho de que la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales no sea una práctica corriente en nuestro país, no significa que aquellos, en algunos casos, no puedan exigirse judicialmente. Hay fuertes tendencias en ese sentido, y ya cierta jurisprudencia relevante. Principios como el de no discriminación o el debido proceso, operan como combinación numérica ante el cerramiento del sistema judicial. Sin embargo, el esfuerzo técnico por tornar justiciables los derechos económicos, sociales y culturales y por forzar cambios jurisdiccionales, nos está demostrando que en la práctica hay serias diferencias entre las dos categorías de derechos y un fuerte sentimiento de no exigibilidad o realización de los económicos, sociales y culturales, que socavan el principio de su indivisibilidad.

El objeto de este trabajo es revisar el desarrollo histórico, político y normativo de los derechos humanos, en función de la situación actual, con el fin de verificar el grado de verosimilitud del principio de la indivisibilidad y el estado de los compromisos y mecanismos dirigidos al cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales. Como corolario, en este trabajo se propondrán lineamientos destinados a la realización efectiva de estos derechos.

2. Panorama Histórico, Político y Normativo del Problema

Hay serias razones de carácter teórico, histórico y político que motivan que la indivisibilidad de los derechos humanos pueda ser puesta en duda. Así es que se postula que una de las ideas fundamentales de los derechos humanos es que constituyen un límite tradicional al poder omnímodo de los estados. La propia Corte Interamericana de Derechos Humanos ha expresado que “...en la protección a los derechos humanos, está necesariamente comprendida la noción de la restricción al ejercicio del poder estatal” (OC/6/86, párr. 21). Esta premisa se ha erigido como piedra angular del discurso común, y responde a la visión del pensamiento liberal, en que el estado pierde el poder ideológico y político, mediante la concesión de los derechos civiles y políticos, entre los que se destacan la libertad de expresión política, la libertad personal y los derechos políticos. Se destaca también un derecho económico que es la propiedad privada, pero que es parte de la filosofía liberal, por no decir origen mismo de ella, como se postula. Estas libertades públicas, que son libertades individuales, y este derecho económico, también individual, son los que limitan el poder estatal. Y son individuales porque esa es la concepción filosófica de la que nació el estado moderno. En este marco, el estado debe abstenerse de invadir la esfera individual (laissez-faire, laissez-passer), cometiendo actos que transgredan las libertades públicas. De ahí el concepto clásico de la obligación de no hacer que es principal en los derechos humanos

Esta postura fue defendida durante la formulación de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero no fue la única. El escenario en que ello ocurrió se ubicaba en el conflicto este-oeste, encabezado por Estados Unidos de América y la Unión Soviética. El bloque oeste buscaba sólo el reconocimiento de los derechos de carácter civil y político; el bloque este, considerando a la persona un ser social, propugnaba también el reconocimiento de los derechos de carácter económico y social y la necesidad de acciones positivas de los estados para su respeto. El resultado fue una declaración con un fuerte influjo occidental, pero en equilibro con las distintas posiciones, reconociendo tanto los derechos civiles y políticos como los económicos, sociales y culturales. De la Declaración Universal surge también el principio de la indivisibilidad –objeto aquí de reflexión–, al reconocer como derecho de las personas la existencia de un orden social justo que le permita el goce de todos los derechos en plenitud.

Para intentar dar razones a las dos tendencias, podemos decir que la oposición de occidente a reconocer derechos económicos provenía de la concepción filosófica del estado liberal –explicada arriba– de intervención mínima en las libertades públicas y en la libertad económica. La posición del bloque este no implicaba la negación de esos derechos, pero propugnaba también el reconocimiento de aquellos derechos que derivaban de su concepción de estado interventor, mentor y ejecutor de un plan unitario. Esta posición del bloque este fue la que defendió los principios de indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos, sobre todo como forma de forzar el reconocimiento de los derechos sociales que eran negados por occidente.

Un costado muy importante de las deliberaciones de ese entonces reside en que mientras los países socialistas daban una enorme importancia al principio de la soberanía estatal y al impedimento de intervenir en los asuntos internos con motivo de transgresiones a derechos humanos, los países occidentales eran partidarios de abrir la jurisdicción interna en esos casos. Estas condiciones luego influirían en el modo en que se concibieron los sistemas de protección de los derechos que cada bloque defendía.

El esfuerzo de nuclear en un solo documento todos los derechos no perduró y el conflicto este-oeste reapareció. Dada la originaria falta de fuerza jurídica vinculante de la Declaración Universal de Derechos Humanos, era necesario avanzar hacia instrumentos más comprometedores, como los tratados internacionales. Así fue que al momento de elaborar y aprobar un pacto internacional de derechos humanos, las diferencias aparecieron y llevaron a la aprobación de dos tratados distintos, el mismo día y en la misma sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 16 de diciembre de 1966 en la ciudad de Nueva York. Ellos son el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que entraron en vigor el 3 de enero de 1976. Aquellas diferencias, que fueron luego patentes en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Teherán en 1968, se reflejaron en el texto de estos pactos, en particular, en los fragmentos donde se define su fuerza obligatoria. El artículo 2.1 del Pacto que reconoce los derechos económicos, sociales y culturales establece que cada estado sólo “se compromete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos”. Como se ve, este compromiso jurídico aparece sumamente debilitado por conceptos que tienen arraigo en razones históricas, políticas e internacionales

A nivel regional, en una primera etapa ocurrió algo similar. En el mes de abril de 1948 los miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobaron la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, que contiene las dos categorías de derechos. Junto con esa declaración, la OEA también aprobó la Carta Internacional Americana de Garantías Sociales, instrumento que contiene sobre todo derechos del trabajador y que no reviste carácter de tratado sino de declaración. Siguiendo esta tendencia, y ya en una segunda etapa, la OEA aprobó la Convención Americana sobre Derechos Humanos, tratado que no contiene derechos económicos, sociales y culturales –el Capítulo II son 23 artículos de derechos civiles y políticos, y el Capítulo III es sólo el conocido artículo 26 que lleva la leyenda “desarrollo progresivo” de los derechos económicos, sociales y culturales–. Luego aprobó un Protocolo a esta Convención llamado Protocolo de San Salvador, instrumento específico de esos derechos. A diferencia del sistema universal en el que se aprobaron los dos Pactos en la misma fecha, la Convención Americana fue aprobada por la OEA el 22 de noviembre de 1969 y entró en vigor el 18 de julio de 1978, mientras que el Protocolo de San Salvador fue aprobado el 17 de noviembre de 1988, casi veinte años después, y recién entró en vigor el 16 de noviembre de 1999. Como vemos, el compromiso regional con los derechos económicos, sociales y culturales fue escaso, al menos hasta la reciente entrada en vigor del Protocolo de San Salvador, en que no existía mecanismo o sistema alguno para supervisar el respeto de los estados americanos por esos derechos.

Abrimos aquí un paréntesis para expresar una opinión respecto del nuevo mecanismo previsto en el Protocolo de San Salvador. Sin restarle la importancia que merece, desde ya podemos decir que existen ciertas amenazas que reflejan una vez más la esquiva voluntad de los estados por el respeto de estos derechos desde un sistema articulado de protección. El artículo 19.6 del Protocolo, que regula el tan esperado mecanismo de petición individual –el Protocolo también regula, aunque no completamente, el sistema de informes periódicos–, viene acompañado de formas y fórmulas restrictivas. En primer lugar, sin razón aparente, la aplicación de este sistema se reduce a los derechos sindicales –parcialmente, según el 19.6– y al derecho a la educación. Los primeros ya formaban parte del sistema de la Convención Americana (artículo 12, libertad de asociación), por lo que entre catorce derechos específicos reconocidos en el Protocolo, sólo uno de ellos es nuevo en el sistema de petición individual (derecho a la educación). En segundo lugar, el citado artículo 19.6 habilita el mecanismo siempre y cuando los derechos ”fuesen violados por una acción imputable directamente a un Estado parte del presente Protocolo”. Esta fórmula, que no existe en los tratados de derechos civiles y políticos, puede presentar serios inconvenientes a la hora de la interpretación. ¿La violación por omisión, que es la más corriente en el caso de los derechos económicos, sociales y culturales y, en particular, la que más claramente opera en el derecho a la educación del artículo 13, quedará excluida por no ser una acción imputable al estado? ¿La causalidad estricta, que surge de la necesidad de que la acción sea imputable directamente al estado, es la más común en el caso de estos derechos o, por el contrario, la naturaleza de éstos reflejada por ejemplo en la multiplicidad de actores intervinientes por la necesidad de disponer de los recursos eficazmente, provoca una causalidad muchas veces difusa entre el acto y la violación?¿La necesidad de que exista una acción imputable directamente al estado, deja de lado la falla del estado en el deber de prevenir actos de particulares violatorios de derechos humanos, o la tolerancia hacia esos actos? A todos estos interrogantes se suma el mandato del artículo 19.8 del Protocolo que obliga a los órganos de aplicación del Protocolo a tener en cuenta la naturaleza progresiva de estos derechos. Este concepto es motivo de invocación permanente de los estados para justificar el incumplimiento de sus obligaciones. Por todas estas razones, observamos con reservas el nuevo sistema que, vale decir, no es aplicable a nuestro país porque aún no ha ratificado el Protocolo de San Salvador.

En el ámbito universal, desde hace varios años distintos actores del sistema de derechos humanos están buscando la aprobación de un Protocolo Adicional al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que también permita implementar el sistema de peticiones individuales como mecanismo de supervisión (tres proyectos de Protocolo han sido confeccionados al efecto). Sin embargo, la voluntad de los estados, principales sujetos del derecho internacional, ha sido remisa en este sentido.

Volviendo al eje, resta señalar que los sistemas de protección tomaron caminos distintos según cada categoría de derechos. En el caso de los derechos civiles y políticos, los mecanismos de protección operan, en general, mediante la vía de peticiones individuales, que tienen un fuerte contenido jurídico, una fuerza de exigibilidad muy concreta y un respaldo internacional que los legitima. El sistema de protección de los derechos económicos, sociales y culturales, en cambio, consiste en la presentación de informes periódicos generales sobre la situación de los derechos en el país. Los documentos de Naciones Unidas que informan acerca del funcionamiento de este sistema explican que “los parámetros del cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales en los mecanismos internacionales de protección están basados en función del diálogo constructivo entre los estados y los expertos independientes” que integran los comités de vigilancia. La diferencia entre los dos mecanismos esta clara: en uno opera la coerción como forma de perseguir el respeto; en otro, el diálogo constructivo. Es aún posible encontrar otra diferencia. Mientras que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos creó el Comité encargado de supervisar su cumplimiento, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales no creó ningún órgano de supervisión. Recién el 28 de noviembre de 1985 –9 después de la entrada en vigor de este tratado– el Consejo Económico Social creó el Comité de supervisión –mediante Resolución 1985/17–, y pasaron dos años más hasta que empezó a cumplir esa función. Este órgano, a diferencia de los que monitorean los derechos civiles y políticos, no es convencional, es decir, no tiene el respaldo del principio pacta sunt servanda que poseen los tratados.

Aparece evidente de la evolución descrita la distinción en la consideración que tiene la comunidad internacional hacia las dos categorías de derechos humanos. Por otro lado, cuando notamos que el surgimiento de los derechos civiles y políticos, y su internacionalización y su codificación, fueron el resultado del genocidio judío cometido por el nazismo en Europa, y que este fue el hecho histórico disparador de la conciencia internacional acerca de la necesidad de reconocer y proteger los derechos civiles y políticos, comprobamos que a diferencia de ello, el sufrimiento y la muerte terribles que han sufrido y sufren millones de personas en nuestro mundo por la falta total o parcial de los derechos económicos, sociales y culturales no hace reaccionar a esa conciencia internacional del mismo modo. Algo similar ocurrió en nuestro país, en donde los derechos humanos se instalaron conceptualmente, y como paradigma, a partir de las violaciones a derechos civiles y políticos cometidas por el terrorismo de estado durante la última dictadura militar, pero aún no logran constituirse como tales desde la óptica de los derechos económicos, sociales y culturales, a pesar de las profundamente críticas condiciones sociales en que se encuentra gran parte de los habitantes del país. No hay “alarma social”, como algunos expresan (A. Teitelbaun), no hay reacción ciudadana por la violación de estos derechos, como aquella que aparece cuando se comete tortura, se atenta contra la libertad de expresión, o se transgreden otros derechos civiles y políticos. Existe, en efecto, una atención nacional e internacional distinta según cada categoría de derechos.

Algunos intentos de fomentar frontalmente los derechos económicos, sociales y culturales fueron extrañamente olvidados. Es el caso de la ya mencionada Carta Internacional Americana de Garantías Sociales, aprobada en 1948, que es casi desconocida para los operadores del sistema regional de derechos humanos, hasta el punto de que ni siquiera está mencionada en la publicación de la Comisión Interamericana que contiene los Instrumentos Básicos del Sistema Interamericano. Su Preámbulo reconoció la interdependencia de los derechos al decir que “...el presente grado de la evolución jurídica exige a los regímenes democráticos garantizar simultáneamente el respeto a las libertades políticas y del espíritu y la realización de los postulados de la justicia social”. También expresó el sentimiento de estar “Animados por el hecho de que es anhelo vehemente de los países de América la conquista de esa justicia social”. A más de 50 años de esta Declaración parece, en efecto, que los derechos económicos, sociales y culturales, traducidos en la época en la expresión “justicia social”, han quedado profundamente relegados.

Lo está demostrando la crisis y el desmantelamiento del bloque del este y del estado de bienestar, en el que los derechos económicos, sociales y culturales han perdido aún más fuerza vinculante para los estados, y a partir del cual parece haber resurgido una especie de pensamiento único sobre la teoría de derechos humanos, al menos en la práctica, que postula sólo la importancia de las libertades clásicas, es decir, los derechos civiles y políticos.

Al mirar la estructura interna, también verificamos diferencias. En el plano normativo, vemos que los derechos sociales reconocidos en la Constitución Argentina de 1949 (que incluían ampliamente derechos de la ancianidad, la educación, la salud, el trabajo, la niñez, entre otros) fueron quitados de la Constitución por decreto del gobierno de facto de 1956 y sólo una mínima parte de ellos pasó a integrar la parte dogmática de la nueva Constitución, por medio del artículo 14 bis. Hoy, y a partir de la reforma de 1994, es posible inferir que los derechos económicos, sociales y culturales han alcanzado rango constitucional, a partir de la incorporación del Pacto Internacional relativo a ellos, según lo establecido en el artículo 75, inciso 22, y a la mención que hacen los artículos 42 y 75, incisos 29 y 23. Sin embargo, la parte dogmática de la Constitución Argentina, constituida por dos Capítulos, continúa aún hoy con un solo artículo relativo a los derechos sociales.

En el orden institucional, la existencia de numerosas agencias del estado involucradas en los derechos económicos, sociales y culturales, un dato que parecería significar o implicar una atención eficiente de esos derechos, provoca en la práctica una falta de cohesión en las políticas y en el compromiso del estado por la vigencia efectiva de estos últimos derechos. La fragmentación de agencias lleva a que cada una de ellas no pueda adquirir conciencia acabada del papel que le toca como gestora del respeto de estos derechos, y que carezca del conocimiento técnico acerca de los componentes que los integran y sus sistemas de protección nacional e internacional. Así, desconoce u olvida la responsabilidad internacional del estado que su incumplimiento puede generar.

3. Constatación del Principio de Indivisibilidad a la luz de las Dificultades de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales

Antes de constatar la operatividad del principio de indivisibilidad, es oportuno resaltar la importancia de los derechos económicos, sociales y culturales. Baste con poner de relieve que son derechos inherentes al concepto mismo de dignidad humana. Desde lo jurídico, se debe indicar que son derechos constitucionales y mientras en nuestro país siga existiendo una violación masiva (11 millones de pobres en la Argentina a 1998, 4.5 de ellos pobres estructurales –Control Ciudadano, pag. 107) y sistemática (perteneciente a un sistema político-económico) de estos derechos, como de hecho existe, la violación a la Constitución Nacional seguirá siendo flagrante por obra de la inacción permanente y regresiva. Son también derechos reconocidos en el orden internacional y que nuestro país se comprometió a respetar y garantizar. Técnicamente la situación de violación de esos derechos nos hace responsables ante la comunidad internacional, aunque políticamente otras sean las prioridades e intereses de ella, como quedó demostrado en la última sesión de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (Nº 56) en la que los países miembros decidieron condenar a otros países –como Cuba, Irak, Irán y el intento de China– bajo el rótulo de“violadores de derechos humanos”, pero sólo de aquellos derechos de carácter civil y político, sin que en estos países, ni en ningunos otros, se considerasen los derechos económicos, sociales y culturales en términos de condena.

Ahora bien, con todo lo hasta aquí expuesto, ¿podemos sostener coherentemente que no hay división entre derechos civiles y políticos, y derechos económicos, sociales y culturales, y que las diferencias son sólo de grado? Si observamos nuestras democracias, y el orden internacional que las promueve, advertiremos que en realidad los derechos humanos son en la práctica derechos divisibles o, mejor dicho, divididos, ya que aquellas son reconocidas y aceptadas como tales, en tanto sean respetuosas de los derechos civiles y políticos, mientras que los otros derechos vienen a sumar calidad de vida democrática, en la medida en que “progresivamente” y en función de “los recursos disponibles” puedan ir siendo asegurados. Esta dimensión es la que impera en el orden internacional y nacional.

Al observar el régimen que impera en los derechos civiles y políticos, vemos que los estados han cedido parte de su soberanía y, en consecuencia, han habilitado un control internacional específico, formal, directo y motivado. En cambio, en el caso de los derechos económicos, sociales y culturales, los estados expresamente y mediante las fórmulas indicadas de la “progresividad”, la “existencia de recursos disponibles” y la “cooperación internacional”, han conservado de hecho la parte de la soberanía que les permite decidir cómo llevar adelante la gestión de gobierno, sin la intervención y el control estricto de parte de la comunidad internacional. Y dependiendo de la gestión de gobierno que se despliegue, los derechos económicos, sociales y culturales serán efectivos. Sin embargo, y según lo dicho, el estado es soberano en la definición y ejecución de la gestión de gobierno. La reserva de la Argentina a la Convención Americana sobre Derechos Humanos expresa que “no quedarán sujetas a revisión de un tribunal internacional cuestiones inherentes a la política económica del Gobierno”. Ejemplo ostensible. Sin perjuicio de ello, no podemos dejar de señalar que también existe un fuerte control de las acciones del estado con repercusión en el campo social pero que no proviene del sistema de derechos humanos sino de los organismos financieros internacionales que no necesariamente, según como se mire, es un control dirigido al mejor respeto de los derechos económicos, sociales y culturales en nuestros países. Ese control no se presenta en términos de cesión de soberanía del estado, a pesar de que de hecho lo es. Los memorandums de entendimientos o "cartas de intención" de carácter económicos entre los países, por ejemplo, son usualmente más respetados, o se les da mayor importancia, que otras convenciones internacionales, entre ellas, y en particular, de derechos económicos, sociales y culturales.

En todo caso, la política económica de un país, como política de estado, es defendida como propia del orden interno y como viable para dar o quitar derechos económicos, sociales y culturales. Aquí el estado no pierde el poder político e ideológico para definir el modelo. Obsérvese que en el sistema de Naciones Unidas “Para el logro de sus fines (del Pacto Internacional), todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales.” (artículo 1.2 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales). Por otra parte, en el sistema interamericano todo estado tiene el derecho “a desenvolver libre y espontáneamente su vida cultural, política y económica” (artículo 16 de la Carta de la OEA). En virtud del derecho a la libre determinación de los pueblos, reconocido en instrumentos internacionales (en especial los dos Pactos Internacionales, artículo 1), los estados conservan una soberanía casi absoluta en la definición de sus políticas económicas y pueden manipularla según sus conveniencias. Esa soberanía, como dijimos anteriormente, es casi absoluta en términos de la supervisión internacional en el cumplimiento de los derechos. La Resolución 3171 (1973) de las Naciones Unidas establece que “los actos, medidas y normas legislativas de los Estados encaminados a coaccionar directa o indirectamente a otros Estado o pueblos empeñados en modificar su estructura interna con el ejercicio de sus derechos soberanos sobre los recursos naturales, (...) constituye una violación de la Carta de las Naciones Unidas...”. Sin embargo, en los últimos tiempos, y a partir de la globalización económica, esa soberanía proclamada formalmente es cada vez menos real y efectiva.

Sin perjuicio de ello, y reconociendo formalmente el derecho soberano de los estados de definir su política económica, ¿es posible imaginar a un país defendiendo su poder soberano para implementar una política de estado que permita manipular de la misma forma los derechos civiles y políticos? Resultaría extraño e injustificado que un gobierno alegue que su política de gobierno le impone controlar los medios de prensa para que no difundan información que él considera impertinente, o lo obligue a restringir la libertad de las personas según su criterio. El sistema de derechos humanos hoy rechaza esas políticas, y aquellos estados que las emplean son largamente señalados como violadores de derechos humanos. La relación intrínseca entre democracia y derechos humanos, hoy paradigma de lo que debe ser el estado moderno, tiene como ejes principales la representación política y los derechos civiles y políticos, pero excluye o considera secundaria la dimensión social de los derechos humanos.

Lo político influye en lo jurídico. Así es como vemos un acelerado proceso de juridización internacional de los derechos civiles y políticos, con la tipificación de delitos internacionales, con el establecimiento de jurisdicciones y de normas procedimentales universales, y especialmente, con la habilitación de la persecución penal por responsabilidad individual. Ya son cuatro los tribunales internacionales que han juzgado personas por violación a los derechos civiles y políticos (Nüremberg, Tokio, Yugoslavia y Ruanda) y la Corte Penal Internacional permanente está paulatinamente adquiriendo viabilidad. Es muy dificultoso imaginar estas tendencias transportadas al plano de los derechos económicos, sociales y culturales. Por ejemplo, ¿la corrupción en la función pública podría acarrear responsabilidad individual –o del estado– por afectar el ejercicio de un determinado derecho económico, social o cultural.

Insistimos, es claramente manifiesta la división entre las dos categorías de derechos, y la fórmula de los “recursos disponibles” la pone en evidencia. Existen ciertos derechos civiles y políticos que imponen al estado obligaciones positivas. La efectividad del derecho a un recurso judicial efectivo, por ejemplo, implica la acción y la inversión económica del estado con el objeto de estructurar todo el aparato judicial, policial y administrativo de manera de asegurar el acceso a la instancia jurisdiccional y la decisión judicial definitiva a todas las personas, en el marco del respeto al debido proceso. Sin embargo, no es admisible que el estado justifique el incumplimiento de ese derecho al recurso judicial efectivo en la escasez de los recursos, porque ningún instrumento internacional lo permite. Las condenas de los órganos internacionales por este motivo han sido, y son hoy más que nunca, típicas y numerosas. Ahora bien, en el caso de los derechos económicos, sociales y culturales, los estados sí pueden justificar su incumplimiento en la carencia de recursos disponibles, por que los instrumentos internacionales lo permiten. Por lo tanto parece ser que la división entre derechos es además jerárquica. Cuando cuente con recursos, el estado deberá asignarlos ante todo a los derechos civiles y políticos, para evitar alegar ante la comunidad internacional que sus recursos son escasos para cumplir con esos derechos, ya que no le está permitido hacerlo. Luego de cumplir con esos derechos, y en la medida en que aquellos recursos lo permitan, o estén “disponibles” (vacantes, desocupados, según el diccionario) podrán ser utilizados para la realización de los derechos económicos, sociales y culturales. Aparece muy claro el componente jerárquico.

El principio de la indivisibilidad de los derechos humanos también encuentra problemas en el orden de los valores o ético. La sociedad tiene una percepción dispar de los derechos; censura claramente las detenciones arbitrarias y articula los mecanismos de defensa necesarios, pero no reproduce tan claramente el mismo fenómeno ante una discriminación negativa en el ejercicio del derecho a la salud. Tras esta percepción subyace el pensamiento de que lo normal es gozar nada más de los derechos civiles y políticos, en virtud de que son derechos que se ejercen naturalmente, sin ningún esfuerzo. En cambio, para el goce de los derechos económicos, sociales y culturales es necesario el esfuerzo público y privado para obtener su ejercicio, por lo que lo normal es la expectativa de ejercerlos. Como esa expectativa se ve constantemente frustrada, los derechos se desprestigian y se corre el riesgo de que se vuelvan irrelevantes para la sociedad y las personas. Estos derechos pierden también relevancia en relación con los derechos civiles y políticos porque su carencia la sufre un sector de la sociedad, el más desprotegido, mientras que la trasgresión a los derechos civiles y políticos lo sufre la sociedad toda, es decir, cualquier persona, independientemente del sector del que provenga.

Como el problema social no es visto a través del prisma de los derechos humanos, tampoco se utiliza un lenguaje que exprese esos problemas sociales en términos de violaciones a derechos humanos. Esta situación aparece claramente en los medios masivos de comunicación, que son reflejo de alguna manera de la percepción social.

Todo ello no implica dejar de reconocer los diversos esfuerzos internacionales para tornar más auténtico el principio de la indivisibilidad de los derechos humanos. En los últimos tiempos se han elaborado algunos instrumentos que reafirman ese principio, como los Principios de Limburgo (1986), la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo (1992), la Declaración y el Plan de Acción de Viena (1993), la Declaración de Bangalore (1995) y la Cumbre Social (1995). A ellos hay que incluir los grupos de trabajo y los relatores de la Comisión de Derechos Humanos y otros órganos de Naciones Unidas que investigan el tema del goce de los derechos económicos, sociales y culturales. Finalmente, es necesario sumar los Comentarios y Observaciones del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. No obstante, no todos estos instrumentos y mecanismos abordan el problema desde la óptica de los derechos humanos; algunos, muchos de ellos, estudian y analizan el asunto desde las visiones de desarrollo humano, desarrollo sostenible y ambiental, temáticas que responden a fórmulas y postulados propios de ellas y que no necesariamente contienen componentes inherentes a la doctrina de derechos humanos. Un importante instrumento elaborado por organizaciones no gubernamentales que claramente plantea el problema en términos de derechos humanos es la Declaración de Quito Acerca de la Exigibilidad de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales en América Latina y el Caribe (julio 1998). Esta importante progresión que se está dando en el plano universal no existe en el sistema interamericano. Los países miembros de la Organización de los Estados Americanos parecen no visualizar la importancia de estos derechos ni expresar su interés hacia ellos. Los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre estos derechos, únicos signos de atención al problema, no han sido la constante en el sistema, y no han tenido repercusión entre los estados. Será que nuestro continente, salvo una excepción, registra al sistema de derechos humanos fuertemente desde la tendencia que no incluye comprometidamente a los derechos económicos, sociales y culturales.

Todo lo hasta aquí expresado no busca renunciar al principio de la indivisibilidad, porque en el plano axiológico no deja de ser verdadero. Tampoco deja de hacerse carne en la realidad, como lo demuestra la fragilidad de las democracias de nuestra región, democracias liberales, que paulatinamente se ven jaqueadas por las problemáticas sociales en crecimiento. Está claro que, en la persona, convergen de manera indivisible todos los derechos.

Sin embargo, el panorama descrito nos muestra que aún hoy subsisten razones de índole histórico y político que debilitan la dimensión de los derechos económicos, sociales y culturales, lo que mantiene vigente una fuerte franja divisoria entre las dos categorías de derechos humanos, una limitada verosimilitud del principio de la indivisibilidad, convertido, casi, en abstracción, y profundos vacíos en los compromisos de los estados y en los mecanismos dirigidos al cumplimiento de esos derechos. Estos, sin duda, son derechos, pero en esas condiciones, y aunque cueste decirlo, aquellos que en algún momento llegaron a calificarlos como meras aspiraciones no aparecen tan alejados de la realidad. Como ya dijimos, cuando se incumple sistemáticamente, el derecho se desprestigia.

4. Modelos de Realización frente al Problema de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales

Por ello es necesario una conceptualización más firme de los derechos económicos, sociales y culturales, que no apele a espejismos y que no decline hacerlo en forma autónoma o separada de los derechos civiles y políticos, buscando mecanismos de protección propios. Sobre la base de una conceptualización de estas características, que reconozca la existencia del margen divisorio entre los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales y que proponga nuevas formas de concientización, será posible avanzar, desde el plano político sobre todo, hacia estrategias de realización efectivas que podrán ser complementarias o alternativas a las que se emplean con los derechos civiles y políticos.

Esto nos permitirá sumar otras alternativas a la vía jurisdiccional, superando la dicotomía entre justicia y legalidad. La justicia de los derechos económicos, sociales y culturales se está proyectando como una estrategia interesante, aunque aún enfrenta serias trabas conceptuales y jurídicas; no obstante, y sin dejar de reconocer el efecto multiplicador que en ciertos casos puede provocar a partir de la generación de políticas públicas motivadas en el fallo judicial, la estrategia judicial actúa sobre hechos consumados, sobre violaciones a derechos humanos ya acontecidas, generalmente en casos individuales, y la prevención, como obligación internacional que es de los estados, queda de lado. En estas condiciones, la acción de gobierno dirigida a la realización de los derechos económicos, sociales y culturales viene impuesta por la orden judicial, cuando en realidad el órgano gubernamental es el principal responsable por la realización de esos derechos y el órgano jurisdiccional es el responsable por su tutela. La aplicación interna del derecho internacional no puede quedar reducida a la acción de la justicia; es el estado, todos sus componentes, el que está obligado ante la comunidad del mundo en la implementación de esas normas internacionales. Por otro lado, la verdadera realización de los derechos económicos, sociales y culturales requiere de cambios sociales significativos, que exceden las posibilidades y la naturaleza de la jurisdicción

En cualquier caso, y sin dejar de sostener la validez de la lucha por la justicia, las características propias de los derechos económicos, sociales y culturales muestran que su esencia o su corazón reside en el diseño y la implementación de políticas públicas activas, y que las estrategias de realización deben transitar por el carril de las obligaciones de carácter positivas. Prueba de ello es la obligación que surge del artículo 2.1 del Pacto Internacional de “adoptar medidas...para lograr...por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos”. Además de ello, la naturaleza propia de ese instrumento Internacional que, al no contemplar el sistema de peticiones individuales como mecanismo de supervisión, deposita en el Estado parte una responsabilidad más definida de tomar iniciativa, sin el requerimiento de un individuo, en la adopción de medidas dirigidas a mejorar el respeto por los derechos humanos, es demostrativa de esta esencia. Por otro lado, la Declaración de Quito ya citada, establece en el punto 19 que la exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales es un “proceso social, político y legal” que requiere un fuerte compromiso y voluntad políticas. Se dice que el poder crea derecho; si eso es así hay que recurrir a quienes detentan el poder, que son los representantes del pueblo, para crear derecho, es decir, para tornar realizables y efectivos los derechos económicos, sociales y culturales.

Ahora bien, para desplegar estas estrategias es necesario asumir conceptual y políticamente que esta categoría de derechos es transversal a un alto número de acciones del estado y, por ende, a cada una de las agencias responsables de esas acciones. Es decir, a cada derecho económico, social o cultural le corresponde, en general, un departamento gubernamental distinto, con sus propias competencias, metodologías, presupuestos e idiosincrasia de gestión. Darse cuenta de esta realidad y aceptarla como tal es darle contenido conceptual a la transversalidad. Conseguir que cada una de aquellas agencias de estado comprenda el papel que les toca asumir en la protección de uno o más de esos derechos es dar sentido político a la transversalidad.

Este parece ser el camino –al menos uno de los más importantes–: no esperar que el complejo estatal se acerque al sistema de derecho humanos, sino en el sentido inverso, que el tan importante y valioso sistema de derechos humanos vaya y se inserte en el complejo estatal. Así podrán quebrarse desde adentro las barreras que impiden la realización de los derechos económicos, sociales y culturales, aquellas barreras que han partido a los derechos humanos en dos categorías. Así estos derechos podrán introducirse en la agenda del estado. Porque el sistema de derechos humanos tiene mucho más que dar, más allá de estos obstáculos que, sí, son poderosos pero no totalmente persuasivos como para abandonar el desafío.

Ese camino consiste también en conectar sustancialmente y en forma sistemática el campo técnico-jurídico de los derechos humanos y el campo multidimensional de la promoción social, el campo del desarrollo. Hay entre estas dos disciplinas espacios en común que no son aprovechados y que por ello han generado compartimentos casi estancos que tornan incoherentes entre sí sus postulados y sus discursos. Es necesario también comparar psicologías técnicas para compatibilizar intereses y aspiraciones. Por ejemplo, para los técnicos-jurídicos es importante asumir que el trabajo de defensa y realización de los derechos económicos, sociales y culturales requiere un compromiso a largo plazo y una disposición especial para aceptar que los resultados inmediatos que se pueden obtener en campañas a favor de los civiles y políticos como la libertad de presos políticos, tortura o expresión, van a ser mucho menos frecuentes en este campo.

Para acercarse a esos objetivos, es necesario comenzar a trabajar en el área gubernamental sobre un factor ineludible, sobre la conciencia funcional y política de los agentes públicos a cargo de áreas que involucren derechos humanos. Deben darse cuenta –abrírseles los ojos– de que cada día, en el ejercicio de sus funciones, están realmente haciendo gestión en derechos humanos, y que deben hacerlo en virtud de normas nacionales e internacionales que los obligan. Deben también conocer el contenido conceptual de los derechos humanos en general, es decir, saber y manejar con facilidad aquellos componentes básicos del sistema de derechos humanos como los principios que los rigen, el régimen de responsabilidades y obligaciones, la normativa nacional e internacional y los organismos nacionales e internacionales –y la competencia de cada uno de éstos– que supervisan su respeto. En especial, es necesario que conozcan con profundidad el sistema de derechos económicos, sociales y culturales y sus particularidades como el concepto de progresividad, el de recursos disponibles, el de cooperación internacional. Pero más propio aún, cada agente público debe saber sin dudar el contenido del derecho humano que su gestión le impone desarrollar, los estándares internacionales que lo delinean, y el componente jurisprudencial y doctrinario de ese derecho.

También es necesario desarrollar instancias nacionales que tengan capacidad para: contar con toda esa información y transferirla a las distintas agencias de gobierno; supervisar el cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales en cada una de ellas; y participar en la elaboración de las políticas que involucren esos derechos. El régimen de control de los derechos civiles y políticos es ejercido en la práctica por distintos tipos de organismos. Ya vimos cómo la jurisdicción es funcional a esos derechos, y relativamente a los primeros. Otras instancias del estado, como la Procuración General de la Nación (que nuclea a los fiscales) y el Defensor del Pueblo también asumen acciones más de defensa de estos derechos. En el ámbito parlamentario, no existe una práctica corriente de verificación técnica del cumplimiento de estos derechos. Por el lado de las instituciones que no dependen del estado, los tradicionales organismos de derechos humanos han evolucionado en el marco de la lucha por los derechos civiles y políticos.

Por ello es necesario una instancia especial que supervise la existencia de estos insumos conceptuales y de conocimiento y que opere como observatorio de gobierno del cumplimiento de los estándares internacionales de los derechos económicos, sociales y culturales. Este “observatorio” deberá interactuar con cada instancia en el mejoramiento de las políticas, estudiando diversos aspectos como los conceptuales, estadísticos, presupuestarios, etc. A partir de la información “observada” podrá dar respuesta adecuada y recoger las recomendaciones de los organismos internacionales de supervisión. De esta forma, además, se conseguirá un cabal cumplimiento de los compromisos asumidos ante la comunidad internacional.

La observación deberá recaer no sólo sobre la labor de agencias nacionales, sino también sobre provinciales y, eventualmente, municipales. El comienzo de una política pública de estas características podría circunscribirse, como experiencia de funcionamiento, a uno solo de estos niveles y a determinado campo de derechos.

La definición de la ubicación institucional de un observatorio de esta naturaleza dependerá de circunstancias especiales, pero es prioritario que exista en el ámbito gubernamental ya que desde allí es más viable el acceso a otras instancias de gobierno para la capacitación coordinada y la supervisión transversal. Esa ubicación es además coherente para asumir la existencia de un observatorio de estas características como una política pública de respeto y vigencia de los derechos humanos.

Desde esta estructura se deberá establecer la relación con el órgano parlamentario, para sumar y legitimar la supervisión y para generar medidas legislativas que propendan al mejoramiento de los derechos, sobre todo teniendo en cuenta que las obligaciones en esta materia mencionan “inclusive en particular la adopción de medidas legislativas” (artículo 2.1 del Pacto).

Los insumos técnicos y conceptuales de que se valdrá el observatorio para desarrollar sus acciones pueden provenir de distintas fuentes. En particular, y en el orden internacional, es necesario mantener la correlatividad con los estándares elaborados por los órganos de supervisión y de estudio. En términos estratégicos, a nivel interno, se debe articular el trabajo con las universidades vinculadas con la problemática social y los derechos humanos.

La participación ciudadana puede aportar mucho al desarrollo eficiente de una política de estas características. En realidad, la participación de la sociedad civil, de organizaciones intermedias, religiosas, profesionales, etc., es indispensable, ya que la información de base para el trabajo de revisión de políticas debe incluir la que manejen y utilicen las organizaciones no gubernamentales, que muchas veces es la única disponible y la más fidedigna. La participación ciudadana también es necesaria para el mejoramiento y la reformulación de las estrategias de realización de los derechos. En todo caso, se la debe incluir como un componente más en el diseño de cualquier tipo de observatorio de derechos humanos.

La implementación de una política que comprenda todos estos factores evitará el manejo político o partidario del “gasto social” y permitirá una disposición más efectiva del mismo. Habilitará el acceso a una dimensión fragmentada de la vigencia de cada uno de los derechos económicos, sociales y culturales, y a una noción general e integrada de las virtudes y limitaciones del estado para realizar esos derechos. Esto permitirá, además, hacer exigible la obligación que les cabe a los países industrializados o desarrollados y a los organismos financieros en la realización de los derechos económicos, sociales y culturales que, según el Pacto Internacional, debe obtenerse “...mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas...” (artículo 2.1), como contrapeso a las políticas macroeconómicas.

El alto perfil político, la difusión social y la publicidad de una acción de estado como la descripta puede también provocar cambios en la percepción social negativa acerca de los derechos económicos, sociales y culturales.

Para poner en práctica estas metas se requiere una clara voluntad y expresión política de las máximas autoridades nacionales y provinciales que involucra diversas dimensiones: asumir un compromiso solidario con los derechos humanos de modo de insertarlos en la agenda pública; ordenar a las agencias correspondientes la implementación de ese compromiso; regular normativamente las estrategias, los mecanismos de supervisión y las medidas que se adoptarán; invertir recursos financieros y humanos en la capacidad de planificación estratégica y en la implementación. Para ello, la demanda social, desde la participación ciudadana, puede ejercer una influencia muy importante.

5. Conclusiones

Los lineamientos expuestos en esta última parte constituyen una propuesta para intentar el ejercicio genuino de los derechos económicos, sociales y culturales, y son producto de un examen si se quiere más depurado y consciente del sistema de derechos humanos. Producto de ese esfuerzo es también la convicción alcanzada acerca de la gran debilidad que en la práctica revela el principio de indivisibilidad de los derechos humanos, y de la necesidad de observar con rigurosidad la realidad para seguir manteniendo y defendiendo ese principio con argumentos sólidos y coherentes.

No ha sido objeto de este artículo negar el principio de indivisibilidad como imperativo dogmático, ni asumir una postura ideológica respecto de los derechos humanos. Mucho menos fue relativizarlos o desvalorizarlos. El propósito fue presentar un análisis consciente y un esfuerzo descriptivo e interpretativo del sistema de derechos humanos, para intentar nuevas soluciones a esa gran preocupación en materia de derechos humanos que es el efectivo ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales.
 


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1 Abogado U.B.A. Maestría en Derecho Internacional Washington College of Law, American University. Consultor de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Asesor de Gabinete de la Subsecretaría de Derechos Humanos.

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